El extremeño Javier Alcaíns (Valverde del Fresno, Cáceres, 1963) presentó el pasado sábado en la librería placentina La Puerta de Tannhäuser su último libro, La adivinanza del agua. El título, en efecto, es muy sugerente, tan hermoso como la obra en sí, y no refiero ahora al contenido sino al continente. Editado por él e impreso en Tecnigraf (bajo el sello Javier Martín Santos), se aprecia en todo, del papel a la tipografía y del diseño a la composición, el exquisito esmero, la meticulosidad con que ha sido concebido para que llegue a las manos del lector como si de una obra de arte se tratara.
Capítulo aparte merecen la consustanciales ilustraciones que lo adornan. Distintas de las que hasta ahora nos había ofrecido este iluminador de códices (hay libros suyos, bajo el rótulo Códice Alcaíns, en el prestigioso catálogo de M. Moleiro: El cantar de los Cantares, El Libro de Daniel, Beato de Liébana). Sin figuras humanas, algo antes habitual. Con formas diversas. Algunas de indiscutible aire oriental. Realizadas con tinta de plata y con un motivo reiterado: la lluvia: "esta lluvia que cae sobre un paisaje de la tierra o sobre un paisaje de los sueños", como ha dejado escrito en la dedicatoria de mi ejemplar.
Se refirió su presentador, Miguel Ángel Lama (que tan de cerca ha seguido la trayectoria del sierragateño afincado en Cáceres y tan bien conoce y explica su literatura ilustrada) al uso de las enumeraciones. Uno, sin querer, se fue al enumerador (caótico) Borges y ya allí a su famoso verso sobre la lluvia, aquello de que "La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado".
También citó Lama a uno de los máximos inspiradores del quehacer de Alcaíns: el pintor, impresor y editor suizo François-Louis Schmied, que fue un genio de la ilustración.
He aludido antes, precisamente, a la condición de ilustrador de Alcaíns, pero también podríamos mencionar la de miniaturista, la de calígrafo y, sobre todo, la de poeta (que a veces se confunde con el prosista, pues que no atiende en su escritura a un estricto criterio de género). A sus libros: Memoria de los viajes, La locura y las rosas, Teatro de sombras, Arquitectura melancólica, Una ventana con la luz de la tarde...
En su breve intervención, Alcaíns intentó explicar lo inexplicable, ese misterio que le ha llevado a escribir La adivinanza del agua. De ahí que en su colofón leamos: «Javier Alcaíns escribió este libro, realizó las ilustraciones y diseñó las páginas con líneas de plata. Comenzó en abril de 2018 y le dio fin el primer domingo de junio de 2019, fecha en la que seguía sin saber la solución de la adivinanza del agua».
Aunque, como recordó, el concepto formal de libro tal como lo conocemos desde hace siglos ya estaba conseguido en los señalados códices medievales, Alcaíns da un paso más y, sin asumir su invención, propone un nuevo elemento: esas sutiles líneas de plata que, página a página, inducen al lector al disfrute pleno de lo escrito.
En cuanto al texto en sí, ya se dijo que participaba de la prosa (con momentos donde torna relato) y de la poesía. Abundan las repeticiones. De palabras, de ideas. De fragmentos podríamos hablar si los consideráramos partes de un mismo discurso, lo que acaso sea cierto. Pues que enlazados van, sin perder nunca de vista al agua y sus metáforas, la de la lluvia ante todas.
La imaginación prima. Una especie de dejarse llevar que dota al texto de la frescura propia del que va sin brújula y sólo atiende a lo que su mirada y su pensamiento le demandan. A lo que sus sueños le exigen. En un momento dado leemos: "Miro mi mano que escribe, pero yo no he creado mi mano, ni el cerebro que la guía, ni el alfabeto que conozco, ni la lengua, ni la literatura".
Por momentos, el sentido se transforma en sonido y la música de las palabras inunda, nunca mejor dicho, estas páginas líquidas que lo mismo te llevan a la infancia que al paisaje: del Jálama, de Las Hurdes y de mil sitios lejanos más (Odesa, México, Río de Janeiro, Tananarive, Montánchez, Tánger, Milán...), pues no en vano Alcaíns es una suerte de viajero perpetuo, poco importa si inmóvil. Basta con leer (a ser posible en voz alta, como hizo Lama en la presentación) ese poema que empieza: "En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh...". Un poema, digamos, que tiene su continuación más adelante: "En ningún lugar del mundo llueve como en el centro del desierto del Sahara...", y que culmina cuando escribe: "Estará lloviendo en Oporto, el agua correrá por las calles en cuesta...".
Para leer y para ver, sí, este libro singular (donde no faltan significativos espacios en blanco), digno de un autor exigente que no teme asumir esos riesgos que sólo son capaces de afrontar los que no se conforman.
En cuanto al texto en sí, ya se dijo que participaba de la prosa (con momentos donde torna relato) y de la poesía. Abundan las repeticiones. De palabras, de ideas. De fragmentos podríamos hablar si los consideráramos partes de un mismo discurso, lo que acaso sea cierto. Pues que enlazados van, sin perder nunca de vista al agua y sus metáforas, la de la lluvia ante todas.
La imaginación prima. Una especie de dejarse llevar que dota al texto de la frescura propia del que va sin brújula y sólo atiende a lo que su mirada y su pensamiento le demandan. A lo que sus sueños le exigen. En un momento dado leemos: "Miro mi mano que escribe, pero yo no he creado mi mano, ni el cerebro que la guía, ni el alfabeto que conozco, ni la lengua, ni la literatura".
Por momentos, el sentido se transforma en sonido y la música de las palabras inunda, nunca mejor dicho, estas páginas líquidas que lo mismo te llevan a la infancia que al paisaje: del Jálama, de Las Hurdes y de mil sitios lejanos más (Odesa, México, Río de Janeiro, Tananarive, Montánchez, Tánger, Milán...), pues no en vano Alcaíns es una suerte de viajero perpetuo, poco importa si inmóvil. Basta con leer (a ser posible en voz alta, como hizo Lama en la presentación) ese poema que empieza: "En ningún lugar del mundo llueve como en Bangladesh...". Un poema, digamos, que tiene su continuación más adelante: "En ningún lugar del mundo llueve como en el centro del desierto del Sahara...", y que culmina cuando escribe: "Estará lloviendo en Oporto, el agua correrá por las calles en cuesta...".
Para leer y para ver, sí, este libro singular (donde no faltan significativos espacios en blanco), digno de un autor exigente que no teme asumir esos riesgos que sólo son capaces de afrontar los que no se conforman.