En 2012 se publicó este artículo en el diario HOY, dentro del suplemento especial 'Extremadura, horizonte 2020', coordinado por Juan Domingo Fernández, subdirector entonces del periódico. Quince fuimos los convocados: José Antonio Monago, Antonio Sáenz de Miera, Julián Mora Aliseda, Ricardo Hernández Mogollón, Eduardo Naranjo, Jesús Moreno Ramos, Ángel Juanes Peces, Esteban Cortijo, Antonio J. Campesino, José J. Barriga Bravo, Víctor Chamorro, Eugenio Fuentes, Juan José Viola, el propio Juan Domingo y yo. Estamos a finales de 2020, ya saben.
LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO
De temeraria cabe calificar la idea que han tenido en este periódico de abordar el posible horizonte de Extremadura allá por 2020. Sí, sólo ocho años nos separan de esa cifra redonda, pero en esta penosa encrucijada que vivimos, en medio de estos tiempos inciertos, turbulentos y difíciles en los que todo se tambalea, donde lo mismo te anuncian el fin del mundo que la desaparición de las autonomías, cuando nadie parece saber qué pasa y, menos aún, hacia dónde vamos, la osadía de vislumbrar el futuro de esta sociedad líquida es una operación a todas luces descabellada.
Se atribuía a los poetas la capacidad de adivinar el porvenir. “Esa sencilla anticipación de lo real, lo que en otro tiempo se llamó profecía”, en palabras de Juan Antonio González Iglesias, tuvo su momento álgido con el Romanticismo, ese movimiento que tanto distorsionó la imagen del escritor como ser susceptible de empresas formidables, dignas del genio. Poeta o no, sé que mis limitaciones son las del hombre corriente, las de un ser mortal y normal como cualquiera. Además, por carácter –que, recordó Cernuda, es destino–, siempre he abominado del futuro. “Porque el futuro es nunca, o fue sin darnos cuenta”, escribió uno a los veintipocos. Lo de hacer planes nunca ha sido lo mío, de ahí que esta tarea, aceptada con imprudente premeditación, se me antoje harto complicada. Si uno fuera economista…
A principio de los ochenta, recién estrenados democracia y Estatuto, esto era un erial. Vivíamos en medio de un flagrante atraso secular que la ausencia de bibliotecas y de otras infraestructuras no hacía sino empeorar. A algunos nos pareció necesario dejar a ratos los confortables escritorios y bajar a la calle para contribuir a que esa lamentable situación cambiara. De ese pasado venimos. Y para hablar de futuro la referencia a lo sucedido es insoslayable. Lo mismo que al presente. Por previsibles que nos pongamos. Quiero decir que nada de lo que ocurra en los próximos años dejará de tener relación con lo acontecido en los anteriores. El tiempo es lineal y sucesivo. Por eso conviene recordar que para que ese desolador y paupérrimo panorama cultural cambiara se tomaron medidas y se abordaron proyectos y que eso se hizo conjuntamente entre quienes tenían el poder de decisión, los políticos, y quienes eran capaces de generar propuestas, los creadores: escritores, músicos y artistas.
Es verdad que la dependencia de lo público en Extremadura es proverbial. La propia de un pueblo pobre que ha carecido a lo largo de su historia de casi todo, iniciativas y mecenas privados incluidos. Sin entrar en consideraciones sobre la perversión o bondad de esa circunstancia, la realidad ha sido y sigue siendo ésa, mal que nos pese. A pesar de esa anómala dependencia, soy de los que defienden que ha sido mucho lo que ha germinado de esa relación entre quienes tenían en su mano impulsar políticas culturales y quienes estaban dispuestos a que esta región dejara de ser el yermo que era, algo que conectaba con otras de nuestras tradicionales carencias. Fruto de esa colaboración, ideas que procedían de la sociedad civil, pero que sólo podían ser afrontadas, por su envergadura, desde la administración, vieron al fin la luz. La de que en cada pueblo hubiera una biblioteca, por ejemplo. Pero esa sensibilidad cultural que tuvo durante años el gobierno extremeño, parte sustancial del ideario del leído presidente Ibarra, se quebró al llegar al poder su sucesor, Fernández Vara. La elección de consejeras incompetentes hizo el resto. De ese declive venimos, una decadencia que ha ido acrecentándose con la llegada al gobierno del PP, que no se caracteriza por tener al frente a personas cultas, por muchas lenguas que chapurreen. A pesar del intachable perfil profesional de la actual consejera, la cultura se ha vuelto casi invisible, perjudicada, cómo no, por la famosa crisis económica, excusa perfecta para cualquier recorte, sobre todo en esta indefensa materia que bien poco afecta, por cierto, a los presupuestos. Y todo por esa siniestra concepción, tan de derechas, de la cultura como lujo, algo de lo que se puede prescindir porque en nada afecta a lo que le es consustancial y necesario al ser humano, que puede vivir perfectamente sin ella. De ahí el desinterés, la desidia. Ah, y en caso de haberla, que sea, por supuesto, del espectáculo.
¿Y el futuro? Más racional que imaginativo, más realista que utópico, más melancólico que optimista, a la vista de lo que sucede y pasa, uno sospecha que no pinta bien. No hace falta ser profeta para concluir que quien no siembra… Con proyectos como el de las Aulas Literarias –y su importante impronta educativa–, los Talleres de Relato y Poesía y el ambicioso Plan de Fomento de la Lectura –que puso en marcha, con la colaboración de la Fundación Sánchez-Ruipérez, el primer Observatorio del Libro y la Lectura de España, realizó campañas masivas de libros a un euro e impulsó los clubes de lectura– reducidos a la mínima expresión (cuando no en trance de desaparecer); tras la supresión de las Ayudas a la Edición y las Becas a la Creación, que tanto estimularon a escritores y editores (tan escasos); con una Editora Regional de Extremadura que subsiste a duras penas después de una trayectoria ejemplar acreditada por su magnífico catálogo, ¿qué se puede esperar? Eso por no hablar del MEIAC, la Filmoteca, el Festival de Teatro Clásico de Mérida, la Orquesta de Extremadura (salvados ambos por la campana) o, en fin, la Fundación Academia Europea de Yuste, emblemas de una forma de entender la cultura fundada en la excelencia.
Entre las lamentables desapariciones, los Premios Extremadura a la Creación. Con ellos se fue buena parte de nuestro crédito literario y artístico, de nuestra proyección nacional e internacional y, de paso, el premio de la crítica a las mejores obras del año creadas por autores extremeños.
Hubo un tiempo en que sabíamos que las cosas iban a mejor, que prosperábamos. Hoy sabemos que estamos mal y que, si nadie lo remedia, iremos a peor. Es cierto que resulta imposible torcer la normalización consolidada. Por eso nunca volveremos a ser la región anacrónica que fuimos, ajena a la hora del mundo, y menos en la época de Internet, los blogs, las redes sociales y la globalización. Por dejados que estemos, siempre habrá alguien que escriba un poema, componga una canción o pinte un cuadro. La nuestra es una cultura absuelta, parafraseando a Gonzalo Hidalgo Bayal. Con ayuda pública o sin ella. Ya no podrá ser, como aventuraba Julián Rodríguez, un inmigrante nacido o criado en Extremadura capaz de ofrecer una visión novedosa y distinta de esta tierra. Por el contrario, un emigrante extremeño, ahora que la gente vuelve a marcharse, podrá publicar su primer libro en Alemania o Estados Unidos. Es más, a este paso, en 2020 estará agotada la antigua polémica entre los de dentro y los de fuera: aquí quedaremos (o quedarán) dos o tres mientras el resto permanecerá lejos; en especial los jóvenes, destinatarios naturales de esos planes truncados. La fuga de cerebros (un decir) ya ha empezado. No sé, ya decía, lo que durarán iniciativas, en parte cercenadas, como la de las Aulas Literarias, que proporcionaba a los alumnos de secundaria y bachillerato la posibilidad de acercarse, en más de un sentido, a las obras de los escritores vivos más importantes del país, allí donde nunca llegan los programas de estudio.
Lo peor es que a falta de otras potencialidades, carentes de otros recursos, la imagen de Extremadura, su cualidad de marca, ganó prestigio y fundamento gracias al desarrollo cultural conseguido estos años atrás. Por sus escritores, por sus pintores, por sus músicos. Ya no éramos, ay, “los indios de la nación”.
Como cualquier optimista informado, no creo que estemos en 2020 a punto de inaugurar otro periodo tan trascendente como el que vivimos en torno al fin de siglo. O sí. Como diría la polaca Marta E. Cichocka, “el futuro todavía es futuro”.
Nota: Ilustra esta reedición el cuadro "Campos de encinas" (circa 1968), de Godofredo Ortega Muñoz.