26.3.20

En torno a Colinas



1. Se puede establecer un itinerario por la vida de Antonio Colinas que en realidad nos lleve hasta su poesía. Ambos aspectos son en él inseparables. Este poeta del 46 nacido en La Bañeza, León, debe a su infancia en ese ámbito geográfico (proclive a las floraciones literarias) buena parte de su obra posterior. De su sobria belleza proceden temas y tonos que han ido atravesando desde el principio toda su poesía. Un espacio que ha dado para poemas inolvidables y para relatos no menos memorables. Son sus días en Petavonium, su territorio o, al menos, una parte fundamental de éste, acaso su patria perdida. Pero el mundo de Colinas es ancho y ajeno. No se queda ahí, aunque desde ahí haya seguido mirando. Así, en ese camino al que nos venimos refiriendo, la ciudad de Córdoba es otro hito fundamental. De su adolescencia en la hermosa ciudad andaluza ha dado buena cuenta en su novela Un año en el sur, publicada por la legendaria editorial Trieste. Luego, el salto a Madrid. Y, ya en la capital, el encuentro con otro de sus maestros, entonces vivo aún: Vicente Aleixandre, quien, junto a otros modelos (estamos ante una poesía de estirpe clásica que lo mismo atiende a la tradición grecolatina que a la sufí, al gran romanticismo europeo que al profundo misticismo castellano), habrá de marcar con su poderosa impronta, personal y poética, los primeros poemas serios de nuestro autor: sus Preludios; tal vez los más inspirados de un poeta casi siempre, en el mejor sentido de la palabra, esclarecido.
Un viaje a Italia marca un punto de inflexión en su obra incipiente pero segura. No es tanto el cambio geográfico (Italia y España son, por muchas razones, países semejantes) y el consiguiente cambio vital, cuanto el encuentro con una de las poesías más interesantes y fecundas de nuestro tiempo: la italiana del Novecento. Aunque me vea en la obligación de añadir que no sólo de ese siglo. Es el caso, por ejemplo, de Leopardi. Nunca podremos pagar la deuda que los poetas españoles contrajimos con Colinas gracias a las traducciones y estudios que éste ha dedicado al poeta de Recanati y del que hemos sido muchos, ya digo, los beneficiarios; empezando, claro está, por el propio traductor. Con todo, es en la de un grupo compacto y sobresaliente de poetas italianos a los que traduce, los herméticos y sus aledaños, donde, a mi modo de ver, encuentra la profunda justificación de su cambio de registro poético. Cambio o, mejor dicho, evolución en su coherente forma de entender ese hecho. Pero esas lecturas, que acabaron convirtiéndose en antología (Poetas italianos contemporáneos, Madrid, 1978), no fueron definitivas, ya digo, sólo para él: es imposible comprender la evolución de la joven (y no tanto) poesía española sin atender a ese librito, pues son muchas las lecciones aprendidas a partir de ese puñado de poemas por los poetas del momento, en especial los llamados novísimos y sus inmediatos seguidores, para entendernos, los de la Generación de los ochenta o de la Democracia.
Desde Italia, salta a Ibiza. La estancia en esa isla mediterránea es otro jalón del itinerario. Y no uno cualquiera. Ningún paisaje más apropiado (salvo el natal de la montaña leonesa: su contrapunto) para la poética que inspira su obra, sobre todo después de la experiencia italiana. Fruto granado de esa simbiosis, uno de sus libros más logrados; para este lector, sin duda, el más relevante: Noche más allá de la noche. Y la apreciación sirve no ya para inútiles comparaciones respecto del resto de su producción (que carece de caídas significativas y que ostenta un rigor y una altura envidiables), sino para situarlo en el rico contexto de la poesía en castellano del XX. Todas las tradiciones, La Tradición, se entrelazan entre los cantos de este libro. La luz, el mar, el sol y todos los elementos nutricios de la isla (a los que habría que sumar la soledad, la calma y el silencio) han le proporcionado el clima ideal para escribir su Tratado de armonía. Un libro en tres entregas (Tratado de armonía, Nuevo tratado de armonía y Tercer tratado de armonía) que abarcaría, más allá de las meditaciones y reflexiones que componen sus páginas, todo el quehacer de Colinas. ¿No podría ser ése el título genérico de toda su creación literaria? A la busca de esa armonía entre lo vivido y lo escrito, entre lo sentido y lo pensado, ha dedicado todo su tiempo. Y lo ha hecho con total libertad, ajeno a otra cosa que no fuera ese empeño, con perseverancia, fidelidad y, sobre todo, mansedumbre, una virtud (una entre muchas) que caracteriza la buena poesía de un hombre, en el sentido machadiano de la palabra, bueno. El ritmo, la cadencia musical de sus versos, se ha ido acompasando a los latidos de su serena existencia. En el itinerario que, como dije al principio, su vida y su poesía van trazando, termina, por ahora, en Castilla, concretamente a la unamuniana Salamanca, ciudad en la que ha vivido durante los últimos años y en la que ha encontrado, además de refugio, motivos para la inspiración, nuevos poemas que ha llevado a sus últimos libros, por ejemplo, Canciones para una música silente.

2. Uno empezó a leer poesía en serio, digamos, de la mano de los poetas de la generación de Antonio Colinas, la anterior a la mía, los denominados Novísimos desde que José María Castellet publicara su famosa antología Nueve novísimos poetas españoles; un florilegio, por cierto, en el que nuestro poeta no figuraba. De aquella época, en mi memoria de lector, como ejemplo de uno de esos libros fundacionales que están en el origen de mi presunta condición de aspirante a poeta (y, antes, a lector) figura Sepulcro en Tarquinia. Lo leí en una edición maltrecha, porque tenía varias páginas en blanco (entre ellas, la segunda del prólogo de Francisco Brines). Será, no obstante, Noche más allá de la noche, como acabo de escribir, el libro suyo que con más intensidad he leído y el que, sin duda, más me ha influido. De hecho, el segundo de los míos, Las aguas detenidas, que en rigor es el primero, no sería el mismo sin aquél, por más que las diferencias, acaso, sean más que las similitudes. Así, de estos libros particulares y de su obra poética en general puede decir uno lo mejor que se puede afirmar de la poesía de un poeta: que soy su lector, en el sentido más sencillo del término, que es también el más verdadero y profundo.
Pero no sólo he leído su poesía. Por encima de sus ensayos, cuentos y novelas, he apreciado, insisto, sus traducciones. Dos libros en concreto. Dos antologías, una de ellas ya nombrada. Ambas forman parte también de mi educación sentimental y lírica y no creo equivocarme, como anticipé, si afirmo que en la de muchos compañeros de promoción (o no). Hablo de la que dedicó a Leopardi (que leí, como el citado Sepulcro en Tarquinia, en el 81 y gracias a la cual me introduje en la obra de uno de mis maestros) y Poetas italianos contemporáneos, que me sirvió para descubrir a unos cuantos poetas imprescindibles: Montale, Ungaretti, Quasimodo, etc.
Hace ya mucho tiempo que, en poética defensa, para evitar ser catalogado con una de esas etiquetas que tanto les gusta colocar a ciertos críticos con vocación de entomólogos, aludí a la “poesía meditativa” como la tradición a la que me gustaría ser adscrito. El término ni era original ni nuevo. Lo empleó Unamuno para referirse a una poesía que pudiera “alojar un pensamiento poético”, que rezumara “austeridad y reticencia” frente a “redundancia y énfasis”, la que nacería de forma natural de su credo poético: “Pensar el sentimiento, sentir el pensamiento”. La que aúna “pasión y pensamiento”. Esta tradición de tradiciones, tendría entre sus más genuinos representantes nombres como los metafísicos ingleses, Hölderlin, Leopardi, Wordsworth, Coleridge, Rilke o el Eliot de Los cuatro cuartetos (y en la no puede olvidarse una veta portuguesa que cifraría, pongo por caso, en Eugénio de Andrade) y, ya en España, empezaría con Jorge Manrique y seguiría con Aldana, la Epístola Moral, san Juan de la Cruz o el Quevedo metafísico, hasta llegar al mencionado Unamuno, a cierto Juan Ramón (el último), Antonio Machado, por supuesto Cernuda, y, ya más cerca, Valente (que dedicó a este asunto un lúcido ensayo) o Brines.
Si me permito esta digresión es porque en su grupo generacional, tan ajeno, al menos en un primer momento, a esta manera de concebir el hecho poético, Antonio Colinas representa con solvencia a esa corriente que, tras él, no ha dejado de fortalecerse y afianzarse. Una tradición de tradiciones, añado, donde caben las citadas y otras más antiguas aún, como la clásica oriental, que tanta importancia tiene a la hora de comprender de forma cabal la poesía compleja (en tanto que compuesta por elementos diversos) del poeta castellano.
En su caso, porque es un contemplativo, sin obviar su rama mística.
Más allá, me gustaría subrayar la importancia que cobra la Naturaleza en la obra de los poetas mencionados, de los antiguos a los contemporáneos, y con qué naturalidad, si se me permite el fácil juego de palabras, se introduce en no pocos poemas –en la poética misma– de Colinas. La Naturaleza entendida como el espacio de la revelación, nunca como “país extranjero”. Y ya en la naturaleza, a pesar de que uno de sus símbolos por excelencia sea el de la “noche”, éste se me antoja un poeta solar. De la luz. Muy mediterráneo, en el sentido etimológico del término, no sólo en el cultural. Su residencia en la isla de Ibiza determinó en grado sumo su escritura, algo que viene a demostrar la esencialidad de los lugares en lo que a la creación respecta.
“La poesía pertenece sin duda a la tradición del humanismo y queda indefensa ante la barbarie común”, escribió el poeta polaco Czesław Miłosz. La de Colinas es una poesía centrada en esa corriente occidental de pensamiento. Atraviesa toda su obra, aunque puede apreciarse mejor en libros como Los silencios de fuego, Libro de la mansedumbre y Tiempo y abismo.
No quisiera pasar por alto otro aspecto que, aunque sobrepase lo poético en sentido estricto, tiene también mucha importancia. Me refiero a su ejemplo. A la ejemplaridad, ese término que puso de moda el pensador Javier Gomá, aunque no sé, a la vista de la situación política y social que padecemos en España, si con los deseables resultados prácticos. Sí, Antonio Colinas es tan ejemplar como su poesía. Recordemos a Buffon: “el estilo es el hombre”,  algo que no siempre podemos aplicar a los poetas. En este sentido, cabría adjudicarle la frase cernudiana de otro meditativo, el valenciano César Simón: “la poesía es, antes que nada, un carácter”. Un carácter que le ha permitido servirla en soledad y silencio, ajeno a las mundanerías de otros, alejado de cenáculos y capillas (creo que fue una suerte para él que Castellet no lo señalara), indiferente a las modas poéticas, con suma coherencia y fidelidad, en una itinerancia significativa (que se va reconociendo en forma de premios, como el Reina Sofía), pendiente sólo y únicamente de su voz y de su mundo. Voz y mundo que conforman una de las obras más singulares, ricas e intensas de la poesía española del siglo XX.

Nota: Este texto ha sido publicado en el número 6 de devir, revista ibero-americana de cultura, que dirigen Nuno Matos Duarte y Ruy Ventura.
La fotografía es de Javier Álvarez.