31.10.24

Para llegar a la poesía

Melchor López (Tenerife, 1965) publicó sus primeros poemas en la revista  Syntaxis y su primer libro, Altos del sol en la colección Paradiso, vinculada a la revista del mismo nombre, ambas situadas en el ámbito lírico y magisterial, digamos, del poeta Andrés Sánchez Robayna. Le siguieron El estilitaOrientalFama del día seguido de Escrito en ArrietaDe la tiniebla (en colaboración con el artista bosnio Stipo Pranyko), Dos danzasSegún la luzDe vuelo, Niño y Cuaderno de Cabo Verde.
Entre lo más reciente, destaco la edición (junto a Urbano Bettencourt) de Californias perdidas. Una muestra de poesía azoriana (Franz)y la inclusión de sus poemas en la antología Honda meditación de toda cosa. Poesía canaria del paisaje 1990-2020, de Francisco León y Jordi Doce, publicada en la secreta colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz.
El subtítulo de esta nueva entrega, dividida en cuatro partes, reza: “Cuaderno de Lanzarote II. 2012-2019”. En esa isla canaria reside. Leo que en Lanzarote el lugar llamado Samarín o Samarí es “un sitio costero, situado al poniente del pueblo de Las Breñas, entre El Caletón de Rijo y La Punta del Viento, municipio de Yaiza, y en ese mismo lugar hay una cueva […]: La Cueva de Samarín”. A ese rincón, entre la realidad y la fantasía, remite el poema “Al lugar llamado Samarín”: “El lugar, aislado del tiempo y el espacio, ha permanecido al margen de las profanaciones que asuelan las islas;  en él podrías ―piensas― vivir el resto de tus días, en él ―dices a tus amigos― podrías esperar sin zozobras la muerte, pero sabes, con tristeza y desánimo, que solamente podrás regresar allí en improbables sueños”.
Con “El camello hacia el abismo” (un potente poema en prosa, muy narrativo, de los varios que se incluyen en el conjunto) se abre un libro (un cuaderno, un diario), digámoslo cuanto antes, que le ha salido a su autor extremadamente canario y, en consecuencia, por lo que explicó Torga, muy cosmopolita y universal. Paisaje y paisanaje, historia y memoria (“Noche de negros y viento en Puerto Naos, circa 1928”). No hay topónimos sólo en el título, casi en cada poema se nombra este o aquel lugar, lo que a uno se le antoja como una decisión libre y voluntariamente tomada en función de la idea general que justifica su escritura. Mozaga, Caleta de Caballo, Arrecife, Tenegüime, Playa Quemada, etc. Todo libro es un viaje.
En esto, por cierto, se une a un coro de voces, cada cual con su tono particular, de poetas canarios de su generación (los de la antología antes citada), y de las anteriores y las posteriores, que toman como centro de gravedad de sus respectivas poéticas esa sustancial condición de isleños que tan bien les define. A ellos y a sus obras, tanto da. Geografía, sí, pero mucho más porque sus versos contienen reminiscencias metafísicas (a ello alude en un poema de la tercera parte) que elevan la mera contemplación del paisaje a filosofía de vida.
Basta con comprobar el vocabulario empleado por López para dar cuenta de sus observaciones (“Nadie ve hoy / lo que yo veo”). La primera presencia, la de la mar océana. Luego, médanos, rocas, malpaíses, volcanes, piedras (“Litofonías”), etc. Y siempre el viento, la arena, las estrellas… Y la luz: “¿O será, sí, la luz, / esa luz que es aquí, sobre todas las cosas, / el ave más hermosa del lugar?”. La de Fuerteventura, en este caso.
Fundamentales son también aquí los mitos (léase “La ordalía de la princesa Ico”, en torno a la leyenda lanzaroteña –como la del camello– de esa mujer mestiza) y la arqueología (léase “Petroglifo”) de sus antepasados guanches.
En otra dirección cabría incluir el monólogo dramático dedicado a Alejandro de Humboldt y su viaje a las islas en 1799. O a otros personajes reales, como don Julián de Muñique, Juan Gopar, John Noyes Kuehn (que publica un libro en la misma colección)…
No está de más señalar cuánto le sirven los poemas para establecer conversaciones con sus dedicatarios: “Sino del viento” (dedicado a Francisco León y Alejandro Krawietz, compañeros de promoción), “Regreso a Fuerteventura” (a sus amigos majoreros), “Argos en el camino” (a Miguel Martinón), “Un collar de huesos para Stipo Pranyko”, “Cuitas de Calibán” (a Ángel Sánchez, coautor del primer libro de Aníbal Núñez) o “La ola y el rayo” (al mencionado Sánchez Robayna).
Otra línea del libro incluiría aquellos de cariz autobiográfico, cargados de emotividad; así, “Exequias en el Jable”, “Elegía en Órzola” (en la muerte de uno de sus tíos), “Soliloquio del parapentista”, “Interludio junto al océano” (“Cada imagen contiene / en su seno un presagio”), “Un amigo español sueña con las islas”, “Microrrelato en el «Día de Canarias»”, “Fluían las imágenes por el cauce”, “Una visita anoche” (emocionante poema sobre sus muertos)…
La cuarta y última sección del libro está formada por un poema único, “Más de cien travesías (Epílogo)”, que reafirma, en sus tres partes, esa canariedad (perdón por el palabro) a que hice referencia al principio. “Van pasando las islas / en relevo de azules”, dice en pleno viaje en un barco alrededor de las suyas, las que dotan de identidad a este libro que calificaría de sorprendente a pesar de su radical humildad y de su engañosa sencillez de planteamiento (lo complejo dista de ser complicado). Por eso precisamente. Está uno cansado de juegos malabares con apariencia de poesía. Basta lo más próximo, en todos los sentidos, el personal y el paisajístico, para crear poemas memorables que nos lleven a ella. Como estos. Su música callada, con su bien medido ritmo magnético, se acerca con sigilo a nuestro oído y nos transmite el mismo asombro, o muy semejante, de quien los concibió.
Dos que me han gustado especialmente: “A una aulaga” y “Último acto”. Son paradigmáticos. Bastan y sobran. Chapeau!
El autor, que tendrá antología en una editorial de alcance el año próximo, ha decidido que este será su último libro de poesía firmado con su nombre (habrá sido por todo lo alto). Por suerte, eso no impedirá que sigamos leyendo versos suyos bajo otra denominación heterónima. De un tal Viejo José Mosegue aparecen unos poemas en el número 24 de la revista Suroeste que…
 
Para llegar a Samarín
Melchor López
Instituto de Estudios Canarios (Colección Retama Nueva), Santa Cruz de Tenerife, 2024. 92 páginas. 10 €
 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO. 

28.10.24

García Fuentes lee "Meditaciones del lugar"

Diario HOY
 
Todo es igual, pero también distinto

Por Enrique García Fuentes
 
José Muñoz Millanes ha editado una antología de los versos de Álvaro Valverde absolutamente nueva y seductora.
 
No deja de ser un error de bulto dejar de lado, preterir o incluso obviar una antología pensando que, total, lo que haya allí recogido ya lo hemos leído –y hasta disfrutado– en más de una ocasión. No quiero caer en tal desatino otra vez (mis más sinceras disculpas, mi querido Zoki) con esta última que nos llega del indispensable Álvaro Valverde, máxime si, como se descubre en seguida, se trata de un trabajo concienzudo y serio que pone de relieve que, en realidad, cualquier antología (y nuestro poeta contaba ya con dos estupendas, más aquellas formadas por su participaciones en las diversas Aulas Literarias extremeñas y de otros lugares) es, en realidad, una nueva entrega que añadir al ya consolidado edifico poético de cualquier autor.
La obra de Valverde es incuestionable en el lugar de la poesía española contemporánea, pero esta elegante edición que realiza ahora José Muñoz Millanes (Navalmoral de la Mata, 1951), uno de nuestros más sólidos ensayistas e investigadores, supone una perspectiva, si complementaria, absolutamente nueva y seductora para acercarnos a ese 'monumentum aere perennius' que es, hoy por hoy, la poesía del creador de este 'lugar' al que nos acercamos, hoy de forma mucho más segura y confiada. Y es que 'Meditaciones del lugar', por encima de todo, propone y permite una relectura más regocijante si cabe de poemas que ya debíamos conocer todos, que ahora, uncidos sabiamente en esta nueva amalgama, brillan tanto aisladamente como en conjunto y completan en esta nueva disposición la genuina validez de la que vienen haciendo gala desde el momento de sus respectivas composiciones. Ahora, recolocados en esta atrayente sugerencia de lectura, se dotan de una entidad todavía más coherente que cohesiona sin duda mejor el ya de por sí modelado conjunto de la aventura poética del autor placentino.
La propuesta del antólogo no puede ser más ilusionante y tiene la virtud de no secuestrar los versos de Valverde para que 'quepan' en su proposición, antes al contrario; es una conclusión a la que se antoja fácil llegar si se ha leído con el esmero y la dedicación que Muñoz Millanes ha desplegado en su cometido. Él mismo la aclara en el prólogo, breve pero enjundioso, y desacredita a los que (yo en un principio) no encontraban acertado el título escogido para esta antología. El acierto fundamental de Muñoz Millanes radica en afrontar y ofrecer una muestra más que satisfactoria de una preocupación que ya el propio poeta había confesado en un artículo publicado hace diez años en la revista Quimera, y que, casi de manera previsora, tituló 'En torno a la noción de lugar'. Allí confesaba sin ambages: «La particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio. Un lugar, en fin, que, convertido en territorio [recuérdese, puntualizo yo, aquel famoso verso suyo], llegue a ser habitable» y terminaba enfatizando: «Creo que es en mis poemas donde con más concisión y voluntad expresiva se encuentra cualquier atisbo de una modesta teoría al respecto». Y esto viene a demostrarse de manera palmaria en la edición que nos ocupa. Arranca Muñoz de la idea ya conocida de que entendemos por 'lugar' una índole concreta, espacial y física que suscita luego una reflexión encaminada a dar sentido a la experiencia. Y como afirma en su atinado y providencial prólogo «la meditación arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio del lugar que, con su especial configuración, lo inspira». Esos lugares reconocibles tal vez, urbanos a veces (la mayor parte en ciudades alejadas de su natural entorno a las que ha llegado respondiendo a su inherente instinto viajero) pero también ubicados en los alrededores de su Plasencia, suscitan (o resucitan), desde su fisicidad, otra mirada, esta vez al interior del sujeto lírico; pero ojo, como advierte el prologuista, «Álvaro Valverde privilegia el lugar en sí, el entorno, en detrimento de la meditación que su composición inspira; presta más atención al lugar físico que a su interpretación». En su poesía, en definitiva, el impacto material del lugar predomina sobre la evocación o la reflexión que genera; la voz se solaza en ese 'locus amoenus' que, luego, sí, dará pie a la perfección del poema que de él emana.
Como quizá es el propio poeta quien mejor conoce dónde está la fuente que mana y corre, ya el propio Valverde se encarga de ubicar sus versos en «un espacio único o ideal, que puede ser jardín o desierto, valle o ciudad, concreto o abstracto, real o imaginario, donde el poeta y, por ende, el hombre, pueda ser feliz (…). Un espacio habitable donde encontrarse a sí mismo». Luego ese lugar transciende, pues «la poesía centrada en un determinado lugar es más universal que aquella otra pretendida, o pretenciosamente, cosmopolita» y hasta termina por convertirse en fin último de la dedicación, El propio poeta lo señaló: «Descubrir un lugar, trazar el mapa del territorio a explorar para, más tarde, una vez colonizado, habitarlo se me antoja una definición posible de la poesía». Y esta magnífica edición no hace sino corroborarlo e iluminar más unos versos, íntimos, propios, que nos llegan ahora con una remozada plenitud.
 
Meditaciones del Lugar. Antología poética (1989-2018)
Álvaro Valverde
Edición de José Muñoz Millanes



Pre-textos. Valencia (2024)
154 páginas.
20 euros.

NOTA: Esta reseña se ha publicado el pasado 25 de octubre en el suplemento TRAZOS del diario HOY.








24.10.24

La ciudad latente de José Muñoz Millanes

La ciudad latente es el hermoso título del nuevo libro de José Muñoz Millanes (Navalmoral de la Mata, Cáceres, 1951), profesor jubilado de la Universidad de Nueva York, autor de los libros de ensayos Las intenciones paralelasModos y afectos del fragmento, La ciudad de los pasos lejanosLa Venecia de Ramón Gaya, La Palabra en vilo. Ensayos sobre el poeta enjuiciado y Los homenajes de Ramón Gaya; de las traducciones de Una carta (de Lord Chandos) de Hugo von Hofmannsthal, Poemas del lugar y la circunstancia de Bertolt Brecht, así como de El origen del drama barroco alemán y Sobre la fotografía de Walter Benjamin. También del Diario disperso y de una antología poética del catalán Marià Manent que se publicó en la colección Voces sin tiempo de la Fundación Ortega Muñoz. 
De su fervor poético dan fe sus conferencias "El mundo de Leopardi" y "El pensamiento y la obra de Leopardi", impartidas en un ciclo sobre el poeta italiano organizado por la Fundación Juan March.
Con el título En selva de inquietudes ha seleccionado y analizado la poesía de Alberto Girri y prologado y seleccionado también poemas de Andrés Trapiello en Oficio parvo, así como los de uno en la antología Meditaciones del lugar (el título es suyo), que acaba de ver la luz en Pre-Textos, sello en cuyo catálogo figura la mayor parte de su obra. Precisamente la introducción de esa muestra cierra el libro que presentamos, la titulada "Lugares de poesía". 
En "Acerca de la ciudad", la primera, reúne los ensayos "La ciudad como palimpsesto" y "A propósito de paseos por Berlín de Franz Hessel". La segunda, "Imágenes de ciudades", integra "Carrusel napolitano", "Sombras en Riverside Drive" y "El Trujillo de Andrés Trapiello". La tercera y más extensa, la componen "Imágenes de Madrid", "Árboles y jardines", "Los límites de una ciudad", "Interiores", "El chalet de Las Rosas" y "Años triunfales". Y la cuarta y última, además del texto citado, incluye "Dos poetas triestinos: Saba y Giotti" y "«El aliento largo de esta gracia»: las imágenes póstumas en la poesía de José Rubio". 
El propio escritor ha grabado un vídeo donde habla de La ciudad latente, pero el libro es mucho más de lo que él puede explicar en menos de un minuto. 
La nota editorial reza: "La ciudad latente contrasta con la ciudad actual, la ciudad física inmediatamente perceptible. Viene a ser un palimpsesto, donde, superpuestas y confundidas, sobreviven huellas de variados aspectos de sus múltiples pasados: arquitectura, urbanismo, modos de vida, personajes históricos o de importancia cultural. A través de la huella, la ciudad del pasado incide en la del presente, pero lo hace de una manera casi imperceptible, pues esos fragmentos de pasado están latentes en ella: dispersos, extraviados, aunque siempre en espera de aflorar. De ahí que requieran la atención del flâneur o paseante ocioso, cuya mirada vacante le permite apreciar las huellas en cuanto sutiles detalles anacrónicos. Los distintos capítulos de La ciudad latente exploran estratos del palimpsesto de ciudades como Nápoles, Nueva York, Madrid y Trujillo".
El libro se lee sin querer. Porque la prosa de Millanes es fluida y busca aligerar lo complejo. También porque reflexiona sobre asuntos tan raros como interesantes. No es un ensayista al uso el moralo y nunca a la violeta: su erudición es de las que aportan saber y no un rimero de datos y hechos sin verdadera importancia. Su reflexión nos acerca a temas eternos (la ciudad, la poesía) y a autores intemporales (no hablo de mí, por supuesto). 
La sección madrileña demuestra el buen conocimiento que Millanes tiene de la capital de España, una ciudad que de nuevo le acerca a su editor y amigo Andrés Trapiello, el autor de Madrid y el protagonista del capítulo sobre Trujillo.  
Además del ensayo que abre La ciudad latente, he disfrutado mucho con el dedicado a Nápoles (qué recuerdos), ciudad donde residió, y con la relectura del que destina a los dos poetas triestinos Saba y Giotti. 
El ensayo literario es uno de mis géneros favoritos, sin duda, una pasión que acrecienta la lectura de este libro singular, elegante y discreto. Más en esta edición tan cuidada desde la bonita cubierta. Búsquenlo. 

22.10.24

"Devagar" en los Cuadernos de Humo

"Todo llega", decía Hilario Barrero, director de Cuadernos de Humo, hace unos días en Facebook, y seguía: "En este siete de octubre lluvioso y melancólico acaban de entrar los ejemplares del Cdh42 y la casa se enciende. ¡Es un número bandera!
Traen los poemas portugueses de Rafael Fombellida, un prólogo de Álvaro Valverde e ilustraciones de Álvaro Fombellida.
Como siempre enviaremos el pdf a la lista de "suscriptores". Muchas gracias por seguir al Humo".
Por su parte, y como respuesta, escribía en su muro el poeta cántabro Rafael Fombellida: "NUESTRO QUERIDO amigo, el poeta Hilario Barrero, ha tenido la gentileza, y la generosidad, de editar aquel cuaderno portugués que quedó anclado en el abra del Tajo, o en la foz del Duero, años atrás. Con un preliminar de otro gran poeta y querido amigo, Álvaro Valverde, y con imágenes de mi hijo Álvaro. Cuadernos de Humo, num. 42. Brooklyn, Nueva York. Entre el Hudson y el mar de la Península ya viajan los poemas. Abrazos mil y gracias mil, Hilario". 




La verdad es que Devagar ha quedado precioso. Por las ilustraciones de Fombellida hijo y, lo que más importa, por los versos portugueses, digamos, del padre de la criatura. Y gracias al cuidado que ha puesto Barrero en todo. Ha sido un placer colaborar con ellos. 
Si no eres uno de los cincuenta privilegiados que tienen un ejemplar en papel, aquí tienes el pdf con el cuaderno en cuestión. 


20.10.24

Fernando Pérez, un intelectual silencioso

Leí este texto ayer en Alcántara, en el marco del Congreso de escritores organizado por la AEEX con motivo del 40 aniversario de su fundación, después de una espléndida ponencia de Luis Sáez sobre otro intelectual, Paco Muñoz, el que fuera consejero de Cultura, que abría un homenaje no sólo a él, también a "aquel grupo de amigos" que le acompañaron en aquella apasionante aventura, cada cual a su modo; amigos que la muerte, como a él, nos arrebató. Me refiero a "los imprescindibles", en orden de deceso, Fernando Tomás Pérez González, Ángel Campos Pámpano, Santiago Castelo y Julián Rodríguez.  De los tres últimos hablaron, respectivamente, Carmen Araya, Carlos García Mera y Antonio Sáez. Le tocó a uno recordar al primero, el que antes y tan a destiempo se fue. Como el resto, apenas iniciada la cincuentena, salvo Castelo que estaba cerca de los setenta. 
Moderó la mesa el poeta placentino Serafín Portillo. 
Añado al final un post scriptum motivado por un comentario de Antonio Sáez en la emocionante evocación de su amigo Julián. 

Aunque parezca mentira, el que viene hará veinte años de la prematura muerte de Fernando Pérez, como le llamábamos casi todos. A destiempo, en plena posesión de unas sólidas facultades intelectuales y al frente de la Editora, que él realmente inventó, donde culminaba una década prodigiosa. Finalizada su labor como comisario de la exposición Extremadura en sus páginas. Del papel a la web, en la que estuvo centrado “hasta sus últimos días ―y no hablo metafóricamente―, con la enfermedad pisándole los talones”, como dejé escrito. En el catálogo, su último ensayo: “La ilustración pasa en berlina”.
De cuanto digo fui testigo y en esa condición quiero hablar hoy aquí. Con la perspectiva que proporciona el paso de los años.
 
Por su dedicación a las tareas de editor (y a algunas otras que le vinieron dadas por formar parte del organigrama de la Consejería de Cultura, de la que era titular su amigo Paco Muñoz), por su dedicación a las tareas de editor, decía, Fernando tuvo que dejar atrás dos pasiones fundamentales en su vida: la docencia y la investigación (la historia, la pedagogía, la literatura, el pensamiento científico, etc.). Siempre sospeché que la escritura creativa también había quedado aparcada. Su capacidad lectora, y desde temprano, alimentó siempre esa conjetura de la que no tengo más pruebas que la mera intuición. Sus artículos acaso le delaten, como aquel “Académicos de Argamasilla”, que publicó en el HOY tres meses antes de su fallecimiento y que, como afirmé en su momento, “tiene algo de testamento literario y moral”.
Sé a ciencia cierta que su dedicación a la Editora no daba para otras lindezas y que ese quehacer no admitía, consigo mismo, otras distracciones. Con todo, ahí están sus libros: El pensamiento de José Álvarez Guerra (bisabuelo de los Machado), Godoy y su tiempo, España sin sus colonias, Tres filósofos en el cajón, Los Orígenes de la Enseñanza Media. Badajoz siglo XIX o La introducción del darwinismo en la Extremadura decimonónica. Y el oportuno y póstumo Artículos y ensayos. “En el prólogo, que firma Fernando Pérez Fernández y uno ha leído con el corazón en un puño ―comenté cuando vio la luz―, se hace alusión a la modestia, tenacidad y discreción del autor, un investigador sistemático, y a sus aportaciones, llenas de profundidad, rigor y coherencia, sólo aparentemente modestas. No en vano compaginó esa vocación (que iba de la historia a la literatura, de la ciencia a la filosofía, del periodismo a pedagogía) con la práctica docente y, más adelante, hasta su prematura muerte, con su trabajo gustoso como editor, el mejor que hayamos tenido por estos lares.
Se recuerda su gravedad, que disimulaba con una aguda ironía, y su carácter serio, pero jovial. Se mencionan algunos nombres propios (maestros, colaboradores, amigos, etc.) y algunos versos convertidos en lemas que supo hacer suyos: el machadiano ‘Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más, sed lo que he sido / entre vosotros: alma. / Vivid, la vida sigue / los muertos mueren y las sombras pasan; / lleva quien deja y vive el que ha vivido’ (que acabó siendo su elegido epitafio), y el ‘Recuérdalo tú y recuérdalo a otros’ de Luis Cernuda”.
No está de más reconocer, llegados a este punto, la importancia que tuvo para Fernando la poesía (basta con comprobar el cuidado que prestó, por dentro y por fuera, a la colección de la Editora), algo tan raro como definitorio, un género, digamos, que otros, como Andrés Trapiello, han usado para recordarle y que denota su sensibilidad de lector de fondo y con criterio. A la justicia poética podríamos atribuir que su primogénito haya dado en poeta.
 
Recuerdo a Fernando en Plasencia, en 1996, durante la celebración de un Congreso de Escritores Extremeños. Fue allí donde se afianzó nuestra amistad. De tímido a tímido. Era secretario aún de la asociación convocante. La que organiza este Congreso. Como tantos, estuvo desde el primer momento en el empeño común de normalizar culturalmente esta tierra irredenta, secularmente atrasada. Fue uno de los que se quedaron (nos quedamos) para poder hacerlo desde aquí. En Extremadura, quiero decir, y no encerrados en un cómodo gabinete con una espléndida biblioteca. No había otro modo. Estaba casi todo por hacer. Qué bonita aventura.
En su caso, optó por implicarse desde la gestión política, que no deja de ser la manera más eficaz de conseguir cualquier objetivo social importante. Por suerte, la colaboración pública y privada, las instituciones y la sociedad civil, aunaron esfuerzos para lograrlo y, en buena medida, se consiguió. Su iniciativa al frente de la Editora Regional fue decisiva. Desde ese lugar propició numerosos proyectos, más allá del hecho capital de publicar, y del mejor modo posible, libros de autores extremeños o vinculados a Extremadura, además de los estudios e investigaciones necesarias para alcanzar, ya se dijo, esa normalidad perdida. La memoria de los acontecimientos que apoyara nuestra vindicación cultural. A través de los Talleres de Relato y Poesía, por ejemplo, con su apoyo a la revista Espacio/Espaço escrito o a las Aulas Literarias (lo que me lleva a mencionar a Ángel Campos Pámpano, otro “imprescindible”, amigo cercano y cómplice de Fernando). En efecto, estas actividades también estuvieron en su radio de acción, ya sea como inventor, ya como colaborador necesario. La suya fue, en suma, una vocación de servicio público que como en los casos de Julián Rodríguez y Ángel Campos nunca se vio reconocida siquiera con una Medalla, la máxima distinción institucional que se concede en esta Comunidad Autónoma, y que, de haber sido así, estaría mucho menos desprestigiada de lo que está.
Bromeaba Fernando con frecuencia acerca de lo que (con su amigo Antonio Franco, otro “imprescindible”) denominaba el patatal. Ese batiburrillo de poetastros de salón, eruditos a la violeta, académicos de Argamasilla y demás ralea, dizque culta, que pululaba y pulula por la Extremadura de nuestros dolores. Él pretendía para esta tierra que tanto amaba otra cosa menos banal y pedestre y su idea de Extremadura, perfilada en sus escritos y materializada en sus realizaciones como editor, simboliza los ideales democráticos y liberales (en su más genuino sentido, el ilustrado y decimonónico de la Constitución de Cádiz) y está en el núcleo de su pensamiento, que uno calificaría de socialdemócrata (al menos como se entendía entonces, poco o nada que ver con lo de Sánchez) y, a su modo, republicano. Fue, y eso es lo que a la postre importa, un ciudadano extremeño cabal.
 
Estamos de acuerdo en ponderar como hito máximo de su trayectoria profesional (y vital) su cometido al frente de la Editora Regional de Extremadura. Diez años en los que consiguió que un modesto sello público lograra la unánime acreditación de lectores, escritores, críticos, periodistas y, lo que es más difícil, de editores privados de la categoría de Beatriz de Moura (Tusquets), Jorge Herralde (Anagrama) y Manuel Borrás (Pre-Textos).
En el meollo de su culta y pacífica revolución, que habían iniciado otros once años antes, el cambio de diseño, esto es, la concreción de un nuevo paradigma tipográfico. Tan clásico como moderno. O precisamente moderno por clásico, como el propio Fernando. Para ayudarle a definirlo, la propicia presencia de Julián Rodríguez (otro “imprescindible” sin Medalla), que dio años más tarde en editor y que ya llevaba ―a las evidencias me remito― esa pasión libresca en la sangre.
De todas las colecciones que puso en marcha Fernando destacaría La Gaveta. Porque La Gaveta era él, algo que se comprende a la perfección después de leer el texto de Gonzalo Hidalgo Bayal que sirvió de presentación de Gaveta de gavetas en la Feria del Libro de Badajoz en mayo de 2006, accesible en la página web dedicada a la vida y la obra de Fernando que mantiene su hermana Celes.
Podría agregar la colección Ensayos Literarios, donde su retrato queda también perfectamente fijado.
Sobre su empeño dijo algo elocuente por demás: “Mantener ese territorio sagrado, donde sólo cuenta la excelencia y la calidad literaria me ha podido costar disgustos y enemistades, pero ese es el precio que debemos pagar los editores”.
Si a la colaboración con Julián añadimos la tarea impagable llevada a cabo por María José Hernández, el círculo se cierra y el milagro se explica, o casi.
 
No para hablar de uno, sino para dejar constancia de su ejemplo (bendita palabra), me permito evocar las muchas horas que compartimos en sus últimos años de vida, cuando la enfermedad limitaba un tanto sus acciones y yo le recogía muchos días en mi coche a la puerta de su casa cacereña para viajar juntos a Mérida o a al sitio que tocara. De esas conversaciones (nunca demasiado largas), de su discreción (el último “imprescindible, Santiago Castelo, con el que estuvo en La Habana, le calificó atinadamente de “intelectual silencioso” y Alonso de la Torre dijo: “A mí me gustaba Fernando Pérez porque no iba de nada, porque era calladito, porque se ha ido sin ruido y nos ha dejado el silencio”), de su entereza (como en aquella agónica comida con Antonio Franco que celebramos en torno a unos platos de arroz en Badajoz), de su elegancia (tan sobria como él), aprendió uno cuanto pudo. Intento retener esas inolvidables lecciones intemporales. No en vano sigue siendo uno de mis referentes; una de esas personas, poco importa si ausentes, a las que cada poco preguntamos en silencio si debemos hacer esto o aquello. Cómo lo harían ellas.
Javier Cercas lo definió como “hombre bueno”. Y como “patriota extremeño”. Como Borrás ―que destacó también su bonhomía―, desde el primer momento en que le conocimos, supimos a quién teníamos delante. 
Hay encuentros fundamentales en la vida de cualquiera y el mío con Fernando fue sin duda providencial. Con él y con su familia, pues tuve el placer de conocer a su padre ―el fino, azoriniano escritor Fernando Pérez Marqués― y de tratar a su mujer ―Susi― y a sus hijos ―en especial a Fernando―, así como a sus hermanas (menos a sus hermanos): Isabel, Celes y Julia, tres personas vinculadas a las letras por feliz tradición familiar. Que la saga de “los Pérez” (Luis Sáez dixit) continúe, lo anticipé en su necrológica, me alegra muchísimo. No más que a Fernando, esté donde esté.
“Hay una clase de amor que no puede ser dicha”, sentenció Julián Rodríguez refiriéndose a él.

POST SCRIPTUM

Diferenció Antonio Sáez, al recordar a su amigo de infancia Julián Rodríguez y con total pertinencia, entre seriedad y solemnidad. De hecho, aclaró, lo serio no mueve a burla pero lo solemne puede ser ridiculizado. Venía a cuento de una afirmación tajante: nunca vio quejarse a Julián. Odiaba el victimismo, tan común entre nosotros y en esta tierra. Nunca esperó nada ni le molestó que no se lo dieran. Al decirlo, me miró. Entre líneas se estaba refiriendo, aunque no sólo, o eso creí entender, a lo que uno había dicho a propósito de los premios y más en concreto de la dichosa Medalla de Extremadura. Me puse rojo, como el niño que es pillado en un renuncio. Ya dije en su momento que sobre este asunto no iba a volver a hablar. No desde que reivindiqué, a su pesar, para el escritor Gonzalo Hidalgo Bayal el galardón institucional que contó con el apoyo del Excmo. Ayuntamiento de Plasencia, quien presentó a la Junta su candidatura debidamente documentada— y se la concedieron... a Pepe Extremadura. 
Reconozco que me molesta profundamente esa omisión. Estoy a favor de las cosas bien hechas, qué le voy a hacer. Me fastidia, sí, que, salvo Castelo, ninguno de estos tres "imprescindibles" que tanto hicieron por la redención cultural de Extremadura (y no sólo) fueran reconocidos con la máxima distinción que otorga la Comunidad Autónoma en nombre, y esto es fundamental, de todos los ciudadanos extremeños. De las comparaciones... Estoy convencido, en fin, de que ninguno esperaba menos y que eso les daba absolutamente igual. Con todo, a la vista de sus logros, en el sentido más serio y profundo de lo que esa distinción debería representar (un sentido que se dilapidó, o casi, por el camino), qué menos. 

La medida de un hombre

La recepción en español de la poesía del catalán Joan Vinyoli (Barcelona, 1914-1984) ―que trabajó desde los dieciséis años y hasta su jubilación en la editorial Labor y fue un “bebedor de fondo”, al decir de Vázquez Montalbán― empezó con aquellos 40 poemas que José Agustín Goytisolo reunió en 1980, ampliados a cincuenta poco después en edición de Josep M. Sala-Valldaura, y nunca ha cesado. De la mano de solventes traductores: Corredor Matheos, Panero, Valls, Marzal, Vitale, Agudo… Dos poetas, José Ángel Cilleruelo y Vicente Valero (que traduce un solo libro, el último), se ocupan en esta ocasión, y con qué pericia, de verter su obra poética. 216 poemas, un 40% del total, según su editor, el citado Sala-Valldaura, autor de Joan Vinyoli. Introducció a l’obra poética y El vuelo y la cuerda. Sobre la poesía de Joan Vinyoli, así como de la introducción (un exhaustivo ensayo) de esta amplia antología.
Se recogen versos de todos su libros: Primer desenlace, De vida y sueño, Las horas rescatadas, El Callado, Realidades, Todo es presente y nada, Aún las palabras, Ahora que ya es tarde, Viento de cobre, Libro de amigo, Cantos de Abelone, El grifo, Poemas en prosa, Círculos, De madrugada, Dominio mágico y Paseo de aniversario. En orden cronológico. Pocos de las primeras entregas y muchos más de las de madurez. Por completo, Libro de amigo y Cantos de Abelone ―un singular díptico―, Dominio mágico y Paseo de aniversario, acaso los mejores.
Sus primeros maestros: Riba y Rilke, al que tradujo. Se le sitúa entre el romanticismo alemán, la poesía pura francesa y el postsimbolismo. Nunca fue un realista ni siguió las modas, por lo que fue excluido de los recuentos generacionales. Un lince tachó su obra de “obsoleta, evasiva, hermética y ensimismada”. Lo resume bien su hijo Albert: “Era simplemente poeta, y a veces las cosas sencillas no acaban de entenderse del todo”. Alguien, sí, que “repudia las metáforas”, que “desdeñaba toda afectación o efusividad”, señala el editor, que “va al misterio raigal del hombre”, como buen humanista. Fue nocturno y solitario.
Según Goytisolo, “su poesía evolucionó de la temática cotidiana en tonos optimistas a un reflejo angustiado por la fugacidad de la vida”. Joan Margarit (que lo antologó) prefería al “poeta arisco y elíptico, a menudo desolado”. Valentí Puig habló de su “incertidumbre vital irremediable” y calificó la suya como “poesía de la existencia”, “una lírica de las enfermedades silenciosas”.
Su voz es contemplativa, evocadora, pesimista, elegíaca, moral y melancólica. De atisbos metafísicos: “Bastante sé que la claridad / germina en lo oscuro”. “La poesía se me ha convertido en la respuesta más grave y sencilla a las grandes preguntas que salen del fondo más íntimo de nosotros”, confiesa. “No es cosa de sentimientos, sino de experiencias”. “Cuestión de trabajo y no de repentinas iluminaciones”. “Aleja de las apariencias”.
“Las palabras me llevan no sé dónde: / en ellas ya me quedo, y es un mundo”, afirmó. “En verdad las palabras / no están para entendernos por lo que significan / solamente, sino para descubrir / aquello que, transparentes, ocultan”. Vienen “de muy lejos”, de los adentros, donde todo son dudas, dualidades, paradojas. Van del canto al silencio, siempre cerca de la música. A lo hondo.
No ha tenido mala suerte Vinyoli en castellano y eso que en 1977 rechazó el Premio Nacional de Poesía por razones “exclusivamente políticas”. “Mi nación es Cataluña”, aseveró. En 1985, esta vez sin remedio, le fue concedido póstumamente el Premio Nacional de Literatura (sin distinción de género) por Passeig d’aniversari.
Nuevos lectores constatarán que esta poesía está destinada a vencer al tiempo.
 
Joan Vinyoli
Edición bilingüe de Josep M. Sala-Valldaura
Traducción de José Ángel Cilleruelo y Vicente Valero
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024. 488 páginas. 29 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

    

15.10.24

Carlos Alcorta lee "Meditaciones del lugar"

 
La obra poética de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) es lo suficientemente amplia ―hasta la fecha, trece títulos sin contar plaquettes ni libros colectivos― que bien merece una antología como la que ha preparado José Muñoz Millanes bajo el título “Meditaciones del lugar” ―la anterior, “Un centro fugitivo”, en edición de Jordi Doce, data ya del lejano 2012―, un título muy apropiado, aparte de por las razones que esgrime el antólogo, por la teoría estética que defiende el propio poeta, quien ha expresado su predilección por esos lugares, más o menos apartados, que invitan a la contemplación. «En el origen de mi interés por la poesía ―escribe Valverde― confluye, no sé bien por qué, una preocupación por lo que se ha dado en llamar noción de lugar. Tanto es así que la particular búsqueda y visión del lugar se ha venido convirtiendo en razón de ser y justificación final de casi toda la poesía que he escrito. Un lugar, anticipo, que es todos los lugares, porque con todos contrasta. Un lugar que desde lo concreto y local de su ámbito intenta alcanzar lo universal que le es propio». 
La antología comienza con “Las aguas detenidas” (1989), su segundo libro (no incluye “Territorio” (1984), libro con el que yo descubrí al poeta). Las características más relevantes de su poesía ya sobresalen en este libro y se irán afirmando en todos los siguientes, aunque en los últimos títulos la dicción se ha ido depurando en detrimento de la narratividad. El poema gana así, gracias a la contención expresiva, lirismo y ambigüedad semántica. Una de las señas de identidad de esta poesía es la unión de reflexión y naturaleza. El lugar donde se propicia el canto posee una importancia primordial en un poeta que observa el mundo con una inusitada benevolencia, que se siente parte del entorno, pero también de los objetos. Todo ello conforma un entramado familiar que necesita ser enunciado a modo de agradecimiento: «Una sola mirada de sosiego / bastará a quien dispone su alianza / entre el azar y el mundo confundida / en la sombra que es y no al ocaso». Los lugares de la meditación propician además el encuentro con uno mismo y, por ende, no esconden la incertidumbre de buscarse a sí mismo, de no saber bien quién se es: «Así desde la noche, en el origen, / en el turbio presente casi exacto / de una vida pasada inútilmente, / ese ser que yo he sido ―sin conciencia / siquiera de saberlo―, la figura / que ahora me contempla», el ser que encuentra una razón de permanencia cualquier instante que alimente su conciencia de estar vivo. La poesía de Álvaro Valverde es una especie de oración laica y, como total, no necesita altares o púlpitos, solo «un paisaje próximo / donde es fácil sentir / la apariencia de un orden, / la sencilla armonía de lo vivo y lo ausente, /la verdad, la belleza / de la luz que se gasta. / Un lugar donde, a solas, / ser simplemente, un hombre». En versos como estos percibimos ecos de poetas contemporáneos como Joan Vinyoli, Gabriel Ferrater o Valente, pero también de los místicos españoles, sobre todo de fray Luis. Como afirma con buen tino Muñoz Millanes, «La meditación arranca del presentimiento de algo intangible, de algo que está más allá del reducido espacio, del lugar que, con su especial configuración, lo inspira». El lugar, los lugares son muy concretos y tienen que ver con su propia imagen de la realidad, pero no siempre. Los viajes ponen al poeta en contacto con lo desconocido y este, huyendo de la mirada sumisa, se detiene a observar sin prejuicios, viéndolo todos con los ojos del extrañado, palabra que utilizamos en su varios doble acepción. Al salir de su espacio natural, Valverde no lo echa de menos. Se adapta a su nuevo entorno y disfruta embebido de los ecos de la ciudad por la que deambula como un flâneur baudeleriano. De nuevo nos valemos de palabras de Muñoz Millanes: «Álvaro Valverde privilegia el lugar en sí, el entorno, el detrimento de la meditación que su composición inspira. Presta más atención al lugar físico que a su interpretación. En su poesía […] la sensibilidad (el impacto material del lugar) predomina sobre la evocación o la reflexión que genera». Las impresiones que suscitan tanto el entorno natural ―muy vinculado a su presente, pero también a su pasado― y espacio urbano, más ceñido a experiencias coyunturales, se funden no solo en el pensamiento, sino en la palabra. Álvaro Valverde medita en voz baja, como si el fuera su único interlocutor, y para eso no precisa hacer uso de un lenguaje enfático ni de una ensortijada retórica. Sus poemas gozan de una enorme legibilidad, por eso, quizá, nos resulta sencillo ser uno más que contempla, otro que se mira en un paisaje interior que, aunque ajeno, guarda muchas similitudes con el de cada uno de nosotros. Esta identificación solo es posible gracias a la poesía verdadera. Lo demás merece el silencio.
 
Reseña publicada en El Diario Montañés, 11/10/2024

8.10.24

¿A qué esperan?


Hay acciones culturales realmente minoritarias que son fuente y plataforma primordial de los valores compartidos por la sociedad y cuyo éxito depende de hacer comprender a los agentes interesados el impacto social y económico que estas tienen.
Sabemos que la programación o creación de una actividad cultural puede estar determinada por líneas de actuación y fines diferentes: satisfacer las demandas del público, complacer las de los políticos, adaptarse a las mejores ofertas de creadores y productores, formar y estimular al público…
Sólo por su valor material los humildes ajuares (sábanas, enaguas, refajos, zapatos…), recobrados y expuestos en un museo (el Etnográfico y Textil 'Pérez Enciso' de Plasencia), no se hubiese recuperado un patrimonio fundamental para comprender nuestras raíces. Lo supo ver bien Manuel Veiga, el que fuera presidente de la Diputación cacereña.
El Archivo Municipal de Plasencia no sería hoy un centro de estudio y referencia para comprender nuestra historia sin la ordenación y catalogación de sus imprescindibles documentos. Lo entendió perfectamente su antigua archivera, Esther Sánchez Calle.
Perderemos mucha historia de la ciudad de Plasencia si no recuperamos el cementerio judío, y si no recogemos los estudios sobre la judería de Plasencia (que como tal no existe), sin los trabajos de los arqueólogos e historiares que se ocupan de clasificarlos y documentarlos, etc.
En todas estas «puestas en valor» (horrorosa locución), las instituciones han sido fundamentales. La cultura siempre ha estado ligada al Estado moderno (administraciones), que en multitud de casos asume el gasto de mantenimiento de los equipamientos (museísticos, arqueológicos, archivísticos, etc.).
En nuestra «memoria histórica» queremos pensar que cabe la reivindicación de Trazos del Salón: crear un Centro de Arte Contemporáneo a partir de la colección del Salón de Otoño/Obra Abierta, un fondo que reúne las condiciones expresadas más arriba para ponerse de una vez en marcha.
Y por eso sostenemos que el Ayuntamiento de Plasencia, la Diputación de Cáceres y la Junta de Extremadura, que reconocen la trascendencia de la cultura en la elevación de las personas y en la construcción social y comunitaria, deberían aplicar su legislación cultural cada vez más extensa y especializada. Y generar, promover e impulsar las condiciones desde sus órganos administrativos, para ejercer las funciones ordinarias de coordinación o enlace. Igualmente, deberían construir consorcios con personas jurídicas, si fuera necesario, para esa gestión coordinada. Y, por fin, facilitar infraestructuras, equipamiento y mantenimiento.
También los nuevos agentes privados, como las fundaciones con su mecenazgo, completan una importante labor de protección y agitación cultural.
Habría que insistir en que un museo es una actividad, no un lugar. Un lugar abierto a la creación, insertado y en conexión permanente con la sociedad, comprometido con la educación y en continua comunicación con otros museos y centros de arte. Y que un proyecto cultural existe aunque no exista todavía el edificio.
La actual fundación bancaria de la Caja de Extremadura (Unicaja Banco) debería seguir siendo ese agente activo y comprometido con la acción cultural de la ciudad de Plasencia y, aun con los cambios operados en su filosofía, concretar la presencia territorial de sus intervenciones y su representatividad colaborando con múltiples proyectos, grandes y pequeños, que generan actividad y puestos de trabajo y un valor económico con resultados sociales relevantes nada desdeñables.
Una cosa es «echar al olvido» los errores y los malosentendidos pretéritos (un gesto muy griego, como recordaba hace poco en otro contexto la historiadora Carmen Iglesias) y otra muy distinta que Trazos del Salón deje que su proyecto «caiga en el olvido». En nuestro caso, volver al pasado es sólo un paso necesario para revitalizar el presente e impulsar definitivamente el arte en esta ciudad hacia el futuro. ¿No lo merecemos?
En el caso de Trazos del Salón, el intento de conversar en los despachos para crear un espacio de exposición permanente en Plasencia, no parece tener éxito y tampoco debería asombrarnos. A la vista de lo sucedido, podría parecer que ningún «profano» es digno de incorporarse a una conversación si no pertenece a «la tribu» que la convoca.
Seguimos esperando una respuesta concreta para el centro de arte que acoja la colección del Salón de Otoño/Obra Abierta o para la cesión de la obra de Jiménez Carrero o para la quimérica recuperación del Sorolla recientemente adquirido por el Gobierno de España o para que los artistas locales tengan un espacio propio y estable.
No deseamos vaguedades o matizaciones, tal como nos viene sucediendo desde hace cinco años, lustro en el que todo transcurre con una monotonía aburrida y exasperante.

Este artículo, firmado por Santiago Antón y por mí, se ha publicado hoy en el diario HOY. 
La ilustración corresponde al cuadro "Ventanas 1 y 2", de Julián Gómez.

2.10.24

Nuevos poemas de Fernando Sanmartín



El poeta Fernando Sanmartín vuelve a la carga. Y lo hace como suele: en una colección exquisita y minoritaria (qué verdadera poesía no lo es), por breve (esto es una plaquette y no un libro), con la misma sutileza y elegancia que destilan sus versos. 
Archivo fotográfico es la quinta entrega de la colección Cuadernos del Mirador y fue impresa, cosida y encuadernada sobre papel verjurado crema el pasado 24 de julio en la ciudad jiennense y muy literaria de Úbeda; el mismo día, como reza en el colofón, pero de 1967, que Paul Celan leyó poemas en la Universidad de Friburgo delante, entre otros, del filósofo Martin Heidegger. 
Tengo en mis manos el ejemplar número 8 de una tirada no venal de 30 y viene firmado por su autor. La edición es preciosa. El diseño y su cuidado, justo es decirlo, corresponden a Francisco Sánchez Bellón y la viñeta de la cubierta es obra del pintor Pepe Cerdá. 
Sus páginas parecen, al abrirlo, metidas en un sobre gracias a la ingeniosa doblez de las solapas. Una joya para cualquier bibliófilo (su amigo Melero, por ejemplo) y, después de leerlo, para cualquier amante de la poesía. 
Al frente, una cita del poeta portugués Jorge de Sena: ... la orilla no pertenece al río.
El título no da lugar a equívocos. Ni el barco de la portada. De postales o estampas hablaría uno por aquello de que cada poema -son ocho en total- viaja, digamos, a un lugar. El primero sitúa la acción en Nueva York: "Perderse, a veces, / puede ser como lavar una herida". 
Desde el principio, Sanmartín es capaz de mezclar realidad e imaginación a base de comparaciones y metáforas sorprendentes. A uno le recuerda vagamente a Simic, otro explorador del misterio que se esconde ante nuestros ojos, en plena cotidianidad. Algo que desconcierta, no cabe duda. Un tono surrealizante, digamos, pero que no cae en el sinsentido, la boutade o el absurdo. Nada ortodoxo. Más que un mero juego. No en vano ha afirmado que "el surrealismo es un camino que en algún momento conviene tomar. (...) Me doy cuenta, y lo han dicho otros, que el surrealismo te adentra en una atmósfera de libertad que vale la pena". 
Si la poesía fuera un circo, entendido en su sentido más genuino y favorable (como el del Sol, que vi hace unos días en Sevilla), este hombre sería uno de sus mejores saltimbanquis.
En el segundo viajamos a Estambul. Pero no para hablar de esa ciudad o pasearla o describirla, sino para contar, en este caso, una situación que podría haber sucedido acaso en cualquier parte. 
(A rachas, el diarista y el narrador se cuelan en la escena de estos versos para ahondar con sigilo en el secreto.)
El tercero está dedicado a un lugar poético por excelencia: el silencio. "El silencio es feo / cuando llora la sal". El silencio / es un suburbio / en el que muchachos terribles / tiran piedras / a un oso ciego". "El silencio es lo repetido, / la oración de los sótanos, / el testamento último".
El cuarto, una enumeración borgeana (mejor que caótica, porque al fin y al cabo ésta tiene sentido). A partir de "Quiero ser...", "Quiero ir..." y "Quiero que...". Jonás, Miguel Strogoff, Mallarmé, linterna en la noche. A la tumba de Pedro de Osma, a la isla de Elba. "Quiero que la tristeza se convierta en un viejo caballo". 
El quinto nos traslada a una tarde de lluvia en Turín donde dice que no sabe "ahuyentar / lo inacabado". 
De nuevo las repeticiones en el sexto, sobre la base de "Desconozco si Hamlet...". Si "aspiró / a ser confuso", si "iba en taxi / hasta Brooklyn / para llenar de ceniza / el rumbo de sus brújulas", si en él "vivía un hombre tímido" o "se asomó / a Faulkner".
En el séptimo poema, el más emotivo, "está mi padre". Y su muerte cuando el poeta contaba trece años. "Soy una pintura negra de Goya". Un poema donde "no hay ruido / y sí mucha intemperie / porque la memoria es un idioma / que me produce insomnio". 
El octavo y último, muy breve, repite dos veces "Es hora / de". "Busco mi nombre / para desvestirme", concluye. 
"Un poema exige, a veces, mostrar con pocas palabras, lejos de cualquier envoltura, lo que se ha vivido", ha dicho Sanmartín, y no es mala poética.
Doy por hecho que estos poemas formarán parte de un libro futuro y que más de treinta lectores podrán disfrutarlos. Paciencia.