Edición
de Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini
Pre-Textos,
Valencia, 2021. 520 páginas. 35 €
Los
lectores de Montejo (Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008) esperábamos la
edición de su poesía reunida, a pesar de que su obra era conocida en España y él
un referente ineludible de la lírica hispana, miembro destacado de la imponente
sección poética venezolana, la del magno florilegio Rasgos comunes (Pre-Textos, 2019), por mencionar una antología
reciente.
Pasó su infancia en los Valles Altos de Carabobo y el Lago
Tacarigua, entre Maracay y Valencia, un paisaje habitual de sus versos. Fue
profesor universitario, investigador,
director literario de Monte Ávila y diplomático (consejero cultural de la
embajada de su país en Lisboa de 1988 a 1994). Vivió a principio de los setenta
en París y Londres.
Su
nombre empezó a sonar a partir de la aparición en FCE de la antología Alfabeto del mundo (1987), que seleccionaba
poemas de sus primeros libros: Élegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas
palabras (1976), Terredad (1978) y Trópico absoluto (1982), además del que lleva el mismo título. Llegarían
después sus entregas españolas: Adiós al siglo XX (Renacimiento, 1992)
y, ya en Pre-Textos, Partitura de la
cigarra (1999), Papiros amorosos
(2002) y Fábula del escriba (2006).
La concesión del Premio Octavio Paz lo consagra definitivamente y su fama se
extiende cuando Sean Penn recita versos suyos en 21 gramos, la película de de González Iñárritu.
Son esos los libros que componen el primer volumen de su Obra completa, al que se añaden cuatro
“poemas misceláneos”. En un segundo se reunirán ensayos y textos de sus heterónimos.
La
exhaustiva introducción sirve para ambos y en ella encontrará el lector una
guía excelente para conocer una poesía caracterizada por el equilibrio. La de
un “poeta expósito, errando a la intemperie” (dijo de sí), interpuesto entre dos
siglos y un cambio de milenio. Ni vanguardia ni clasicismo. Poesía humanista (considera
al hombre “como última porción de la naturaleza”). De una “extraña transparencia”.
Fruto del “terrible asombro de estar vivo”. Oblicua. Un refugio. Vital (“La
vida ha sido todo, menos sueño”), apegada a la vida (como enigma y milagro: “la
vida se va, se fue, llega más tarde, / es difícil seguirla”) e inseparable de
ella: “el misterio de todos los días”. “En el ámbito más próximo al ser”. De la
terredad, por decirlo con el
neologismo de su invención. “La voz coral del mundo” como alfabeto y el
poeta como “mediador” entre la realidad y nuestra “condición de ser terrestre”.
En su caso, desgarrado por el dilema (a lo Bishop) de ir o quedarse (léase el
poema “El adiós de Jorge Silvestre”: “Me voy para quedarme, me quedo para irme”),
entre lo continental (Europa) y lo ultramarino, su “trópico absoluto” (“Su
ausencia es mi único equipaje”). Por eso el tema del viaje resulta
omnipresente.
Y tras lo espacial, lo temporal. Su tiempo es circular. No
hay pasado o presente: “Cualquier cosa que veamos ahora, aunque esté
transfigurada, siempre ha estado”. Como los muertos (que “acuden a hacernos el
poema”), con quienes conversa. Sus antepasados, empezando con su padre
panadero, su madre o su fallecido hermano, el “rey Ricardo”. “Mis mayores van y
viene por mi cuerpo”. “Yo soy el campo donde están enterrados”.
Aúna Montejo lo que ve y lo que siente. En su poesía “el
paisaje geográfico y el emocional se funden”. Para expresar “el sentimiento del
tiempo”, más que mero lenguaje.
Éste es pensante y meditativo. Como advierten los editores, paradójico:
de “oxímoros, antítesis, quiasmos e impossibilia”.
¿Su tono?: lento, sereno, melancólico.
¿El objeto del canto?: “La ausencia que somos”. La extrañeza
de nuestra identidad: “Fui este, aquel, tantos y tantos”. “Alguien que he sido
o soy, no sé, oye o recuerda”.
¿Sus asuntos? ¿Sus elementos? La infancia y “los míos”, los animales
simbólicos (el caballo, la cigarra, el gallo, el sapo, el tigre), los árboles,
la piedra (“nuestra maestra amarga”), la casa, los pájaros (el tordo, el mirlo),
la noche y el insomnio, la muerte y –ya se dijo– los muertos, la nieve (blanca
como la harina del horno de su progenitor), el mar y los barcos, la mujer y el
cuerpo, el café y los Cafés, las cosas (la lámpara, por ejemplo), los lugares y
las ciudades: los de Valencia, Caracas, Lisboa, Islandia… Al amor le dedicó un precioso
libro: Papiros amorosos.
Estamos ante un genuino acontecimiento. Porque la de Montejo
es, sí, una poesía única.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.