24.11.22

Naturaleza y dolor

Aunque Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) sea, sobre todo, un narrador, Vida salvaje es su tercera entrega de poesía, después de Cicerone (2014) y Aire de familia (2016).
Se alzó con el Premio Valéncia de la Institució Alfons El Magnánim por decisión unánime de un jurado competente formado por los poetas Xelo Candel, José María Micó, José Saborit y Jesús Munárriz, editor de una de las colecciones más longevas (se fundó en 1975) y prestigiosas de España: la madrileña Hiperión.
En la reseña de Cicerone aludí al “personaje poético que narra sus felices o no tanto peripecias ciudadanas. Y digo ‘narra’ porque hay mucha narrativa en esta poesía, algo que este lector aprecia, sobre todo, y más allá de las historias que se cuentan […], en los largos párrafos o estrofas (…) que menudean en sus poemas. La escasez de puntos y la numerosa ristra de versos que ‘dicen’ la mayoría de los poemas. […] Por otro lado, sorprende al lector el dominio métrico (abundan los endecasílabos y los heptasílabos) que proporciona a los poemas un ritmo y una musicalidad dignas de elogio”. 
En la de Aire de familia anoté que estábamos “ante un libro transparente, escrito con la verdad por delante”. También que “sorprende que una historia tan gastada, digamos, pueda dar para tanto en manos de un escritor con sensibilidad y con talento. Para que nada quede en sensiblería, repetición ni mera ocurrencia. Ese es el hallazgo de Juan Ramón Santos y el acierto de este libro tan sencillo como asombroso”.
En ambas recensiones subrayaba sus rasgos de ironía y de humor, algo extensible al resto de su narrativa donde la sutil inteligencia que esos tonos exigen no le pasa desapercibida al lector atento. ¿No es acaso irónico el título Vida salvaje?
Si vuelvo sobre su poesía anterior es para resaltar que a éste también se le puede aplicar bastante de lo ya señalado con anterioridad. Y eso no por culpa de la repetición, sino por el mero hecho de que la voz de Santos es única y su mundo, propio, por más que, paradójicamente, los lectores podamos acceder a ellos sin cortapisas y, más allá, hacer nuestros esa voz y ese mundo.
Vida salvaje consta de tres partes. La primera, “Día de campo”, se abre con oportunas citas de Charles Simic y Maribel A. Llamero.
Hace muy poco que la poesía rural ha salido del ostracismo y del desprecio. Supongo que a partir de la denuncia de la “España vacía” y de la aparición en escena de obras literarias (narrativas o poéticas), musicales, cinematográficas (Alcarràs, pongo por caso) o televisivas ubicadas en esos espacios vaciados. Como he repetido más de una vez, desde los Novísimos acá, por el simple hecho de mencionar las cosas del campo, te calificaban, como poco, de agropecuario. Era sinónimo de antiguo y rancio. ¿Acaso lo son los poemas de Claudio Rodríguez? Como si la poesía –la literatura en general– no fuese ante todo una cuestión de lenguaje. Por lo demás, conviene distinguir entre poesía de la naturaleza y poesía rural. La primera se desarrolla ante el paisaje, que inspira las reflexiones del poeta; la segunda, ha de estar escrita por alguien que haya crecido o vivido largas temporadas en un pueblo y, por tanto, en un medio agrícola y ganadero, y ya se sabe que lo que menos le interesa a un agricultor o al que cría ganado es, precisamente, el paisaje. Para ellos, el campo es otra cosa. Una fracción de ese mundo desaparecido o en trance de sucumbir es el que rescata en estos poemas Juan Ramón Santos. Memoria de veranos interminables entre los que se encuentra el último de su infancia (testigo de “la imparable vejez de mis abuelos”). Horas pasadas en una finca familiar de regadío cercana a Plasencia: “estas vegas de Casapalacios”.
En su novela La muerte de Pinflói, el narrador se refiere al campo como “ese bien sumamente preciado de mi infancia”, ahora “tierra baldía, mero paisaje, lugar de recreo para urbanitas nacionales y europeos que necesiten, de cuando en cuando, desconectar de la ciudad, de su vida desbocada, y disfrutar por unos días de una relación fugaz, artificial y plástica con la naturaleza”. No es el caso del personaje poemático que, en clave autobiográfica, se expresa en los poemas de Vida salvaje. Son demasiadas las vivencias de Santos en ese lugar como para comparar su discurso con el del dominguero visitante de paso.
A pesar de que confiese que su “memoria es muy frágil”, recupera en forma de poema no pocas situaciones vividas, convencido, tal vez, de que para según qué sentimientos y emociones no hay género mejor que la poesía, donde la intimidad aflora con naturalidad, al menos en su caso. No a otra razón obedecía, según creo, que recurriera a ella en sus dos libros anteriores de versos. También para fijar lo que la huidiza memoria acabará olvidando.
No siempre, es verdad, habla en primera persona. Quiero decir que pone en su boca palabras y hechos que le sucedieron a otros; sus parientes, por ejemplo. Así cuando alude a las duras labores del campo (las del tabaco y el maíz) en “Después de la cosecha”, a “los puntos cardinales del castigo”. O a los eternos problemas de las lindes, aviso para ignorantes convencidos de que lo campestre es idílico.
En “Forastero” leemos: “Yo siempre fui un extraño en la dehesa”, “turista entre labriegos”.
En otras ocasiones torna lírico, como en “Inventario”, un hermosísimo poema de inspiración horaciana; como “La hiedra”: “que la vida, después de tanto afán, / en realidad es poco más que eso: / una siesta, las hojas de una hiedra, / un remanso de verde y de frescura, / el placer de sentir que respiramos”. Y en “Flores de septiembre”, de sencillo aire tradicional y popular, amoroso.
De largos estíos de infancia, de picaduras de avispas, del descubrimiento de la pintura, de las tórridas siestas y la “voraz lectura” (“El tesoro de la isla”), del inocente maltrato animal (“pobres bichos”, leemos en “Batracio”), de los “residuos de esplendor agropecuario” (un verso que a uno se le antoja bayaliano), del tedio eventual, de los abuelos y las abuelas, de la casa y de los padres, hermanos, tíos y primos, se podría decir que va esta sección, un libro en sí mismo, que empieza con “Albada” y termina, en orden cronológico, con la melancolía de “Halley” (“la terrible pobreza de estar vivo / nuestra breve y precaria condición”) y la inquietud de “Porque es de noche”, un logrado poema que cierra a la perfección el círculo de esa irónica vida salvaje que Santos asocia a su libertad de movimientos por un territorio indisolublemente unido a la dorada edad de la infancia, verdadera patria del hombre para Rilke.
La segunda sección reúne veintiocho haikus, siete por cada estación del año. Se titula “El emboscado” y está inspirada, como nos advierte, en “Dedicatorias y agradecimientos”, en fotografías de Nicanor Gil, a quien se los dedica.
No son haikus ortodoxos, cabe precisar, y encubren una trama narrativa tan oscura y sigilosa como el tema que abordan, con el maquis al fondo. No en vano casi todas las imágenes de Gil están tomadas en el “Mirador de la memoria” del Valle del Jerte, donde se rinde homenaje a los resistentes de la Guerra Civil que huyeron a las montañas. “Somos un sueño / que sobrevive oculto / en la hojarasca”, reza uno de los haikus.
El tercer apartado de Vida salvaje, “Aprendizaje”, agrupa poemas relacionados con la muerte. Se trata de “contar las pérdidas”, diría Zagajewski. Y no son pocas. “Hoy uno lleva demasiadas pérdidas / a cuestas como para, aún, / creer en una muerte reversible”, leemos en “Retrospectiva”. En “UCI” utiliza el apuntado recurso del monólogo dramático. “El augur” no deja de ser un microrrelato. O un corto cinematográfico. Cuento en verso en lugar de poema en prosa. “Otro adiós portugués” une a dos amigos muertos en una ciudad fundamental: Lisboa. En “Artesanía” se demora en ese terrible momento en el que un operario cierra definitivamente el nicho.
Aquí y allá –entre poemas, llamemos, genéricos–, presencias que vuelven. De familiares muertos. Basta consultar la citada página de las dedicatorias. Eso sí, en ningún momento, aunque estemos hablando del más penoso trance de nuestra existencia, encontramos en estos poemas tragedia o patetismo. El dolor se reviste, gracias a su saber hacer poético, de consuelo, de piedad, de conformidad o de perdón y el lector, por tanto, no sufre directamente las consecuencias que ese paso definitivo lleva aparejadas. De nuevo un suave tono de ironía y hasta de humor se cuela entre esos versos graves para salvarlos de otra cosa que no sea aceptación y, de nuevo, naturalidad. Más allá del miedo. A “destiempo” incluso.
En ocasiones, los poemas se transforman en cartas que el poeta escribe a quienes, sin vivir, siguen existiendo. Esa conversación, bien lo sabemos, puede ser interminable.
Permítaseme ponderar la calidad técnica de la poesía juanramoniana. Ya hablé del ritmo, que consigue con el auxilio de la métrica clásica, sin perder de vista el encabalgamiento, un recurso tan importante para obtener la música que la poesía sin rima demanda.
En busca de la “difícil sencillez”, Santos utiliza un vocabulario tan esencial como común, de “palabras gastadas tibiamente”, diría Gil de Biedma. Todo, incluida la sintaxis, para logar, insisto, una poesía honesta donde importa tanto el cómo como el qué.
“Aprendizaje” se titulaba, ya dije, la última parte del conjunto y, en efecto, son varias, y con esto termino, las “lecciones” que Santos (o el personaje que protagoniza sus poemas, esto es y no es ficción) extrae. Así, y en orden de aparición, en el citado “Inventario” menciona a un olivo: “ejemplo pertinaz” de “la más sabia lección de resistencia”; en “Abierto por obras”: “que la vida hay que hacerla poco a poco, / disfrutando cada una de sus fases”; en “Spleen”, que “la vida, a veces, / no es más que un peso muerto, insoportable”; en “La higuera” son varias las enseñanzas que señala: la de los picores que acarrea en quien trepa hacia el higo, “que no todas las sombras dan frescura”, “que lo blanco no es siempre inmaculado” o que, “con el tiempo, / los árboles del bien y del mal no existen, / que algunas veces el placer nos hiere, / mas que, aun así, jamás has de perder / las ganas de subir hacia lo alto”; en “Introducción a los ascensores”, por fin, escribe: “Mi primera lección fue conocer / lo que duele el teléfono a deshora”.
Todos los libros de Hiperión incluyen en su colofón un lema en latín. En éste leemos: “Vitam impendere vero”, palabras de la cuarta “Sátira” de Juvenal que podrían traducirse como “consagrar la vida a la búsqueda de la verdad”. Están muy bien traídas. De tener alguna, esa sería la más alta misión de la poesía.
 
Juan Ramón Santos
Hiperión, Madrid, 2022. 80 páginas. 12 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO