21.2.21

Orfandad

Se preguntaba Ernesto Suárez en un artículo sobre la poesía canaria de entresiglos publicado recientemente en la revista Cuadernos Hipanoamericanos si era posible hablar de ella “al margen de la poesía española”. Aun reconociendo su singularidad y su indudable pujanza, a pesar del paradójico ninguneo al que se la ha sometido por parte del establishment lírico patrio, creo, por abreviar, que es una parte muy significativa de la poesía escrita en español, poco importa a qué lado del Atlántico, lo que vendría a demostrar la riqueza y la pluralidad que la caracteriza. Y eso viene siendo así desde hace mucho. Sin necesidad de recurrir a un recuento exhaustivo de obras y autores, cabe señalar un momento importante de su contemporaneidad. Me refiero al protagonizado por el grupo de poetas que formaron parte de Paradiso, algo más que una revista literaria, a Francisco León, Alejandro Krawietz y Melchor López, entre otros, los que formaron parte (junto a Francisco-Javier Hernández Adrián, Rafael-José Díaz, Goretti Ramírez y Víctor Ruiz) de la antología Paradiso. Siete poetas, publicada en 1994 en el sello de otra revista fundamental para nuestra poesía, Syntaxis, que dirigió con acierto y criterio Andrés Sánchez Robayna, un nombre clave de la poesía española moderna (y, por ende, de la canaria) en su versión más rigurosa y cosmopolita, maestro indiscutido e indiscutible de los recién citados, además de antólogo y editor de ese florilegio. 
Uno de esos jóvenes poetas universitarios, acabamos de mencionarlo, Melchor López (Tenerife, 1965, residente en Lanzarote), publicó sus primeros poemas en la revista de Robayna y su primer libro, Altos del sol —un conjunto de poemas en prosa, de haikus y tankas— en la colección Paradiso. Le siguieron El estilitaOrientalFama del día seguido de Escrito en Arrieta, De la tiniebla, Dos danzas, Según la luz y De vuelo
Fue incluido en las antologías: La otra joven poesía española, Antología del poema en prosa en España y Poesía canaria actual, 1990-2005.    
Ve ahora la luz Niño. Está compuesto por dos partes de quince poemas cada una, sin título y numerados consecutivamente. Como afirma Régulo Hernández en la nota de la contracubierta, se trata de "una suerte de memorias líricas escritas a caballo entre la prosa poética y el poema en prosa". Desde el principio, López ha escrito en ese, digamos, formato. Aunque cueste trabajo a veces marcar los límites entre la "prosa poética" y el "poema en prosa", lo que el lector aprecia, al menos uno, es que estamos ante textos poéticos, poco importa su disposición tipográfica, por más que no falten, ya se verá, elementos narrativos en el conjunto. Sí, porque de contar una historia se trata al fin y al cabo, si bien desde la emotividad y los sentimientos, con suma sensibilidad, lo que aporta la carga poética necesaria para justificar que estamos ante un libro de poesía. Sobre todo, por el lenguaje. Tan sobrio como versátil. Claro y limpio. Destaca el uso de un vocabulario exquisito donde la precisión manda. Concebido, así se lee, por un poeta. 
Desde el primer poema, el niño que da título al libro. Y allí, la infancia. El vilano, la inocencia. "Y así, sin saberlo, siembra el mundo".
Y la memoria, claro, pues López escribe retrospectivamente: "recuerdas...". Y, de inmediato, la madre. Ella, con mayúscula. Coprotagonista del relato. Y, otra vez, los animales, personajes secundarios. Todavía "no había sido expulsado del edén". Del paraíso de la niñez, claro. 
Con todo, la oscuridad y los terrores, que no dejan de ser piezas fundamentales del rompecabezas que es la infancia. No todo es felicidad: "Sales a la calle en llanto vivo". 
Entre la "ensoñación" y la "lectura", la soledad de ese "pequeño rey melancólico". Y siempre Ella: "Soy el hijo de aquella que percibía en la isla los más leves terremotos". Con la que dialoga. A quien se dirige. A la que ve en las fotografías. Y en la memoria. La de la lluvia, "una cosa —dijo Borges—, que sin duda sucede en el pasado". "En aquellos inviernos lejanos llovía llueve siempre". 
Y allí, los cromos y los álbumes. Y la muerte: "Muy pronto conociste el insondable arcano que signó tu vida". "Fiel hermana, acechante muerte".
"Los dos cantan, a los dos les gusta cantar". "En aquel tiempo nada parecía amenazar la vida". Pero muere la abuela. Y, poco después, la madre: "No llegará a cumplir los cuarenta".
El luto. Las telas y los cabellos negros. "Mi malhadada madre".
En el poema "11" se aprecia cómo el lenguaje torna barroco para expresar mejor el dolor de esa pérdida. El miedo. "Entraron de noche en la casa, subrepticiamente, los asesinos". "Tú quedaste a la intemperie". "«Todas las Conchas se me mueren», dijo el abuelo". 
"Tampoco Ella, que parecía destinada a la alegría del mundo, que parecía concebida contra el infortunio, pudo vencer la fatalidad o deshacer el funesto conjuro". 
Él escribe su nombre "otra vez en la arena de una playa remota". 
Tras la muerte de la madre, llevan al niño a la ciudad. A casa de una tía que vive en "un inhóspito barrio". Deja atrás a su padre y a su hermano. "Un tiempo inesperado, gris, oscuro, como una niebla insidiosa, se adueñaba de tu vida". Era su "nuevo estado de orfandad". Era "el huérfano inconsolable de Ella". Un "rasgo interior" de su "melancólico papel". Acaso "solo entre los solos, el más solo de los solos". 
La segunda parte es más narrativa. Son hermosas las recreaciones de sus estancias en la finca de sus tíos Juan y Fausta. "¡Cómo te embriagaba aquel olor a campo!". "A menudo, en mi memoria, (...) regreso otra vez (...) feliz a la finca". 
Evoca al abuelo Esteban. Sus manos. Otro precioso fragmento. 
Aunque vuelve al pueblo, "ya no eras, interiormente, el mismo". Sobrelleva una "impureza", un "muñón invisible". Hay, eso sí, "señales favorables": pájaros, lecturas, el "fascinante mundo de las niñas", los juegos... Menciona esa "perla" que ya estaba en la cita inicial de Cernuda. Y la "fascinación por los fríos espacios del Norte" gracias a los escritores rusos. Y la fiebre. 
"Nunca, en aquel tiempo, derramaste una lágrima por Ella. Ni tampoco después", escribe. Ahora caen en estas páginas. "Es hora de que las lágrimas no derramadas de aquel que caminó a mediodía en las arenas orientales y las del que navegó  de noche entre las islas latentes se mezclen con la tinta negra o tomen la sustancia oscura de las palabras; es hora de que las lágrimas se muestren como señal visible del inacabable duelo". 
"Su imagen es casi absolutamente creación tuya, proyectada con tus recuerdos y tu imaginación", dice acerca de su madre.
Los poemas dedicados a su gato Bismarck o al aguililla salvada o a los eucaliptos del paraje de Pina ("El mundo giraba y tú te encontrabas en su centro") insisten en ese flanco narrativo a que antes aludía. 
De pronto, el padre. Una sombra. Una ausencia. Sueña que "Ella regresaba del otro mundo (...) para ofrecerle un vaso de agua fresquísima". El niño exclama: "Regresa, aunque sea en sueños". 
Habrá un futuro encuentro, sugiere. Tendrá lugar una conversación pendiente. 
En "el cuarto de la azotea" descubrirá los romances y tomará como lema ("orgullosa divisa personal, secreta") los dos versos del muy conocido del conde Arnaldos: Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va. "Ahora había descubierto la poesía, tenía al fin —aunque eso lo entendiese años más tarde— una fórmula para combatir el ilimitado vacío de la orfandad". "Tenía una fórmula para expresar el dolor y también la alegría". Un "ejercicio cercano a la magia". Un "poder" que "lo hacía casi invulnerable", que "se convertiría en razón de su destino". 
Dedicado a Laura y a su hermano, Niño es un libro, ya se ve, sin trampa ni cartón. Honesto, puro y luminoso. Escrito por alguien que ha afirmado: “la poesía es mi manera de intensificar mi relación con el mundo”. Muchos años después, el crío huérfano que Melchor fue recupera un microcosmos que tuvo, que tiene, por centro a su madre. Con él, Ella ha regresado. Definitivamente.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 32 (III época) de la revista Nayagua