Escribí
en una ocasión que no hay
nada más concreto que lo abstracto. Tal vez podría darle la vuelta al dístico y
decir que no hay nada más abstracto que lo concreto. Puede ser. Me ha venido
esta reflexión a la cabeza tras contemplar los cuadros de Felipe Boizas, donde
realidad e imaginación, sueño y vigilia, se dan la mano sin sucesión de
continuidad. De golpe, además, el color. Los colores, para ser más exactos. Y
una impronta: sobre todo en algunos, la herencia de Rothko. O el homenaje.
Me dejo llevar por la intuición:
no soy crítico de arte. Ni siquiera un conocedor. Me gusta la pintura, eso sí.
Y esta lo es: “Sin títulos, sólo pintura”, que me parece un rótulo magnífico
para intentar nombrar lo que no tiene nombre. O para describir sin ambages lo
que se busca.
Se deja uno llevar por los
tonos, las texturas, las imágenes y cuanto ellas sugieren. No creo que el
pintor espere más del perplejo espectador que se para delante de cada una de
sus obras. Azules y amarillos le llevan a un paisaje. Aquella pincelada, a un
gesto japonés, con aires caligráficos, que viene de muy lejos, en el espacio y
en el tiempo. Ciertas líneas a tenues geometrismos.
No faltan ni la sutileza
oriental de lo que apenas se revela ni la fuerza que procede de los trazos
decididos y las coloraciones oscuras. Aquí atisbamos figuras; allí, una
ventana. Con todo, es el color –el rojo, por ejemplo, tan presente– quien
orienta los pasos del viajero en este itinerario misterioso. Sólo pintura. Nada
más. Nada menos.
Plasencia,
enero de 2024