Mucho más que unas pocas palabras torpes y apresuradas, como las mías de ayer en Facebook, se merece Antonio Franco en el momento de su muerte. Permitidme que se las dedique. No estoy más sereno que hace veinticuatro horas, cuando los mensajes cómplices y al unísono de los hermanos Sáez y de María José Hernández me avisaron de la que, aun anunciada, ha sido una muerte prematura y sorpresiva: a traición.
La enfermedad de Antonio, entrevista por Jordi Doce y por mí, a través de unas cartas cruzadas con Granada, nuestro enlace, digamos, en la Fundación Ortega Muñoz, nos hacía presagiar hace semanas lo peor. Cuando ella volvió a aludir de pasada a ello hace poco, pregunté con indirectas a Antonio (él era de hablar por teléfono y yo de escribir cartinas) y su lacónica respuesta me hizo temer que la cosa no iba bien, lo que me confirmaron los amigos citados más arriba, a quienes acudí preocupado.
Los recuerdos, cuando sucede algo así, se agolpan. De entre ellos, ayer, al entrar en Badajoz a media tarde por donde solía, con el sol dorando el mágico perfil de la Alcazaba y toda esa línea de cielo que nunca me he cansado de mirar, la que justifica en buena parte esa belleza que suele robársele a esa ciudad fronteriza, de entre esos recuerdos, decía, rescato uno especial: los dos en el espléndido balcón de su casa (un piso muy alto, cerca del hotel Zurbarán) viendo atardecer. La vista era aérea. El Guadiana a nuestros pies. A lo lejos, Portugal, un país que adoraba. Un país que une (me niego a hablar en pasado) a cuantos, como él, iniciaron a principios de los ochenta del siglo pasado una lusa y tranquila revolución silenciosa e ilustrada, basada en hechos, a favor de la absolución cultural de esta tierra tan querida como irredenta. Él fue de los que se quedó. Sus logros, aunque no sólo, están centrados en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC). Esa fue, esa es, su gran obra. La de un hombre deliberadamente ágrafo que conocía bien el arte y que tenía, lo más importante, criterio. De base universal, sin anteojeras. Ni terruñero ni paleto, lo que nunca le perdonaron algunos paisanos. Los del "patatal", como él decía; con representación en todos los rincones de Extremadura. Actualísimo: un adelantado de las instalaciones, la poesía visual o el vídeoarte, así como de todas las manifestaciones artísticas (de orden conceptual) que llegaron a través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y de Internet. Será difícil que alguien sea capaz de hacerse cargo de esa herencia: el museo era él. 25 años le contemplan. De su defensa numantina habría mucho que decir. De cómo consiguió sostenerlo sin apenas presupuesto y con escasos apoyos institucionales y políticos.
Y al lado de la museística, otra labor fundamental de Antonio. Junto a Clemente Lapuerta, fue el alma de la Fundación Ortega Muñoz, con sede en el MEIAC, cuyos fondos alberga. No se le escaparon, como los de su admirado Barjola, ahora en Gijón, al que está dedicada una muestra en el museo (hasta el 29 de marzo).
Tampoco podemos obviar su defensa de la fotografía. De la de autor y de la escondida en los archivos personales y familiares. O del land art.
Destacaba en las redes Jordi Doce su defensa del arte y no olvidaba mencionar la poesía, "aunque no se sepa tanto". Nosotros sí. Porque gracias a él existe la colección Voces sin tiempo, que ambos dirigimos. Y la revista Suroeste también cuenta con el apoyo de la Fundación. (Antonio Sáez, su director, me contaba que estuvo hablando con él del último número el viernes en su casa y que su hijo llamó al día siguiente para pedirle un par de ejemplares.) No es casualidad que desde hace muchos años las lecturas del Aula de Poesía "Díez Canedo" tengan lugar en una sala del museo. Ni que, por poner un ejemplo, la presentación del número extraordinario de la revista Turia dedicado a Luis Landero se celebrará allí.
De su amor por la literatura (algunas exposiciones del MEIAC así lo atestiguan) dice mucho que una vez pusiera en mis manos los originales de los poemas de Timoteo Pérez Rubio, el marido extremeño de Rosa Chacel, responsable, ya se sabe, de la evacuación de las obras del Museo del Prado durante la Guerra Civil. Le aconsejé, no sin antes disfrutar de esa bonita primicia, que la edición (aún pendiente) de ese legado era labor de filólogos y le insté a que contara con nuestros buenos amigos Lama y Bernal.
Camino del tanatorio, donde coincidimos con Isabel Pérez y Luis Sáez, donde dimos el pésame a uno de los hermanos de Antonio y a su hijo, pasamos por la puerta del restaurante Azcona (qué buenos momentos). A la vuelta, supongo que en El Vivero, acabamos una día Fernando Pérez, él y yo para comer un arroz. Ellos eran íntimos desde los tiempos estudiantiles de Sevilla (donde coincidieron con Paco Muñoz, el consejero de Cultura que nos reunió en su equipo a los tres y a quien no me he atrevido a llamar). Fernando ya no estaba bien. Con todo, aquella comida fue memorable, como lo era siempre compartir conversación con dos de las personas más clarividentes con las que uno ha tenido la suerte de tratar, sobre todo en lo que respecta a la situación de Extremadura y a los pasos que habría que dar para lograr, ya decía, su definitiva salida del atraso cultural y educativo, que era y es lo mismo. Si se emparejaba que participaran en la charla Ángel Campos o Julián Rodríguez... Y ya ninguno está. Una constatación que me llena de amargura y de espanto.
No haría falta añadir que, a pesar de lo que acabo de afirmar, ninguno fue reconocido con medallas ni academias, algo que confirma, triste evidencia, que la mediocridad y la injusticia, no nos ha abandonado ni, me temo, nos abandonarán nunca. Que los de Argamasilla, queridos amigos muertos, campan, como siempre, a sus anchas. Así nos va.
En lo que a Plasencia respecta, fue jurado del Salón de Otoño y apoyó las reivindicaciones de la asociación Trazos del Salón para que sus fondos viniesen a esta ciudad. Participó incluso en una mesa redonda a ese propósito. Como me decía ayer Santiago Antón, fue un amigo.
Queda ahora recordar, sí. Quedarse de verdad con lo que importa. Como aquel día en Las Mestas, pongo por caso, con Buñuel y Las Hurdes como argumento. O en las sesiones deliberatorias de los Premios "Extremadura a la Creación", donde Antonio hizo una labor tan importante. En el castillo de Alburquerque, en los saros culturales (con una copa en la mano) o en los entierros, como en el de Fernando en Santa Marta (uno de sus pueblos, junto a Torre de Miguel Sesmero, donde casualmente nació en 1955). La última vez que estuve con él fue en el velatorio de Julián, en Cáceres.
Sigo viéndolo con su media sonrisa (entre tímida y melancólica), con el bigote que tenía cuando le conocí hace treinta años (y que nunca fui capaz de quitarle), con su camisa oxford azul celeste, su americana oscura y su abrigo negro (casi nunca le vi vestido de otra forma, pocas con corbata). Elegante, sin duda. Por fuera y por dentro. Educado y cariñoso. Frágil en su resistencia. Buena gente. Un amigo de verdad.
Lo más importante será seguir su senda. A pesar de los pesares. La que siguieron los ya citados maestros (al menos para mí) y otros que, por suerte, siguen aquí, dispuestos a mantener viva esa preciosa pero delicada llama. La que conduce a la consecución de un arte riguroso que va de lo local a lo universal, ni regionalista ni ensimismado; abierto, como él quiso, a América y Portugal; con un pie en la tradición y otro en la vanguardia.
Termino. He estado corrigiendo estos meses de atrás el que será mi primer libro de diarios. Menudea entre esas páginas. Al lado de otros amigos queridos que se fueron por desgracia para siempre. Con uno de ellos se cierran, precisamente, esas notas. Lo que no me podía imaginar es que a esa larga lista de pérdidas tendría que añadir, antes de que Porque olvido viera la luz, el nombre de Antonio Franco. Quería que lo leyera. No es justo.
Nota: La fotografía es del diario Hoy.