Al igual que tantos novelistas, Aramburu se inició en la
literatura como poeta. Con el grupo CLOC de Arte y Desarte. “Contraje la poesía a edad
temprana”. Lorca le contagió esa “enfermedad incurable”. Luego, comentó a Peio
Riaño,
“pasé
de escribir versos a otra cosa, donde la búsqueda de lo poético todavía
persiste”. Sin prescindir de “la belleza de la expresión, la densidad y la
hondura del pensamiento”. Siempre a favor del lenguaje, porque “lo que el
escritor pone en las páginas son palabras, frases, idioma”. “Dejé el verso, pero no la poesía”, dijo a
Antonio Lucas. Aquel
dejó de ser el “molde más adecuado
para sostener ciertos valores que comúnmente identificamos con la poesía”. Porque
“la poesía acaso no sea (…) una sustancia que el poeta deja en un sitio llamado
poema”.
Antes de tomar esa decisión, escribió no pocos. Los reunidos
en Bruma
y conciencia (hasta 1993) y los seleccionados para la amplia antología Yo
quisiera llover (2010). Ahora, de la mano de Francisco Javier Irazoki,
que actúa como editor, publica en NTS de Tusquets su poesía completa, escrita
entre 1977 y 2005. Hablamos de los libros Ave sombra, Materiales de derrubio,
Sinfonía corporal, Mateo, El tiempo en su arcángel y Bocas
del litoral. El primero está fechado entre 1977 y 1980; los tres siguientes
son coetáneos: del 81 al 83; el quinto va del 83 al 85 y el último abarca el
periodo 1986-2005.
En su epílogo, destaca Irazoki el “inconformismo” como
“primer guía literario” de Aramburu. Y su apuesta temprana por la excelencia
del idioma. Sustenta que es “un poeta refugiado” en otros géneros.
Muy joven, el donostiarra escribió: “La sintaxis soy yo”, cuatro
palabras que resumen perfectamente su poética. También ayuda a fijarla su libro
Vetas profundas –digno de un lector asiduo y con criterio–, donde
comentó cuarenta poemas de otros tantos poetas de su predilección.
Es hijo de su tiempo, como todos, pero su modernidad no
participa de las modas de su época. Ni veleidades novísimas ni poesía de la
experiencia. Diría que su camino es único, aunque se aprecien ecos de Góngora
(en “Mateo”, por ejemplo), Breton, Aleixandre o Vallejo. O de Paz en el extenso
poema erótico y amoroso que da título al libro.
Sí, lo primero que llama la atención es su elaborado
lenguaje. Cuidadísimo. Digno de un minucioso artesano que conoce bien su oficio. Es el mismo
cuidado que sus lectores apreciamos en su prosa. “Manos paternas” y “Coronación
junto al fregadero” (el padre y la madre) son poemas paradigmáticos que
anticipan al escritor que ha llegado a ser.
Se distingue un gusto especial por las palabras. Las coloca
una a una, con exactitud milimétrica. Busca la exacta, gastada o no. Y
eso a pesar de que paradójicamente, sobre todo en sus primeros libros, una
suerte de escritura automática aflore por momentos. Allí, la libertad, la
rebeldía y la imaginación superan cualquier rótulo al uso; surrealismo, pongo
por caso, aunque él pretendiera la “tercera revolución surrealista”. Destacaría,
además, la particular sintaxis de sus composiciones más barrocas y herméticas.
Suele optar por el versículo, tan acorde al ritmo que imprime
a sus poemas, más contenidos en su fase final. Y por el uso de las metáforas,
abundantísimas.
En general, el tono es existencial y melancólico. Dolorido
(“Porque el dolor como el mar es vasto”) y triste (“la angustia / es un pez”). Con
llamadas a la muerte (“y todavía hay mucho que morir”). No obsta para que la
felicidad asome. En El tiempo en su arcángel, verbigracia, cuarenta
poemas de amor dedicados a Gabriele.
Defiendo esta salida a escena de la poesía aramburiana. Es
testimonio de una verdadera vocación poética que da sentido a su obra y a su
vida.
Fernando Aramburu