Soy propenso a las pesadillas. La de antes de anoche fue memorable. Me desperté a las tres y media de la madrugada (siempre tengo a mano un reloj de esos que enciendes para ver la hora). Sobresaltado. Con angustia. Por otra parte, me consolaba el mero hecho de saberme despierto: era un mal sueño. Mientras iba a la cocina a beber un vaso de agua (tenía la boca seca) y pasaba por el baño para cumplir con las recomendaciones de mi urólogo, recordaba lo sucedido. Y lo fijaba, cosa rara, en mi memoria. ¿Qué? Nada del otro mundo, por supuesto. Que volvía al colegio como maestro. O que aún no me había jubilado, no lo tengo del todo claro. El caso es que, emérito o no, Ricardo, el secretario, me acompañaba, patio adelante, a mi nuevo destino: un aula de Infantil, tres años. Qué susto. Él, liberal confeso, hombre de buen talante (sin que eso signifique asociarlo a Zapatero), actuaba con autoridad. O sí o sí. Yo, claro, me negaba a asumir esa tarea. Ya la cumplí en su momento (en Galisteo, curso 1991-1992, y entre mis alumnos, pobres, una concejala de Podemos en el Ayuntamiento de Plasencia, no digo más) y eso que no era especialista (la ley está para que los de arriba la incumplan). Prefiero no recordarlo.
En esas estábamos, que si sí que si no, cuando por mi cabeza pasaban soluciones posibles: me iría anticipadamente (tal vez era mi último curso en activo) o solicitaría una baja (la que, por suerte, nunca tuve que pedir en cuarenta años de ejercicio profesional).
Mi compañero Jesús me daba el pésame e intentaba animarme. La jefa de estudios, Amelia, se mostraba confusa: no entendía mi desazón. Explicaba a alguien el porqué: como Juanra (sí, el escritor Juan Ramón Santos, padre de exalumna alfonsina, recién premiado con el Edebé de Literatura Infantil) estaba teniendo tanto éxito con la literatura, uno debía encaminar cuanto antes a los muchachinos por la senda de la escritura. Esa era mi alta misión. De ahí que...Hasta ahora todos los personajes de la historia eran reales (en esa situación, quiero decir), pero de pronto me vi hablando con una compañera de Infantil y era Alicia López, la mujer del analista Javier Martín Oncina, padres de la pintora Alicia Martín López. ¿Qué hacía en mi sueño si no ha trabajado, que yo sepa, como maestra? Tal vez tuviera que ver con una conversación que mantuve esa mañana con mi amigo Santiago Antón, a vueltas con Trazos, donde apareció el nombre de la joven Alicia. Conversación, por cierto, donde también se habló del grupo Monigotes y de Fernando Castro (para los de aquí, Nando el de Las Cuevas), de ahí que en la pesadilla apareciera su hija Toñi, José Luis, su marido, y los hijos de ambos. Él mayor, Nacho, fue alumno mío durante varios años y, aunque su apariencia seguía siendo la misma que tenía en la escuela (menudito, nervioso y sonriente), como sabía que ya estaba en la universidad, le pregunté qué estudiaba: "2º de Equipaje Internacional", me respondió, lo que luego asocié a la profesión de sus padres, al frente de una agencia de viajes.
Sí,¡menudo disparate! Como para dormirse después y levantarse fresco y descansado al día siguiente. Así saldrán las reseñas. Qué nochecita. Y luego dicen del camarote de los Hermanos Marx.
Nota: Ilustra esta nota un detalle del cuadro "Entropy III", 2018, obra de Alicia Martín López.