Si algo me ha preocupado a medida que he ido primero seleccionando los textos y después corrigiendo las pruebas de Porque olvido es la cantidad de muertos que se han ido acumulando en mi camino a lo largo de estos últimos quince años. Personas cercanas a las que traté y quise. No, no quiero pasar por necrólogo, como el personaje de mi poema "Noticia de la muerte". Desde que terminó la edición de ese grueso volumen de cuatrocientas páginas, una mínima parte de lo escrito en este rincón, se han sumado a esa lista, por ejemplo, Antonio Franco y, en menos de un mes, mi madrina Loli y mi padrino (y tío) José Antonio Valverde Luengo; para nosotros, su familia y sus amigos, Ñoño. Un infarto se lo llevó el viernes por la mañana mientras se aseaba en su pequeño apartamento de la residencia de mayores donde vivía. Tenía 83 años. Al tiempo que intentaba asimilar la noticia, recordaba momentos inolvidable con él. Buenos y malos. De la salud y la enfermedad (mejor dejarlos). Entre los primeros, además de las excursiones veraniegas a Cuartos o a La Alberca y mil y una celebraciones familiares más, me acuerdo de aquellas apoteósicas llegadas nocturnas a Plasencia (en el 850) tras un largo viaje desde Bilbao, donde trabajó para la empresa Agromán durante años y donde nació Luisra. En una visita que les hicimos, hice mi primer viaje largo en tren y vi por primera vez el mar.
Fue un animal nocturno. No le gustaba madrugar. Aquella estancia en el Norte (y sus sociedades gastronómicas) le confirmó en otro gusto: el de la comida, que ha sido (no sé si es) tradición familiar. La última vez que nos vimos fue el día de Navidad. Comimos en restaurantes que están a pocos pasos, cada cual con los suyos, y nos reunimos después para celebrarlo juntos. La emoción se fue en cantos (cantaba estupendamente) y en lágrimas. Era un segundo padre para mí, por decirlo claro y pronto. De ahí que cobre verdadero sentido la expresión "primos hermanos", con énfasis en la segunda palabra, a la hora de referirme a sus hijos: José Antonio, Saluqui, Fátima, Luisra y Esther. Su madre, tía Salu, es una de las mencionadas en un poema de El cuarto del siroco: "Los muertos". En ese selecto recuento de los más íntimos, ya faltan, por desgracia, nombres.
Fue delineante. Antes de emigrar al País Vasco, trabajó en la presa de Torrejón, en pleno Monfragüe, famosa por un lamentable accidente, y ni siquiera esas constantes idas y venidas a la obra le curaron de un mal que compartimos: el mareo en los coches.
Tenía una caligrafía preciosa. Con todo, su verdadera afición fue el dibujo. Le encantaba dibujar fachadas de casas y rincones pintorescos. Y lo hacía de manera excelente. En este blog aludí en cierta ocasión a ese hecho. En el comedor de la casa de mi abuela Fausta colgaba un óleo suyo (aunque, como decía, era más de tinta china), de la plaza de Viandar de la Vera, donde nació su madre. También era un apasionado del cómic. Aficiones que ha heredado, por cierto, mi primo Luisra (basta con visitar su muro de Facebook), que es quien le acompaña en la fotografía que ilustra esta entrada.
Tenía una caligrafía preciosa. Con todo, su verdadera afición fue el dibujo. Le encantaba dibujar fachadas de casas y rincones pintorescos. Y lo hacía de manera excelente. En este blog aludí en cierta ocasión a ese hecho. En el comedor de la casa de mi abuela Fausta colgaba un óleo suyo (aunque, como decía, era más de tinta china), de la plaza de Viandar de la Vera, donde nació su madre. También era un apasionado del cómic. Aficiones que ha heredado, por cierto, mi primo Luisra (basta con visitar su muro de Facebook), que es quien le acompaña en la fotografía que ilustra esta entrada.
Su carácter era alegre, más divertido aún que el de mi padre, al que tanto se parecía. Era único cantando, ya se dijo, contando anécdotas y chistes (con la debida gracia) y en la calle todo el mundo le saludaba y le conocía. Era la salsa de cualquier reunión. Tío Ñoño se hacía querer, decía antes de ayer Yolanda, que, como mis hijos, tanto le quiso. Leticia fue durante un tiempo la nieta anticipada que aún no tenían (luego el abu Ñoño tuvo ocho) y pasó en su casa algunas noches. Alberto, tan Valverde para muchas cosas, también estaba muy triste, aunque le haya rozado menos.
Si ya de por sí la pérdida es dolorosa y, por serlo sin previo aviso, terrible, qué decir si tiene lugar en las penosas circunstancias actuales. Todos los trámites se hicieron por teléfono y ni sus hijos han podido velarlo. Ni hermanos (Mari y Paco) ni cuñados ni primos ni amigos nos hemos podido abrazar, acompañarnos el el dolor y llorar juntos, salvo por teléfono. Ni reír, porque la risa era inseparable de ese buen hombre. Al menos, nos decimos para consolarnos, no ha sufrido. Y menos por culpa del maldito coronavirus.
Sus cenizas, en fin, esperarán al funeral que se merecía y se merece. El que oficiará, Dios mediante, el sobrino que más se le asemeja, en lo que al carácter y al sentido del humor se refiere: mi hermano Fernando.
No olvidaré la fecha de su inesperada muerte. Porque la vida es así, un 8 de abril nació mi hija y un 8 de abril murió mi padre. Un 20 de marzo murió mi tío y ese mismo día, pero de hace cuarenta y cinco años, empecé a salir con Yolanda, aunque de esto sólo me acuerde yo.
No olvidaré la fecha de su inesperada muerte. Porque la vida es así, un 8 de abril nació mi hija y un 8 de abril murió mi padre. Un 20 de marzo murió mi tío y ese mismo día, pero de hace cuarenta y cinco años, empecé a salir con Yolanda, aunque de esto sólo me acuerde yo.