Esta no pretende ser una nota necrológica. La muerte de mi viejo amigo Tomás Daza no merece el tono fúnebre de las despedidas. Era un hombre alegre. Hasta que llegó la pandemia y él enfermó y yo dejé de trabajar como maestro, coincidíamos casi a diario en las traseras de Santa Ana. A eso de las dos y pico. Tomás regresaba de su despacho de abogado, cuesta arriba, a paso lento, cansado. Yo aparecía con las prisas de siempre por la puertina de la muralla, camino también de casa. Recorríamos un tramo juntos y aprovechábamos para charlar de cualquier cosa. Comprábamos el pan en Marina y nos despedíamos hasta el día siguiente. Me iba contento. Porque Tomás te levantaba el ánimo, ya se dijo. Con su peculiar manera de hablar, tan nerviosa, de la que él mismo hacía bromas.
Dejamos de vernos, sí, pero nuestra relación de amistad siempre fue así: intermitente y guadianesca. Nuestros mundos eran distintos. Eso no impedía que, desde el primer momento nos sintiéramos amigos. Poco importaba con qué frecuencia nos viéramos. Echo la vista atrás y lo veo, adolescentes aún los dos, compartiendo guateques los domingos en una cochera familiar que estaba debajo de su casa, en la bajada al barrio de San Juan. O en las marchas (con su hermano Manolo y su primo Susi, entre otros) hasta Plasencia La Vieja (o Villavieja, la de la imagen). O en las interminables sesiones en La Rana (o Cruz de los Caídos) donde pasamos tantos ratos al fresco y en pandilla. Cómo olvidar la mañana del 20 de noviembre de 1975, cuando llegó al parque cantando a voz en grito porque Franco había muerto. Quedábamos allí cada mañana para subir juntos hasta el instituto Gabriel y Galán, donde ambos estudiábamos COU. En Cáceres, donde hizo Derecho (que ejerció después con solvencia, desempeñando cargos de responsabilidad en el Colegio de Abogados), coincidimos ya menos. No fue mi mejor época. Compartía piso con amigos comunes (Antolín, Titi, Juanmi...) y de las fiestas que organizaban sabe más Yolanda que yo. Fue cuando conoció a Cati y de la capital se vino con un título universitario y, lo que es mejor, con una novia que acabó siendo la mujer de su vida y la madre de sus hijos.
Este último año preguntaba cada poco por él a otro amigo, Paco Antón. O a Manolo, con el que coincidía en las vacunaciones de la covid. No volvimos a hablar. Uno se maneja mal en estas situaciones y no sabe cómo acertar. Me consta que luchó hasta el final. No quería irse. Era un tipo vital.
Lo hablaba con otro de sus hermanos, Eduardo, el pequeño, que eligió la Filología, profesor en el IES antes citado. Resaltábamos su bondad. (Sonriente, y por aquello de conversar de otro tema, me dijo que algunos alumnos suyos, que antes lo habían sido míos, nos comparaban. Un honor, sin duda.)
No va ser fácil olvidar a Tomás. Ni uno ni nadie que tuviera la suerte de cruzarse con él. Por eso, a la pena de su pérdida se sobrepone esa sensación de alegría que contagiaba, aunque por desgracia ya no esté.