30.3.20

Lecturas encerradas (2)

Y algo caóticas, sí, como suele ocurrir. Sigo echando mano de las pilas de libros que me rodean y unas veces el azar y otras mi propia decisión me permiten escoger tal o cual ejemplar. He leído, por ejemplo, Los desnudos (Visor), de Antonio Lucas (que lleva su personal diario del confinamiento en El Mundo). En una entrevista reciente (con algunas opiniones que disto de compartir) y ante la pregunta: "¿Ni un libro sin premio o cómo va esto?", el poeta madrileño del 75 (que ha ganado con éste el de la 'Generación del 27') contestaba: "La verdad es que, sí, casi todos mis libros han sido premiados, pero son golpes de fortuna. Los libros no los hacen mejores los premios". De entre los suyos (desde el primero, que me entregó en mano una tarde ya lejana en la Residencia de Estudiantes, los he leído todos), es uno de los que más me gustan. Ha ganado en claridad y en hondura, que son cosas que suelen ir, contra la creencia general, de la mano. Aquí hay menos irracionalismo, por decirlo de mala manera, y más contención meditativa, sin perder, eso sí, ese punto inspirado, fresco y rebelde que siempre le ha caracterizado. A él y a sus versos. Se ve que el amor le sienta bien. Eso y que ya sabe a ciencia cierta que la vida iba en serio.
Me ha impresionado El silo. una sinfonía pastoral (La Garúa), del australiano y cosmopolita John Kinsella (Perth, 1963), un poeta elogiado por Bloom, su paisano Murray y Steiner. El subtítulo no miente. Ni el título. Acostumbrado a ver programas de viajes al continente oceánico, me sorprende la fidelidad con la que este hombre, profesor en Kenyon College (USA) y Cambridge (UK), ha logrado retratar y describir la vida rural de Australia. Con un conocimiento y una experiencia dignos de un pastor de ovejas de verdad, como su mencionado tío. Y ello, y esto es lo que más importa, por medio de un lenguaje poderoso y preciso, evocador y sugerente. Tan seco y duro como aquellas desoladas, vacías tierras. Tan moderno como el que más. De ello tienen su parte de culpa los traductores: la norteamericana Khaterine M. Hedeen y el cubano Víctor Rodríguez Núñez, poeta. 207 páginas de excelente poesía. Rara por estos lares donde sigue estando muy mal visto referirse en verso al campo. A lo agropecuario. ¿No, Fermín?
Ha causado cierto revuelo en un rincón del pequeño patio de la lírica patria el librito de la portuguesa Maria Azenha (Coimbra, 1945) La casa de leer en lo oscuro (A casa de ler no escuro). Lo publica Trea y la traducción y el prefacio ("La escritura del agua") son de José Ángel Cilleruelo, un reconocido lusista. Nos cuenta que esta mujer se licenció en Matemáticas. Que pinta y que ha escrito en torno a una veintena de libros de poesía. Simbolismo es el término, dice, que más repiten los críticos para referirse a su poética. Esta entrega, precisa, marca un hito en su camino. Hacia un "simbolismo exocéntrico" que se caracteriza por su "lenguaje directo, prosaísmo, oralidad, técnicas de vanguardia, ironía...". Lo que a uno le llega, al cabo, es su parquedad, una concisión cortante que produce en el lector inquietud. Se atisba un misterio. Se palpa incluso. Y se escucha, por encima de todo, un profundo silencio. En "Ausencia", por ejemplo. "El poema es un cuarto oscuro / donde entras en soledad", escribe. O que el poema "Se parece a un náufrago / que devora sus propios versos / en el centro de la página". En "Era un hombre: esto era la casa", leemos: "la infancia: lugar extraño". Entre versos que parecen cincelados, aparecen la injusticia y la muerte. En Lesbos. Las migraciones, el Mediterráneo, Europa... La memoria. El presente.
Realidad (La Isla de Siltolá), de José Manuel Benítez Ariza es tan de verdad como su rótulo. La vida de un hombre. Alguien observador, sensible, que piensa. El que ve una urraca, una higuera, una nube o una playa y compone un poema. El que se baña en el mar (porque es de Cádiz, del 63), escribe acuarelas de lugares que frecuenta (es dibujante), siente vértigo (como nos pasa a tantos), tiene un padre desmemoriado... Un hombre que viaja; a Irlanda, por ejemplo, de ahí "Waterford. Segunda suite irlandesa". Quien, en fin, en "Al fondo" dice que "La muerte está en el centro, no antes ni después" y lee en la tumba de James Rice: "Fui lo que sois vosotros, seréis lo que soy yo".
Digo "verdad" y vuelvo a recordar lo que dije aquí atrás, que es lo único que exijo de los libros que se cruzan últimamente en mi camino. No le falta a Y el aire al soplar (Cuadernos del Laberinto), de María Ángeles Álvarez (Ávila, 1964), una experta en el arte floral, algo que se nota al oler estos versos inspirados en los místicos de su tierra, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, a los que tanto tiempo y tanta meditación ha dedicado. Como a la lectura de la Biblia. Poesía esencial y sencilla, de la contemplación y del silencio. De la calma. Atenta a lo que importa: lo cercano. Religiosa, en el más hondo sentido. Anotaciones y apuntes para intentar comprender el sentido de una vida que se quiere, por demasiado humana, ajena a que la que la mayor parte de los mortales llevan. O llevamos. 
No sé quién defendía en público este libro. Alguien que aprecio, supongo, por eso me acuerdo. Estaba en uno de los rimeros desde el otoño. Se titula Los lagos de Norteamérica (Pre-Textos) y es obra de José Daniel Espejo (Orihuela, 1975). Confieso que me ha desconcertado. Sin patetismo, pero de una forma necesariamente desgarradora, un padre viudo y con tres hijos, habla de Martín, uno de ellos, autista. De Martín y de sus vidas. La del cuidador y la del protegido, ante todas. En un tono narrativo, sí, pero sin perder nunca el norte poético. Con naturalidad y fluidez, sin afectación, a pesar de que, como digo, los asuntos tratados no sean fáciles de digerir ni de poner negro sobre blanco. Basta con dar cuenta de "Campeón" para calibrar a qué nos estamos enfrentando.
El libro obtuvo un premio, el 'Juan Rejano-Puente Genil', y uno no puede por menos que quitarse el sombrero ante el sensato y limpio jurado que lo premió. En la segunda votación y por unanimidad.
Elías Moro (un emeritense nacido en Madrid en 1959) es, entre otras cosas, aforista. De los de verdad, matizo, que en ese gremio hay, como bien sabemos, mucho advenedizo. Apeadero de Aforistas le publica Lo inseguro que lleva por subtítulo "Sobre la escritura". Y así es. A reflexionar con agudeza sobre esa resbaladiza cuestión dedica, en 54 páginas, un puñado de máximas que brillan por su precisión e inteligencia. Por la certidumbre que revelan, sin perder por ello la debida llaneza ni, a veces, la gracia del humor. Que nadie busque aquí, en fin, solemnidad, a pesar de que la palabra "escritura" sea muy utilizada por los petulantes. Ni meras ocurrencias, tan del gusto de algunos presuntos aforistas. Sí algún verso y hasta un haiku, que se cuelan de refilón entre sentencias. "Escribir es estar perplejo. Ante todo", escribe. Y: "La poesía es la esfera de las palabras". O: "Es la palabra sombra la que a veces ilumina el poema". No miente.

26.3.20

En torno a Colinas



1. Se puede establecer un itinerario por la vida de Antonio Colinas que en realidad nos lleve hasta su poesía. Ambos aspectos son en él inseparables. Este poeta del 46 nacido en La Bañeza, León, debe a su infancia en ese ámbito geográfico (proclive a las floraciones literarias) buena parte de su obra posterior. De su sobria belleza proceden temas y tonos que han ido atravesando desde el principio toda su poesía. Un espacio que ha dado para poemas inolvidables y para relatos no menos memorables. Son sus días en Petavonium, su territorio o, al menos, una parte fundamental de éste, acaso su patria perdida. Pero el mundo de Colinas es ancho y ajeno. No se queda ahí, aunque desde ahí haya seguido mirando. Así, en ese camino al que nos venimos refiriendo, la ciudad de Córdoba es otro hito fundamental. De su adolescencia en la hermosa ciudad andaluza ha dado buena cuenta en su novela Un año en el sur, publicada por la legendaria editorial Trieste. Luego, el salto a Madrid. Y, ya en la capital, el encuentro con otro de sus maestros, entonces vivo aún: Vicente Aleixandre, quien, junto a otros modelos (estamos ante una poesía de estirpe clásica que lo mismo atiende a la tradición grecolatina que a la sufí, al gran romanticismo europeo que al profundo misticismo castellano), habrá de marcar con su poderosa impronta, personal y poética, los primeros poemas serios de nuestro autor: sus Preludios; tal vez los más inspirados de un poeta casi siempre, en el mejor sentido de la palabra, esclarecido.
Un viaje a Italia marca un punto de inflexión en su obra incipiente pero segura. No es tanto el cambio geográfico (Italia y España son, por muchas razones, países semejantes) y el consiguiente cambio vital, cuanto el encuentro con una de las poesías más interesantes y fecundas de nuestro tiempo: la italiana del Novecento. Aunque me vea en la obligación de añadir que no sólo de ese siglo. Es el caso, por ejemplo, de Leopardi. Nunca podremos pagar la deuda que los poetas españoles contrajimos con Colinas gracias a las traducciones y estudios que éste ha dedicado al poeta de Recanati y del que hemos sido muchos, ya digo, los beneficiarios; empezando, claro está, por el propio traductor. Con todo, es en la de un grupo compacto y sobresaliente de poetas italianos a los que traduce, los herméticos y sus aledaños, donde, a mi modo de ver, encuentra la profunda justificación de su cambio de registro poético. Cambio o, mejor dicho, evolución en su coherente forma de entender ese hecho. Pero esas lecturas, que acabaron convirtiéndose en antología (Poetas italianos contemporáneos, Madrid, 1978), no fueron definitivas, ya digo, sólo para él: es imposible comprender la evolución de la joven (y no tanto) poesía española sin atender a ese librito, pues son muchas las lecciones aprendidas a partir de ese puñado de poemas por los poetas del momento, en especial los llamados novísimos y sus inmediatos seguidores, para entendernos, los de la Generación de los ochenta o de la Democracia.
Desde Italia, salta a Ibiza. La estancia en esa isla mediterránea es otro jalón del itinerario. Y no uno cualquiera. Ningún paisaje más apropiado (salvo el natal de la montaña leonesa: su contrapunto) para la poética que inspira su obra, sobre todo después de la experiencia italiana. Fruto granado de esa simbiosis, uno de sus libros más logrados; para este lector, sin duda, el más relevante: Noche más allá de la noche. Y la apreciación sirve no ya para inútiles comparaciones respecto del resto de su producción (que carece de caídas significativas y que ostenta un rigor y una altura envidiables), sino para situarlo en el rico contexto de la poesía en castellano del XX. Todas las tradiciones, La Tradición, se entrelazan entre los cantos de este libro. La luz, el mar, el sol y todos los elementos nutricios de la isla (a los que habría que sumar la soledad, la calma y el silencio) han le proporcionado el clima ideal para escribir su Tratado de armonía. Un libro en tres entregas (Tratado de armonía, Nuevo tratado de armonía y Tercer tratado de armonía) que abarcaría, más allá de las meditaciones y reflexiones que componen sus páginas, todo el quehacer de Colinas. ¿No podría ser ése el título genérico de toda su creación literaria? A la busca de esa armonía entre lo vivido y lo escrito, entre lo sentido y lo pensado, ha dedicado todo su tiempo. Y lo ha hecho con total libertad, ajeno a otra cosa que no fuera ese empeño, con perseverancia, fidelidad y, sobre todo, mansedumbre, una virtud (una entre muchas) que caracteriza la buena poesía de un hombre, en el sentido machadiano de la palabra, bueno. El ritmo, la cadencia musical de sus versos, se ha ido acompasando a los latidos de su serena existencia. En el itinerario que, como dije al principio, su vida y su poesía van trazando, termina, por ahora, en Castilla, concretamente a la unamuniana Salamanca, ciudad en la que ha vivido durante los últimos años y en la que ha encontrado, además de refugio, motivos para la inspiración, nuevos poemas que ha llevado a sus últimos libros, por ejemplo, Canciones para una música silente.

2. Uno empezó a leer poesía en serio, digamos, de la mano de los poetas de la generación de Antonio Colinas, la anterior a la mía, los denominados Novísimos desde que José María Castellet publicara su famosa antología Nueve novísimos poetas españoles; un florilegio, por cierto, en el que nuestro poeta no figuraba. De aquella época, en mi memoria de lector, como ejemplo de uno de esos libros fundacionales que están en el origen de mi presunta condición de aspirante a poeta (y, antes, a lector) figura Sepulcro en Tarquinia. Lo leí en una edición maltrecha, porque tenía varias páginas en blanco (entre ellas, la segunda del prólogo de Francisco Brines). Será, no obstante, Noche más allá de la noche, como acabo de escribir, el libro suyo que con más intensidad he leído y el que, sin duda, más me ha influido. De hecho, el segundo de los míos, Las aguas detenidas, que en rigor es el primero, no sería el mismo sin aquél, por más que las diferencias, acaso, sean más que las similitudes. Así, de estos libros particulares y de su obra poética en general puede decir uno lo mejor que se puede afirmar de la poesía de un poeta: que soy su lector, en el sentido más sencillo del término, que es también el más verdadero y profundo.
Pero no sólo he leído su poesía. Por encima de sus ensayos, cuentos y novelas, he apreciado, insisto, sus traducciones. Dos libros en concreto. Dos antologías, una de ellas ya nombrada. Ambas forman parte también de mi educación sentimental y lírica y no creo equivocarme, como anticipé, si afirmo que en la de muchos compañeros de promoción (o no). Hablo de la que dedicó a Leopardi (que leí, como el citado Sepulcro en Tarquinia, en el 81 y gracias a la cual me introduje en la obra de uno de mis maestros) y Poetas italianos contemporáneos, que me sirvió para descubrir a unos cuantos poetas imprescindibles: Montale, Ungaretti, Quasimodo, etc.
Hace ya mucho tiempo que, en poética defensa, para evitar ser catalogado con una de esas etiquetas que tanto les gusta colocar a ciertos críticos con vocación de entomólogos, aludí a la “poesía meditativa” como la tradición a la que me gustaría ser adscrito. El término ni era original ni nuevo. Lo empleó Unamuno para referirse a una poesía que pudiera “alojar un pensamiento poético”, que rezumara “austeridad y reticencia” frente a “redundancia y énfasis”, la que nacería de forma natural de su credo poético: “Pensar el sentimiento, sentir el pensamiento”. La que aúna “pasión y pensamiento”. Esta tradición de tradiciones, tendría entre sus más genuinos representantes nombres como los metafísicos ingleses, Hölderlin, Leopardi, Wordsworth, Coleridge, Rilke o el Eliot de Los cuatro cuartetos (y en la no puede olvidarse una veta portuguesa que cifraría, pongo por caso, en Eugénio de Andrade) y, ya en España, empezaría con Jorge Manrique y seguiría con Aldana, la Epístola Moral, san Juan de la Cruz o el Quevedo metafísico, hasta llegar al mencionado Unamuno, a cierto Juan Ramón (el último), Antonio Machado, por supuesto Cernuda, y, ya más cerca, Valente (que dedicó a este asunto un lúcido ensayo) o Brines.
Si me permito esta digresión es porque en su grupo generacional, tan ajeno, al menos en un primer momento, a esta manera de concebir el hecho poético, Antonio Colinas representa con solvencia a esa corriente que, tras él, no ha dejado de fortalecerse y afianzarse. Una tradición de tradiciones, añado, donde caben las citadas y otras más antiguas aún, como la clásica oriental, que tanta importancia tiene a la hora de comprender de forma cabal la poesía compleja (en tanto que compuesta por elementos diversos) del poeta castellano.
En su caso, porque es un contemplativo, sin obviar su rama mística.
Más allá, me gustaría subrayar la importancia que cobra la Naturaleza en la obra de los poetas mencionados, de los antiguos a los contemporáneos, y con qué naturalidad, si se me permite el fácil juego de palabras, se introduce en no pocos poemas –en la poética misma– de Colinas. La Naturaleza entendida como el espacio de la revelación, nunca como “país extranjero”. Y ya en la naturaleza, a pesar de que uno de sus símbolos por excelencia sea el de la “noche”, éste se me antoja un poeta solar. De la luz. Muy mediterráneo, en el sentido etimológico del término, no sólo en el cultural. Su residencia en la isla de Ibiza determinó en grado sumo su escritura, algo que viene a demostrar la esencialidad de los lugares en lo que a la creación respecta.
“La poesía pertenece sin duda a la tradición del humanismo y queda indefensa ante la barbarie común”, escribió el poeta polaco Czesław Miłosz. La de Colinas es una poesía centrada en esa corriente occidental de pensamiento. Atraviesa toda su obra, aunque puede apreciarse mejor en libros como Los silencios de fuego, Libro de la mansedumbre y Tiempo y abismo.
No quisiera pasar por alto otro aspecto que, aunque sobrepase lo poético en sentido estricto, tiene también mucha importancia. Me refiero a su ejemplo. A la ejemplaridad, ese término que puso de moda el pensador Javier Gomá, aunque no sé, a la vista de la situación política y social que padecemos en España, si con los deseables resultados prácticos. Sí, Antonio Colinas es tan ejemplar como su poesía. Recordemos a Buffon: “el estilo es el hombre”,  algo que no siempre podemos aplicar a los poetas. En este sentido, cabría adjudicarle la frase cernudiana de otro meditativo, el valenciano César Simón: “la poesía es, antes que nada, un carácter”. Un carácter que le ha permitido servirla en soledad y silencio, ajeno a las mundanerías de otros, alejado de cenáculos y capillas (creo que fue una suerte para él que Castellet no lo señalara), indiferente a las modas poéticas, con suma coherencia y fidelidad, en una itinerancia significativa (que se va reconociendo en forma de premios, como el Reina Sofía), pendiente sólo y únicamente de su voz y de su mundo. Voz y mundo que conforman una de las obras más singulares, ricas e intensas de la poesía española del siglo XX.

Nota: Este texto ha sido publicado en el número 6 de devir, revista ibero-americana de cultura, que dirigen Nuno Matos Duarte y Ruy Ventura.
La fotografía es de Javier Álvarez.




24.3.20

Lecturas encerradas

Sí, la lectura vuelve a ser en estos días de confinamiento una solución, una salida. Compadezco a los que no son lectores, aunque la palabra me parece un tanto gruesa. Cada cual... En lo que a uno respecta, en la primera semana han caído algunas atrasadas y otras recientes. Por ejemplo, y en prosa, El fin del mundo (Renacimiento), ópera prima del salmantino (del 80) residente en Barcelona Javier Prieto de Paula (sí, curioso, es hijo del profesor y crítico) que, por cierto, no alude a la situación actual, aunque pudiera. Reúne nueve relatos que se leen estupendamente (porque están muy bien escritos) y donde los temas son variados. Prima la memoria. Son al cabo "fines de mundo". No falta el humor, lo que siempre se agradece, y tampoco los asuntos legales y jurídicos, pues no en vano el autor ejerce como abogado. En "Los valles de Amarú", me ha hecho ilusión encontrarme con Gabriel y Galán y "El embargo", que no deja de ser un poema con legalismos de por medio. En ese mismo cuento pone en boca de un personaje: "El cuerpo de una mujer: eso es la poesía". De acuerdo. 
En prosa también, Luis Sáez (Cáceres, 1966) publica en De la Luna Libros Descubrimiento del continente negro, un interesantísimo híbrido entre la narrativa y el ensayo donde nos presenta distintos personajes y situaciones históricas relacionados con el siglo XX. Rusia, el comunismo y la arquitectura; Georges Remi, Portugal y Vilas Boas; Piazzolla, las ciudades y la música popular; Kampuchea y las octavillas de Teresa Osma; los archivos de British Pathé, Bruselas y Ceaucescu... Un libro raro, sin duda, para lectores no conformistas. Para leer, añado, y para investigar. La literatura siempre está necesitada de experimentos como éste. 
Pasemos a la poesía. Miguel Veyrat (Valencia, 1938) es un viejo conocido, y no lo digo por la edad. Que sigue lúcido lo demuestra de sobra su nueva entrega, una más en la intensa y exigente carrera poética que ha desarrollado estos últimos años. Furor & Fulgor (La Isla de Siltolá) consta de diez partes. Cada una se compone de siete poemas, salvo la penúltima, que tiene nueve, y la última, de uno solo. Sigue escribiendo Veyrat con la hondura que le caracteriza. A rachas, oscuro. Otras veces, al contrario. No faltan, para aliviar ese itinerario no siempre sencillo (ni falta que hace, matizo), unas "Notas & alcabala de deudas".  Dos de las secciones me han parecido excepcionales (asequibles para cualquier lector, más o menos iniciado): "Vapor de pasos" y "Conciencia al vuelo". 
En contraste, por la edad (ahora sí), una grata sorpresa: Todo cuanto es verdad (Adonais), de Diego Medina Poveda (Málaga, 1985, residente en Rennes), accésit del famoso premio poético el pasado año. No es su primer libro publicado, pero sí un libro logrado, con poemas bien construidos y un tono tan cercano (e irónico) como, en lo rítmico y lingüístico, riguroso. Destacaría poemas como ""Ropa limpia", "El viaje", "Perspectiva del Sena", "El aroma del tiempo" o "Diario de a bordo". En "Vigorexia" he escuchado lejanos ecos de González Iglesias, buena señal. Estaremos pendientes. 
Porque en la contracubierta hay unas palabras mías, me ha dado pudor publicar reseña alguna sobre Suena la nieve (la Isla de Siltolá), de César Iglesias, un libro profundo como pocos. De verdad. Por eso no me resisto a publicar siquiera la primera versión de esa nota, más extensa que la definitiva. Decía así: «Hasta mediada la cincuentena no dio César Iglesias su primer libro a la imprenta: Lengua del duelo. Llevaba ilustraciones de Federico Granell. De él dije: "se nota que estamos ante una poesía digna de tal nombre, ante la lengua doliente y poderosa de alguien que sabe lo que se trae entre manos. Materia delicada, sin duda. Desde el principio también, a través de la mención de lugares concretos, se da cuenta de la historia de una estirpe. Del norte". Y: "uno diría que la de Iglesias es una ética de la tristeza, emparentada con las poéticas de Leopardi, Celan o Gamoneda". Concluía: "Qué pequeño gran libro. Los muertos, sus muertos, pueden descansar ahora tranquilos: se ha escrito en palabras perdurables (de una épica íntima, sin patetismo), negro sobre blanco (como las aguas de los ríos de esas abandonadas comarcas mineras del norte de España), la verdadera historia de una estirpe". 
Si recuerdo ahora esas palabras es porque se pueden aplicar también a Suena la nieve, un libro fiel a la poética de Iglesias que no deja de mostrar al lector una suerte de cartografía de la desolación y del dolor que se apoya, sobre todo, en la memoria. Un "vivir en ruinas", entre sombras, en el "corredor hacia la muerte", que destila, inevitablemente, melancolía. Y todo a través de un lenguaje áspero, simbólico, tan contenido e intenso como doliente y preciso. El territorio sigue siendo conocido. Un mundo rural a punto de desaparecer (Lluveces), donde aún cantan los pájaros, y un paisaje postindustrial y minero (altos hornos, carbón), pura negrura (acaso un Nolugar), amparan este discurso de tono trágico y apocalíptico basado, sin embargo, en el consuelo. Iglesias vuelve a dar voz a los desposeídos, a los conmovidos, a los derrotados, a los tristes. Y lo hace de la mano de sus recuerdos, sí, pero también de las lecturas de los "pensadores de la compasión": Patocka, Lévinas, Kertèsz... Esta es "la vida ardua". La del hacedor de mapas que sólo tiene un mandato: "trazar nuestros abismos". Porque "Este es el tema del drama: ignorar que la derrota es nuestra condición"».
Termino por hoy con Primeras voluntades, de José María Micó (Barcelona, 1961), ejemplar traductor de la Comedia dantesca (sólo por eso pasará a la historia de nuestra poesía) y poeta él mismo (además de profesor, estudioso, guitarrista...). Lo publica con esmero Acantilado. Reúne toda su poesía, pero ordenada de una manera particular y no, como suele hacerse, libro a libro y en orden cronológico. Lo que leemos es "el resultado de la voluntad del autor de reconfigurar de raíz su obra en verso reordenándola con su actual criterio —y capricho— e inscribiéndola así en una nueva constelación de sentido", reza la nota editorial. Y reescribiéndola en parte, cabe añadir. Si cada relectura es, en rigor, una nueva y primera lectura, no sé cuánto importa ese nuevo orden. Más en el caso de Micó que confiesa que escribe poemas y no libros. Y como de eso se trata, de ir verso a verso, pues todo arreglado. Si a esto sumamos la variedad de registros y tonos... En los muchos Micó que hay, siempre encontrará cada lector el Micó que a él más le interesa. El mío es, pongo por caso, el de "Camino de ronda". O el de "Pecios". Habemus poeta.

22.3.20

Tío Ñoño


Si algo me ha preocupado a medida que he ido primero seleccionando los textos y después corrigiendo las pruebas de Porque olvido es la cantidad de muertos que se han ido acumulando en mi camino a lo largo de estos últimos quince años. Personas cercanas a las que traté y quise. No, no quiero pasar por necrólogo, como el personaje de mi poema "Noticia de la muerte". Desde que terminó la edición de ese grueso volumen de cuatrocientas páginas, una mínima parte de lo escrito en este rincón, se han sumado a esa lista, por ejemplo, Antonio Franco y, en menos de un mes, mi madrina Loli y mi padrino (y tío) José Antonio Valverde Luengo; para nosotros, su familia y sus amigos, Ñoño. Un infarto se lo llevó el viernes por la mañana mientras se aseaba en su pequeño apartamento de la residencia de mayores donde vivía. Tenía 83 años. Al tiempo que intentaba asimilar la noticia, recordaba momentos inolvidable con él. Buenos y malos. De la salud y la enfermedad (mejor dejarlos). Entre los primeros, además de las excursiones veraniegas a Cuartos o a La Alberca y mil y una celebraciones familiares más, me acuerdo de aquellas apoteósicas llegadas nocturnas a Plasencia (en el 850) tras un largo viaje desde Bilbao, donde trabajó para la empresa Agromán durante años y donde nació Luisra. En una visita que les hicimos, hice mi primer viaje largo en tren y vi por primera vez el mar.
Fue un animal nocturno. No le gustaba madrugar. Aquella estancia en el Norte (y sus sociedades gastronómicas) le confirmó en otro gusto: el de la comida, que ha sido (no sé si es) tradición familiar. La última vez que nos vimos fue el día de Navidad. Comimos en restaurantes que están a pocos pasos, cada cual con los suyos, y nos reunimos después para celebrarlo juntos. La emoción se fue en cantos (cantaba estupendamente) y en lágrimas. Era un segundo padre para mí, por decirlo claro y pronto. De ahí que cobre verdadero sentido la expresión "primos hermanos", con énfasis en la segunda palabra, a la hora de referirme a sus hijos: José Antonio, Saluqui, Fátima, Luisra y Esther. Su madre, tía Salu, es una de las mencionadas en un poema de El cuarto del siroco: "Los muertos". En ese selecto recuento de los más íntimos, ya faltan, por desgracia, nombres. 
Fue delineante. Antes de emigrar al País Vasco, trabajó en la presa de Torrejón, en pleno Monfragüe, famosa por un lamentable accidente, y ni siquiera esas constantes idas y venidas a la obra le curaron de un mal que compartimos: el mareo en los coches.
Tenía una caligrafía preciosa. Con todo, su verdadera afición fue el dibujo. Le encantaba dibujar fachadas de casas y rincones pintorescos. Y lo hacía de manera excelente. En este blog aludí en cierta ocasión a ese hecho. En el comedor de la casa de mi abuela Fausta colgaba un óleo suyo (aunque, como decía, era más de tinta china), de la plaza de Viandar de la Vera, donde nació su madre. También era un apasionado del cómic. Aficiones que ha heredado, por cierto, mi primo Luisra (basta con visitar su muro de Facebook), que es quien le acompaña en la fotografía que ilustra esta entrada. 
Su carácter era alegre, más divertido aún que el de mi padre, al que tanto se parecía. Era único cantando, ya se dijo, contando anécdotas y chistes (con la debida gracia) y en la calle todo el mundo le saludaba y le conocía. Era la salsa de cualquier reunión. Tío Ñoño se hacía querer, decía antes de ayer Yolanda, que, como mis hijos, tanto le quiso. Leticia fue durante un tiempo la nieta anticipada que aún no tenían (luego el abu Ñoño tuvo ocho) y pasó en su casa algunas noches. Alberto, tan Valverde para muchas cosas, también estaba muy triste, aunque le haya rozado menos. 
Si ya de por sí la pérdida es dolorosa y, por serlo sin previo aviso, terrible, qué decir si tiene lugar en las penosas circunstancias actuales. Todos los trámites se hicieron por teléfono y ni sus hijos han podido velarlo. Ni hermanos (Mari y Paco) ni cuñados ni primos ni amigos nos hemos podido abrazar, acompañarnos el el dolor y llorar juntos, salvo por teléfono. Ni reír, porque la risa era inseparable de ese buen hombre. Al menos, nos decimos para consolarnos, no ha sufrido. Y menos por culpa del maldito coronavirus. 
Sus cenizas, en fin, esperarán al funeral que se merecía y se merece. El que oficiará, Dios mediante, el sobrino que más se le asemeja, en lo que al carácter y al sentido del humor se refiere: mi hermano Fernando.
No olvidaré la fecha de su inesperada muerte. Porque la vida es así, un 8 de abril nació mi hija y un 8 de abril murió mi padre. Un 20 de marzo murió mi tío y ese mismo día, pero de hace cuarenta y cinco años, empecé a salir con Yolanda, aunque de esto sólo me acuerde yo. 


21.3.20

Una minoría inconmensurable


No soy editor ni librero ni tengo acceso a los datos contables que justifican la venta de libros de poesía en España; eso sí, debido a mi condición de lector y de crítico, recibo cada día en casa los suficientes como para afirmar que la lírica patria goza de buena salud. Óptima, si tenemos en cuenta, además de la cantidad, la calidad. Un puñado siquiera de esos volúmenes da fe, cada poco, de lo que afirmo. No proceden, lo confieso, de las colecciones que han impulsado eso que venimos denominando “parapoesía” o “poesía pop tardoadolescente”. Si nos refiriéramos a ese fenómeno juvenil, las cifras (o eso dicen) nos nublarían el entendimiento. Pero es que uno, de edad provecta, ni lo considera en rigor poesía (aunque entre esos versos la haya, qué duda cabe) ni olvida que las modas son, por definición, pasajeras. Ya he visto evaporarse algunas. Me gusta la dedicatoria de Juan Ramón: “a la inmensa minoría”. Octavio Paz, tras precisar que “Toda reflexión sobre la poesía debería comenzar, o terminar, con esta pregunta: ¿cuántos y quiénes leen libros de poemas?”, escribió con la lucidez que lo caracterizó: “El sustantivo minoría reduce el número de lectores a los happy-few de Stendhal, pero el adjetivo inmensa lo amplía bruscamente: los pocos son muchos. Tantos que son incontables, como todo lo que es inmenso. Jiménez opone a la mayoría contable una minoría inconmensurable”.
Por mi parte, estoy convencido de que la verdadera poesía, la única digna de tal nombre, exige del lector paciencia, lentitud, concentración, silencio y alguna cosa más que casa mal con esta época de la prisa y la insustancialidad. Y de la redes sociales e Internet; esto es, del postureo.
Los libros que llegan, estilizados y portátiles, hermosos y muy cuidados casi siempre, proceden de editoriales veteranas, dignas de elogio, y de otras nuevas y hasta incipientes, que merecen la atención y el respeto debidos.
Siendo uno por naturaleza pesimista, baso mi optimismo en la excelencia, que no cesa, y en otros detalles. Por ejemplo el de la presencia incuestionable de la mujer en el proceso, tanto de la escritura como de la lectura (y aun de la edición y la crítica). Que ellas leen más es ya un lugar común. Que escriben estupendamente, otra evidencia. Sus libros aportan frescura, puntos de vista distintos, y por ende completan un panorama que no siempre los tuvo en cuenta; aunque en esto sea mucho menos radical que algunas, tal vez porque nunca he dejado de leerlas.
La incesante creación de clubes de lectura (donde el papel de la mujer resulta clave) es otra razón de certidumbre. Y no sólo en bibliotecas, también en librerías, como el que coordina Jordi Doce en la Rafael Alberti de Madrid, sólo de poesía.
Que, en fin, en este país se lee cada vez más y mejor lo reflejan a las claras las encuestas. No, la poesía no pasa. Su necesidad resiste la prueba de los siglos. Un adolescente toma ahora un papel y escribe.

Nota: Este breve texto aparece esta semana en la sección DarDos de El Cultural, junto a otro del poeta y editor Abelardo Linares, con motivo del Día Mundial de la Poesía y bajo el rótulo "¿Un nuevo esplendor para la poesía?". Ya se ve que el confinamiento no puede con ella. 
La fotografía es de la sección de poesía de la librería parisina Shakespeare and Company y está tomada del blog Cuatro ojos con rímel.

18.3.20

Libros varados

Juan Luis López Espada publicaba hace unos días en su muro de Facebook algunas fotografías como ésta con un breve comentario: "Algunos de los proyectos donde últimamente hemos puesto el cariño". En efecto, ya ha salido ese precioso puñado de libros de la imprenta (Porque olvido ayer mismo), pero esta guerra del coronavirus les va a poner difíciles las cosas a los pobres. Menos que a nosotros, sin duda. Adiós presentaciones (uno tenía previstas tres, en otras tantas Ferias del Libro que no sabemos aún si llegarán a celebrarse, aunque las circunstancias pintan mal). La distribución será poco efectiva, pues las librerías están cerradas y sólo atienden pedidos por correo o mensajería, y no todas. En fin, otra prueba más. Y ya digo que esto es una broma comparado con lo sustancial. Ahora que podemos leer más, sería un buen momento para sacarle partido a la oferta reciente de la Editora. Y de cualquier otra editorial. En lo que a mí respecta, ya he leído el libro de poemas de mi paisana Sandra Benito (y me ha gustado) y la antología de mi "tío" José María Valverde. Ya hablé también del librito de Mª. Fernanda Sánchez y de la antología de la joven narrativa extremeña de Pilar Galán. Ánimo, en fin, y adelante. Leer consuela, ya se sabe. Buena falta nos hace.


14.3.20

Si entras, no saldrás


Este es el texto que leí la otra noche en la Biblioteca Pública de Cáceres con motivo de la presentación de Camino de Jotán y El desierto de Takla Makán. Lecturas de Ferlosio, de Gonzalo Hidalgo Bayal, publicado por La Moderna.

Una de las primeras decisiones que tomé cuando, de forma inesperada, tuve que ocupar el puesto que dejó vacante con su prematura muerte Fernando Pérez en la dirección de la Editora fue la de recabar algunos libros inéditos de escritores extremeños de “reconocido prestigio”, un término del que abomina nuestro protagonista de hoy y que aborrecía, a buen seguro, Rafael Sánchez Ferlosio, el otro personaje principal de esta velada. Obras de autores, bromas aparte, que jugaban ya en las ligas mayores, con editores más efectivos y poderosos, pero que, por seguir el ejemplo de mi admirado predecesor, había que traer o volver a incluir en su ejemplar catálogo. Fue el caso de Gonzalo Hidalgo Bayal. A falta de una novela u otro artefacto narrativo, nos entregó un ensayo que reunía los escritos ferlosianos posteriores a los que formaban parte de Camino de Jotán. Con el título El desierto de Takla Makán apareció en la bonita colección Ensayo Literario (muy a propósito), una de las que diseñó otro precoz desaparecido, Julián Rodríguez. 
En la presentación placentina –donde también dimos a conocer relatos de José Antonio García Blázquez y el esperado diario de José Antonio Gabriel y Galán, naturales ambos de la ciudad del Jerte–, Bayal explicó que “del mismo modo que, al publicar la primera novela empecé a formar parte de jurados literarios, desde que escribí un ensayo sobre la literatura de Ferlosio, se me otorgó cierta categoría de especialista ferlosiano, se me incluyó en lo que alguien ha llamado la «ferlosía» (sección coriana) y a la menor ocasión o a la mayor (un monográfico en una revista, la aparición de un nuevo libro, la concesión del premio Cervantes, un congreso sobre su obra, etc.) me veo en la necesidad y en la obligación de escribir un nuevo texto en torno al maestro (…). Estos textos necesarios y obligatorios y entusiastas, escritos a lo largo de diez años (1997-2007), son los que recoge este librito”. Fin de la cita. Así, añade uno, ha seguido siendo, por eso esta espléndida edición de La Moderna, idea pertinente y feliz de David Matías, antiguo alumno de Bayal y compañero de clase de mi hija Leticia, incorpora, ya se ha dicho, no sólo los mencionados libros, sino también los textos sustanciales que sobre Ferlosio ha venido publicando estos últimos años, desde 2007.
Entre mis papeles de entonces he encontrado las notas que preparé sobre aquella edición. Es probable que fueran utilizadas por el Director General de Promoción Cultural, Chema Corrales, en su intervención, ya que al parecer acudió al mencionado acto placentino. Tras unos datos biobibliográficos, hacía en ellas alusión a su condición de lector y de crítico, en ese orden. Sí, ya dije en cierta ocasión que, apenas descubres tal libro o tal autor, caes en la cuenta de que Bayal ya lo había leído. En lo que a Ferlosio respecta, esta cualidad se intensifica. El autor de Alfanhuí encontró en él al lector ideal. O dicho de otro modo: creo que Bayal es su mejor lector, el que más lejos y más hondo ha llegado en su interpretación y eso, tratándose del autor de El testimonio de Yarfoz, ni es decir poco ni resulta sencillo. Así lo reconocen, además, los ferlosianos de pro, con los que ha compartido amistad y tertulia. Los Pollán, Echevarría, Azúa, Savater, Aguilar, etc. Y el mismísimo Ferlosio, no lo dudo (véase “prueba de color”, la fotografía que abre el libro que presentamos, donde en la pared de uno de los cuartos del palacio familiar de Coria se lee, caligrafiado con pintura por su dueño, “Camino de Jotán”). Cabe añadir que no pocos hemos llegado al conocimiento, siquiera en parte, de la genuina “razón narrativa” del autor de El Jarama («cierta forma de predeterminación esencial y la decidida disposición personal que subyace en el proceso literario») gracias a sus indagaciones. Esos análisis, además, han sido escritos en una prosa a la altura de la razonada, con la cortesía de la claridad, lo que hace aún más elogiable la tentativa.
Pesquisas, añado, que son fruto, por encima de su aguda inteligencia, de “ensayar en torno suyo círculos” con una fidelidad y una persistencia admirables. Conocida “la leyenda de lo inédito, la mitología del silencio” que acompaña a los documentos ferlosianos, amén de la vastedad de lo al cabo publicado, esa labor ha sido titánica. Para decirlo con palabras de su reconocido y reconocible maestro (porque “enseña pensamiento y enseña a pensar”, matiza el autor de Campo de amapolas blancas), “todo argumento es una fatiga y un afán”. Como aquél, Bayal “conoce lo imposible”. La cita inicial de El desierto de Takla Makán es elocuente: «Señoras y señores: ni yo, que llevo cuarenta años pensando en él todos los días, ni mucho menos, por supuesto, ustedes llegaremos jamás a hacernos cargo de lo que es el desierto de Takla Makán. He dicho.»
Los dos, por seguir, son escritores sin etiqueta, notablemente singulares, verdaderos clásicos a contracorriente, pero a la antigua usanza, que son términos que el placentino de Higuera ha usado para definir al romano de Coria.
De la (re)lectura de los textos bayalianos uno saca muchas lecciones. Su enjundia supera el mero asedio crítico, sobre todo si tenemos en cuenta que los dos detestan la prosa retórica y académica que suele gastarse para semejantes investigaciones. Subraya Hidalgo que en los escritos de Ferlosio siempre prevalece el don de la palabra y que, en ese sentido, son comparables a sus textos narrativos. En ellos, dice, se aprecia “un deleite estético” propio de lo “específicamente literario”; “brilla una «razón poética»”. Y es aquí, en este punto, donde resulta oportuno confesar que esta nueva lectura de los escrutinios bayalianos me ha desvelado, ante todo, cuánto se parecen, con ser distintas, sus respectivas obras. Quiero decir que el segundo, al leer al primero, está al mismo tiempo leyéndose a sí mismo (“no leemos a otros, nos leemos en ellos”, escribió, como me gusta recordar, el poeta mexicano José Emilio Pacheco). Es lo que hacen, queriendo o sin querer, los mejores lectores, aquellos que sitúan en el centro de sus vidas, con la debida fatalidad, conscientes de su limitaciones (ese “deambular circular”), la pasión por la literatura.
La singularidad de ambas –cada cual “sabe lo que se hace”– impide que se dé en otros, sus lectores, y en sentido estricto, la categoría de discípulo (puede que con una salvedad: la de Juan Ramón Santos). Si acaso, la de imitador. Tan radicalmente personales son. Cada cual a su modo, preciso. Con todo, cómo negar gustos comunes, coincidencias evidentes. Así, los dos, para empezar, creen en “la preeminencia de la palabra”, “concebida como un don”, que “hace humano al hombre”. Eso que el autor de Paradoja del interventor denomina “lealtad lingüística”. Se muestran atentos para no caer en “la abyección”, tan corriente en estos tiempos de literatura sin escritores, lo que da una naturaleza moral (que siempre he destacado en mis reseñas bayalianas) a su escritura.
Ambos anteponen el escribir al publicar y el noble quehacer del escritor (“descarriado y solitario”) al “grotesco papelón del literato”. Más que la obra, buscan “un sentido y un porqué”. Son “de la estirpe de Kafka”: anhelan “verdad y conocimiento”.
Su palabra es “profana”, pues “toda palabra sagrada (…) no busca ser entendida, sino obedecida”. Se acercan a la realidad “desde fuera”. La hipotaxis es su forma natural de decir, aunque a veces, cuando el autor de Vendrán más años malos y nos harán más ciegos recurre al pecio, esas “astillas del pensamiento” (“catálogos” de su “sistema”), la sintaxis adquiera concisos aires poéticos. Ninguno “deja nada al azar”.
Según la “teoría de las musas”, Ferlosio y Bayal son escritores de genitum y no de factum, es decir, de obras inspiradas y no fabricadas. Sus lecturas son “instructivas”. Escriben desde el “yo intelectual” y no desde el “biográfico”, tan de moda, por cierto, en forma de autoficción. Ajenos “a toda exhibición sentimental del yo”, defienden el antisocratismo. A propósito del “Conócete a ti mismo” inscrito en el templo de Delfos, Ferlosio replica en un pecio: “¡Sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en que pensar”.
Sus personajes (por más que Ferlosio inventara, según Bayal, sólo dos: Alfanhuí y el príncipe Nébride, una suerte de Alfanhuí adulto) viven en un “presente continuo”, sin perseguir “un final, una meta”, en tiempos “consuntivos” y no “adquisitivos”. Son personajes de “carácter” y no de “destino”, por usar los términos utilizados por Ferlosio en su discurso del Cervantes.
Las novelas que han escrito son episódicas. “Memorables”, no “contables”. Es complicado contar su argumento. Sus libros siguen, por aquello de las “metáforas vegetales”, la estructura del ajo y no la de la cebolla.
Su prosa es enérgica. Barroca, en el mejor sentido. Con voluntad de estilo, que dirían Benet (ferlosiano confeso) o Aramburu. Ambos son seres narrativos con un “alto grado”, como escribía Bayal de Ferlosio de “ascetismo, bondad y excelencia”.
Demuestran, en fin, y a las claras, que “la literatura es tan inagotable como sus géneros”, que ellos respetan sólo lo justo. Casi nada.
Por lo demás, voy terminando, me gustaría subrayar de nuevo la perspicacia crítica del autor de El espíritu áspero. Para ello basta con que cite uno de los textos recogidos en Takla Makán: “Elogio del geco”, una reseña maestra que demuestra sin ambages la excelencia en el proceder del autor de Equidistancias.
Destaca éste en Ferlosio un rasgo del carácter que, como le he escuchado más de una vez en nuestras conversaciones intermitentes, él también ostenta: la pereza. No lo parece en el caso que nos ocupa, donde lo que brilla a la postre es su incansable capacidad de trabajo. Es un lujo, sí, este libro que es suma de dos (y pico). Que aparezca en una modesta editorial periférica dice mucho del criterio de su joven editor (y del talante generoso de su autor), pero también de la miopía de los grandes editores del ensayismo hispano.
“Si entras, no saldrás”, ya lo advierte la traducción de las palabras Takla Makán. Al cerrarlo, siquiera de momento, uno tiene la gustosa impresión de que por cosas así, tan misteriosas como evidentes, merece la pena leer y haber vivido. He dicho.

Plasencia, marzo de 2020


Nota. La fotografía superior es de Sandra Moreno Quintanilla. 

Lorenzo Cordero/HOY



6.3.20

Ferlosio & Bayal

No es frecuente que Gonzalo Hidalgo Bayal se prodigue en presentaciones. Esta será muy especial, de un libro que ha surgido de la suma de dos de sus volúmenes de ensayos fundamentales: los ferlosianos Camino de Jotán y El desierto de Takla Makán, que en su primera edición vieron la luz en sellos extremeños: Libros del Oeste y Editora Regional. Ahora, en La Moderna (con sede en Galisteo), de David Matías, gracias a la feliz idea de este antiguo alumno del autor. 
Nos sentaremos a la mesa cacereña de la biblioteca pública los mismos que nos juntamos en Plasencia para presentar el Jotán hace 25 años (y un mes). Sólo faltará, claro, Ángel Campos Pámpano. Quedan invitados.