Hacía mucho tiempo que no recorría uno el trayecto que separa esta ciudad de la de Ávila. Aunque el camino natural es seguir la N-110, Soria-Plasencia, es más práctico, y casi tan bonito, evitar las curvas del Valle del Jerte y el Puerto de Tornavacas y tomar la autovía A-66 o de la Plata, subir hasta Béjar y, tras el Puerto de Vallejera, girar a la derecha y seguir por la SA-102. Ahí empieza la parte más interesante del viaje, al menos para los amantes de las carreteras secundarias. Uno pasa por Sorihuela, Santibáñez de Béjar (pequeños pueblos con justa fama chacinera), Puente del Congosto (con su castillo y su estrecho puente sobre el Tormes), Piedrahíta (con el soberbio palacio dieciochesco de inspiración francesa de los Duques de Alba y un bar en la plaza donde preparan unas deliciosas croquetas de huevo cocido), donde uno retoma la calzada de la 110, y el imponente Puerto de Villatoro (donde un mes de mayo de hace años nos cayó una nevada épica; nombre, por cierto, que recordarán quienes escuchaban en la tele única de los sesenta y setenta la información meteorológica de los hermanos Medina, Mariano y Fernando).
La nieve acompañaba mi viaje desde las cumbres de las sucesivas sierras que conforman el paisaje de esas sobrias tierras castellanas. Al bajar Villatoro, todo cambia. Una recta interminable (o casi) nos lleva hasta Ávila. Los pueblos van quedando a ambos lados de la carretera y sólo cruzas uno, ya al lado del destino: Padiernos, y a 50, que hay radar. Antes, dejé a la izquierda Roal, un restaurante con tienda (y un matadero industrial, como otros de la zona) que nos descubrió Luis Landero, donde paraban a comer su amigo Juan Luis Mirón (el "landeriano alto") y él cuando viajaban desde Madrid hasta Plasencia. Desde entonces, no ha habido viaje a Ávila o Segovia (cuando estudiaba allí nuestro hijo) que no aprovechásemos para degustar sus platos caseros y abundantes donde la carne, con perdón, era apreciada protagonista.
El edificio de la Universidad de la Mística, en el Centro Internacional Teresiano-Sanjuanista (CITeS), que alberga la Casa de la Poesía Juan de la Cruz, es moderno, de una arquitectura inesperada en una ciudad monumental con muralla como Ávila. Desde el cielo, tiene forma de estrella, o eso parece. Está pintado de verde. Dentro, uno se olvida del alarde arquitectónico y se funde en un ambiente de silencio y recogimiento propios de cualquier convento. En mi segunda estancia en el Aula Poética que dirige María Ángeles Álvarez Sánchez fui recibido con el mismo cariño que la primera vez y pronto se sintió uno a gusto con el grupo de habituales que asisten a esas sesiones o lecturas. No eran pocos. Mujeres, la mayoría. Saludé, por ejemplo, a Miriam Sayans, que, según me dijo, me conoció gracias a Las aguas detenidas (ya ha llovido, ay), cuando se lo regaló Jesús López, viejo amigo, casado con una prima suya. Luego recordé que cuando él era responsable del placentino Centro Cultural Santa María, José Antonio Gabriel y Galán presentó allí ese libro, el segundo de los míos.
Abracé además a dos amigos recién llegados de Salamanca: Eduardo Ayuso (director de Ediciones Sígueme) y Óscar Lilao (bibliotecario de la Universidad), compañeros de estudios de mi hermano el cura. Una alegría. Y una sorpresa.
Después de unas cariñosas palabras de presentación por parte de mi anfitriona, inicié la lectura de un breve texto sobre el libro que nos convocaba (sabia, temprana lección de mi amigo Bayal para esos casos), los diarios de Porque olvido, y tres breves fragmentos de la obra. A continuación, leí varios poemas inéditos, de libros que van creciendo con la debida calma, al azaroso ritmo que la caprichosa poesía impone.
Las digresiones y las anécdotas no faltaron. Hubo un coloquio animado y, para finalizar, dediqué algunos ejemplares. A María Victoria (maestra jubilada), a Esther y a Ester, a Lola, a la citada Miriam, a Óscar...
Según costumbre, no sin despedirme, cogí el coche y volví a la carretera. Llovía a ratos. Hacia poniente, al frente, se resistía a anochecer. Bajo esa luz mortecina, las nubes y la nieve subrayaban su indeleble belleza. Su inextinguible misterio. La radio, como siempre, me hacía compañía. Como siempre también, recordaba lo sucedido y me arrepentía, al paso, de muchas de las cosas que dije en la lectura, confidencias que surgen de forma natural durante la conversación con los otros (eso es al fin y al cabo la poesía), más cuando uno sale de las hondas soledades pandémicas que todos hemos sufrido.
Paré a echar gasolina en Piedrahíta. A las once estaba en casa. Con mi Aechmea Blue Rain en la mano, un precioso regalo de María Ángeles.
Con Eduardo y Óscar |
Vista general |