En la sobresaliente introducción de José Luis Rozas que
figura al frente de Conversaciones y semblanzas de hispanistas, obra de
su padre, Juan Manuel Rozas (Ciudad Real, 1936-Madrid, 1986), leemos: «Este
estar atento a la nueva poesía fue una constante a lo largo de su vida, aspecto
que se intensificó –gracias a la creatividad encontrada y a la necesidad de
apoyar desde la Universidad el cambio de mentalidades que allí se estaba
produciendo– en los años extremeños». En una nota al pie se recuerda su
«Ponencia consultada de la joven poesía extremeña», leída por él en el II
Congreso de Escritores Extremeños celebrado en Badajoz en abril de 1982 y luego
recogida en las correspondientes actas. Lo traigo a colación porque fui uno de
aquellos jóvenes a los que Rozas ayudó y, ante todo, estimuló y orientó. No todos
alumnos suyos. Lo fueron, pongo por caso, Luciano Feria, Ada Salas o Diego
Doncel, pero no Ángel Campos Pámpano (formado en Salamanca), Basilio Sánchez (que
estudió Medicina en Badajoz) o uno mismo, aunque llegué a matricularme en su
facultad. Rozas presidía el jurado que otorgó a mi primer libro el premio que
llevaba el nombre de la ciudad donde tuvo lugar en citado encuentro. Eso
ocurrió dos años antes de su prematura, inesperada muerte. Tenía cuarenta y
nueve años. A punto de cumplir cincuenta. Asistimos sobrecogidos a su entierro.
Era un hombre cariñoso. Yolanda estaba embarazada de nuestra hija Leticia, que
nació tres meses después.
Cualquiera puede comprender que mi lectura no podía ser
inocente. Quiero decir que abrí el libro predispuesto a disfrutarlo. Sí, mi
admiración por Rozas sigue intacta. Después de leerlo, incluso ha crecido. La
sorpresa, en suma, ha sido mayúscula. No esperaba algo así. Me gustan las
semblanzas y todavía más las conversaciones, pero estás páginas son mucho más
que eso. Intentaré explicarlo.
Antes, remito al interesado por su biografía al portal
con su nombre de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. La presentación es
de Jesús Cañas, alumno y compañero suyo. En ese mismo sitio se da información
sobre su bibliografía y se pueden ver imágenes de su vida, el retrato que le
hizo el gran Eduardo arroyo y algunas cubiertas de sus libros; no obstante, diremos
muy resumidamente que estudió Filología en Zaragoza y Madrid, donde se doctoró;
que trabajó en la capital: en el CSIC (donde tanto penó por culpa de sus jefes)
y la recién creada Universidad Autónoma, así como en las universidades de Santiago
de Compostela y Extremadura; y que enfermó muy joven, lo que condicionó no poco
su existencia. También que se casó con Tina Bravo y tuvieron cuatro
hijos; el pequeño, Agustín, paralítico cerebral. Otro golpe. El mencionado José
Luis, filólogo como su padre, es el editor de este libro. Suya ha sido la tarea
de mantener su legado y su memoria, ayudado en esta venturosa ocasión –como
indica en los «Agradecimientos»– por antiguos alumnos como el citado Cañas,
José Luis Bernal, Miguel Ángel Lama y José Manuel Fuentes.
La corta vida de Rozas dio mucho de sí. Este libro lo
corrobora. Se escribió entre 1970 y 1976, pero sobre todo, se nos explica, en
1970 y en 1972. En un cuaderno con voluntad de «libro con unidad genérica». En «la
tradición literaria […] de las semblanzas, o retratos o bosquejos biográficos».
El editor rescata algunos antecedente, grosso modo, en las páginas 15 y
16. No se olvide que Rozas publica en 1974 La generación del 27 desde dentro,
un hito de esa tradición. ¿Modelos? Españoles de tres mundos, de JRJ, o Los
encuentros, de Aleixandre.
Al fondo, más «a largo plazo», era «portador […] de una
interesante dialéctica historia/intrahistoria», un aspecto que atraía mucho al
filólogo: el de las «Intrahistorias para la Historia». “Es un relevo”, afirma.
Debajo del título, entre paréntesis y en diferente tinta,
escribió: «(Diario)». No es el único, por cierto, que se conserva, como indica
el editor en la nota número 3, una de las doscientas treinta y tres que se
incluyen el volumen, todas ellas iluminadoras y pertinentes. Al decir «diario»
no podemos obviar lo que escribió en uno de los capítulos del libro, para mí el
mejor de todos: «Un paréntesis: Los Pozos». Allí dice: «¿La pureza de los
géneros? […] Todos se mezclan, todos se tiñen de otros: lo épico, lo lírico, lo
dramático son, como todo lo creado por el hombre, abstracciones». Concluye que
su empeño «acaba […] en diario personal». Más allá de lo que tiene de «teoría
de la época filológica actual hecha cotidiana semblanza y plática» y de «mis
relaciones con…» o «mi primera imagen de…». En otro lugar lo denomina «cuaderno
de recuerdos».
«Lo que publicamos ahora, cincuenta años después, es el
borrador de algo que pudo ser». Sin embargo, si bien somos consciente de
que estamos ante un «proyecto, más que inacabado, aplazado, si no abandonado», la
obra, en lo logrado, se sostiene como si el autor hubiera llegado a buen
puerto. La transcripción del índice muestra, sí, lo que «pudo ser», pero no por
eso, insisto, desmerece lo que es. Volveremos luego sobre lo inconcluso.
La idea de escribirlo, cuenta, «me vino en Salamanca», en el
verano de 1969, tras unos días de convivencia con el hispanista inglés E. M.
Wilson, al que dedica la primera semblanza del libro.
En su prólogo Rozas explica sus intenciones, que el editor
resume así: «Conversar, por tanto; escuchar, sobre todo». En ese preámbulo
expone, entre otras cosas, su convencimiento de que «en la obra viva, eterna,
el crítico puede y debe poner mucho. Si no mata la obra, a causa de la propia
muerte del crítico». Que éste debe «ampliar»: «Enfocar a su gusto, hacer
metáfora, pero en la misma dirección del poeta. Si no, no hace crítica». Se
considera a sí mismo un «testigo».
Fechado en enero de 1970, termina mencionando a Lorca que,
aunque «muerto el año que yo nací», «viven gentes que lo conocieron. Y yo puedo
vivir con él a través de esas gentes».
La enfermedad, ya se dijo, está en el centro de las
preocupaciones del joven profesor Rozas y con ella convive durante la gestación
de estas páginas. Reúma, hepatitis, Crohn… Ha visto la muerte de cerca,
confiesa en la nota que antecede a la necrológica de Esquer Torres. La 12 es,
en este sentido, elocuente. Puede apreciarse mejor esta situación si tenemos en
cuenta la cronología que su hijo ha fijado. Paradójicamente, la convalecencia
ayuda (tiene tiempo para escribir). A pesar de eso, estamos, se nota a la
legua, ante un trabajo gustoso, por decirlo con Juan Ramón, propio de un
«buen maestro», como pueden atestiguar quienes pasaron por las aulas donde dio
clase. Con emoción, José Luis, al leer esos textos medio siglo después de que
fueran escritos, «siempre a vuela pluma», escucha «una larga conversación en la
que va dibujándose paulatinamente el retrato del hombre que las escribió, que
teje fragmentos de su propia biografía».
Completa su introducción el capítulo «Sobre las semblanzas
no escritas». Un trabajo elaborado, digamos, a cuatro manos que, según creo, es
sustancial. Da pena que Rozas no culminara su tarea. A uno se le ponen los
dientes largos al leer los títulos de los capítulos no resueltos. Pero, como
decía, algo alivia esa desazón lo esbozado siquiera por su hijo. Así, para
comprender cabalmente su bibliofilia (se rescata de uno de sus diarios –el que
va de 1951 a 1958– un precioso texto que, nada más leerlo, me movió a escribir al
sabio Melero), esa pasión por las primeras ediciones que pueblan los estante de
su exquisita biblioteca tras fatigar los de las librerías de viejo. O para
conocer rasgos personales de seres tan particulares como su amigo Paco Rico o los
poetas Pepe Hierro y Guillermo Carnero (uno de los novísimos que en su reseña
de El País elevó a la cátedra).
Los textos están todos fechados y su ordenación obedece a un
orden no estrictamente temporal. Los primeros están destinados a hispanistas
extranjeros como el antedicho Wilson, J. E. Varey y N. D. Shergold. Siguen,
entre otros, Alarcos (padre), Cossío (que tanto trató a los del 27), Asensio,
(humanista en Lisboa), Blecua (y su edición de la Obra poética de
Quevedo, que reseña para Insula), el peculiar Dámaso Alonso, Guillermo
de Torre, Lázaro Carreter (y el proceloso mundo de la Real Academia y de los
académicos), el boliviano en el exilio Pedro Shimose (al que entrevista),
Criado del Val (al que retrata con humor, un personaje que los de cierta edad
recordamos en la televisión hegemónica de los setenta), Cela, Aleixandre (en
Velintonia) etc. También «secundarios» como Ramón Nieto, Benito Sánchez, Esquer
Torres, Montesinos o López del Toro.
Mención aparte merece lo que escribe sobre el bibliógrafo extremeño
Antonio Rodríguez Moñino. Le dedica cuatro capítulos, además de otros dos en los
que no deja de ser protagonista indirecto: el de la tertulia del Lion y el de
María Brey, su esposa.
Fue para Rozas un maestro. En la bibliofilia, un fervor
compartido, y en la docencia, por más que Moñino sentara cátedra en un café. Habla
de sus encuentros con él, claro, de sus libros y sus enseñanzas, de sus
peripecias vitales («El misterio de don Antonio», más de actualidad que nunca
tras la publicación del controvertido libro de Pablo Ortiz Romero Antonio
Rodríguez Moñino. Luces y sombras del mayor bibliógrafo español del siglo XX)
y, ante todo, de su muerte y del ominoso silencio que la acompañó. Para uno,
esas páginas contienen acaso lo mejor de la filosofía vital de Rozas y, ahí, su
compromiso moral con la literatura y con la vida, tanto da.
Dije antes que «Un paréntesis: Los Pozos» era mi pasaje
preferido. Es, sin duda, el más íntimo. Un autorretrato de Juan Manuel en el
campo, entre Madrid y Toledo, en sus nativas tierras manchegas, donde pasó con
su familia «cuatro largos y felices veranos». Con Tina, Pico, Chito, Gogó y «el
pobre Agustín». «Escribo en el jardín, solo». Y «feliz». Subraya que «de
siempre, he deseado vivir en pleno campo». En sus últimos años extremeños tuvo
casa en un valle situado en la falda de una sierra entre Trujillo y Guadalupe,
en La Viñona, que a algunos evocará Las Viñas de Trapiello, muy
cercana. De su estancia en aquella finca alquilada cerca de Griñón nos ofrece
un poema: «Si Stevens, si Quevedo», carmen jubilar dedicado a su amigo
Asensio. En el predio extremeño escribió buena parte de los versos que ahora
conforman su Poesía
completa (como leemos
en la nota 202, escribió «cinco poemarios en tres o cuatro años», los postreros).
Rozas se quiso poeta, y pronto (cosa distinta es que conquistara su vocación
tarde). Eso sí, cuando evoca su paso por la revista Trece de nieve se
presenta como el “único no poeta del grupo”.
Se pregunta si es feliz y de nuevo apela a su enfermedad y a
la «doble neurosis» que le ocasiona: la torpeza física (se ve «viejo a los 36
años») y la mental («me canso y trabajo y pienso con menos vigor que antes»). «Sin
embargo, trabajo», anota. «Y, de regalo, he hecho dos poemas», agrega. Con un
gran sentido de la oportunidad, sigue a esa entrada otra titulada «La naturaleza
y el Barroco». «Apuntes para un ensayo», reza el subtítulo. No deja de ser una
auténtica lección magistral. Entre líneas, el conde de Villamediana, su poeta,
a cuya vida y obra dedicó la tesis doctoral.
«Mi oposición, y ¡vítor!» titula la última. Narra lo
acontecido en la que debería ser denominada «segunda oposición» a cátedra, ya
que hubo un primera fallida por culpa de aviesas maniobras que le dolieron
siempre. A esta se presentó solo y, para un lego, es curioso el relato detallado
de los hechos.
He disfrutado mucho con este libro. Lo he leído lentamente, con
el deliberado afán de prolongar ese deleite. Y todo gracias a los temas
tratados, cierto, pero también a lo bien escrito que está, lo que favorece una
lectura amena pese a que los temas manejados se presupongan áridos y hasta
lejanos para quien no se ha movidos por los pasillos y las aulas universitarias
ni por los intrigantes salones académicos ni, en fin, ha tratado con
excéntricos hispanistas británicos. Una vez más sostengo que por sorpresas así
merece la pena seguir leyendo.
Juan Manuel Rozas
Edición, introducción y notas de José Luis Rozas Bravo
Renacimiento, Sevilla, 2023. 312 páginas. 22 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.