23.7.24

Estar es suficiente

Bonilla (Jerez, 1966) publica su poesía selecta o escogida. Ha prescindido de muchos versos. La edición, que pudo titularse Siembra, agrupa poemas de Partes de guerra, El Belvedere, Buzón vacío, Cháchara, Poemas pequeñoburgueses y Horizonte de sucesos. Seis libros en treinta años bastan para reconocer su maestría.
Una cita apócrifa de Lee Marvin anuncia el carácter juguetón de su escritura, antisolemne sobre todo, no sólo ingeniosa u ocurrente.
Bonilla descree de los “temas poéticos”: “Encuentras poesía en todas partes”. Habla de la infancia, el amor (desamor mediante), la muerte (“lugar del que procedo y al que voy”)…
Ha venido escribiendo sus poemas “como relámpagos”, lo que contrasta con su cualidad de memorables. Bastantes, mentalmente. Aspiran, confiesa, a la levedad, el humor, la áspera melodía, la reflexión acerca de lo poco que somos y lo milagroso que es estar vivo, el canto de las cosas cotidianas... Extrañeza y deslumbramiento. Porque “la realidad no es todo lo que hay”. Para describirla, usa metáforas que no lo parecen. “La poesía se propone pronunciar una verdad intolerable”, asevera.
“Aviso” comienza: “Yo escribo poesía traducida”. Sostiene que los originales superan a las versiones: “La poesía casi siempre / es la declaración de una impotencia”. No lo parece después de leer la suya. Aquí, la inteligencia suma. Una lucidez ácida y escéptica que asienta en la ironía y las paradojas su razón de ser. La eterna lucha entre alegría y tristeza. Contra “ese gas letal que es el pasado”. En busca de la identidad perdida: “soy tantos que no sé quién soy”. “Si pudiera elegir, sería un río”.
De sus poemas, de corte epigramático, se podría decir lo que él de los almendros: “Están ahí tan solo, limitándose a estar, / no ser más que eso, una forma de estar / es su forma de ser”.

Juan Bonilla
La Veleta, Comares, Granada, 2024. 212 páginas. 19 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.



A ras de tierra

Publicado por Visor (que circuló sus tres entregas anteriores), en colaboración con la Fundación Gerardo Diego, este volumen reúne la poesía escrita por Díez (Santander
, 1976) en los últimos veinticinco años; esto es, los libros Combustión, Desguace y Belleza sin nosotros, así como una selección revisada de sus primeros poemas y un inédito, Besar la tierra, que contiene el extenso poema que da título al conjunto (tomado de JRJ).
En “Unas palabras previas” alude a sus versos como un adentrarse “en la espesura de lo que desconozco”. Afirma que siempre ha andado “royendo los mismos huesos”, que tiende “a escribir con palabras sencillas” e intenta “decir con poco”. Que quiere comunicarse. El resultado: “un canto”.
Juan Manuel Romero menciona su “honradez sencilla” y califica esta poética como “sobria y meditativa”. Austera, clara, realista, propia de un contemplativo que aspira a “contar con sencillez algo que tiene profundidad y que no es obvio”. Su reto. Acaso la palabra más adecuada para señalar ese impulso, previo “estado de asombro”, sea extrañeza.
Consciente de que “los poemas de cada uno […] solo los puede escribir cada uno”, ha trazado su propio camino, perfectamente distinguible. En soledad, a la intemperie. Al amparo del aurea mediocritas horaciano. Contra los mortíferos “excesos”.
La identidad es un tema central. Además, el paso del tiempo, el dolor, la vida, la muerte (la de su hermana, por ejemplo), el amor o los otros. Capital es su visión del descenso (hundimiento,  caída). “Lo difícil”, según Zambrano. Bajar “de nosotros mismos y de tantas quimeras y espejismos inútiles y conectar con lo esencial, que es sencillo, cercano, que está a ras de tierra”, matiza Díez.
Sus palabras “extienden sus raíces”, “se agarran a lo que significan”. Justifican una obra que canta “a lo que ya perdí, / a lo que espero”.

Con sol dentro. Poesía reunida (1999-2024)
Marcos Díez
Visor, Madrid, 2024. 322 páginas. 18,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

 


 

 

 

 

 

 

 

21.7.24

Rosa Regás

Ha muerto la inquieta Rosa Regás, ya nonagenaria, en su masía de Llofriu, en el Bajo Ampurdán, donde se retiró hace años sin que eso quiera decir que fue ajena a lo que pasaba. En Cataluña (era, por cierto, una antinacionalista militante) y, consecuentemente, en España y en el mundo, algo natural en una persona cosmopolita, miembro de honor y musa de la elitista y barcelonesa gauche divine. Tampoco se fue, digamos, de la literatura, a la que se consagró desde muy joven. Su último libro, de este mismo año, Un legado, es en realidad una larga conversación con la periodista Lídia Penelo que subtituló "La aventura de la vida", una suerte de testamento vital. 
En lo personal, esta mujer libre a la que tuve la suerte de tratar, es la editora de La Gaya Ciencia, su propio sello (antes había trabajado en Seix-Barral), donde publicó a José Ángel Valente sus libros más oscuros: Material memoria y Tres lecciones de tinieblas, o a José María Álvarez la primera entrega (en el 74) de su monumental Museo de cera; la compañera de jurado en los premios literarios que organizaba el Ayuntamiento de Almendralejo (una noche tuvo una bronca monumental, así de impetuosa era, con Sánchez Adalid, que no tenía culpa); la cómplice generosa en las gestiones para la publicación de mi primera novela, que ella conoció como miembro del jurado de otro premio: el Nadal, donde aquélla fue finalista y Regás había ganado años antes con su exitosa novela Azul. Asistió por sorpresa a su presentación madrileña, una comida con críticos (Miguel García-Posada, Carlos Álvarez-Ude...), en la que intervino activamente. Como de ciertos músicos, diría que lo mejor de ella era el directo. 
Estuvo muy vinculada a esta tierra extremeña, sí. Cuando era directora de la Biblioteca Nacional (en la fotografía de arriba está en su vestíbulo junto al entonces Director General de Cultura Chema Corrales), visitábamos esa santa casa con los premiados al fomento de la lectura en bibliotecas y centros educativos regionales. 
Recuerdo también que fue la presidenta del jurado del premio "Dulce Chacón" de Zafra (prestigioso galardón entre desaparecido y reinventado) el año que lo ganó Fernando Aramburu con Los peces de la amargura
Cuando le pedimos un texto para el libro Miradas sobre Extremadura, que publicó la Editora Regional en 2008, escribió el que copio a continuación (con el tácito permiso de la editorial), poco conocido seguramente para la mayor parte de las personas que la leyeron y la apreciaron. Descanse en paz.

EXTREMADURA

Extremadura desde la mirada curiosa de mis veinte años, Extremadura de montes dorados salpicados de la oscura sombra de sus encinas. Extremadura de caminos apenas transitables, de pueblos oscuros y escondidos, de nubes movidas por el azul de un cielo tan diáfano como nunca lo había visto. Badajoz, un solo edificio de muchas alturas en una ciudad sometida aún, apagada y con residuos de una posguerra que no había tenido tiempo de borrarse ni el hambre ni la represión porque ni siquiera había terminado. En el piso más alto una anciana con el pañuelo anudado bajo la barbilla mira a lo lejos como si buscara en vano el reguero de una vida que ha ido borrándose de sus recuerdos pero no ha logrado desprenderse de la conciencia. Inmóvil, de pie, apoyada en la barandilla de una escuálida terraza permanece inmutable al viento y al desnudo paisaje que se extiende hasta la última línea del horizonte. Así está cuando me voy y del mismo modo permanece cuando al cabo de unas horas vuelvo, oscuro el cielo de otoño, azotado el paisaje por ráfagas poderosas. E inmóvil sigue hoy en el trasfondo de mi memoria como la imagen del exilio de tantos hombres y mujeres que tuvieron que borrar su quehacer, su tradición, el nudo de su vida con el campo y la casa que les había cobijado durante generaciones para renacer en un ámbito gélido y desconocido de unas cenizas apagadas ya y dar el pan y la vida a los hijos que no tenían lugar en la tierra de sus mayores.

Volví a Extremadura al cabo de veinte años a un paisaje de la Vera, surcado por un arroyo donde un amigo de Plasencia estaba convirtiendo un establo de luz incierta y poderosas vigas de madera en su nueva casa. Anduve por caminos perdidos entre rebaños de ovejas y cerezos en flor, y dormí aquella noche en la posada de un pueblo recortado en la cima de una montaña cuyo nombre he olvidado, entre sábanas de hilo blanco y aroma de almidón.

Más tarde viví unas semanas en Plasencia e inundé mi alma con las piedras de sus conventos igual que hice años después con el sombrío monasterio de Yuste. Paseé por las callejuelas de Cáceres y sus iglesias, y visité su museo de piedras cortadas con la pericia de los romanos. Conocí las fiestas alegres de Villanueva de la Serena o Almendralejo, fui varias veces a Zafra y me enamoré de sus plazas porticadas. Y un día volví a Badajoz para asistir a una boda en una capilla junto a la carretera que va hacia el norte, y más tarde aún descubrí aquel glorioso museo, potente torre que albergó durante siglos a los proscritos de la historia del lugar.

Han pasado muchos años y conozco tantos rincones ocultos y conocidos de Extremadura que a veces al llegar a ella por la carretera bordeada de retamas y adelfas tengo la impresión de que vuelvo a casa. Como si aquella imagen primera que me abrió sus puertas me hubiera concedido el don del regreso que ella misma y tantos otros miles de paisanos nunca pudieron alcanzar.

17.7.24

Manual de espumas: 100 años

Parece indiscutible que la Fundación Gerardo Diego, tantos años capitaneada con solvencia por la poeta Pureza Canelo, sigue siendo una de las más activas de España, sobre todo en lo que respecta a la edición o coedición de libros. Los dos últimos que han caído en mis manos, la poesía completa de Marcos Díez (con Visor), que acabo de reseñar en El Cultural, y una edición "semi-facsímil" de Manual de espumas, de Gerardo Diego (con papelesmínimos), en el primer centenario de su publicación en Cuadernos Literarios. 
Como todos los libros del sello que dirige Imanol Bértolo, este es precioso. Al valor de los versos, que cada lector ponderará, se suma el prólogo que le ha puesto su editor literario, el poeta y crítico Juan Marqués. Sólo por esas pocas páginas, donde habla de Diego, sí, pero también de la poesía (poco: "no se deja nombrar, se deja aludir"), los poemas y los poetas, ya hubiera merecido quitar el sobre de plástico transparente en el que llegan los delicados ejemplares de esa exquisita casa madrileña. Después de leer ese perspicaz delantal, cuesta mucho menos adentrarse en la obra del santanderino y hasta disfrutar de "uno de los libros vanguardistas más amables que se dieron en esos primeros años de osadías, cuando todo era especialmente confuso y alegre, entretenido y estimulante". 
Procedentes del Archivo Gerardo Diego y del de la Autoridad Portuaria de Santander, cierran el volumen un puñado de bonitas fotografías de época. De los muelles a principios del siglo pasado, del poeta, solo o con Huidobro (al que visitó en París durante el verano de 1922, año en el que, entre la primavera y el otoño, escribió su libro, "en la paz feliz de la playa cantábrica"), así como de la cubierta de la primera edición y del retrato que para ella le hizo Moreno Villa. 

12.7.24

Misteriosa claridad

José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963), que publicó en Reunión los poemas escritos entre 1983 y 2003 y ofreció en Poesía Esencial los primordiales, agrupa ahora en un solo volumen la poesía que ha publicado a lo largo de los últimos treinta años, en concreto, sus libros Una extraña ciudad  (del que selecciona cinco poemas agrupados bajo el rótulo de “Primeros poemas”), Días en claro, Canciones, La niebla, Cantos de vida y vuelta, Otras Canciones, Un sí menor, Primavera, año cero, La hora del lobo y el inédito Tratamiento y delirio.
Conviene recordar que es autor de libros de prosa que, en rigor, resultan inseparables de su faceta poética. La complementan. En ellos “me acerco de una manera más explícita, más incisiva, a algunas preguntas y revelaciones que están latentes en mi poesía”, explica. “Mi escritura se concentra en profundizar y en dar vueltas a lo mismo: el asombro por la belleza del mundo, por la compasión humana y el escándalo por el mal, por el sufrimiento y el acabamiento de la vida”, concluye.
La lectura continuada de sus poemas refuerza su “impresión de estar escribiendo un solo libro, el único libro por entregas”. La coherencia es absoluta. El estilo, cuidado, en busca de “lo exacto y esencial”, de “factura clásica”, señala en su amical y poético prólogo Vicente Gallego. Sin perder nunca de vista lo popular, en el sentido más genuino del término. Las canciones, por ejemplo. De ahí que su voz cuide hasta el extremo la música que cada verso imprime. Todo desde la discreción (consustancial a su persona) y la honestidad, sin la “impedimenta” de la retórica y del ingenio, con un eficaz “ahorro de grandilocuencias” (Gallego dixit). Y ello, paradójicamente, enfrentándose a asuntos complejos que resuelve, de forma honda y sencilla, desde lo meditativo (y lo aforístico), sin caer en veleidades metafísicas, aunque transite por el filo de lo sagrado. Aquí, la “misteriosa claridad”, a la que llegamos por los “pasadizos secretos” de las palabras, que crecen desde el silencio “como / nace el musgo en la piedra”, en la “luz tenue” de los atardeceres. “No a lo más, sino a lo menos”, como San Juan de la Cruz. Sus maestros, Unamuno, Machado, Dickinson (lo “natural desvelado”), JRJ… Y Zurbarán, Gaya, Pedro Serna…
La soledad, la muerte, el miedo, el dolor, la enfermedad, el mar, Dios (“Un Dios que se concibe ya no es Dios”), el amor, la infancia (“inmarchitable”), la amistad, el tiempo (“esa única patria: los recuerdos”, lo perdido y lo eterno) son temas que vienen y van, como algunas personas (su padre o su madre, pongo por caso) y lugares: Trafalgar, las ruinas de Bolonia… Y los árboles y los pájaros. También se reiteran algunos símbolos: la noche, la sombra, las nubes, la niebla… Lo hímnico se impone a lo elegíaco; la alegría (“Vive y alégrate”) a la desdicha, tan presente en su vida y en su obra. Alude en ocasiones a una inconclusa “revolución de la mirada” y en lo contemplativo cifra este delicado acuarelista no poco de su visión lírica: “Lo que miras”. “Escribe lo que has visto”.
La enfermedad, “frontera indecible”, centra el tono de sus dos últimos libros. En el inédito, un extenso poema, con una naturalidad que sobrecoge: “Ahora toca decir cada detalle”. “Morir tiene sabor a almendra amarga”, anota. Con todo, el “deslumbrante misterio de estar vivo”, le impulsa a confesar: “Celebro / la suerte de haber sido el huésped de la vida / por un poco de tiempo”. De “canto de gratitud” habla Gallego. “Yo sólo soy lo que dejó la muerte”, dice. ¡Es tanto!

Los nombres que te he dado. Poesía reunida (1983-2023)Los nombres que te hedado. Poesía reunida (1983-2023)
José Mateos
Sevilla, Fundación José Manuel Lara. Vandalia, 2024. 448 páginas. 20 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.