Ha muerto. Si pincha aquí, podrá leer el artículo que he escrito para EL CULTURAL.
José Aymá / El Mundo |
MARGARIT O DEL CONSUELO
Por Álvaro Valverde
Joan Margarit (Sanaüja, comarca de la Segarra, Lérida,
1938) era, además de catalán, uno de los poetas más populares de España.
Incluso los iletrados parapoetas lo
citan a menudo. Cuando había que recomendar poesía a lectores no habituados, su
nombre nunca defraudaba. Y sus ediciones son asequibles. En el catálogo de Espasa,
al módico precio de 17 €, está a disposición del lector la última edición de su
poesía reunida: Todos los poemas
(1975-2017). Con un excelente prólogo del profesor y crítico José-Carlos Mainer. Ahí,
libros como Estación de Francia, Joana, Cálculo de estructuras, Casa
de Misericordia, No estaba lejos, no
era difícil, Se pierde la señal, Amar es dónde y Un
asombroso invierno.
Uno, como otros poetas de mi generación, tan atenta a
los poetas del 50 (promoción a la que, por razones de edad, niño de la guerra, pertenecería),
uno, decía, lo descubrió en una antología que tantas veces he elogiado y
que tanto bien me hizo: La nueva Poesía
Catalana, de Joaquín Marco y Jaume Pont. Fue en 1984.
Casi sin querer, como para tantos, su voz se convirtió
en familiar. Tal vez porque, amén de haber logrado construir una obra
considerable, sin silencios ni caídas, su tono era confidencial, de lo que uno
dice a alguien al oído. Por eso siempre me extrañó que leyera en público sus
poemas no sin cierto énfasis y como recitándolos. No es difícil, pues tenía un gran sentido del ritmo,
lógico en alguien que afirmó que prefería la música a la vida.
La claridad es norma en ellos, como lo es el consuelo
que suelen provocar en quien los lee. A buen seguro, porque era un ser
compasivo y misericordioso. Y porque se refieren a la vida común, la de
cualquiera. Con sus alegrías y sus penas. Ya que las menciono, cómo olvidar las
muertes de sus hijas, por ejemplo. De Joana, que dio origen a uno de sus libros
fundamentales, síndrome de Rubinstein-Taybi. Y la de Anna.
En un libro de próxima aparición, por desgracia ya
póstumo, Animal de bosque,
dará cuenta de sus últimas vivencias. Serán poemas escritos bajo la certeza de
la muerte. Y en edición bilingüe, según costumbre: el catalán materno y el
castellano al que, traductor de sí mismo, no le importaba verterlos. (A sus
fanáticos paisanos independentistas –él no lo era– sí.) Quién mejor.
Entre sus temas, las dichosas obsesiones: la Guerra Civil
(y la no menos hiriente postguerra) y la infancia (y su madre, que le dio su
segundo apellido: Consarnau); la arquitectura (su profesión: catedrático de Cálculo
de Estructuras en la Escuela
Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona) y la casa (una metáfora y una realidad, la de Sant
Just Desvern, donde vivía desde 1975 y donde ha muerto); el mar y el amor (centrado en su mujer, compañera de
años, Mariona Ribalta); los lugares donde vivió; y, últimamente, la vejez.
Era (es) un poeta perplejo. De la emoción más que del
misterio, por más que evitarlo en poesía sea imposible. Era “la primera lógica”,
su roca de Sísifo, “una forma de esperanza”.
Al sentimiento sumaba, unamunianamente, el pensamiento.
Con seny. “A la sustitución del miedo
por la lucidez, lo llamo dignidad”, escribió.
En plena polémica sobre la moralidad personal del los
poetas, uno tiene la impresión de que Margarit era buena persona. “No he
encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas
veces como lector [“de Chéjov y de Tolstoi aprendí / que nuestra salvación es
explicarse. / Conocer el dolor de las palabras”] y otras como poeta”, dijo. Lo
poco que lo traté (a propósito, pongo por caso, de su amigo trujillano
González-Haba, el “Baudelaire / ressec d’Extremadura”) me lo confirma. Y
durante las horas que compartimos en Plasencia. Y más aún sus versos, tan “de
verdad”. De ella declaró que era “objetivo profundo de la poesía”. “Lo que un
poeta es, eso serán sus poemas: y no hay nadie más difícil de engañar que los
buenos lectores de poesía”. Para él nunca fue un atajo sino “una herramienta
para gestionar el dolor y la felicidad y, sobre todo, sus vertientes ya
domésticas, la tristeza y la alegría, una gestión de la que depende lo que se
guarda de la vida pasada”.
Aunque no se destaque demasiado, Margarit fue un
notable traductor. De Miquel Martí i Pol, Gabriel Ferrater, Elizabeth Bishop,
Thomas Hardy y Sharon Olds.
Si tenemos en cuenta que la traducción es acaso la
forma más exigente de lectura, esos ejercicios demuestran su amor por la
lengua. Su conciencia bilingüe: “Una es materna; la otra es adquirida y
la quiero: no voy a renunciar a las dos lenguas, digan lo que digan los
políticos”. Bien que se lo han recriminado. Hasta el final.
Tampoco fue inmune a la metapoesía, esto es, aquella
poesía cuyo universo referencial es la propia poesía. Tanto en sus poemas, que
revelan el asombro del que escribe ante lo que sucede y ve, como en forma de
ensayo, así en su libro Nuevas
cartas a un joven poeta, un título que homenajea a Rilke.
A lo largo de su vida, obtuvo
numerosos premios. Dos veces fue Flor Natural en
los Jocs Florals de Barcelona y tres consiguió el Premio de la Crítica Serra
d’Or. Además, por citar sólo los más prestigiosos, el Premio Nacional de
Literatura de la Generalitat de Cataluña, el Premio Nacional de Poesía
del Ministerio de Cultura de España o el Premio
Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Con todo, es el Cervantes el mayor de sus
galardones. Por culpa de la pandemia de la covid
19, no pudo recogerlo el 23 de marzo pasado en el paraninfo de la
Universidad de Alcalá y se lo tuvieron que entregar los Reyes en Barcelona el pasado mes de
diciembre. Fue calificado como un “acto privado” y se sustituyó la lectura del
preceptivo discurso por la de dos poemas, uno en catalán y otro en español.
“He sido un hombre práctico. / Brusco, fiel,
solitario. Agradecido”, manifestó Margarit en cierta ocasión. Agradecidos
estamos también sus lectores. Sospecho que irán a más. Su poesía está destinada
a durar. Como su ejemplo ciudadano. El de un poeta cercano que tenía en cuenta
la cortesía orteguiana y el de un catalán que no quiso renunciar a su corazón
español. Alguien que amó apasionadamente sus dos lenguas.