Leí este texto ayer en Alcántara, en el marco del Congreso de escritores organizado por la AEEX con motivo del 40 aniversario de su fundación, después de una espléndida ponencia de Luis Sáez sobre otro intelectual, Paco Muñoz, el que fuera consejero de Cultura, que abría un homenaje no sólo a él, también a "aquel grupo de amigos" que le acompañaron en aquella apasionante aventura, cada cual a su modo; amigos que la muerte, como a él, nos arrebató. Me refiero a "los imprescindibles", en orden de deceso, Fernando Tomás Pérez González, Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo y Julián Rodríguez. De los tres últimos hablaron, respectivamente, Carmen Araya, Carlos García Mera y Antonio Sáez. Le tocó a uno recordar al primero, el que antes y tan a destiempo se fue. Como el resto, apenas iniciada la cincuentena, salvo Castelo que estaba cerca de los setenta.
Moderó la mesa el poeta placentino Serafín Portillo.
Añado al final un post scriptum motivado por un comentario de Antonio Sáez en la emocionante evocación de su amigo Julián.
Aunque parezca mentira, el que viene hará veinte años de la
prematura muerte de Fernando Pérez, como le llamábamos casi todos. A destiempo,
en plena posesión de unas sólidas facultades intelectuales y al frente de la
Editora, que él realmente inventó, donde culminaba una década prodigiosa.
Finalizada su labor como comisario de la exposición Extremadura en sus
páginas. Del papel a la web, en la que estuvo centrado “hasta sus últimos
días ―y no hablo metafóricamente―, con la enfermedad pisándole los talones”,
como dejé escrito. En el catálogo, su último ensayo: “La ilustración pasa
en berlina”.
De cuanto digo fui testigo y en esa condición quiero hablar
hoy aquí. Con la perspectiva que proporciona el paso de los años.
Por su dedicación a las tareas de editor (y a algunas otras que
le vinieron dadas por formar parte del organigrama de la Consejería de Cultura,
de la que era titular su amigo Paco Muñoz), por su dedicación a las tareas de
editor, decía, Fernando tuvo que dejar atrás dos pasiones fundamentales en su
vida: la docencia y la investigación (la historia, la pedagogía, la literatura,
el pensamiento científico, etc.). Siempre sospeché que la escritura creativa también
había quedado aparcada. Su capacidad lectora, y desde temprano, alimentó
siempre esa conjetura de la que no tengo más pruebas que la mera intuición. Sus
artículos acaso le delaten, como aquel “Académicos de Argamasilla”, que publicó
en el HOY tres meses antes de su fallecimiento y que, como afirmé en su
momento, “tiene algo de testamento literario y moral”.
Sé a ciencia cierta que su dedicación a la Editora no daba
para otras lindezas y que ese quehacer no admitía, consigo mismo, otras
distracciones. Con todo, ahí están sus libros: El pensamiento de José
Álvarez Guerra (bisabuelo de los Machado), Godoy y su tiempo, España sin
sus colonias, Tres filósofos en el cajón, Los Orígenes de la Enseñanza Media.
Badajoz siglo XIX o La introducción del darwinismo en la Extremadura
decimonónica. Y el oportuno y póstumo Artículos y ensayos. “En el
prólogo, que firma Fernando Pérez Fernández y uno ha leído con el corazón en un
puño ―comenté cuando vio la luz―, se hace alusión a la modestia, tenacidad y
discreción del autor, un investigador sistemático, y a sus aportaciones, llenas
de profundidad, rigor y coherencia, sólo aparentemente modestas. No en vano
compaginó esa vocación (que iba de la historia a la literatura, de la ciencia a
la filosofía, del periodismo a pedagogía) con la práctica docente y, más
adelante, hasta su prematura muerte, con su trabajo gustoso como editor, el
mejor que hayamos tenido por estos lares.
Se recuerda su gravedad, que disimulaba con una aguda
ironía, y su carácter serio, pero jovial. Se mencionan algunos nombres propios
(maestros, colaboradores, amigos, etc.) y algunos versos convertidos en lemas
que supo hacer suyos: el machadiano ‘Hacedme / un duelo de labores y
esperanzas. / Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma. /
Vivid, la vida sigue / los muertos mueren y las sombras pasan; / lleva quien
deja y vive el que ha vivido’ (que acabó siendo su elegido epitafio), y el ‘Recuérdalo
tú y recuérdalo a otros’ de Luis Cernuda”.
No está de más reconocer, llegados a este punto, la
importancia que tuvo para Fernando la poesía (basta con comprobar el cuidado
que prestó, por dentro y por fuera, a la colección de la Editora), algo tan
raro como definitorio, un género, digamos, que otros, como Andrés Trapiello,
han usado para recordarle y que denota su sensibilidad de lector de fondo y con
criterio. A la justicia poética podríamos atribuir que su primogénito haya dado
en poeta.
Recuerdo a Fernando en Plasencia, en 1996, durante la
celebración de un Congreso de Escritores Extremeños. Fue allí donde se afianzó
nuestra amistad. De tímido a tímido. Era secretario aún de la asociación
convocante. La que organiza este Congreso. Como tantos, estuvo desde el primer
momento en el empeño común de normalizar culturalmente esta tierra irredenta,
secularmente atrasada. Fue uno de los que se quedaron (nos quedamos) para poder
hacerlo desde aquí. En Extremadura, quiero decir, y no encerrados en un cómodo gabinete
con una espléndida biblioteca. No había otro modo. Estaba casi todo por hacer.
Qué bonita aventura.
En su caso, optó por implicarse desde la gestión política,
que no deja de ser la manera más eficaz de conseguir cualquier objetivo social
importante. Por suerte, la colaboración pública y privada, las instituciones y
la sociedad civil, aunaron esfuerzos para lograrlo y, en buena medida, se
consiguió. Su iniciativa al frente de la Editora Regional fue decisiva. Desde
ese lugar propició numerosos proyectos, más allá del hecho capital de publicar,
y del mejor modo posible, libros de autores extremeños o vinculados a
Extremadura, además de los estudios e investigaciones necesarias para alcanzar,
ya se dijo, esa normalidad perdida. La memoria de los acontecimientos que apoyara
nuestra vindicación cultural. A través de los Talleres de Relato y Poesía, por
ejemplo, con su apoyo a la revista Espacio/Espaço escrito o a las Aulas
Literarias (lo que me lleva a mencionar a Ángel Campos Pámpano, otro
“imprescindible”, amigo cercano y cómplice de Fernando). En efecto, estas
actividades también estuvieron en su radio de acción, ya sea como inventor,
ya como colaborador necesario. La suya fue, en suma, una vocación de servicio
público que como en los casos de Julián Rodríguez y Ángel Campos nunca se vio
reconocida siquiera con una Medalla, la máxima distinción institucional que se
concede en esta Comunidad Autónoma, y que, de haber sido así, estaría mucho menos
desprestigiada de lo que está.
Bromeaba Fernando con frecuencia acerca de lo que (con su
amigo Antonio Franco, otro “imprescindible”) denominaba el patatal. Ese
batiburrillo de poetastros de salón, eruditos a la violeta, académicos de
Argamasilla y demás ralea, dizque culta, que pululaba y pulula por la
Extremadura de nuestros dolores. Él pretendía para esta tierra que tanto amaba otra
cosa menos banal y pedestre y su idea de Extremadura, perfilada en sus escritos
y materializada en sus realizaciones como editor, simboliza los ideales democráticos
y liberales (en su más genuino sentido, el ilustrado y decimonónico de la
Constitución de Cádiz) y está en el núcleo de su pensamiento, que uno
calificaría de socialdemócrata (al menos como se entendía entonces, poco o nada
que ver con lo de Sánchez) y, a su modo, republicano. Fue, y eso es lo que a la
postre importa, un ciudadano extremeño cabal.
Estamos de acuerdo en ponderar como hito máximo de su
trayectoria profesional (y vital) su cometido al frente de la Editora Regional
de Extremadura. Diez años en los que consiguió que un modesto sello público lograra
la unánime acreditación de lectores, escritores, críticos, periodistas y, lo
que es más difícil, de editores privados de la categoría de Beatriz de Moura
(Tusquets), Jorge Herralde (Anagrama) y Manuel Borrás (Pre-Textos).
En el meollo de su culta y pacífica revolución, que habían
iniciado otros once años antes, el cambio de diseño, esto es, la concreción de un
nuevo paradigma tipográfico. Tan clásico como moderno. O precisamente moderno
por clásico, como el propio Fernando. Para ayudarle a definirlo, la propicia
presencia de Julián Rodríguez (otro “imprescindible” sin Medalla), que dio años
más tarde en editor y que ya llevaba ―a las evidencias me remito― esa pasión libresca
en la sangre.
De todas las colecciones que puso en marcha Fernando destacaría
La Gaveta. Porque La Gaveta era él, algo que se comprende a la
perfección después de leer el texto de Gonzalo Hidalgo Bayal que sirvió de presentación
de Gaveta de gavetas en la Feria del Libro de Badajoz en mayo de 2006,
accesible en la página web dedicada a la vida y la obra de Fernando que
mantiene su hermana Celes.
Podría agregar la colección Ensayos Literarios, donde
su retrato queda también perfectamente fijado.
Sobre su empeño dijo algo elocuente por demás: “Mantener ese
territorio sagrado, donde sólo cuenta la excelencia y la calidad literaria me
ha podido costar disgustos y enemistades, pero ese es el precio que debemos
pagar los editores”.
Si a la colaboración con Julián añadimos la tarea impagable llevada
a cabo por María José Hernández, el círculo se cierra y el milagro se explica,
o casi.
No para hablar de uno, sino para dejar constancia de su
ejemplo (bendita palabra), me permito evocar las muchas horas que compartimos
en sus últimos años de vida, cuando la enfermedad limitaba un tanto sus
acciones y yo le recogía muchos días en mi coche a la puerta de su casa cacereña
para viajar juntos a Mérida o a al sitio que tocara. De esas conversaciones
(nunca demasiado largas), de su discreción (el último “imprescindible, Santiago
Castelo, con el que estuvo en La Habana, le calificó atinadamente de
“intelectual silencioso” y Alonso de la Torre dijo: “A mí me gustaba Fernando
Pérez porque no iba de nada, porque era calladito, porque se ha ido sin ruido y
nos ha dejado el silencio”), de su entereza (como en aquella agónica comida con
Antonio Franco que celebramos en torno a unos platos de arroz en Badajoz), de
su elegancia (tan sobria como él), aprendió uno cuanto pudo. Intento retener
esas inolvidables lecciones intemporales. No en vano sigue siendo uno de mis
referentes; una de esas personas, poco importa si ausentes, a las que cada poco
preguntamos en silencio si debemos hacer esto o aquello. Cómo lo harían ellas.
Javier Cercas lo definió como “hombre bueno”. Y como “patriota
extremeño”. Como Borrás ―que destacó también su bonhomía―, desde el primer
momento en que le conocimos, supimos a quién teníamos delante.
Hay encuentros fundamentales en la vida de cualquiera y el
mío con Fernando fue sin duda providencial. Con él y con su familia, pues tuve
el placer de conocer a su padre ―el fino, azoriniano escritor Fernando Pérez
Marqués― y de tratar a su mujer ―Susi― y a sus hijos ―en especial a Fernando―,
así como a sus hermanas (menos a sus hermanos): Isabel, Celes y Julia, tres
personas vinculadas a las letras por feliz tradición familiar. Que la saga de “los
Pérez” (Luis Sáez dixit) continúe, lo anticipé en su necrológica, me alegra
muchísimo. No más que a Fernando, esté donde esté.
“Hay una clase de amor que no puede ser dicha”, sentenció
Julián Rodríguez refiriéndose a él.
POST SCRIPTUM
Diferenció Antonio Sáez, al recordar a su amigo de infancia Julián Rodríguez y con total pertinencia, entre seriedad y solemnidad. De hecho, aclaró, lo serio no mueve a burla pero lo solemne puede ser ridiculizado. Venía a cuento de una afirmación tajante: nunca vio quejarse a Julián. Odiaba el victimismo, tan común entre nosotros y en esta tierra. Nunca esperó nada ni le molestó que no se lo dieran. Al decirlo, me miró. Entre líneas se estaba refiriendo, aunque no sólo, o eso creí entender, a lo que uno había dicho a propósito de los premios y más en concreto de la dichosa Medalla de Extremadura. Me puse rojo, como el niño que es pillado en un renuncio. Ya dije en su momento que sobre este asunto no iba a volver a hablar. No desde que reivindiqué, a su pesar, para el escritor Gonzalo Hidalgo Bayal el galardón institucional —que contó con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Plasencia, quien presentó a la Junta su candidatura debidamente documentada— y se la concedieron... a Pepe Extremadura.
Reconozco que me molesta profundamente esa omisión. Estoy a favor de las cosas bien hechas, qué le voy a hacer. Me fastidia, sí, que, salvo Castelo, ninguno de estos tres "imprescindibles" que tanto hicieron por la redención cultural de Extremadura (y no sólo) fueran reconocidos con la máxima distinción que otorga la Comunidad Autónoma en nombre, y esto es fundamental, de todos los ciudadanos extremeños. De las comparaciones... Estoy convencido, en fin, de que ninguno esperaba menos y que eso les daba absolutamente igual. Con todo, a la vista de sus logros, en el sentido más serio y profundo de lo que esa distinción debería representar (un sentido que se dilapidó, o casi, por el camino), qué menos.