Eugenio Montejo
Edición de Antonio López
Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini
Pre-Textos, Valencia, 2022. 1.028
páginas. 48 €
Gracias al
segundo tomo de la Obra Completa de
Eugenio Montejo (Venezuela, 1938-2008), que reúne el ensayo y los géneros
afines, el lector puede disfrutar al completo de la faceta reflexiva de uno de los nombres imprescindibles de la poesía
hispanoamericana contemporánea.
Los grandes poetas
modernos, Eliot, Auden, Stevens, Bonnefoy, Ungaretti o Benn, y, ya en nuestro
ámbito, Machado, Cernuda o Paz, por citar sólo algunos, han complementado la
escritura de sus poemas con la meditación sobre el hecho poético. En el prólogo
(que figura en el primer volumen), se recalca que “el quehacer de Montejo […]
jamás estuvo exento de ideas y su fidelidad al ensayo lo prueba”. Es consciente
de que escribe en una época que ha prescindido de los dioses y las ciudades.
Que ha dejado atrás la “era alfabética” (el alfabeto era para él “sumo prodigio
de la inteligencia del hombre”). Centrado en la lírica, “fundamento de nuestra
existencia”, y no en la religión o la patria, como sus antecesores, su mirada
es atenta y “oblicua”, a lo Montaigne. Subjetiva e individual, con “voluntad de
ser lenguaje”. Su tono, “antiintelectual”. Basado en la claridad (estuvo en
contra de los “especialistas del misterio”), cercano a “lo irracional” (“toda
crítica es en su fondo mismo irracional”, dijo Curtius) y lejos del “imperativo
científico” y las “disecaciones académicas”. El propio de un lector culto y lúcido
que, al leer a otros, se lee a sí mismo. Por eso, estos ensayos rigurosos y
amenos son necesarios, no un mero apéndice de su labor poética. Una y otros van
a la par. Están escritos con la misma exigencia. Por las sabias lecciones que destilan,
dignos de ser escrutados especialmente por los jóvenes, a los que instaba a
“aprender a sentir”.
El libro se compone de
tres partes: “La ventana oblicua” (1974), “El taller blanco” (1983) y “Prosas
misceláneas (de 1966 a 2011). Por sus páginas pasan, entre otros, el inmóvil
Bousquets (recién publicado en Galaxia Gutenberg); Valéry: ¿los poemas nacen o
se hacen?; Novalis, el poeta-filósofo; Benn, al cabo “inocente”: “El poeta es
siempre, por encima de todo, un hombre”; el solitario y audaz Ramos Sucre:
“Leopardi es mi igual”; Drummond de Andrade, “poeta menor y de ritmos
elementales”; Rimbaud, el rey del silencio como “acto poético”; Espríu y su “adustez
bíblica”; Juan de Mairena; Ungaretti, su “meditación sobre la memoria”; el
ejemplar Cernuda; Cassou: “El poeta es un experto en atención”; Pellicer y la
luz del trópico; Cavafis, poeta “de la vejez”; el pintor Reverón y su “cruda
intemperie marina”; el Rossi de Manual del distraído; Pepe Bianco,
alma de la revista Sur; Valencia, su ciudad “prenatal”, y Lisboa,
donde vivió, la de su admirado Pessoa y los calceteiros,
protagonista de uno de los textos más emocionantes del conjunto: ”Una vieja
travesía”; Gervasi, uno de sus maestros, como Mutis; los “emisarios de la
escritura oblicua” (Malte y Rilke, Teste y Valéry, Reis y Pessoa, Barnabooth y
Larbaud...), poetas enmascarados “de la “disolución del yo” (Bachmann), del “desdoblamiento”
y la heteronimia (de la que se ocupará el tercer tomo de esta Obra); los
Borges de Borges; Sá-Carneiro, suicida como Sucre, elegantes y torturados
poetas de espejos y laberintos; el aforista Lichtenberg; Eliseo Diego y Fabio
Morábito; poetas colombianos y, sobre todo, venezolanos (como Sánchez Peláez)…
Mención aparte merecen
los ensayos que dedica a “la poesía en un tiempo sin poesía”: “El taller blanco”
(donde evoca la panadería familiar, una hermosa y blanca metáfora que explica su
“menester”: “una vida destinada a servir la poesía”), “Fragmentario” y “Textos
para una meditación sobre lo poético”, pongo por caso. En esta línea,
sobresalen sus prólogos y discursos (para recibir un premio −el Nacional, el
Octavio Paz− o un doctorado). Destacaría también “Los números y el ángel”, una
suerte de autorretrato.
Para Montejo, “la
poesía es un melodioso ajedrez que jugamos con Dios en solitario”. Su
“laconismo instintivo” (Brodsky) tiene “el poder de despertar”. Al hablar de
Gonzalo Rojas escribió: “El hombre es, pues, fatalmente oscuro. Sólo mediante
el relámpago del poema se logra, cuando se logra, atisbar algo de la claridad
que es como decir la identidad de quien lo escribe, a la vez que puede
servirnos para columbrar la de quien lo lee”.
NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.