Que uno recuerde, era la tercera vez (aunque bien podría ser la cuarta) que visitaba Santa Marta de los Barros. No está cerca de Plasencia. Es verdad que la autovía facilita el trayecto y desde Almendralejo (en el cruce del hotel Vetonia, donde tantos años hemos desayunado camino de Conil) hasta nuestro destino, sólo media una distancia de veintidós kilómetros. Que hicimos en caravana, por cierto, debido al intenso tráfico, lo que se explica por la mucha vida que tienen esos pueblos agrícolas de Tierra de Barros. Lo comprobamos al atravesar Aceuchal (al ver la Ermita de Nuestra Señora de la Soledad, creímos estar en Andalucía) y al llegar a Santa Marta, donde la chiquillería había tomado calles y plazas. Por suerte aparcamos cerca del lugar donde se celebraba el acto de homenaje a los directores y directora de la Editora Regional de Extremadura, el último de una serie que conmemoraba su cuarenta aniversario, la Sala Barbas de Oro, antiguo cine de la localidad. El motivo del viaje, ya se ve, merecía la pena.
Pronto nos encontramos con Olga Ayuso y Javier Rodríguez Marcos, con Luis Sáez y Marimar, con Rosa Lencero e Isabel María Pérez, con Miguel Murillo y Beatriz Mariño (mantenedora, digamos, del homenaje). Pronto también fueron llegando más Pérez: Celes, Julia Inés, Luis, Juanse (y su mujer, Carmen), Jesús (al que acompañaba la suya, Mari Carmen) y Miguel Ángel (el de
Conjunto San Antonio). Y tres sobrinas de Fernando: Carmen, Inés y María ("dos promesas de la literatura", según su tía Isabel).
Ocho hijos tuvieron Celestina González y Fernando Pérez Marqués, aquel señor discreto y elegante al que conocí hace más de cuarenta años en el II Congreso de Escritores Extremeños de Badajoz.
Pesó, sin duda, la ausencia de Susi, Fernando Pérez Fernández y Valeria, que todos comprendimos y lamentamos. Ya que menciono a madre e hijo, la sorpresa de la noche me la dio el reencuentro, muchos años después, con Isidro, el hijo pequeño de Fernando, médico en Bilbao, desde donde llegó ese mismo día. Se ha convertido un un apuesto joven con el que da gusto hablar (entre otras cosas, por su voz de locutor de radio) y al que nosotros recordábamos niño, por ejemplo, en Chiclana.
Ya en la sala, saludé a Gregorio González Perlado, que vive en Salamanca y se mantiene tan alto y bien plantado como siempre. Y al cariñoso Fran Amaya, que llegó con las prisas acostumbradas desde Lisboa, donde ejerce las funciones de Consejero de Educación en la Embajada de España en Portugal. También al nervioso y preocupado Antonio Girol, actual director de la Editora, artífice del invento, que veía culminado por fin el programa que presentó hace meses para celebrar, como era debido, las cuatro décadas de ese pequeño milagro cultural y literario que tanto ha aportado, desde la bien entendida modernidad, a la redención de esta tierra. Un motivo de orgullo, sí.
Le tocó abrir la velada en ausencia de la consejera y del secretario general. Disculpó su asistencia con la habitual fórmula de las razones de agenda. Qué tiempos aquellos en los que el incansable consejero de Cultura (hablo, sí, de Paco Muñoz) asistía no a uno, sino a varios actos cada día sin que su agenda se diera por ocupada. Por eso ahora, cuando escasean las citas culturales de peso... No es menos cierto que la consejera Bazaga estuvo en el del Cervantes de Madrid y que está previsto que acuda al de Lisboa, pero... Precisamente por lo bien que se valoró su intervención en la capital... Los políticos, de uno y otro signo, da igual, nunca han valorado en su justa medida a la Editora. Nada nuevo.
Le siguió en el uso de la palabra la alcaldesa de Santa Marta, Virtudes Márquez Peinado, generosa anfitriona de la celebración.
La prevista mesa redonda con críticos, moderada con tino por la periodista Mariño, fue tan ágil como interesante. En el escenario, la vivaracha periodista cultural Olga Ayuso, el bibliófilo (y mil cosas más) Manolo Pecellín y otro periodista (antes, filólogo y poeta), Javier Rodríguez Marcos, que tras pasar por ABC Cultural y Babelia, se ocupa del área de Opinión de El País.
Se repasaron nombres de autores, de colecciones, se recordaron títulos y anécdotas, a otras editoriales privadas extremeñas, que sin la existencia de la Editora tal vez no habrían surgido (Ayuso elogió vivamente a una de las más exquisitas y secretas, La Rosa Blanca, que dirige Salvador Retana)... Y a personas esenciales: al imprescindible tipógrafo Julián Rodríguez y a María José Hernández, alma mater de la institución, sí, pero además factótum de la misma, o casi, que, en justificada y comprensible ausencia, fue, paradójicamente, arte y parte del homenaje, a la altura, diría, de los directores, que tanto le debemos. Me extraña que no llegaran hasta su casa de Mérida, donde estaría leyendo, las sucesivas, cariñosas menciones donde unas y otros destacaban su profesionalidad y eficiencia.
Cuanto dijeron, insisto, estuvo bien y las preguntas, bien tiradas. Tal vez se pueda resumir lo dicho en la confirmación de que no ha habido en Extremadura una empresa cultural de una envergadura semejante a la protagonizada por ese modesto (sólo por su presupuesto) sello editorial público. Su catálogo da fe de ello.
Le tocó el turno después, uno por uno y cronológicamente, a los directores y a la directora de la Editora a lo largo de estas cuatro décadas. En ausencia, claro, de Ródenas Pallarés (al que Murillo, con pertinencia, reivindicó, qué olvidadizos somos) y Fernando Pérez, ya fallecidos. Que el pueblo de Fernando (nacido por necesidad en Badajoz) fuera Santa Marta, determinó la elección de ese sitio por parte de Girol, empeñado en llevar al medio rural el programa conmemorativo.
Fue muy emocionante la conversación que mantuvo Beatriz Mariño con su hermana Isabel (que recordó las íntimas, fructíferas relaciones entre la Editora y la Asociación de Escritores -y escritoras, por supuesto- Extremeños, otra cuarentona) y con su hijo Isidro. Tenía diecisiete años cuando murió su padre y explicó cómo lo ha conocido mejor (para él era sólo su progenitor, lo que no es poco) a través de los testimonios de quienes le tratamos y trabajamos con él. Me gustó mucho que empezara, como psiquiatra que es, con aquello de "sólo hablaré de mi padre en presencia de mi psicoanalista". Reconoció, de hecho, que algo de terapia hubo en ese corto diálogo con la periodista.
También dijo Isabel algo muy importante: que la labor de su hermano y la de muchos en estos lustros de normalización cultural en Extremadura estuvo (y está) basada en una vocación de servicio público propia de ciudadanos comprometidos, en el mejor sentido de la palabra y sin condicionamientos políticos partidistas.
A cada uno de nosotros nos hizo Mariño un par o tres de preguntas, sobre nuestras respectivas etapas, y al finalizar la breve charla, el director nos entregó un objeto conmemorativo (en la imagen que ilustra esta entrada): la representación circular (en resina, supongo) del sello de Barcarrota, feliz logo de la Editora, símbolo de una de sus colecciones más importantes y motivo de una infame polémica sobre su desaparición que me tocó de lleno y que resultó ser un bulo.
Destacaría la memoria viva de Perlado al hablar de los apasionantes comienzos; el testimonio de Murillo acerca de la casi lograda desaparición de la Editora (a la que los políticos de entonces querían sustituir por un Servicio de Publicaciones de la Junta) cuando él estaba en el cargo; la defensa de las mujeres escritoras que dijo adoptar en su período Lencero; la proyección educativa que fomentó Amaya... Sáez, en fin, el más duradero en la tarea, después de Pérez, estuvo tan brillante como siempre. Dejó caer -un detalle que no pasó desapercibido- que la Junta no sólo erró, pongamos, en tiempos de Murillo.
Un puñado de opiniones laudatorias sobre la Editora (de Luis Landero, Javier Cercas, José Antonio Llera, Silvia Marsó, Jesús Carrasco,...), grabadas por los propios autores en sus casas, sirvió de colofón a un acto que se fue de hora, pero que disfrutamos en la medida que sólo puede comprender quien siente la Editora como su propia casa y como parte fundamental de su vida. Y allí había unos cuantos que lo estimamos así.
Por una vez no hice "un valverde", como diría mi amigo Jordi, y fuimos con el resto del grupo, los Pérez y demás participantes, precedidos por la alcaldesa, al Hogar del Pensionista (o eso creo), donde se nos sirvió mucho más que un vino español, como se decía antes. La variada selección de canapés, fríos y calientes, fue digna de un restaurante de categoría. Todo estaba riquísimo, lo que ratifica mi convencimiento (fruto de la experiencia, ay) de que en esta región se come excepcionalmente bien. En ciudades o en pueblos, lo mismo da.
Ya sólo quedaba despedirse y emprender la vuelta a casa, dos horas y pico mediante. Bueno, confieso que tardamos un poco menos. A esas horas... Los sufridos camioneros y nosotros.