5.2.20

Ética de las metáforas, ética de la vida

César Iglesias ha publicado este ensayo, una amplia lectura de El cuarto del siroco, en el número 9 de la revista de literaturas ibéricas Suroeste.



¿Qué se puede decir de un libro que conmueve? Si el intento de profundizar teóricamente sobre cualquier manifestación artística es un desafío, trasladar a los demás esa turbación sentimental e intelectual, se convierte en mucho más que un reto. Eso es lo que acontece ante las páginas de El cuarto del siroco, el último libro que Álvaro Valverde ha dado a la imprenta y el décimo que ve la luz de lo que canónicamente se encuadra en lo que llamamos poesía.
Es necesario realizar esta apreciación porque toda la escritura de Valverde es poética. Quien se adentre en Las murallas del mundo o Alguien que no existe, dos libros calificados editorialmente como novelas, encontrará el mismo latido emocional e intelectual que en los poemas. Igual ocurrirá con el libro de viajes Lejos de aquí o el de artículos literarios El lector invisible.
Y esto ocurre porque su dicción no responde sólo a las exigencias de los corsés literarios y, mucho menos, a los mercantiles. Su escritura es la manera que tiene un ciudadano, de nombre Álvaro Valverde, de trasladar a sus semejantes una manera de percibir y pensar el mundo y el tiempo que le ha tocado vivir. Por ser concluyente: hay una manera valverdiana de ser y estar en este mundo. Estamos ante un hombre machadianamente bueno, que ha convertido en una elección y en una actitud vital la decencia del día a día. Como apunta en el poema 'Aquiles', “elijo ser un hombre, sólo alguien / que funda su destino / (como el mejor ciudadano de la polis / como el mejor aqueo) / en la digna certeza de la muerte”.  Y más adelante, en otro poema titulado 'Aquél', formula todo un testimonio que se convierte en un tratado de ética cívica, en la que se confiesa un ser humano que “se resigna o se obstina, más no cede. / Quien resiste sereno a la intemperie. / Aquél que no consigue / ni darse por vencido.” Y esa disposición vital no puede ser ajena a su dicción ética. Por eso Valverde escribe “contra el tiempo, a favor de la belleza”.
«Metáfora y verdad», dice Álvaro Valverde en el poema inaugural del libro. Más que una declaración poética, perviven en estas palabras un compromiso vital. Los poemas de El Cuarto del siroco, como los de toda su obra, son verdad porque son fruto de la vida misma, del lugar y del tiempo que le ha tocado vivir. Y la metáfora, es decir, la imaginación poética, es la herramienta que ha elegido para compartir con sus semejantes las emociones y las reflexiones que le han deparado los tiempos a quien decidió suscribir un contrato con la sinceridad vital.
Una verdad que es una verdad compartida. La lección del sabio alemán Hans-Georg Gadamer, tal vez el pensador que mejor alumbró las tinieblas de la poesía contemporánea, es nítida: “en la palabra poética, la autobiografía sólo tiene sentido si todos nosotros contamos en ella, si todos somos contados por ella”. Y ese ha sido y es el empeño de Álvaro Valverde.
Su biografía poética es una biografía colectiva. Cuando Valverde escribe de la luz de Cádiz, de Conil o de Tarifa, de la umbría de los rincones de los valles norteños de Cáceres, de las sombras de las calles y rincones de su ciudad levítica o de la melancolía luminosa de Tánger logra que sean lugares y días vividos por sus lectores con los mismos desconciertos del autor.
Cuando invoca en un monólogo dramático perfecto, uno de los interiores del pintor danés Vilhelm Hammershøi, comparte  con todos nosotros, la experiencia de ver a esa mujer vestida de negro, Ida de nombre, en una casa nórdica y burguesa, “(…) donde habita / la sombra y la penumbra”.
Cuando relata un viaje a Lisboa, sabemos que nosotros, al igual que el poeta, “acabamos perdidos en la ciudad perfecta” y que también podemos dar fe que “en la decrepitud, entre la suciedad, bajo la herrumbre, / lo que vimos fue el fuego de una vida distinta”.
El cuarto del siroco perpetúa la insistencia de Álvaro Valverde en una escritura concebida por un hombre que observa el paso del tiempo desde un espacio en el que ha sido capaz de encontrar respuestas a los interrogantes que nos golpean y desentrañar algunos secretos de nuestra existencia.
Es lo que el polaco Andrzej Stasiuk llama “presente eterno”. Y ahí reside una de las señas de identidad valverdianas. “Tal vez por eso escribo / acerca de lugares”, nos dice, “Sitios donde la muerte / simplemente es más lenta”.
Y a esa tarea, escribir de los lugares donde la muerte es más lenta, se ha dedicado. No es casual que su primer libro, de 1985, se titulase Territorio y que allí estuviese un verso fundacional de su escritura. “Hagamos de este lugar un territorio”, anotó aquel Valverde veinteañero, leal a la sentencia de José Ángel Valente: en las primeras palabras de los poetas verdaderos reside toda la obra por venir.
Y ese primer espacio, Plasencia y los valles septentrionales de Extremadura, es una constante en toda su obra. Un título como Plasencias lo certifica. No es, sin embargo, esta posición un atrincheramiento en la “alabanza de aldea”. Todo lo contrario: ese “eterno presente” acuñado por Stasiuk ha permitido a Valverde extender su mirada y su memoria a otros lugares que, como el mismo desvela, “son más del pensamiento que otra cosa”.
La capacidad de otear otros horizontes -vividos y pensados- siempre ha confraternizado en la poesía de Valverde con su entorno geográfico y sentimental más cercano. Lo hizo con Más allá, Tánger, un libro donde un lugar, la ciudad norteafricana, es materia de recuerdo y experiencia, tanto propia como ajena. Ahora, con El cuarto del siroco, es más preciso el compromiso con la escritura de lo “particular universal”, en la misma estirpe del irlandés Patrick Kavanagh (“Yo hice de la Ilíada una riña local”) o del portugués Miguel Torga (“O universal è lo local sem paredes”).
Aquí es donde Valverde se convierte en uno de los autores esenciales de la sentimentalidad de la tierra, en una tradición que John Keats fijó con un verso germinal: “La poesía de la tierra nunca muere”. Pero esa tradición va, en este caso, más allá. Se trata de una sentimentalidad ontológica, abrazada por las nieblas de la melancolía y de la nostalgia de los pobladores de los territorios del Oeste ibérico: un fulgor compartido que los galaicoportugueses llaman saudade y los asturleoneses, señardá, y que se extiende desde el Cantábrico hasta el norte extremeño.
Esa  posición del alma para entender y ver el mundo atraviesa desde sus inicios la obra de Álvaro Valverde y la dota de un sentir y un pensar propio. Una sentimentalidad que se acrecienta en este libro, donde hay esa búsqueda de refugios existenciales, no solo frente il pazzo vento di Scirocco, que acertadamente articula la concepción del libro, sino frente a los malos aires que nos asuelan, a las demoliciones existenciales de la senectud y, sobre todo, al cúmulo de pérdidas irreparables. No es extraño que el poeta reclame para sí “un lugar melancólico / donde saudade fuera / una expresión corriente”.
Cuando José Luis García Martín incluyó en su 'Generación de los 80' a Álvaro Valverde ya atisbó que allí había un poeta con personalidad propia, con un tono y una dicción marcada por la meditación y la reflexión. Esa es su tradición. Las lecturas de la poesía anglosajona, las lecciones de Giacomo Leopardi y el aprendizaje de los maestros hispanos (ahora más Antonio Machado que Juan Ramón Jiménez, siempre Cernuda, Claudio Rodríguez o Antonio Colinas) son las semillas que han germinado en la escritura valverdiana. Es su escuela la de la “razón poética” de María Zambrano. También la de Miguel de Unamuno, que la fijó en un verso: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”.
La excepcionalidad cotidiana es la materia de la que está hecha la poesía de Álvaro Valverde. La presencia de los aconteceres diarios, incluso de las anécdotas, adquiere en su escritura un valor trascendente, porque la imaginación cumple su obligación para que lo real se convierta en realidad más allá de la misma realidad, ajena a los significados impuestos por la tiranía de las convenciones.
Ahora, sin renunciar a este deber, Valverde ha dado un paso más y se ha propuesto, al igual que hizo el poeta barcelonés Joan Vinyoli, “(…) escribir poemas concretos (…) / y como él necesito / realidades, no humo”.
El paso del tiempo ha ido imponiendo la claridad y la sencillez en la escritura de Valverde para consolidar su dicción sentenciosa. Y ahí radica la unidad de este libro, también su fortaleza. Cada verso es una piedra de su edificio poético. Es una casa sencilla, humilde, hecha con los materiales propios de sus territorios y de sus días, también con los de la memoria de los idos.
Y en esa casa hay reservado un espacio para la stanza dello scirocco, como el propio autor nos advierte. El acierto de la metáfora del cuarto del siroco, que tan bien explicó Leonardo Sciascia, es también la argamasa que da unidad a este libro, porque todos sus poemas contribuyen a hacer más segura esta guarida, donde encontrar,  dice, “la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera”.
Son más de tres décadas las que ha dedicado Álvaro Valverde a crear una obra hecha de “metáfora y verdad”, es decir, de compromiso ético con los suyos y su entorno. Y en ello sigue. Y ese empeño le sitúa entre aquellos que han hecho de la escritura una manera de honrar la vida propia y ajena, una escritura que en definitiva nos da la talla de un hombre digno.
Unos versos del antes citado Joan Vinyoli retratan con fidelidad a nuestro autor.

(…) Si fuiste
fracaso, anhelo y soledad y reserva
de la chispa que enciende bosques
y no solo
proyecto avaro de ganancias
de hipócrita dominio,
si sobre todo fuiste
puro en lo puro, diré de ti que diste
la medida de un hombre.

Este libro, El cuarto del siroco, nos permite decir que Álvaro Valverde ha sido capaz de seguir dando la “mesura d'un home”, la medida de un hombre, por su capacidad de enhebrar con palabras sabias el tejido de una ética de la metáfora y de la vida.