El escritor y periodista Fernando del Val fue invitado a colaborar en el cartapacio que la revista TURIA (
de la que es colaborador habitual) dedicó al narrador y ensayista extremeño Gonzalo Hidalgo Bayal (que acaba de publicar Hervaciana). La coordinadora, Concha D'Olhaberriague, era consciente de que conocía en profundidad su obra. El texto que envió no dejaba lugar a dudas. Debido a problemas de ajuste, eso sí, se tuvo que publicar abreviado. Como quiera que tanto para D'Olhaberriague como para mí ese ensayo merecía ser leído en su totalidad, tras contar con el plácet del director de la revista, Raúl Carlos Maícas, le hemos propuesto a Del Val que nos permita publicarlo aquí al completo. Ha aceptado. No es este el mejor sitio, pero...
LA MISANTROPÍA
COMO RELACIÓN SOCIAL
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Aunque según Wikipedia el autor de un libro no es
autoridad suficiente para hablar de ese libro, arriesguémonos. En La
escapada (2019), Gonzalo Hidalgo Bayal expone el personaje tipo de sus
narraciones: solitario, ajeno a todo y conforme consigo mismo. Este título se
puede confundir con unas memorias, con un relato de no ficción, tiene algo de diario,
bastante de ensayo y todo de novela. Bayal está paseando por Madrid, un sábado
a media mañana, cuando se ve sorprendido por un viejo compañero de universidad.
Su figura no concuerda con la que detenta su memoria, pero en seguida advierte que
este compañero es aquel del que tomó para dibujar un personaje llamado Foneto. A
partir de ahí, recuerdos e ideas se confunden con una teoría de la novela. Otra.
La siguiente. Y los dos revisitan el callejero capitalino con un pie en el
presente y otro en el pasado. Como el propio Bayal al comienzo de esta novela -a
no ser que tal encuentro sea una ficción, todo es posible-, sus personajes suelen
verse acechados por una realidad, coyuntural o estructural, que les revuelca como
una ola gigante.
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“Foneto no se había ido nunca de mi memoria”. A
principios de los 80, lo convirtió en personaje. Salió en Mísera fue,
señora, la osadía (1988) y reapareció en El cerco oblicuo (1993), novela
pilotada por Severo Llotas, un yo narrativo que reside en la calle de san
Bernardo, la misma en que Bayal vivió mientras estudiaba Filología Románica y Ciencias
de la Información. No conduce a demasiado trazar paralelismos entre vida de los
personajes, vida de narradores y vida de autor; o referir que las localizaciones
coinciden con escenarios dilectos de este último, su Café Comercial, su Cuesta
de Moyano; pero sí procede señalar que los atributos con que adorna a sus personajes
quizá tienen que ver con él. No caeremos en ese tópico de nuestros días llamado
autoficcion porque la ficción siempre ha estado participada por la vivencia -y el
pensamiento- de quien escribe. Mas nos preguntamos, aunque no conviene extralimitarse,
si Bayal es algo más que un auriga remoto de sus seres imaginarios. En tal
caso, su carácter independiente, aparentemente insobornable, y su también
aparente nula predisposición al cenáculo, podrán aportarnos rasgos de esos
seres, de su forma de ser y de estar en el mundo.
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Entre evocaciones y análisis del pretérito, Bayal nos
informa de que a punto estuvo de dedicar su tesis a “un escritor del cincuenta”,
sin precisar, pero también de que emplea las tardes para escribir… o de lo que
le cuesta bautizar a sus personajes. Por eso, en algunas narraciones, nos encontramos
a protagonistas anónimos, identificados por nombres que no son los suyos, o por
iniciales, como F, “como H, o Travel, o Nemo, o por nombres comunes, como el
interventor, de evidente aunque equívoca antonomasia”. Tenemos ya pruebas suficientes
de que el narrador de La escapada es él, y vemos que sus disquisiciones y
su expresión verbal no distan de las que mantienen los narradores de su novelística.
Incluso, confundidas con las de sus dramatis personae.
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Cuando, llegado a un punto, expone -seguimos en la
misma novela-, a medio camino entre la vida y la literatura, las diferencias que
encuentra entre una actitud épica y otra lírica –“Digamos que el héroe épico no
piensa en sí mismo y que el sujeto lírico no piensa en otra cosa que en sí
mismo. La novela no es otra cosa que la invasión de la épica por la lírica”- lo
que está haciendo es ampliar ideas vertidas atrás, en Nemo (2016), por el
conductor de una furgoneta de postas: “Le corresponde al personaje de acción la
épica, que es poesía externa; y al que contempla, al observador, la lírica”. Esta
aproximación a Bayal no pretende distanciarle de la vida y meterle con
calzador en el mundo de los libros -de los que, por otra parte, no sale-,
pero podría remar a favor de cierta interpretación según la cual la soledad del
escritor es semejante, trasmutada, a la de sus personajes. He dicho interpretación,
sí.
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Si F es Foneto, ¿H será Hidalgo -Bayal-? Sorprende que
no use la B, sintiendo predilección por ese apellido, respondiendo su blog, a
secas, a él. Será que no desea caer en obviedades. Sigo con la interpretación.
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La ausencia de nombre en
sus personajes podría ser un eco del héroe clásico en busca de una espada. Para
mantener el anonimato, la variante a la inicial es hacer que respondan al
oficio que gastan. “Carecemos de nombre: somos lo que hacemos”. En Nemo
desfilan el ventero, el buhonero, el herrero, el carpintero, el predicador, los
cazadores… incluso se actúa por aproximación: “Me llaman escribano porque vivo
en la casa del antiguo escribano, pero no soy escribano”.
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Bayal advierte de que si le correspondiera en gordo
la suerte, no descorcharía champán ni bailaría alegre el bayón, antes al contrario,
se recluiría en casa a leer. O sea, igual que Foneto, “de faz cisterciense”, en
el quiosco; un espacio con pinta de celda mística en la que encuentra la paz esquiva
del mundo. No quiere decir esto, insisto, que Bayal sea un personaje -demasiada
teoría, casi sociológica-, pero invita a pensar, insisto también, espero que sin
forzar la interpretación, que sus personajes, con tendencia gustosa al
aislamiento, nacen de un fuerte impulso en el que la escritura -no sé, la filología-
alcanza connotaciones morales. “Si la conciencia de la palabra es verdadera, de
ella ha de surgir necesariamente, sobre habilidades retóricas o sabidurías
gramaticales, la confianza en la palabra, o sea, el imperativo de una actitud
moral” -El desierto de Takla Makán (2007)-.
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La ficción no tiene por qué imitar a la vida, sólo
dejarse infiltrar.
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En la paz de una celda, ¿habita una postura épica… o
heroica? ¿Ambas?
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Nemo se recluye en una casona. “A qué obedecerá la
elección de este rincón del mundo (...) este retiro (…) esta es tierra de
silencio y desvarío (16). “Al fin y al cabo, que alguien haya decidido venir
aquí (…) es ya una forma de encerrarse: aquí sólo viene los poseídos por la
fiebre del destierro y los señalados con la marca de la proscripción (…) ¿Por
qué va a salir y para qué? Viene a recluirse, no a exhibirse. Busca soledades,
no espectadores” (49). “Supongo que [un sabio cansado] después de saldar la
biblioteca entera se recluiría, como Nemo, en el silencio y en la soledad” (112).
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Los habitantes de sus novelas son peripatéticos. Auscultan
el mundo a la deriva. Son seres memoriados que repasan las nieves de antaño. Gente
sola aun acompañada. Que vive de puertas para dentro y respira de puertas para
fuera. Personas que obligan al lector a cuestionarse si la decepción está hecha
de melancolía, o viceversa. En las que la observancia forma parte de una rutina
trabajada por el paso del tiempo.
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Uno ignora si sus personales son más fatalistas que
sabios. “Tras la primera felicidad sobreviene inexorablemente el drama” -La
escapada-. Sus personajes no son tristes, él lo ha dicho: están conformes. De
la rutina extraen la serenidad. Se protegen así de la intemperie. “La
experiencia, al fin y al cabo, no es otra cosa que acumulación de amarguras” -El
espíritu áspero (2009)-. Es soledad, no aislamiento, la soledad es interior,
y esa soledad tampoco es involuntaria ni debe confundirse con una coraza. Su soledad
es una piel irremediable, una sangre que corre por dentro. ¿He dicho corre? Una
sangre que pasea. Su salvación la encontramos cifrada en el amor, en los
libros, en el viejo humanismo, en el silencio, en ese dejar pasar el tiempo
como si fuera un tren para luego abjurar de todo, y todo junto, sabedores que
es toda esperanza es en vano y a todo se llega tarde, o no se llega. La esperanza
sirve para perder trenes, pero no para perder los nervios. Paciencia y esperanza
“son actitudes simultáneas y, más aún, recíprocas. La paciencia es una adecuación
del tiempo a la esperanza” -Nemo-.
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Como si fuera un tren, he dicho. Cuando no caminan,
son caminados. “Poco después me encaminé a la estación y a Madrid. Recuerdo la
morosidad y la parsimonia de aquel tren tranquilo, el libro que leí en el
trayecto (…) Has sido feliz en los trenes” -Campo de amapolas blancas (2008),
con mucha memoria, entre la cual asoma la cabeza Leopardi: la felicidad es lo
que tenemos antes de empezar a buscarla-.
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Son personajes respetados por el autor. No huyen de
sí porque no tienen adonde ir. Para ellos, apartarse de los demás es hacerse compañía
hacia dentro; en ningún caso, una descortesía, ahí tenemos a Foneto, “sabio y
moderado” -El cerco oblicuo-, “una de esas personas que aspira siempre
al aprendizaje y nunca al magisterio” -La escapada-. Usan sobrenombre
como si fuera un sombrero. Son autoconscientes. Propensos al encuentro fortuito.
Se dan con personas, con palabras, con ideas, con recuerdos. Son personajes
anónimos que desarrollan profesiones anónimas. Capaces, como Nemo, de convertir
el silencio en forma de expresión, “un silencio anónimo y efímero, circunstancial”;
para los que el anonimato es el grado superlativo de la fama (Amad a la dama).
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Son personajes limpios, casi desnudos. Pareciera que
no fueran. El interventor [Paradoja del interventor], al llegar, “no sólo
no tenía de equipaje, sino que tampoco tenía dinero ni documentación ni, en
definitiva identidad”. Como Nemo: “El hombre subió al coche. El equipaje, dije,
me dio preguntando. Pero no se movió. En su semblante austero, impasible pese
al agua y el viento, quise entender una forma neutra de negación. Hicimos el
camino en silencio”.
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Las ficciones se entremezclan, no se superponen. “En
Foneto han desembocado sus precursores de ficción: Sín [El espíritu áspero]
y Nemo, el propio interventor. No es infrecuente que de ciertos individuos
hagamos altos personajes. Rellenamos el vacío con imaginación (…) En los
personajes novelescos, todos son instantes narrativos. Tal vez es la
diferencia. Tiempo neutro frente al tiempo narrativo (…) La persona, en cambio,
no admite los añadidos de la imaginación. Los personajes de ficción aparecen
con todas las necesidades de la libertad, son libres, pero lo que hacen ha de
plantearse como necesario. Foneto, en cambio, aparece con todas las necesidades
de la realidad. No se trata de verosimilitud, sino de verdad” -La escapada-.
Más teoría de la novela. Bayal, ¿se siente visitado por un personaje?, ¿por la
persona que hay detrás del personaje?, ¿la persona que hay detrás del personaje
es ficción? “No se trata de verosimilitud, sino de verdad”…
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Son personajes atribulados, que gastan el tiempo
separando el grano de la paja, preguntándose por la semejanza que hay entre la
paciencia y la esperanza, o por la diferencia que hay entre santidad y bondad,
o entre épica y lírica; o preguntándose qué son la impasibilidad y la imperturbabilidad,
y si responden las dos a una atrofia del espíritu.
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Hombres sin nombre. “El interventor llegó a la
ciudad en tren una noche de noviembre. En aquel momento no era todavía, en modo
alguno, el interventor ni había adquirido los derechos o la propiedad del
nombre” -Paradoja del interventor-. “Los nombres han de ganarse (…) El
nombre cae como una losa que condiciona para el resto de la trama al personaje
y no siempre para bien -La escapada-.
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Es fácil concluir que son personajes hijos de un autor,
por más que, en El desierto de Takla Makán, dicho autor manifieste poca
preferencia hacia la política de los autores. Una manifestación puntualizada y suscribible
por cualquier… autor: “Con el XVII se inició el lamentable periodo en que
seguimos: ‘La obra ha muerto, vivan los autores’. Mientras para el escritor lo
importante es la obra, el objeto, para el literato lo importante es el autor,
el sujeto, protagonista mezquino de una pasión deportiva”. Bayal está contra la
frivolización. No se le escapa que detrás de un obra hay un mundo propio,
esto es, un autor. Como prueba, la suya.
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Cuánta ruina. “Hay en las ruinas una perfección
oculta”, leemos en El cerco oblicuo. Gloria aprecia la belleza informe
de la corrupción en las aguas turbias del Manzanares. “Pese a la intensidad de
las ruinas y al estado lamentable de muros y jardines, sintió una fascinación
inefable, sin límites (…) Cruzaron la puerta (…) para contemplar la plenitud de
las ruinas” -Amad a la dama-. Ruinas imagen de las que los personajes
llevan dentro, expresión del fracaso, de la insatisfacción, de tantas limitaciones,
pero también de un gusto refinado por la belleza, o de un gusto por una belleza
refinada; ruinas capaces de fascinar al narrador de Nemo. Para ser feliz
en el mundo hay que aceptar sus colores. Y sus dolores.
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Los personajes de Bayal buscan el lugar más desapercibido
desde el que actuar -lo menos posible-. Hablan entre comas, subordinados, entre
paréntesis, o no hablan. A veces recurren a prosa enclítica. Se les caen latinajos
de la boca. Recuerdan pasajes de Ordet, se sienten en Al final de la
escapada. Son culturalistas a su pesar. Animales casi acosados que no buscan
protección, que se autoprotegen por medio del alejamiento. Sus circunstancias
discurren en torno a un mapa imposible de cambiar, el de la naturaleza, el de
la naturaleza humana. De ella parten como si fuera una plaza, o una calle sin
sentido, que no da a ningún lugar, o que, en su presunta rectitud, oculta un
avance circular. O sea, un no avance. El único avance es hacia la muerte.
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La cuestión geográfica es fundamental para entender
a los pobladores bayalianos. Sique y callejero padecen el mismo laberinto
existencial. Al principio de La escapada, leemos: “Trazando una circunferencia
en torno al kilómetro cero de la Puerta del Sol, sus límites cardinales apenas
serían Atocha al sur -o Embajadores-, Bilbao al norte, plaza de España y
Cibeles al este y al oeste…”. Veinte páginas más tarde, saldrán: Ópera, Arenal,
San Ginés, Santa Ana; y, en el último cuarto de novela: Princesa con
Altamirano, Rosales, Martín de los Heros, Fuencarral, Marqués de Urquijo,
Alberto Aguilera y la Glorieta de San Bernardo… El espacio está medido. El resultado
tiende a cero. O a infinito, que es otra clase de nada.
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La escritura de Bayal se pronuncia desde la
autoconsciencia que arrastramos desde hace décadas y que, año a año, se refuerza
y renueva, en el caso de nuestro autor, con matices de creciente
desorientación. Es una escritura, pues, moderna, que ejerce desde su personalidad.
Podría parecer que sus aguas están lejos de las de otros modelos de misantropía
contemporánea, pienso en Michel Houellebeq, pero, precisamente por moderno y contracorriente,
uno aprecia que desembocan en el mismo hondón. En el francés, el modelo de
personaje es distinto -exitoso en lo profesional, amargado en lo íntimo,
consecuentemente deprimido-, no distando tanto el regusto contextual. “La desgracia
alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la
imposibilidad práctica de la felicidad”; “Sus escasos momentos de felicidad en
el liceo los pasó sentado, esperando (…) Su espíritu rozaba la felicidad” -Las
partículas elementales, MH. “Sin ella [sin la pasión] se sentía mejor que
nunca (…) La felicidad era básica y esencialmente imperfección” -Amad a la
dama, GHB-. “La felicidad la brindan los placeres sencillos” -Sumisión,
MH-. “Los hombres mueren sin haber sido felices, Camus” -Campo de amapolas
blancas, GHB-. “Hoy debemos considerar la felicidad como un ensueño
antiguo, pura y simplemente no se dan las condiciones históricas” -Serotonina,
MH-. “La memoria es una instantería” -El espíritu áspero, GHB-; “La
experiencia nos apaga” -Nemo, GHB. “Esas zonas de silencio y
aburrimiento en las que se deshace la vida” -Las partículas elementales,
MH-. “El porqué de la elección de estas tierras para tan vehemente ejercicio de
silencio” -Nemo, GHB-. “Cuando escribía mi tesis pasé una semana en la
Abadía de Leesburg. Las comidas tenían lugar en silencio y eso era muy apacible
comparado con el restaurante universitario. Me resultaba fácil comprender la
atracción por la vida monástica” -Sumisión, MH-. “Venimos del silencio y
vamos al silencio, dijo entonces. Por qué y para qué hablar en el camino,
concluyó” -Nemo, GHB-. Los dos alcanzan una inocencia en la que destino
y condena retozan como amantes. Me refiero a un destino existencial, cada vida
en particular no está determinada. Los dos autores comparten algo así como una
cierta insatisfacción moral. Hay igualmente silencio y reflexiones acerca de la
vejez. Pero la misantropía bayaliana infinitamente más humana. En los dos autores,
el contexto atiza la misantropía de los personajes. Si bien unos, los de
Houellebecq, se desmontan por dentro, y otros, los de Bayal, alcanzan la
purificación. La misantropía de los del primero es redundantemente asocial,
mientras que la de los del segundo es paradójicamente social. Es una misantropía
humana, una misantropía que se eleva como forma de relación social.
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Comparten, también, referente literarios: “Empezó a
leer a Kafka. La primera vez sintió frío, una insidiosa helada; ahora después de
terminar El proceso todavía estaba aturdido, sin vigor. Supo de
inmediato que ese universo lento, marcado por la culpa, donde los seres se cruzaban
en un vacío sideral sin que nunca pareciera posible la menor relación entre
ellos, correspondía exactamente a su universo mental. El mundo era lento y frío”
-Las partículas elementales-.
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Terminamos la comparación reforzando la idea de
contexto. Los dos comparten una determinada marca espacial. “He estado una vez en São Paulo; allí la
evolución ha tocado techo. Ya no es ni siquiera una ciudad, sino una
especie de territorio” -Plataforma-. Cita São Paulo para, a continuación, decir que no es São Paulo. O que, siéndolo, no lo parece. O
que, siéndolo, no lo es. O que es una no-ciudad. Un territorio. Así
son, de la misma forma, los enclaves de Bayal. El Madrid de El cerco no
se parece a Madrid, por más especificaciones que recibamos. Se trata de un territorio,
más que de una ciudad. El espacio bayaliano alcanza el campo, pero
cuando lo hace vemos que de él huyen hasta los pájaros. Bayal reconoce la
espiritualidad kafkiana del hombre urbano. “Sólo en las ciudades hay mendigos,
pensó. Sólo en las ciudades hay lugar para la locura y la pobreza, para la
caridad y la misericordia, para la conciencia real de la soledad” -Paradoja
del interventor-.
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Su geografía pertenece a la mente, no a la
imaginación. El espacio geográfico es fundamental para describir a sus
personajes, indisociables de él.
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En Paradoja del interventor, la estación es
un conjunto de barracones negros y deshabitados. “En vías muertas, de acarreo o
secundarias hay vagones desamparados, maquinaria huérfana, material ferroviario
de desecho”. Cuesta distinguir la estampa de la estación de la del interventor:
“Un hombre mayor, casi en la edad de los desguaces, sin más señas particulares
que su medianía general en el rostro y la estatura y sus ingredientes átonos en
los ademanes y en la voz”. Tan deshabitado que una extraña le ve y le da una
limosna.
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Desde Babilonia, las dos tendencias ideales de diseño
de la ciudad son: con forma de damero y en forma de círculo. Platón se apuntó a
la segunda. Renacimiento y Barroco llevaron al extremo la aplicación matemática.
En la Edad Moderna, la simetría continuó representando la perfección. Sorando
Muzas refiere en La geometría de las ciudades que el rey Sol encargó para
Versalles que cualquier elemento, el más inapreciable, fuese considerado a fin
de aumentar la sensación de perspectiva. Nuestro autor no es ajeno a la
historia de la arquitectura y, menos, a la literaria. El diseño interior de su
misantropía tiene que ver con el boceto exterior de los espacios. Es decir, los
escenarios ejercen una función necesariamente representativa. Por ellos vagan -melancólicos,
resignados, encastillados en sus pequeñas certezas y serenos dentro de lo posible-
unos personajes que no por mucho caminar llegarán a puerto más temprano. Si dibujásemos
los escenarios, igual obtendríamos la estampa de un cerebro humano, con sus lóbulos
en forma de laberinto. Los escenarios son un elemento que cruza, como un puente
que te devuelve a la orilla de partida, la mente ensoñada de los personajes.
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“Un impulso oblicuo o circular con el propósito de
(…)” -La escapada-. Qué importan los propósitos. “En seguida desestimé,
no obstante, tan sensiblera simetría”. La escapada forma un díptico sui géneris
con El cerco oblicuo, título elocuente, cuya geometría no sabemos si es de
la culpa, del alma, de la vejez, de la memoria o de las ruinas, pero cuyo
desarrollo es paroxístico. Páginas de aritmética física y mental en las que el único
optimismo –“injustificado”- le corresponde al quiosquero. Travel, en La sed
de sal (2013), sabe adónde va pero no lo que le espera. El tiro por la culata.
Tomó la decisión, “con insensata extravagancia”, de hacer turismo literario y
llegó Murania, “ciudad que Dios confunda y el diablo lleve a sus confines”. Como
expresa el narrador de La escapada, midiendo la temperatura anímica de
sus personajes, “tras la primera felicidad sobreviene inexorablemente el drama”.
Son personajes que si se asoman a un mirador, además de ver el paisaje, reparan
en el precipicio. Para los que dar un paso adelante es atizar el camino de la
muerte. Cuya lucidez les permite amoldarse a las circunstancias. No luchan
contra molinos ni se dan de cabezazos. Los más extremos se acercan a la
ataraxia. “Por grandes que sean su asombro o su dolor, conserva el semblante
impasible del equilibrio, que nada altere su espíritu” -Nemo-. Pero no
nos equivoquemos: no son infelices, saben que llevan, como un fardo, la condición
humana a la espalda. Sólo eso.
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El círculo no existe ni en las Variaciones
Goldberg, que en El cerco aparecen perfectas e indescifrables como “reflejo
de la existencia”. Igual lo único perfecto es el disco en el que suenan. Los vinilos
son platónicos. Las vueltas que dan en el plato no marean, pero tampoco aplazan
la hora.
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La perfección pertenece, si acaso, al absurdo. La
vuelta siempre será en círculo. Caminar sin propósito genera viajeros inmóviles.
La única perfección visible, “oculta”, pertenece a las ruinas. “Salíamos sin
rumbo decidido”; “Tomaríamos el primer autobús, cualquiera que fuera su dirección”;
“El laberinto, en verdad, es la patria de los indecisos” -El cerco-. Se trata
de un hombre acorralado por la incertidumbre, víctima del sinsentido sartreano,
no explícito hasta Campo de amapolas blancas.
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No todos los personajes son indecisos: ahí tenemos a
Travel, ahí tenemos a Nemo, quien se dirige al único pueblo, piensa, hecho a su
medida. Viven en la penumbra, no portan vidas grises. No son los personajes desorientados
de Julio Ramón Ribeyro. Manifiestan determinación. Hay un punto en el que el
viento en contra deja de soplar. Puede que debido a la autoconsciencia en que
se mueven. Es gente que encuentra un rincón en el que resistir y vencer. “El
tiempo no lo cura todo, enseña a malvivir con el dolor”. El pueblo de Nemo, por
cierto, está construido en torno a un “anillo”, de nuevo la geometría. Desde él
es percibido apostado en la ventana, “inmóvil”, “con los ojos fijos”, por unos habitantes
que parece se acercaran a la casona no sólo en señal de preocupación, sino para
saber qué trama, es decir, desarrollando una especie de seguimiento. Como se había
inferido en El cerco oblicuo, no es la ventana, sino la calle el mejor
sitio para seguir y espiar.
33
Redondo como la bola de estiércol que acarrea, sin
resultado, el escarabajo referido al comienzo de La princesa y la muerte
(2001). Redonda es la condena. Redonda, también, la desdicha.
34
Toda novela pretende un círculo o un poliedro. La obra
de Bayal es un círculo gigantesco.
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Si en El castillo, la aldea a la que se
dirige el viajero posee un urbanismo intrincado, imagen del entramado administrativo,
la complicación urbanística de El cerco oblicuo podría corresponder al
entramado mental de las personas que lo habitan. Aparentemente es racionalista.
Funcionalmente desesperante. No es una complicación ilógica. Al contrario.
Quizá demasiado lógica, no hecha para unos seres con limitaciones como los
humanos. La tarea imposible de cumplir puede ser la vida. En la obra de Kafka,
hay una geometría que parece que acerca a los personajes a sus destinos, pero,
en realidad, los aleja hasta hacerlos imposibles. Parece que el viajero utiliza
una ruta circunférica. Responde más a un dar vueltas en círculo que a los
círculos infernales de Dante. Esta especie de estatismo en movimiento conduce a
los personajes a un argumento que tampoco avanza, o que no avanza de forma convencional.
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Las localizaciones de Amad a la dama
y de Paradoja del interventor son igualmente meticulosas sin que ello
ofrezca mejor ventura a sus habitantes. En la primera, que no parece pintar mal,
el amor no cuaja, que es el centro de la novela. ¿Qué decir del interventor?, varado
como una sirena, próximo a unas vías que, parece, tampoco sirven ni para
conducir trenes. El paisaje de La princesa y la muerte es estrictamente
verbal, pero vuelve a ser una vuelta a la noria en torno a la segunda parte del
título, circonvoluciones como cerebrales que, atenuadas, son las del encierro en
el yo de sus personajes.
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La sintonía entre paisaje exterior y paisaje interior
la volvemos a distinguir al final de La escapada: “Siempre conviene acabar
lo que se empieza, cerrar lo que se abre y cumplir los compromisos”. Si no es
posible cerrar un círculo, ¿será posible cerrar un triángulo?
38
Sí, es posible cerrar un triángulo.
39
La geometría, la perfección, alcanzan el triángulo -amoroso-
en Amad a la dama (2002). Qué decir de Un artista del billar (2004):
“Se concentraba en la representación del polígono que quería trazar (…) golpeaba
con precisión (…) y trazaba después un triángulo en bandas antes de dejarse
morir, deteniéndose en el punto justo (…) Silogismos matemáticos, trazos de
líneas y equidistancias, simetrías de golpes, gráficos de bolas”. Los personajes
no cesan de intentar la circunferencia perfecta, el poliedro ideal, sabiendo
que no tienen a su alcance conseguirlo. Pero no cejan: un tercer triángulo lo tenemos
en El desierto de Takla Makán (2007) -lugar referenciado también en La
escapada-: “La obra literaria es la manifestación de un triángulo avenido,
la configuración lingüística de la realidad por parte del escritor, elementos
éstos –escritor, realidad, lenguaje- que se dan generalmente en conflicto, con
supremacía de un vértice sobre los otros”. Incluso hay un cuarto polígono en Nemo.
“En el caso de Nemo, lo que le ha llevado hasta el territorio del silencio no ha
sido la acción, sino la pasión. Aprecio, pues, una contradicción en el triángulo:
acción, pasión, palabra. No necesita la palabra quien actúa, porque su lenguaje
es la acción, pero tampoco quien contempla, porque su lenguaje es la observación
(…) Ahora bien, el silencio de Nemo es activo”.
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En El espíritu áspero se nos hace saber que
Saúl Olúas es el autor de Amad a la dama y La sed de sal. ‘Saúl Olúas’,
‘Amad a la dama’, ‘La sed de sal’, todos palíndromos. La palindromía
es un nuevo encerramiento -la palabra termina como empieza-, un intento nuevo
por lograr que todo encaje, una matemática, en este caso, de la lengua, que trata
de aproximar el todo a la nada. Saúl Olúas es un cicerone. En el tercer relato
de Conversaciones, ‘Aquiles y la tortuga’, brinda el relato de la
historia de Petrús al narrador; y hacia el final de El cerco acompaña a
Severo Llotas en su descenso por los círculos del mundo eterno, mientras todos
vamos asumiendo que la realidad es “el sueño de una idea platónica” y que el
tiempo no ha hecho más que girar, como el disco de las Variaciones, día
y noche… como buen laberinto… hacia la nada. Este aprendizaje no se debe
necesariamente a Olúas, ya que no sabe más que el propio Llotas del territorio,
y nos hace recordar los momentos de dubitación en la Comedia: “Mi guía
pensó un poco, cabizbajo, / y dijo: ‘El que aquí ensarta pecadores / no me
explicó muy bien todo el asunto’” -Canto XXIII, ‘Infierno’-, yéndose con el
semblante azorado.
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“Nunca nos abandonan los personajes de la propia
ficción” -La escapada-. En La invención de la soledad, Paul
Auster hablaba de sí, pero todavía no desprendido de un pudor que venció en Diario
de invierno e Informe del interior. Así que el yo narrativo respondía
a una inicial: A. De Auster, podemos suponer. Puede que no fuera protección lo
que buscaba, sino una técnica narrativa más abierta que la simple confesión. El
caso es que el protagonista se llamaba A. Antes inferimos que la H era de
Hidalgo Bayal. En todo caso, la raíz etimológica está claro que lleva
Kafka, escondido -o visible- en esa K imborrable que llevó a Calasso a bautizar
su libro sobre el autor de esa manera: K. ¿Por qué ocultarse detrás de
una columna tan invisible? “Así como la tuberculosis liberó a K de un destino
que temía, así el quiosco liberó a F de la necesidad de tener un destino, de
tener que buscarlo” -La escapada-. Incluso, en un punto, Bayal se
refiere al quiosco como Q.
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Sobre todo, la misantropía de la que hablamos, ahí
viene el doble salto, es una forma de relación social. No conduce al nihilismo,
ello separa a su autor de otros. Es una misantropía que refuerza la solidaridad.
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Saber que no hay salida es liberador porque te exime
de esfuerzos gratuitos. El sinsentido, más que una resignación… es una forma de
sentido.
NOTA: La fotografía es de Sergio Enríquez Nistal y se publicó en el diario EL MUNDO.