Ha muerto la inquieta
Rosa Regás, ya nonagenaria, en su masía de Llofriu, en el Bajo Ampurdán, donde se retiró hace años sin que eso quiera decir que fue ajena a lo que pasaba. En Cataluña (era, por cierto, una antinacionalista militante) y, consecuentemente, en España y en el mundo, algo natural en una persona cosmopolita, miembro de honor y musa de la elitista y barcelonesa
gauche divine. Tampoco se fue, digamos, de la literatura, a la que se consagró desde muy joven. Su último libro, de este mismo año,
Un legado, es en realidad una larga conversación con la periodista Lídia Penelo que subtituló "La aventura de la vida", una suerte de testamento vital.
En lo personal, esta mujer libre a la que tuve la suerte de tratar, es la editora de La Gaya Ciencia, su propio sello (antes había trabajado en Seix-Barral), donde publicó a José Ángel Valente sus libros más oscuros:
Material memoria y
Tres lecciones de tinieblas, o a José María Álvarez la primera entrega (en el 74) de su monumental
Museo de cera; la compañera de jurado en los premios literarios que organizaba el Ayuntamiento de Almendralejo (una noche tuvo una bronca monumental, así de impetuosa era, con Sánchez Adalid, que no tenía culpa); la cómplice generosa en las gestiones para la publicación de mi primera novela, que ella conoció como miembro del jurado de otro premio: el Nadal, donde aquélla fue finalista y Regás había ganado años antes con su exitosa novela
Azul. Asistió por sorpresa a su presentación madrileña, una comida con críticos (
Miguel García-Posada, Carlos Álvarez-Ude...), en la que intervino activamente. Como de ciertos músicos, diría que lo mejor de ella era el directo.
Estuvo muy vinculada a esta tierra extremeña, sí. Cuando era directora de la Biblioteca Nacional (en la fotografía de arriba está en su vestíbulo junto al entonces Director General de Cultura Chema Corrales), visitábamos esa santa casa con los premiados al fomento de la lectura en bibliotecas y centros educativos regionales.
Recuerdo también que fue la presidenta del jurado del premio "Dulce Chacón" de Zafra (prestigioso galardón entre desaparecido y reinventado) el año que lo ganó Fernando Aramburu con Los peces de la amargura.
Cuando le pedimos un texto para el libro
Miradas sobre Extremadura, que publicó la Editora Regional en 2008, escribió el que copio a continuación (con el tácito permiso de la editorial), poco conocido seguramente para la mayor parte de las personas que la leyeron y la apreciaron. Descanse en paz.
EXTREMADURA
Extremadura desde la mirada curiosa de mis veinte años, Extremadura de montes dorados salpicados de la oscura sombra de sus encinas. Extremadura de caminos apenas transitables, de pueblos oscuros y escondidos, de nubes movidas por el azul de un cielo tan diáfano como nunca lo había visto. Badajoz, un solo edificio de muchas alturas en una ciudad sometida aún, apagada y con residuos de una posguerra que no había tenido tiempo de borrarse ni el hambre ni la represión porque ni siquiera había terminado. En el piso más alto una anciana con el pañuelo anudado bajo la barbilla mira a lo lejos como si buscara en vano el reguero de una vida que ha ido borrándose de sus recuerdos pero no ha logrado desprenderse de la conciencia. Inmóvil, de pie, apoyada en la barandilla de una escuálida terraza permanece inmutable al viento y al desnudo paisaje que se extiende hasta la última línea del horizonte. Así está cuando me voy y del mismo modo permanece cuando al cabo de unas horas vuelvo, oscuro el cielo de otoño, azotado el paisaje por ráfagas poderosas. E inmóvil sigue hoy en el trasfondo de mi memoria como la imagen del exilio de tantos hombres y mujeres que tuvieron que borrar su quehacer, su tradición, el nudo de su vida con el campo y la casa que les había cobijado durante generaciones para renacer en un ámbito gélido y desconocido de unas cenizas apagadas ya y dar el pan y la vida a los hijos que no tenían lugar en la tierra de sus mayores.
Volví a Extremadura al cabo de veinte años a un paisaje de la Vera, surcado por un arroyo donde un amigo de Plasencia estaba convirtiendo un establo de luz incierta y poderosas vigas de madera en su nueva casa. Anduve por caminos perdidos entre rebaños de ovejas y cerezos en flor, y dormí aquella noche en la posada de un pueblo recortado en la cima de una montaña cuyo nombre he olvidado, entre sábanas de hilo blanco y aroma de almidón.
Más tarde viví unas semanas en Plasencia e inundé mi alma con las piedras de sus conventos igual que hice años después con el sombrío monasterio de Yuste. Paseé por las callejuelas de Cáceres y sus iglesias, y visité su museo de piedras cortadas con la pericia de los romanos. Conocí las fiestas alegres de Villanueva de la Serena o Almendralejo, fui varias veces a Zafra y me enamoré de sus plazas porticadas. Y un día volví a Badajoz para asistir a una boda en una capilla junto a la carretera que va hacia el norte, y más tarde aún descubrí aquel glorioso museo, potente torre que albergó durante siglos a los proscritos de la historia del lugar.
Han pasado muchos años y conozco tantos rincones ocultos y conocidos de Extremadura que a veces al llegar a ella por la carretera bordeada de retamas y adelfas tengo la impresión de que vuelvo a casa. Como si aquella imagen primera que me abrió sus puertas me hubiera concedido el don del regreso que ella misma y tantos otros miles de paisanos nunca pudieron alcanzar.