Francisco
Javier Irazoki
Hiperión,
Madrid, 2019. 113 páginas.
Irazoki (Lesaka, 1954), componente en su juventud del grupo
CLOC, crítico musical y literario, residente en París desde 1993 (con doble
nacionalidad, francesa y española, desde el año pasado), reunió en Cielos segados (1992) sus
tres primeros libros de poesía (Árgoma, Desiertos para Hades y La
miniatura infinita) y en 2002 dio a la imprenta Notas del camino (con fotografías de Antonio Arenal), pero
para el común de los lectores se dio a conocer con Los hombres intermitentes, publicado en 2006 por Hiperión, su editorial
desde entonces. A ese título le han seguido La
nota rota, Retrato
de un hilo, Orquesta de
desaparecidos y Ciento noventa
espejos.
Su
poesía adopta la forma del poema en prosa, por más que lo lírico se anteponga a
cualquier otra consideración; a pesar de que, como ha escrito, sigan “activos los vigilantes del dogma literario. A su
juicio, la poesía debe limitarse a unas líneas recortadas y un lenguaje
selecto”.
El contador de gotas se abre con una elocuente cita
de Ramón Eder: “Sin compasión no hay cordura”.
Desde
la primera línea (y qué fuerza tienen los primeros versos de Irazoki, frutos,
parecen, de la inspiración y no del cálculo), se aprecia cómo todo fluye a
favor del misterio, que, como ya dije, linda
con lo mágico y hasta con lo surrealista, donde las metáforas son verídicas y
accesibles y no meros artilugios retóricos, donde la imaginación, en fin, se
abre paso con el adecuado sigilo y no con el alarde de la pirotecnia verbal. Fernando
Aramburu, uno de sus mejores lectores, se ha referido, con solvencia, a “esa especial
destreza suya para la creación de imágenes y símbolos”.
“Lentamente comienzo a
escribir ante un desierto helado”, afirma. A partir de ahí, la última línea del
primer poema, Irazoki se deja llevar por los territorios de la memoria. Desde
su Lesaka natal: “Nací en una familia de campesinos y pastores feos que
enamoraron a mujeres de gran belleza”.
Al destello de la iluminación
o la epifanía, al vislumbre del aforismo, se une la demora del relato (en “Humo
paralelo”, por ejemplo), lo narrativo, siempre con voluntad de estilo, con
clara conciencia literaria.
Se subraya la cualidad del
solitario. De sus tíos, pastores desterrados en Norteamérica. Y del propio
autor, quien en una metafórica alusión al zorro, dice: “Su poema está creado
lejos del grupo. No imita al perro sumiso ni al lobo gregario”. “Su manada es
interior”, “su soledad omnívora”.
Nos habla de Dioni, el hijo
extremeño del guardia civil, y del fútbol (que a Irazoki le ocasionó de
muchacho una lesión irreversible de columna), “una variante de la labranza”,
mucho más que un juego. Como el ciclismo. Y de los emigrantes del Barrio Jaén. Y del silencio (“Éramos
personas estropeadas por el miedo”).
La infancia, la adolescencia
y la juventud son protagonistas. En la aduanera Irún (donde descubre la música,
asunto de “Farmacia musical”). Durante los años amargos de ETA (léase “Brindis
a la oscuridad”), cuando “la belleza era un país lejano”. Y ellos, unos racistas.
Abundan los retratos de seres
solitarios: Blas de Otero, J. G. Aranguren, Verlaine, Ribeyro, H. Châtelain, M.
Pagazaurtundúa, Dickinson… Como la poeta de Amherst, Irazoki escribe “para
tamizar su angustia”. Como para ella, las palabras son su “única habitación”.
Llena de bondad (una “conquista intelectual”) y compasión. Un emocionado “escudo contra el dolor” (en el
impresionante “Fábrica de desiertos”, acerca de un diagnóstico fatal). Su
escritura es ante todo una ética. De estirpe camusiana, cabe precisar. Con
pocas pero firmes convicciones (anotadas en “Cuadernos de juventud”). Entre
ellas, “Que el perdón sea más fuerte que la herida”.
LOS AMENAZADOS
Caminamos cerca de un cristal transparente. Su altura no puede ser abarcada por la vista de los hombres. Al otro lado, unos bultos imitan todos nuestros movimientos.
El cristal nos sirve de espejo y contra él levantamos los días. Terminada la juventud, percibimos con menos confusión las siluetas que nos copian cada gesto. Las figuras dejan entrever fragmentos de su interior: el desgaste físico, bolsas de rutina, la enfermedad, unos hilos de descreimiento.
En horas de miedo y cólera, golpeamos el cristal. O lo cubrimos con la invención de unas creencias. Ideales, devociones, certezas y aventuras son paños que esconden imágenes de una amenaza.
Con agonía rápida o larga cruzamos el cristal. Nos deshacemos en los bultos borrosos que circulan a poca distancia de los vivos.
NOTA: Esta semana se ha publicado en El Cultural una versión de esta reseña en la que figuran cortes que desvirtúan, siquiera en parte, su verdadero sentido. Cosas que pasan, ya se sabe, cuando del papel y sus limitaciones impresas se trata, lo que no obsta para que a uno, que se toma su modesto trabajo muy en serio, le duelan en el alma. A mí (no me consultaron los cambios), sí, pero también al autor y a los hipotéticos lectores, que habrán leído con estupor algunas afirmaciones mal expresadas.
Me aseguran que en la versión digital del acreditado suplemento (el próximo lunes) se dará íntegra la recensión, pero esta vez prefiero adelantarme y ofrecer a quien quiera leer lo que en rigor escribí sobre este libro ejemplar.