24.4.25

La poesía de Anna Świr


A pesar de lo bien atendida que ha estado la poesía polaca contemporánea en nuestra lengua –una de las grandes tradiciones líricas europeas– gracias a traductores tan solventes como Abel Murcia, Xavier Farré, Gerardo Beltrán o Elżbieta Bortkiewicz, de la poeta Anna Świr, que nació en Varsovia en 1909 y murió en Cracovia en 1984, y aun siendo una de las poetas polacas más importantes del siglo XX, los lectores españoles no teníamos hasta ahora noticia. Para remediarlo, Pre-Textos rescata sus versos de ese anómalo olvido gracias a la amplia antología bilingüe Hablando con mi cuerpo, dentro de la colección La Cruz del Sur.
Se han ocupado de la traducción el poeta Abraham Gragera (que acaba de publicar en el mismo sello La domesticación y que llevaba tiempo detrás de este proyecto) y Teresa Casas Hernández, a partir de Selected poems. A bilingual anthology of the poetry of Anna Świrszczyńska. Aunque el título esté en inglés, los versos se han vertido desde el polaco, lengua materna de la autora. En ese idioma publicó, entre otros, los libros Słowa czarne (Palabras negras, 1967), Wiatr (Viento, 1970), Baba jestem (Soy una mujer, 1972), Barykadę Budowałam (La construcción de la barricada, su obra más conocida, 1974), Szczęśliwa ogon Jak psi (Feliz como el rabo de un perro, 1978) y Cierpienie i Radość (El sufrimiento y la alegría, 1985).
Suelo desaprobar los prólogos en los libros normales. Cosa distinta es cuando se trata de antologías, ediciones críticas o poesías completas. Aquí echo de menos unas páginas en torno a la vida y la poesía de Świr. Nada que no pueda remediarse con una consulta a Google, en lo que a la biografía se refiere, pero más complicado en lo relativo a lo segundo. Es verdad que los poemas de esta mujer no necesitan de agudas exégesis ni de sesudos análisis filológicos. Tal vez por eso sus traductores prescindieron de ese delantal. Acaso baste con los sucintos datos de la solapa. O, dicho de otro modo, que se basten ellos por sí solos.
Para empezar, Świr nació en Varsovia en 1909 y murió en Cracovia en 1984 y su apellido era Świrszczyńska. Para seguir, fue hija de artistas (la presencia del padre en su poesía es fundamental), pero de los que no consiguen triunfar. Para terminar, su vida, que nunca nadó en la abundancia, no fue sencilla si tenemos en cuenta los sucesos históricos que le tocó sufrir, como al resto de sus compatriotas y, por extensión, a la mayor parte de los ciudadanos europeos de su época, a costa de la invasión nazi (perteneció a la Resistencia Polaca) y de la Segunda Guerra Mundial (vino al mundo al finalizar la Primera y en ésta fue enfermera) o de la caída del Muro de Berlín y, por tanto, del comunismo soviético. Y de eso, de su vida, es de lo que dan fe sus versos, tan crudos como transparentes. La naturalidad impera, sí. Y el realismo. En la primera acepción del diccionario: "Forma de ver las cosas sin idealizarlas". Y de la segunda, puesto que "pretende representar fielmente la realidad". 
La comparación con Szymborska (Anna también, y Maria Wisława) es inevitable y algunos puntos tienen en común, siquiera sea porque ambas fueron mujeres y polacas que pasaron por circunstancias vitales parecidas, si bien la premio Nobel era catorce años más joven que Świr. Digo mujer y en esa condición radica la fuerza de su poética. Fue una adelantada, como recalcan sus editores. Por feminista y por todo lo demás. Parece mentira, al leerla, que sus poemas tengan tantos años cuando a nuestros ojos parecen escritos ayer mismo.    
A propósito del título, Czesław Miłosz (que la tradujo al inglés, junto a Leonard Nathan, en una muestra que se titula igual que ésta) se preguntó cuál era el tema central de sus poemas, y respondió: "La carne. La carne en el amor y el éxtasis, en el dolor, en el terror, la carne temerosa de la soledad, pariendo, descansando, sintiendo el fluir del tiempo o reduciendo el tiempo a un instante. Mediante una delimitación tan clara de su temática, Anna Świr consigue en su poesía sensual y feroz una pulcritud casi caligráfica". 
En "Poemas del padre y de la madre", están ellos (la que "se casó con un loco" y el pintor fracasado que nunca dejó de cantar) y las penalidades que soportaron: su infancia y la pobreza. Se leen con un nudo en la garganta. La mudanza clandestina de una casa por la que no pagan el alquiler desde hace meses; las colas, bajo un frío helador, para que les den carbón o comida; la fiebre que casi la mata de niña; los cuadros de su padre apilados en el atelier ("Toda nuestra miseria está ahí", escribe en "Tengo once años"); el deambular de pueblo en pueblo; las muertes de sus progenitores y las consecuencias en su estado de ánimo. Pocas veces ha leído uno poemas así. Tan hondamente testimoniales, tan apegados a la realidad; tan poco literarios, digamos.
"Viento", la siguiente sección (así nombró uno de sus libros), abunda en el amor ("Estoy llena de amor. [...]  Como de muerte el tiempo"), la felicidad, la maternidad y ella misma. También en la enfermedad y la vejez. Más allá, aflora la compasión, que sobrevuela por encima de la ironía: "déjate dar de beber / del pozo efervescente / de la ironía". "Mi sufrimiento es el lápiz / con el que escribo", leemos.  
"Soy mujer", otra parte, incide en lo ya señalado. Lo femenino unido a lo corporal. Para muestra el sorprendente "Una mujer habla con su muslo", ejemplo de lo que apuntábamos antes acerca de su don de anticipación. Sí, la verdadera poesía es intempestiva. 
En "El amor de Felicia", la embarazada y su pareja: "Tres cuerpos". El erotismo. Sensual, claro, pero también muy tierno. En "Qué es la glándula pineal", pongo por caso, o en cualquiera de los poemas que le siguen, muy "de cama". 
"El amor de Antonia", lo uno y lo otro: desamor. En poemas como "Almohaza de hierro" (uno de los más logrados del conjunto, como "Intestino grueso"), "Vete al cine", "La misma en su interior". En "Abriré la ventana" leemos: "La soledad es la primera / medida de higiene". 
"El amor de Estefanía" sigue en la misma tónica. En cierto modo podría decirse que, visto lo visto, toda la poesía de Świr es una y que su tono de voz se mantuvo prácticamente igual durante toda su vida. "No te amo. Aún así te doy / felicidad" escribe en el delicioso "Góndola púrpura". Y en "Madrigal segundo": Copiosa como nalga / de querubín". El humor nunca estuvo lejos de su poética: "La risa la inventaron / quienes viven / vidas breves / como una carcajada". El cariño, tampoco.
El primero de "Otros poemas" es, a su vez, el título de otro de sus libros: "Feliz como el rabo de un perro": "Feliz como algo que no importa / y libre como lo insignificante". Los rótulos dan idea de ante qué tipo de poesía estamos: "Mato de hambre a mi estómago por motivos sublimes", "Me di de cabezazos contra un muro", "Duermo y ronco" o los muy significativo "Diosa del matriarcado" y "Una escritora hace la colada". 
Es cierto que su poesía se adelgaza y se hace más concisa, por más que nunca tendiera al palabreo. "Me gusta calentarme / al sol que está dentro de mí" y "Siempre / con el silencio voy, y con la luz" son versos memorables. 
"Le digo a mi cuerpo" podría servir de emblema de toda su poesía, el que empieza, "Cuerpo mío, animal...".
Termina el florilegio con “Poemas sobre mi amigo”, sección que comienza con “Amor mochilero” y “Nuestros silencios” que son un buen modelo de los que compuso al final: breves, intensos, conmovedores, amorosos. En “Gracias, destino” es palpable la aceptación de cuanto le ha sucedido, bueno o no. “Lloro humildad”, dice, y unos versos más arriba: “hice el amor con mi amante / como si hubiera hecho el amor muriéndome, / como si hubiera hecho el amor rezando”. Y al dolor y a la amargura canta como si fuera natural y no gravoso. 
“Mi amigo habla mientras muere” cierra el volumen y lo hace con la emoción a flor de piel, como escribió y vivió esta poeta polaca cuyos versos forman parte de esa biblioteca esencial que con la edad uno ha ido edificando poco a poco. Por eso no basta con releer. La poesía nunca deja de sorprendernos. Una alegría. 

Hablando con mi cuerpo
Anna Świr
Traducción de Abraham Gragera y Teresa Casas Hernández
Pre-Textos, Valencia, 2025. 292 páginas. 25 €

NOTA. Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO

23.4.25

Elogio de los libros


En 2002 publicó la Editora Regional de Extremadura el primer Elogio del libro. Le tocó a uno abrir brecha. Me negué a escribir un "manifiesto", como me solicitaron. Y salió esta suerte de poema.
Ese mismo año se puso en marcha el Plan de Fomento de la Lectura. Antes, y con un gran consenso institucional (Junta, partidos políticos, sindicatos, etc.) y de la sociedad civil, se había firmado, en la Biblioteca Regional, el Pacto por la Lectura. Qué lejos parece todo aquello. Pero de ahí venimos. 
Hoy, veintitrés años después, lee Pilar Galán su "elogio" en los Salones Barrocos del Palacio Episcopal de Plasencia. A la misma hora estaré en un centro educativo de la ciudad con alumnos de Secundaria. Todo por el libro. 

ELOGIO DE LOS LIBROS

Por la descripción del paraíso, y la ceguera de Tobías y por el viaje de Jonás alojado en el vientre de una ballena.

Por las aventuras de Ulises a través de un mar color de vino y por la explicación de sus hazañas hasta que pudo regresar a Ítaca.

Por las enseñanzas de Virgilio acerca del tiempo que nos huye, irremediable, y, cómo no, por las de Horacio, que nos animó a disfrutar del momento que pasa y a llevar una vida retirada y modesta. 

Por los jardines y fuentes de los versos arábigos, porque evocan la pérdida del inmenso desierto.

Por la flor del cerezo y la luna y el río, y por los pabellones y por las batallas que cantan los poemas de los clásicos chinos.

Por el amor que ha abierto las murallas de todos los castillos de la historia y por los trovadores que inventaron el modo de asaltarlas.

Por las coplas escritas a la muerte del padre, y las noches oscuras y la senda escondida, y la hermosa locura que inventó Don Quijote.

Por el descenso a los infiernos donde habitan los monstruos y el ascenso a los cielos donde viven los ángeles.

Por la busca del tiempo que creímos perdido en la patria feliz de la infancia.

Por los cuentos de hadas y los cuentos de lobos, por su felicidad y por su miedo.

Por los cantos oscuros de las tribus remotas, tan acordes al ritmo con que suena la Tierra.

Por la tristeza y por el entusiasmo que se esconden detrás de las líneas escritas por cualquier ser humano.

Por los mares del mundo: los del norte y sus sagas, los del sur y sus islas; y los de la persecución de Moby Dick y los profundos del Nautilus.

Por los héroes de leyenda y los seres reales porque son las dos caras de la misma existencia. 

Por las volteretas de todas las vanguardias y los sueños que inventan con sus saltos festivos.

Y por todos los libros, incontables, que admiten recordar lo olvidado y volver a lugares donde nunca estuvimos y vivir esas vidas que jamás viviremos. Porque el mundo es un libro que nos lee y que escribimos. 

NOTA: En la fotografía, la Biblioteca Episcopal de Plasencia

14.4.25

En Quimera

En el número 496 de la revista Quimera se ha publicado esta nota sobre Meditaciones del lugar
Gracias, Álex Chico.

Si una de las tareas más apasionantes para un escritor es ser capaz de construir un universo, la obra de Álvaro Valverde ha cumplido ese cometido de una forma fulgurante. Como redescubrimos en Meditaciones del lugar, su poesía convierte un mundo, el del autor, en el nuestro. Nos permite habitar sus poemas, perdernos en ellos, como quien recorre un territorio propio y ajeno.
Los poemas antologados aquí dan fe de ello. Por eso la obra de Valverde es una de las más sólidas y sugerentes de la poesía española contemporánea.





13.4.25

En el silencio de estas contemplaciones

El venezolano Ígor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) reunió su poesía en El campo / El ascensor (1983-2013). Después llegaron El muro de Mandelshtam y La sombra del apostador
La edición de aquélla estuvo al cuidado de Antonio López Ortega, como la de Rasgos comunes, magna antología de poesía venezolana del siglo XX. Lo digo porque su afirmación –al frente del liminar de Inmundo– de que “Toda la poesía venezolana confluye en la obra de Igor Barreto” cobra pleno sentido. La conoce perfectamente. Cita a diferentes autores y no olvida que también converge “con la más alta poesía contemporánea” universal. Un “bagaje para urdir una poesía en la que el paisaje se ha hecho pensamiento”. Que ha evolucionado “hacia un estadio metafísico”. Teniendo en cuenta el “siglo portentoso” de esa tradición, no es poco que la suya esté entre las mejores. Se aprecia bien en este libro cuyo título remitiría a “in-mundo: esto es, lo que está dentro del mundo, o dentro de sí”. El poeta, afirma el prologuista, “nos entrega” en él “su propio canto general”. “Un recorrido que aspira a la totalidad”. De joven, Barreto “solía fantasear con una sociedad de poetas muertos”, un “guiño” que “evocaba la muerte del referente terrestre en la poesía venezolana” (de la que él sería “su último representante”); ahora, en Inmundo, “la tierra” se convierte “en cosmos, en totalidad significante”. Y por el “Kosmos” empieza, no sin antes citar a Lacan: “lo real es inmundo y hay que soportarlo”. 
Pronto, la conciencia de la escritura, “esa lengua arbitraria / que inventamos para aludir / las cosas mudas”. La silla, el rectángulo, el cuarzo, las cortinas. “La poesía es inmunda, / se escribe justo en el borde angustiante / de la frontera / del mundo”. Y redundante: “Yo reescribo / lo escrito”.  En “Hedor” leemos: “¿Quién ha dicho que de la fetidez / no emanan los poemas?”. La poesía –señala– “sólo prospera en el error”. Cree, en fin, que “la poesía se indigesta con tantas precisiones, y más le conviene nombrar al sesgo”.
Barreto suele proceder por series: poemas sobre el mismo asunto general, no siempre seguidos. Destacaría los que dedica a la naturaleza (paisajes, animales –aves, sobre todo– y vegetales, que metaforiza: “Urracas”, “Los pájaros semilleros”, ”Aragüaney”, “Heliotropos”, “Palmeras”); a la fotografía (reconoce que muchas composiciones están inspiradas en ellas: “La belleza pertenece / a lo pre-verbal); a la familia y su propia memoria personal (el abuelo “práctico”, la abuela “junto a su nieta”, su infancia, el amor, los recuerdos: “Somos / esas figuras que pasan / como carrozas fúnebres: / una modesta historia / que con ilusión pretendíamos ser”, leemos en “Álbum de familia”); a Rumanía (le dedica los nueve poemas que siguen a “Sueño rumano (1973-1979)”; por razones de estudio, vivió allí durante la dictadura de Ceauşescu: “Fuimos extraños / en un rincón de los Balcanes”); o a su país, Venezuela, con dolor (ahí, “nuestra bastardía triste /a la que aún obedecemos ciegamente”, “lo precario”, “¿Cómo hablar del obsceno presente?”, “Lo perdido”, “Al final sufrimos / la no pertenencia / y el no-lugar”, “El país arrojado / hacia la amnesia de los lotófagos”).  
Por libre, digamos, otros poemas memorables: “Traducciones” (complementario de “Tres poemas de Reiner Kunze”), “El viajero”, “El fantasma del hotel Majestic”, “Epidemia”... O los dos de tema taurino. Entre versos, las prosas de “Bagatelas” (cuatro). 
Alude Barreto al “habla comprensible”. Y al lenguaje de lo “real-cotidiano”. El tono de esta poesía concisa es conversacional. Narrativo en numerosas ocasiones. Su ritmo, parsimonioso y elegante. Lo meditativo se ajusta a la cadencia melancólica que atraviesa el conjunto. De una tristeza honda. Creo que Barreto ha conseguido al final su deseo: “Descubrir lo que no sabía / que sabía”.

Igor Barreto. 
Pre-Textos, Valencia, 2024. 214 páginas. 23 €

NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL



10.4.25

Carta de Benicasim


Hace unos meses se puso en contacto conmigo Jacinta Negueruela, profesora jubilada del instituto Violant de Casalduch de Benicasim (en valenciano, Benicàssim) para anunciarme que me escribiría otra profesora del centro, Irene Costa, quien coordina los encuentros literarios "Vivir la palabra", que aquélla fundó en 1988. Querían invitarme a participar en el correspondiente al año en curso. Acepté, por más que uno se prodigue poco por esas lecturas didácticas que, en verdad, sólo me han dado alegrías. Por el trato dispensado por sus entusiastas organizadores y por el interés del público que acude: los adolescentes alumnos de secundaria y bachillerato, tan denostado sin razón. Esa es al menos mi experiencia. 
Era además un honor sumarse a una larga lista de poetas, sobre todo, admirados los más, que me antecedieron. Aquí puede consultarse esa nómina a falta de la anterior participante: Ana Merino, en 2021. Y con más detalles en el blog Litterae. El año pasado falló a última hora Jenaro Talens. Y eso estuvo a punto de suceder conmigo. Por la misma causa que me impidió asistir a la presentación madrileña de la antología de Pre-Textos. El afán de la profesora Costa y del equipo directivo del IES lograron que pudiéramos fijar una nueva fecha. En ese intermedio, la Subdirección General de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas del Ministerio de Cultura de España tuvo a bien aprobar la ayuda correspondiente, denegada en principio porque consideraban que ya habían recibido bastantes escritores a lo largo de los años. Se castigaba, así, la esforzada labor de décadas (con la engorrosa burocracia que conlleva), una tarea que la mayor parte de los centros educativos eluden. 
No cabe duda de que el viaje desde Plasencia, a poniente, hasta Benicasim, a levante, es largo. Como esto es Extremadura, lo del tren se descartó pronto. Es cierto que las nuevas autovías castellano-manchegas acortan algo el trayecto. Lo peor: el intenso tráfico. Desde Requena y hasta nuestro destino, insoportable. Y peligroso. Los camiones... Casi tanto como las comidas en los locales de carretera. Uno rara vez acierta. En una escapada reciente a Gijón, con parada a la vuelta en nuestra querida y familiar Taramundi, a la altura de Ponferrada, tuvimos ocasión de presenciar una escena televisiva propia de un programa de Chicote: un camarero y un cocinero acabaron a tortas en la cocina. La bronca fue monumental. Esta vez, cerca de Utiel, era más probable meterse en la boca una mosca que un trozo de pechuga de pollo. Agobiante. Y asqueroso, sí. Por suerte, todo cambió radicalmente al llegar a Benicasim. Nos alojábamos en el famoso hotel Voramar. Una auténtica preciosidad. Un lugar con historia situado en un enclave idílico, a pie de playa (el mar rozó durante años sus muros). A los de interior esto... Bueno, con un matiz: mi mujer nació al borde del mar. Peor aún. 
El Voramar ha sido, primero, casa de baños; luego, restaurante; y después, hotel. Y durante la Guerra Civil, hospital militar (de ambos bandos, por allí pasó Miguel Hernández). Al final, hotel, además de escenario de novelas y películas. Normal. Basta con ver fotografías antiguas para enamorarse de él. Me contaba el editor Manuel Borrás que de pequeño veraneó en ese alojamiento con sus padres. Si a todo eso le unes el trato discreto y cordial y una confortable habitación con vistas...
Pudimos pasear la tarde de nuestra llegada, con tiempo desapacible (era mucho pedir que la nítida luz mediterránea nos acompañara), por delante de las numerosas villas del siglo pasado que aún se conservan. Entre ellas, la Biblioteca del Mar: Villa Ana. Imposible no sentir nostalgia de algo que nunca conocimos. 
Como daba uno por hecho, Irene Costa (que fue a buscarnos al hotel y presentó con solvencia el acto) es un encanto de persona. Sus compañeras (abundan ellas), otro tanto (en administración resolvieron el papeleo en un pis pas). El alumnado (seré políticamente correcto) se portó de maravilla. Lo mejor: sus preguntas. Algunos se acercaron al final para que les firmara el libro y eso dio ocasión a breves charlas, alguna graciosa.  
Volvimos al hotel para comer. Seis mujeres y dos hombres nos sentamos alrededor de una mesa redonda y bien puesta con vistas al mar para degustar, qué si no, un arroz. Un arroz auténtico, puntualizo. Con sepia y rape. Excelente. La conversación fue amena y se habló de literatura lo justo. Perfecto. No se censuró a nadie, cosa rara, y eso que alguna mención bien pudo propiciarlo. Se optó por la sensatez.


Apenas hora y media después ya estaba en el hall la librera. Nos iba a llevar en su coche a Noviembre, la librería donde estaba prevista la lectura de poemas. Sus dueñas son Mònica Bernat Socarrades y Celia Puchol Saura. El local está recién reformado y respira hospitalidad y calma. Se ve a las claras que saben de libros (porque leen, lo que no hacen todos los que los venden). Las estanterías hablaban por sí mismas: en ellas había libros seleccionados, no mecánicamente recibidos. Veinte años son muchos como para no saber de qué va ese ilustrado negocio. 
De la presentación se ocupó la mencionada Jacinta Negueruela. Por fin pude conocerla en persona. Pura sensibilidad. Además de promotora del ciclo señalado, es autora del libro de poemas Palabras bajo la piedra (Devenir) y, en la misma editorial, del ensayo Un arte presencial. De Yves Bonnefoy a Miquel Barceló y de la traducción de La poesía en voz alta. Tres ensayos y una entrevista, del poeta francés, con prólogo del desaparecido Andrés Sánchez Robayna y epílogo de ella. 
Se centró, con qué tino, en El cuarto del siroco, que es el libro que creímos más apropiado para los alumnos del instituto. Éramos pocos. Otra vez dos hombres entre un grupo de mujeres. Eso facilitó esa "conversación en la penumbra", hermosa definición del poema (de la poesía, diría uno) según Eliseo Diego, que allí mantuvimos. Habló, ya digo, Negueruela, leí algunos poemas y di algunas claves particulares del libro, respondí a algunas preguntas... Salimos contentos por el rato disfrutado, con unos cuentos para las nietinas y un libro sobre Tánger, para no perder la costumbre. 
El viaje de vuelta fue más llevadero en lo que al tráfico se refiere. Paramos en Tarancón a comer y un muchacho nos indicó en una rotonda del polígono cómo llegar a un restaurante "al que van los trabajadores" (no queríamos más sustos) y donde uno dio buena cuenta de un sustancioso cocido. Después, el diluvio, a la salida de aquel poblachón manchego; el sol, a la altura de Toledo, una vista que siempre impresiona; una tremenda granizada, por Talavera de la Reina, que obligó parar los vehículos en la calzada, y, para terminar, una tormenta con sus rayos y truenos por Malpartida de Plasencia, ya cerca de casa. 

9.4.25

L. S. LOWRY, PINTOR





Pinto lo que veo.
Pinto lo que siento.
Soy un hombre que pinta.
Nada más, nada menos.

Habla L. S. Lowry.
El de Pendlebury.
El de Lancashire.

Nunca se reconoció como artista.
No pocos confunden
su pintura sencilla y esquemática
–la del hombre que fue–
con la de un pintor dominguero
Parece la de alguien con un hobby;
sin embargo, no fue un aficionado.

Pintaba sólo aquello que veía.
Sobre todo, escenas industriales
del frío noroeste de Inglaterra.
Podía percibir luces y atmósferas
en los lugares más inhóspitos.
Puentes, viaductos, calles…

Capturó para siempre aquella vida.
Su verdad, su crudeza.
A favor del recuerdo y en contra del olvido.
Se sabía uno más
de aquella humanidad superviviente.

Pintó tal vez para matar el tiempo,
noche tras noche, en la buhardilla,
cuando todo está inerte, decía,
y uno a salvo.
En soledad, acompañado
del penetrante olor a trementina
y el silbido del gas.

Al parecer fue un hombre solo.
Pusieron en su boca estas dos frases:
Las multitudes pueden ser
los lugares más solitarios.

Y: Me acechan las almas solitarias.
También: No necesito a nadie.

Solía subir a un páramo cercano
para observar el mundo como un pájaro.
La ciudad y el paisaje.
Vapor, humos y fuegos
que ardían en las fraguas de las fábricas.

Aunque la crítica y su madre
no creyeran en él,
Bernstein, el galerista,
subrayó que era auténtico.
Le dijo en una carta
que en su obra nada estaba creado
de forma artificial,
desde la semejanza o la representación.
Que todo estaba concebido
–le escribió– desde la pura
expresión del sentimiento.
Lo envolvía el misterio, añadió,
que él asemejó con la poesía.

Soy un hombre sencillo
que emplea materiales simples
.
Y colores como el negro marfil,
el bermellón y el azul de Prusia,
el ocre amarillo o el blanco.
Me gustan los aceites, afirmó.

Sólo un hombre que pinta.
Nada más, nada menos.

NOTA. Este poema se ha publicado en el número 153-154 de la revista Turia.
Lo ilustra un cuadro de Lowry: "Going to Work" (1943). 

7.4.25

Apuntes del natural

Más vida, de José Saborit (Valencia, 1960), es un libro meridiano. Por su tono, de línea clara, y por la luz mediterránea que lo ilumina. Que el poeta sea pintor (y teórico del arte), dota a su poesía de una gama de detalles que difícilmente podría mostrar quien se limita, digamos, a escribir versos. Sin esa perspectiva añadida, quiero decir. 
Autor de los libros de poesía Flor de sal, La eternidad y un día, La misma savia, Carta al hijo y Con los ojos de nadie, en Más vida, no hace falta más que leer el título, celebra la existencia por encima de lo que ésta tenga de penosa por culpa de los sufrimientos y las penalidades, de las amarguras y las pérdidas. Es una actitud vital que comparte con otros poetas que son además amigos, levantinos como él: Marzal, Gallego, Moreno... Y Lola Mascarell, por supuesto, dedicataria del libro y protagonista del poema “Quédate quieta”. Discípulos aventajados (dicho con afecto) de Francisco Brines, una suerte de dios tutelar, de cuya poesía tomaron lo hímnico, en detrimento de su marcado componente elegíaco. 
“Uno soñaba hace años con escribir un ensayo sobre la alegría en la historia de la literatura, que es un libro en el que la poesía española iba a tener más bien poco que decir: hay mucha, sí, pero siempre a costa de otras cosas, conseguida tras superar enormes obstáculos y reveses, al estilo del «llegué por el dolor a la alegría» de José Hierro”, escribía aquí atrás el crítico Juan Marqués en The Objective. Aquí, sin embargo, parece brotar de la misma forma natural con la que Saborit es capaz de expresar cuanto le sucede y pasa. Y con un ritmo, cabe añadir, hipnótico, propio de alguien que tiene, sí, buen oído. Y que domina el oficio. Basta con leer “La perfecta alegría”, con cita de Francisco de Asís. O “Los tristes”, un poema logrado y memorable, dedicado a otro recién llegado a la comunidad de los alegres, el monje salmantino Víctor Herrero. 
Hay mucha naturaleza en estos poemas, escritos, o eso parece, en pleno campo. Logrados apuntes del natural, diría el pintor. “Cítricos”, por ejemplo (“Nada sé de su trágica acidez, / nada de su agridulce metafísica”), o “Arden los árboles”, “Julio”, “Sábado por la mañana” y “El pastor en la roca”. Una naturaleza circunscrita al interior valenciano que ya estaba muy presente en su libro de prosas, escrito a modo de diario, Perspectiva aérea
Con todo, es el nacimiento de la hija lo que centra buena parte de sus reflexiones: “Encinta”, “Amor” (“Antes de que nacieras ya te amaba”), “Lucía la mañana” (la niña que comparte con Lola, su madre, la dedicatoria del volumen), “Primer gesto”, “Mamá” o “Suite para Lucía”. Otro poema, ”Imagino tus manos”, está dedicado “A mi hijo”. Doble paternidad, por tanto. Recuérdese que un libro anterior se titulaba Carta al hijo.
En otras ocasiones es el poeta quien se vuelve niño y recuerda. En ”Papá (donde el hijo es él) y “Simbad” regresa a la infancia. 
Utilicé antes el adjetivo “reflexiva” y sí, esta poesía es de sesgo meditativo (léase “De lo que apenas puede hablarse”, “Fajador” o “Soledad), aunque nunca olvide el canto, donde se acentúa su vis lírica. 
Lo cotidiano es fuente de inspiración, poco importa si es la vista de un viejo aparador, un vaso de vino, un ladrillo que les regala un amigo, un plumier, las moscas, una hoja de acelga, las flores, un espejo, las tijera de su padre, una piña... A “la prosodia / de las cosas sencillas” se refiere en un momento dado. 
“Que las palabras salvan”, como Saborit escribe, se constata después de leer este libro. A conciencia verdadero.

Más vida
José Saborit
Pre-Textos, Valencia, 2025. 76 páginas. 15 €

NOTA: Esta entrevista se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO

Acuarelas florales del autor