Es muy probable que el primer sorprendido por haber publicado
su décima novela sea el propio GHB (Higuera de Albalat, 1950). Si a eso unimos sus
libros de relatos y los de ensayo, la extrañeza aumentará. Se tiene este hombre
por perezoso, algo que desmiente el volumen que ha alcanzado su obra, parejo en
cantidad y calidad; una medida que rebate cualquier atisbo de secretismo,
apartamiento o marginalidad, rasgos que cierta crítica le sigue atribuyendo sin
caer en la cuenta de que estamos –escritor de culto o no– ante una de las trayectorias
más coherentes y de las escrituras más personales y “brillantes” (Pozuelo Yvancos
dixit) de la literatura española contemporánea. Cosa distinta es que esa
singularidad y esa maestría no se reconozcan con los consabidos premios
oficiales (sin “recorrido histórico ni significación moral”, según Tan Amera) y
que su número de lectores, aun siendo creciente, no dé para publicidad en los
suplementos de los periódicos ni para colas de firmas en las ferias del libro (huye
de presentaciones y casetas: “Siempre me ha incomodado el exhibicionismo
intelectual”, leemos en su última entrega, variante del “grotesco papelón de
literato” ferlosiano). Ni falta. Sí, porque la literatura es otra cosa. “Nunca
entendí que pudiera ser […] un pasatiempos efímero, una afición pasajera, la
diversión ociosa de un periodo de convalecencia”, pone en boca de otro
personaje de la novela que venimos a comentar (como todos los entrecomillados
que a partir de ahora aparezcan en este texto).
A “la lenta, larga y laboriosa travesía que lleva del
infierno al paraíso” se refiere también dantescamente quien hace poco, en una
mesa redonda donde Luis Landero defendía el legado oral de su infancia,
afirmaba que “lo poco o mucho que yo pueda haber prosperado narrando creo que
lo he aprendido leyendo”. Y en efecto a la lectura de libros y a los libros
mismos remite mucho de lo que se cuenta en Arde ya la yedra, que no deja
de ser, según creo, una novela metaliteraria donde la trama narrativa (“a la
ficción le sobran los argumentos”), con ser significativa, no es lo sustancial
si lo comparamos con el espléndido juego verbal, con el elaborado lenguaje que
despliega GHB, inteligente e ingenioso como nunca. Estamos ante una novela que
se va escribiendo delante de nuestros ojos. El autor parece asumir por momentos
el papel de imaginario responsable de un taller literario por la cantidad de recursos
que muestra a quien lee, perplejo ante el desvelamiento de las diferentes
claves narrativas. Mientras, va trazando, entre líneas, una poética.
A estas alturas nadie que lo haya leído o lo empiece a leer puede
extrañarse de la importancia que GHB da al lenguaje. Caiga quien caiga. Unos y
otros, veteranos y novatos, inevitablemente convendrán que su prosa es única,
como su mundo, y que magisterios como el del citado Ferlosio (visible en el uso
de la hipotaxis, ese gusto común por la subordinación, y en sus menciones, por
ejemplo, al genitum y al factum, “o numen o cacumen”) no menguan
en nada su carácter distintivo, el que hace que cualquier lector mínimamente
avezado identifique lo bayaliano en cuanto lo lee.
En lo tocante a su prosa, enumeraciones, latines,
neologismos, adjetivación (“ventanas ciliciadas”)… Con relación a la geografía,
la innombrada Murania: el río, San Hervacio, pandorgas y venerandas… De fondo,
otra constante: el cine, con aires en esta ocasión de western.
Arde ya la yedra está dividida en dos partes: “La I
no merece ceremonial” y “Arde ya la yedra”.
En el capítulo 48, Bustrófedon, seudónimo del autor de la
novela La I no merece ceremonial, presentada al VII Premio de Novela
Breve Saúl Olúas (escritor palíndrómico “al que conocemos –nos
recuerda Concha D’Olhaberriague– al final de El cerco oblicuo y regresa
como protagonista en el cuento sobre los virajes de la vida «Aquiles y la
tortuga» (2008), tras haber tenido su parte como alumno del desterrado don
Gumersindo en El espíritu áspero”), relata: “Solo dije que había
escrito La I en treinta y un días, que tenía treinta y un capítulos, que
cada capítulo constaba de mil y una palabras, que todos llevaban un palíndromo alusivo
al contenido y que la historia era el resultado de observar a un grupo de
adolescentes a la orilla del río durante el verano anterior, de seguir con
discreción su peripecia y, cuando eso no era posible, de imaginarla o
inventarla”. Pues bien, en esa escritura y en las circunstancias que la
acompañaron (“apuntaciones” mediante) se centra la primera parte. Allí, las “ninfas”:
Mercedes, Dolores, Alba y Rosa, y quienes las acechan: el forastero, el
sabihondo y el zascandil.
A lo relacionado con el fallo del mencionado premio, dedica la
segunda, donde incorpora a un puñado de peculiares personajes (dignos, acaso,
de lástima) nombrados, como el protagonista, mediante seudónimos: los que
usaron para presentar sus respectivas obras al galardón municipal. Ahí, Juan
Tan Amera (una suerte de alter ego, un Bustrófedon, diría, sentencioso y
con experiencia), Mesoneros, Nitrato de Chile, Manuela de la Cruz, Arma
Virumque, Old Man, el presidente del jurado, Apolonio de Rodas... De una
novelas de novelas podría hablarse porque, mediante un giro inesperado, el
narrador alude a las que los aspirantes al premio escribieron, que son
descritas y analizadas, ya sea por lo que sus autores dijeron de ellas, ya por unas
notas de lectura ¿fortuitamente? halladas. Eso permite que la crítica literaria
y hasta la autocrítica afloren, y en esto el de Higuera es único.
Téngase en cuenta, por fin, que en las sólidas construcciones
narrativas de GHB nada es ni casual ni simple. Están urdidas con pasión
filológica y minuciosamente elaboradas hasta en los más ínfimos detalles (“Por
las comas los conoceréis”). “La lengua castellana es flexible y traviesa”,
leemos. No es sólo el gusto por los palíndromos (que aquí cobran especial
protagonismo), también por los juegos simétricos y matemáticos. Y por el que
dan de sí las citas de la Comedia que utiliza. Y todo dicho con su tono característico,
el de la ironía (melancólica, propia de personajes fracasados, perdedores,
tímidos y solitarios que pasean su pena en silencio, porque ”todo es ir y
volver”) y el humor, que brilla especialmente. La ocurrencia del premio de
novela sin novelas es paradigmática.
Yendo aún más allá, qué decir de los capítulos 65 y 76,
escritos en endecasílabos. O las reflexiones sobre el amor (y sus desengaños) y
la belleza (“No carece de peligros la adjetivación de la belleza”).
Bustrófedon quiso que su ópera prima fuera “alegre,
ingeniosa, risueña, divertida y estival”. No muy distinta es esta, lúcida e inspirada,
donde la prosa bayaliana vuelve a alcanzar lo que parecía inalcanzable.