Ha muerto mi prima Ana Carolina Valverde García. Para todos, Ana. Se ha ido, como quien dice, en un abrir y cerrar de ojos. Cuesta creerlo. Hace apenas dos semanas que nos cruzamos con ella en el Parque de la Coronación. Iba en una silla de ruedas que empujaba su padre. Estuvo tan cariñosa como siempre. Yolanda y yo íbamos con Paco y Santiago Antón, otro viajero inmóvil. Nos saludamos guardando las malditas distancias. Y ahora...
Ana era paralítica cerebral. No se me ocurre mejor homenaje que publicar aquí su historia. Una historia. La mía. Apareció en una edición no venal, con unas bonitas ilustraciones de Cristina Pérez-Cortés, en 2002, como explico en la nota final. Pocos habrán tenido acceso a ella. Muchos de mis lectores habituales desconocían, a buen seguro, su existencia.
Quería mucho a Ana. Hasta el final fue una prima pequeña, por más que su edad no fuera ya la de una niña. Sería interminable enumerar los recuerdos que me unen a ella y que, mientras la cabeza aguante, seguirán conmigo. Son una parte esencial de mi vida. Muchas horas compartidas, aunque en los últimos años nuestros caminos no se cruzaron tanto.
Comprendo el infinito dolor que sentirán ahora mis tíos. Sé que, más allá, son conscientes de que pocos padres han hecho tanto y tanto por una hija como ellos. Su tarea, vista desde la perspectiva que da el tiempo, es admirable. Lo mismo cabe decir de su hermana Isel (el nombre que le puso Ana y se quedó ya para siempre), siempre a su lado. Miguel y Eloy, el pequeño sobrino de Ana, sabrán ayudarla en estos duros momentos.
Dice Antonio Moreno en Visita de año nuevo (un libro emocionante que ando leyendo) que "quienes vivimos somo receptáculos —acaso vasijas— de los muertos a quienes amamos". A buen seguro.
Ana, guapa, descansa en paz. No te olvidamos.
UNA HISTORIA DE ANA
A mis tíos, Isabel y Paco.Y para mi prima Isel.
LOS SUEÑOS
Primero fue el silencio. Aunque antes del silencio, vino el sueño. Visitó las almohadas donde habitan aquéllos que en penumbra imaginan su vida con un hijo. Y luego vino el hijo. La hija, en este caso. Y era hermosa. Y larga, largamente deseada. Parece que la veo en su cunita, muy blanca y en silencio. Porque, se dijo, primero fue el silencio. Un espeso silencio. Un muro casi. Y no hubo llanto. Ana era un huésped callado. Un ser que miraba este mundo con distancia. Mas no por eso era menos bonita. Y trajo la alegría, como todos los niños. Y, como todos los niños, trajo el llanto. No el suyo, es verdad, pero sí el de sus padres. Lágrimas de emoción por la hija. Lágrimas de dolor por la hija. Lágrimas sin porqué. Por la hija.
LA NOTICIA
No voy a descubrir nada si digo que hay noticias que marcan de por vida; que uno, en ese instante, desearía matar al mensajero y luego, de inmediato, acaso darse muerte. No creo que exagere. Hay noticias... ¡Es tanto lo que implica un diagnóstico! Más si se comunica a bocajarro, sin el tacto debido, con torpe alevosía, por sorpresa. La vida en ese instante se viene boca abajo y hay que levantarla desde el suelo, hecha pedazos. Reconstruirla es la tarea que habrá de llevarnos el resto que nos queda de existencia. Esa mitad que nos parece casi imposible de soportar por culpa de la responsabilidad sobrevenida. “Somos tan jóvenes, nuestra hija es tan frágil...” Pero de todas las flaquezas surge siempre esa fuerza que nos permite, ay, seguir viviendo. No somos en esto diferentes del resto. Todos llevamos cargas (falsas o verdaderas, reales o psicológicas) y a todos nos asusta ese futuro que ni siquiera sabemos si llegará a ser nuestro. Todos supervivientes. Hay noticias...
LA INFANCIA
Recuerdo muy bien la niñez de Ana. Era el juguete de los primos mayores. Era el foco de atención de tíos y de abuelos. Era el centro del mundo de sus padres. Se acercaba a nosotros a pesar de vivir casi siempre muy lejos. Venía hasta aquí viajando a través de una vaga sonrisa. Se aproximaba lentamente y nos miraba con ojos asombrados. Y su mirada era muy grande, del mismo tamaño de sus ojos. En ella cabía todo aquello que los niños son capaces de dar cuando nos miran. Y aunque no hubo palabras, sentimos su amor en el silencio. ¡Cómo sonaba! Y aunque no hubo caricias ni hubo besos, nosotros nos sentimos halagados por ese derroche de amor. Ese exceso, a su modo, de cariño que siempre nos ha dado. Hasta el presente. Nos dolió, cómo no, que sus juegos no fueran los mismos de los otros. Que no pudiera jugar a algunas cosas. Sabíamos, sin embargo, que Ana era feliz y su felicidad era la nuestra.
LA FAMILIA
Se dijo también antes: Ana fue para los suyos el foco de atención. Y fue protagonista, entre bromas y veras. Y todos nos reunimos con motivo de sus sucesivos cumpleaños. Y todos derrochamos afectos, casi a espuertas, para que comprendiera, desde ese ignoto lugar donde ella estaba, que su familia, sin duda, la quería. ¡Vaya si la quería! Recuerdo el dolor de las abuelas, al principio, cuando, desde su instinto, comprendieron. Recuerdo el dolor de cada uno. Pero no recuerdo ni una palabra inútil, ni una queja, ni un solo regodearse en supuestas desgracias, ni una alusión siquiera a no sé qué tragedia figurada. Tal vez porque muy pronto, y todos al unísono, entendimos que, lejos de ser eso, lo que Ana traía era lo mismo que aporta cualquier niño: grandes dosis de amor, alegría a raudales, buenos momentos. Porque desde el principio se nos hizo entender que la normalidad iba a ser pauta y el camino iba a ser, sin dudarlo un momento, hacia delante, siempre adelante, hacia la redención y el optimismo.
EL BAÑO
Ana es el agua. Un ser acuático. Nadando, después de mucho esfuerzo, se defiende mejor que muchos otros. Ese camino hacia delante al que aludía se demuestra en conquistas como ésta. Andar, primero; hablar, más tarde; nadar, en fin, y todas esas cosas que parecen lograr todos los niños sin mayores complicaciones y temores. Lo que en Ana han sido años, en la mayor parte serán sólo unos días, unas pocas semanas, tal vez meses.
Ana es el agua. La de una piscina clorada y transparente o el agua densa y móvil de la playa. Por eso Ana tiene espaldas de nadadora consumada. Cuerpo de atleta. Sí, porque el deporte es para Ana su pan de cada día o así ha sido en jornadas (para cualquiera interminables) de bicicleta estática y tablas de gimnasia.
Ana es el agua. Brazada va, brazada viene, haciendo largos y anchos de piscina, mientras resopla como señal de esfuerzo.
Y es que Ana es acaso como el agua: muy clara, porque se ve siempre su fondo; y limpia en sus afectos. Sin esos atributos que tenemos el común de los mortales y que son incompatibles con las virtudes que siempre atribuimos a las aguas: a esa bendición, a ese milagro.
LA MADRE
¿Qué decir de la madre de cualquiera? La sencilla mención es elocuente. Decimos madre y se nos abre un mundo. Yo recuerdo, porque la vida es un simple ejercicio de olvido y de memoria, a la madre de Ana, en Salamanca. La recuerdo allí, aunque nunca la viera. Porque estaba allí sola, con su hija. Acudiendo con ella cada día al hospital cercano para la rehabilitación interminable. ¡Es tanto el esfuerzo que requieren los niños como Ana! ¡Es tan costoso criar a cualquier niño! La veo, ya digo, sola. Afrontando ese hecho con paciencia, con el mismo talante con que ha venido afrontando casi todo. La imagino en una habitación pensando en eso. En si merecería la pena el sacrificio. La veo en Salamanca, una ciudad distinta de la suya, a la que acude cada lunes y de la que sale cada viernes, con su hija. La veo bajo el frío. Bajo la nieve incluso. En ese clima hostil, en medio de una ciudad hermosa, cómo no, y hospitalaria, pero ajena; en la que vive los días laborables en medio de otras luchas. Es esto el heroísmo. Sólo esto. Que nadie busque excusas de película. Aquí, en estas circunstancias, se demuestra aquello que nos hace imprescindibles. Ser madre.
EL PADRE
Para muchos, en especial si son vecinos de la ciudad donde vivimos, el padre de Ana es el que conduce ese extravagante tándem donde practica bicicleta con su hija. Así desde hace años. O el que vigila sus largos y anchos de piscina. Eso hacia fuera. Dentro, en su casa, son otras las tareas que tiene encomendadas. Todas inevitables, pero no por rutinarias menos importantes. Y entonces llega el baño, la gimnasia, la música, los puzzles, las copias de escritura, las películas...
Como todos los padres de niños con problemas también luchan por ellos de otro modo: pensando en su presente, sí, pero también en ese innombrable futuro, tan temible, cuando ellos ya falten. Esa es su otra batalla. No sé si la más dura.
Uno prefiere recordarlo en ese tándem, por las cercanía de Isla Canela, en Ayamonte, pedaleando al mismo tiempo que su hija; los dos en el mismo movimiento; ambos unidos por un vehículo que simboliza la decisión más importante de su vida: la de llevarla de su mano lo mejor y más lejos posible. La suya es una huida calculada: por su bien, cómo no, y hacia delante.
LA HERMANA
Isel era una niña pequeñita. Quiero decir que era menuda, muy delgada y así ha seguido siendo algunos años. Comía mal, no como Ana. Y era acaso más seria que su hermana. La miraba con ojos retraídos, como sin comprender muy bien lo que ocurría. Aquélla le pasaba la mano por la cara, con cuidado, cuando estaba en la cuna, de pequeña. Cuando ella llegó, la alegría fue inmensa. La casa se llenó de una luz que faltaba. Era una luz de otra intensidad, complementaria. No sé si ha sido fácil ser hermanas en esas circunstancias. Sabemos que un ser desvalido (por más que cualquiera de nosotros lo seamos), precisa atenciones que en el resto se interpretarían excesivas. Que a pesar de saber que el cariño de una madre o de un padre, o de los dos a un tiempo, se reparte en un porcentaje semejante entre sus hijos, siempre habrá uno que demande un mayor tanto por ciento de ternura. Que la vida iba en serio, ya lo dijo el poeta, uno lo empieza a comprender más tarde. A estas alturas, Isel lo habrá entendido. A buen seguro.
LA ENFERMEDAD
Recuerdo a Ana, de niña, con las piernas aparatosamente escayoladas, separadas por hierros. Está tumbada en el sofá, con cara de paciencia.
Recuerdo a Ana, en el hospital, después de alguna crisis, y tiene también la misma cara.
Encaja bien esas durezas que a los otros, de sólo mencionarlas, nos superan.
Veo caras de preocupación en la familia y, de pronto, allí en medio, la tensión que se rompe al romper su sonrisa.
Ana vuelve a salir de un nuevo túnel y se aferra a la vida con la fuerza que le gusta mostrar cuando sus manos se estrechan a las mías. La misma que demuestra cuando me pide que le agarre del brazo, a la altura del bíceps.
Para ratificar que Ana ya ha vuelto, nos sonríe.
SU RETRATO
Ana es ya una mujer de cuerpo entero. Me resigno, no obstante, a que así sea. Quiero decir que para mí sigue siendo la niña que en rigor siempre ha sido. Con el tiempo y las complicaciones de la vida, nos hemos ido distanciando. Además, los dos trabajamos. Eso no impide que esté en mi pensamiento cada poco y que cuando la vea no parezca que fue ayer la última vez que nos besamos. Sí, porque Ana es cariñosa. En su forma de ser, abierta, extrovertida. Tiene la risa fácil, muy sonora. Como a todos los jóvenes, le gusta bailar con sus amigos las tardes de los sábados. Le encanta escuchar música. Tiene un pelo muy negro y muy duro y su piel es oscura, sobre todo en verano. Ya dije que le encanta el aire libre. Tiene las cejas pobladas y es coqueta. Prefiere caminar (uno de sus triunfos) a pasear sentada en su silla de ruedas. Es muy sociable. Le encantan las reuniones familiares y, de entre los numerosos primos, es ella quien conserva eso que se ha dado en llamar el carácter predominante de los nuestros: a saber, una mezcla casi perfecta del gusto por cantar, por comer y por reír. Un común sentido del humor, diríamos. Ella es así, como sus tíos.
Una vez, hace años, hicimos un largo viaje juntos y no dejó de hablar. Podría decir, mejor, que el viaje con ella continúa y que, en verdad, nunca hemos dejado de hablarnos. Ojalá nos dure la conversación, y por tanto el trayecto, mucho todavía.
NOTA DEL AUTOR
No me gusta escribir en abstracto. O tal vez debería decir que no puedo o no sé hacerlo. Lo cierto es que cuando escribo lo hago desde mi propia experiencia, ya provenga del recuerdo o del olvido, de lo vivido por mí o de lo que he vivido en otros, de lo leído o de lo escuchado. De lo soñado, incluso. Por eso, cuando tuve que enfrentarme a este texto no pude por menos que echar mano de mi memoria personal, aunque fuera a costa de que lo verdadero y lo falso, lo real y lo inventado, sin que uno lo quisiera, se colara de rondón entre sus líneas. ¿No es a eso, precisamente, a lo que denominamos literatura?
Le he dado forma de narración porque contar sigue siendo una de las mejores formas de comunicar sensaciones. Y de llegar al lector, a qué negarlo. No me duelen prendas confesarlo a pesar de que uno se considera antes que nada poeta.
Para que mi historia tuviera un hilo conductor, una unidad, busqué para ella un personaje. O mejor, un protagonista. Lo encontré en Ana, que es mi prima. Paralítica cerebral, para más señas. Ella me ha servido de pretexto para expresar en voz alta pensamientos y sensaciones que nunca hasta ahora había puesto en palabras. Es verdad, no obstante, que uno de mis primeros poemas -muy incipiente, muy torpe- lo escribí inspirándome en ella. Por fortuna, está inédito, pero demuestra que Ana me preocupa desde hace mucho tiempo.
A mi modo de ver, Una historia de Ana es también una carta; una carta que me he escrito, para empezar, yo mismo, que, para seguir, he mandado a sus padres y a su hermana y, para terminar, envío a todos los familiares y amigos de las personas discapacitadas.
Alguien ha dicho que se escribe para dar voz a los que no la tienen. O a los que, si la tienen, no pueden levantarla. Quiere creer que éste es el caso. Que, si bien hablo de mí, al mismo tiempo recogen mis palabras el eco de esas voces que ahora callan.
Espero, en fin, no haber cometido dos de los pecados más frecuentes en este tipo de ejercicios sobre el delicado asunto de la discapacidad: el paternalismo y la sensiblería.
El presidente de la Fundación Tutelar de Extremadura, José-Javier Soto, me propuso escribir un texto para los asistentes a un congreso sobre discapacidad que se iba a celebrar en Olivenza. De esa amable invitación surgió Una historia de Ana, diez breves estampas ilustradas con dibujos de Cristina Pérez-Cortés, que tenían como fuente de inspiración a mi prima Ana Carolina Valverde García, paralítica cerebral.
Á. V.
Plasencia, julio de 2002