La obra poética de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es lo
suficientemente amplia ―hasta la fecha, trece títulos sin contar plaquettes ni libros colectivos― que bien merece una antología como la que ha preparado
José Muñoz Millanes bajo el título “Meditaciones del lugar” ―la anterior, “Un
centro fugitivo”, en edición de Jordi Doce, data ya del lejano 2012―, un título
muy apropiado, aparte de por las razones que esgrime el antólogo, por la teoría
estética que defiende el propio poeta, quien ha expresado su predilección por
esos lugares, más o menos apartados, que invitan a la contemplación. «En el
origen de mi interés por la poesía ―escribe Valverde― confluye, no sé bien por
qué, una preocupación por lo que se ha dado en llamar noción de lugar.
Tanto es así que la particular búsqueda y visión del lugar se ha venido
convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que
he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos
contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar
lo universal que le es propio».
La antología comienza con “Las aguas detenidas” (1989), su
segundo libro (no incluye “Territorio” (1984), libro con el que yo descubrí al
poeta). Las características más relevantes de su poesía ya sobresalen en este
libro y se irán afirmando en todos los siguientes, aunque en los últimos
títulos la dicción se ha ido depurando en detrimento de la narratividad. El
poema gana así, gracias a la contención expresiva, lirismo y ambigüedad
semántica. Una de las señas de identidad de esta poesía es la unión de
reflexión y naturaleza. El lugar donde se propicia el canto posee una
importancia primordial en un poeta que observa el mundo con una inusitada
benevolencia, que se siente parte del entorno, pero también de los objetos.
Todo ello conforma un entramado familiar que necesita ser enunciado a modo de
agradecimiento: «Una sola mirada de sosiego / bastará a quien dispone su
alianza / entre el azar y el mundo confundida / en la sombra que es y no al
ocaso». Los lugares de la meditación propician además el encuentro con uno
mismo y, por ende, no esconden la incertidumbre de buscarse a sí mismo, de no
saber bien quién se es: «Así desde la noche, en el origen, / en el turbio
presente casi exacto / de una vida pasada inútilmente, / ese ser que yo he sido
―sin conciencia / siquiera de saberlo―, la figura / que ahora me contempla», el
ser que encuentra una razón de permanencia cualquier instante que alimente su
conciencia de estar vivo. La poesía de Álvaro Valverde es una especie de
oración laica y, como total, no necesita altares o púlpitos, solo «un paisaje
próximo / donde es fácil sentir / la apariencia de un orden, / la sencilla
armonía de lo vivo y lo ausente, /la verdad, la belleza / de la luz que se
gasta. / Un lugar donde, a solas, / ser simplemente, un hombre». En versos como
estos percibimos ecos de poetas contemporáneos como Joan Vinyoli, Gabriel
Ferrater o Valente, pero también de los místicos españoles, sobre todo de fray
Luis. Como afirma con buen tino Muñoz Millanes, «La meditación arranca del
presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido
espacio, del lugar que, con su especial configuración, lo inspira». El lugar,
los lugares son muy concretos y tienen que ver con su propia imagen de la
realidad, pero no siempre. Los viajes ponen al poeta en contacto con lo
desconocido y este, huyendo de la mirada sumisa, se detiene a observar sin
prejuicios, viéndolo todos con los ojos del extrañado, palabra que utilizamos
en su varios doble acepción. Al salir de su espacio natural, Valverde no lo
echa de menos. Se adapta a su nuevo entorno y disfruta embebido de los ecos de
la ciudad por la que deambula como un flâneur baudeleriano. De nuevo nos
valemos de palabras de Muñoz Millanes: «Álvaro Valverde privilegia el lugar en
sí, el entorno, el detrimento de la meditación que su composición inspira.
Presta más atención al lugar físico que a su interpretación. En su poesía […]
la sensibilidad (el impacto material del lugar) predomina sobre la evocación o
la reflexión que genera». Las impresiones que suscitan tanto el entorno natural
―muy vinculado a su presente, pero también a su pasado― y espacio urbano, más
ceñido a experiencias coyunturales, se funden no solo en el pensamiento, sino
en la palabra. Álvaro Valverde medita en voz baja, como si el fuera su único
interlocutor, y para eso no precisa hacer uso de un lenguaje enfático ni de una
ensortijada retórica. Sus poemas gozan de una enorme legibilidad, por eso,
quizá, nos resulta sencillo ser uno más que contempla, otro que se mira en un
paisaje interior que, aunque ajeno, guarda muchas similitudes con el de cada
uno de nosotros. Esta identificación solo es posible gracias a la poesía verdadera.
Lo demás merece el silencio.
Reseña publicada en El Diario Montañés, 11/10/2024