Andrés Sánchez Robayna
Barcelona, Galaxia
Gutenberg-Círculo de Lectores, 2023. 456 páginas.
ASR (Las Palmas, 1952)
es uno de los nombres imprescindibles de la lírica hispanoamericana. Su
significación va más allá de lo meramente poético. No concierne sólo a su
poesía, quiero decir. A su labor académica en la universidad de La Laguna han
de sumarse sus aportaciones a la traducción (del inglés, francés, portugués y
catalán), el ensayo (entre los más recientes Variaciones sobre el vaso de
agua y Borrador de la vela y la llama), los diarios (que tanto
aportan al cabal entendimiento de su obra) y, ahora sí, sus poemas, sin olvidar
la fundación de la revista Syntaxis y el Taller de Traducción
Literaria de la citada institución canaria.
Poeta por libre, no es la primera vez que reúne sus versos.
La última, con el mismo título (“Lo real se entrega sólo en la desnudez. En lo
concreto, en la carnalidad. En el cuerpo del mundo”), hace diez años. Esta
contiene Día de aire, Clima, Tinta, La roca, Palmas
sobre la losa fría, Fuego blanco, Sobre una piedra extrema,
Inscripciones, El libro, tras la duna, La sombra y la apariencia y
Por el gran mar, así como una sección de “Nuevos poemas”.
Leída como un todo, al lector no le queda más remedio que
reconocer su rigurosa unidad en el tiempo. Su concepto de insularidad –una idea
que la atraviesa de principio a fin– la convierte en “un modo de habitar una
imagen del mundo”, como ha indicado. Y ahí, el mar y la luz, los dos elementos
fundamentales de su manera de decir silenciosa, nada locuaz. Al fondo, el
paisaje insular como espacio mítico. La naturaleza de las Islas aporta las
palabras clave (sustantivos, ante todo) sobre las que Robayna levanta,
mediante calculadas metáforas y una gran capacidad compositiva (que ordena en
series), su sólido edificio de sonido y sentido. Términos como duna, sal,
arrecife, astro, médano, roca, volcán, sol, viento, luna, desierto, barca,
bañista, casa, etc. se convierten en auténticos “centros de gravitación
semántica”, según García-Posada, quien, citando a Paz, marcó en “el secreto” el
quid de su modernidad. Modernidad, por cierto, que no necesita para afirmarse la
presencia de lo urbano, como acabamos de señalar. No en vano es el lenguaje (en
su caso, sintético en extremo) quien aporta lo que la poesía tiene de moderna.
Estamos ante un poeta plural que atiende a todas las
tradiciones; para empezar, la canaria, una tradición en sí misma, que tan bien
ha estudiado: Morales, Quesada, González Sosa... De ese fervor se desprende
otra lección esencial: su poesía, a pesar de ser local hasta la médula, es por
demás cosmopolita. Porque su vocación –lectora y viajera– ha sido ultramarina,
en busca de un idioma común, sin por ello perder de vista el magisterio de
poetas con los que dialoga: san Juan de la Cruz, Leopardi, Mallarmé, el último
Juan Ramón, Pound, Haroldo de Campos, Paz, Ungaretti, Stevens, Valente, etc., sin
olvidar a los clásicos orientales, griegos, latinos ni, pongo por caso, a los castellanos
del Siglo de Oro (Góngora a la cabeza) o a los románticos (y metafísicos) ingleses
y alemanes. Un diálogo que entabla además con su propia poesía,
metapoéticamente.
La mirada es la cifra. Leemos estos poemas, de sensibilidad
pictórica, a través de su visión: la del caminante que, al describir, medita acerca
de lo que tiene delante de los ojos. Desde un “afuera” que anhela la
“despersonalización”. En defensa de “las trampas de la privacidad” y “la
obturación del subjetivismo”. Lo espacial abierto a la claridad. De mediodía,
estival.
Abría así Valente su reseña de La roca: “La busca más
difícil es la de la simplicidad”. Hablaba luego de una voz “difícil de oír”,
por sutil. La comparaba con la música de Webern. En otros libros, en especial El
libro, tras la duna –un punto de inflexión en su poética– torna menos minimalista
y más discursiva, pero siempre ajena a cualquier atisbo de exceso o verbosidad.
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.