28.4.07

Steiner de nuevo

No es nueva mi devoción por George Steiner. Ni exclusiva, proclamo. Se acrecienta, es verdad. Hay libros suyos que a uno se le atragantan a ratos, debido a su acendrada densidad, por más que siempre brille en ellos la benéfica y necesaria iluminación.
De los últimos, publicado por Siruela en su deliciosa Biblioteca de Ensayo, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento me ha parecido el mejor. Su lectura avanza ligera al tiempo que el pensador desarrolla sus precisas razones que son, en realidad, tan nuevas como de siempre.
Se abre con una cita de Schelling que alude al "velo de la pesadumbre, el cual se extiende sobre la naturaleza entera, de ahí la profunda e indestructible melancolía de toda vida". No es mala reflexión para alguien que titularía su poesía reunida, siguiendo a Stevens, como Formas de la melancolía. Es un libro para degustar y para releer. Un volumen que añado a mi escogida biblioteca esencial.

27.4.07

Watanabe




















Me he quedado de piedra al leer en El País la necrológica del poeta peruano José Watanabe escrita por Javier Rodríguez Marcos. No sabía que estuviera enfermo. Era muy joven. Tenía 61 años. Su poesía, lo sé, durará. Y él con ella.

(Juan Malpartida escribe en ABC sobre el poeta desaparecido)

23.4.07

Gamoneda en Alcalá

Justo allí, en la Universidad de Alcalá, conocimos Yolanda y yo a Antonio Gamoneda. Fue en una tórrida mañana de julio del 92. Subía las escaleras con Claudio Rodríguez, al que también conocimos personalmente ese día. Más tarde se incorporó al grupo José Agustín Goytisolo. Era en el curso "Propuestas poéticas para fin de siglo" que dirigía el poeta zamorano y que patrocinaba, oh paradoja, la Fundación Banesto (sí, la de Mario Conde, que todavía no estaba en la cárcel). Aquella mañana, tras las conferencias (uno, ya ves, habló en contra de la "normalidad" en poesía, y en la vida, of course) fuimos a comer a una especie de casino con un comedor enorme. Por la tarde, no sé cómo, leí poemas. Me presentó el propio Claudio que no dejó de interrumpirme (benditas interrupciones) durante toda la calurosísima sesión.
Esta mañana le han entregado a Gamoneda el Cervantes en el hermoso paraninfo de Alcalá. Ha sido emocionante, sin duda. No tanto por el marco incomparable y el perifollo reinante cuanto por su hondo discurso sobre la "cultura de la pobreza". Para un extremeño de mi generación, palabras mayores. Para el poeta que soy, la esencia. Siempre he defendido la poesía precisamente por su radical pobreza.
Junto a las altas autoridades del Estado y otras personalidades que uno conoce por los papeles y por la tele, estábamos un puñado de poetas: Clara Janés, Colinas, Siles (tan cariñoso como siempre, Miguel Casado (su "inventor"), Mestre, Micó y pocos más. De los mayores (a Clara le quito años), Félix Grande, Hilario Tundidor y Diego Jesús Jiménez.
Cuando ha llegado César Antonio Molina se ha dirigido a la bancada de los vates y todos hemos sonreído con complicidad. Hoy el agraciado era uno de los nuestros aunque, como comentaba el director del Instituto Cervantes, nos van ganado los prosistas por goleada.
A mi lado, en la tercera fila (soy el primer sorprendido), Fernando Valverde. No mi hermano el cura, que se llama así, sino el del Gremio de Libreros. Por allí estaba, por cierto, otro Valverde, poeta residente en Valladolid.
Delante tenía el cogote de don Landelino Lavilla. Detrás del mío podía sentir el aliento (y la modulada voz) de Amancio Prada.
Gamoneda estaba nervioso, cómo no, pero ha leído muy bien. Con la firmeza que le caracteriza. Y con su habitual tono tronante (ma non troppo).
Los parlamentos de la ministra y del rey han sido muy bonitos. Breves pero precisos, sin vanos adornos.
Como dice Gonzalo Hidalgo (que estuvo allí hace un par de años con Ferlosio), a estas cosas hay que ir una vez en la vida. Hoy ha tocado. Pues eso.

22.4.07

Una ciudad

Ningún lugar mejor que la ciudad para que el ser humano viva. Ninguna condición superior para las personas que la de ciudadano. Es decir, la ciudad como ciudadanía, en sentido etimológico. Este es un doble pensamiento (en puridad, uno sólo) que mantengo desde esa edad imprecisa en que cualquiera empieza a tomar verdadera conciencia del mundo. Una idea concebida desde su centro; para mí, Plasencia. Quizá porque, como ha escrito Pamuk, “la ciudad no tiene otro centro sino nosotros mismos”. Este es el observatorio desde el que he mirado y miro cuanto me rodea. El que determina, por comparación o por contraste, mi personal visión de la realidad circundante. Entonces, antes y ahora he vivido aquí, el sitio donde, por casualidad, nací. Una ciudad, conviene recordarlo, fundada en 1186 por el rey Alfonso VIII bajo el lema Ut placeat Deo et hominibus (Para que agrade a Dios y a los hombres); dispuesta, por cierto, a la medida de un hombre, como querían los clásicos. Ni las megalópolis inabarcables en que se han convertido Tokio, Nueva York o Shangai, ni el pequeño pueblo o la aldea donde a uno, por lo reducido del espacio y de la convivencia, se le antoja la vida complicada. Una ciudad, en suma, para ser paseada (por el flâneur de Benjamin); donde las distancias no nos exceden, ni por defecto ni por exceso. Tal vez por eso escribió Musil que “a las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar”.
La palabra ciudad, una de las más bellas de nuestro idioma, respira civilización por todas las letras de su espíritu. El que enlaza con Grecia y Roma, sí, pero también con la secreta ciudad islámica y la culta ciudad renacentista. Un concepto que, al correr de los siglos, remite, sin querer, a la vieja Europa: la de los cafés, como precisa Steiner.
Del mismo modo que el niño idealiza la belleza de su madre, uno también ha llegado a sublimar el esplendor de Plasencia. No es ajeno a ese hecho la conversión de la ciudad y de su entorno (su tierra, como decían los antiguos) en territorio literario. Con todo, su reflejo en mis libros ha oscilado desde lo meditativo (en el caso de la poesía) a lo memorialístico (en mis novelas), lo que ha comportado, según creo, dos visiones complementarias, pero al cabo distintas: una más dulce, la otra más áspera. Algo, sin embargo, las une: la melancolía, un triste sentimiento inseparable de las ciudades que han sido gloriosas en el pasado y donde la paulatina decadencia inclina a sus nostálgicos habitantes a mirar siempre atrás; lo que acaso termine convirtiéndoles en estatuas de sal, como a la mujer de Lot.
Quienes eligieron este lugar para levantar una ciudad a imagen y semejanza del paraíso no ignoraron la presencia de un río. En nuestro caso, el Jerte. En rigor, y salvo escasas excepciones, las ciudades son inseparables de los ríos, por modestos e importantes que éstas y éstos sean. Eso y las virtudes que ensalzó de manera insuperable el médico Luis de Toro en su libro Descripción de la ciudad y obispado de Plasencia (1553), que van de lo monumental y artístico a lo paisajístico y natural, hacen de este enclave algo único y esta apreciación, a la vista de las adhesiones que ha venido suscitando a través de la historia, no es, contra lo que parece, fruto de la pasión o del exceso. O no sólo.
Aunque el pasado sea parte del presente, no remite a lo remoto la exposición que justifica estas líneas. Plasencia Contemporánea. Hombres y mujeres que han hecho ciudad recupera el intenso periodo que va de 1810 a 1935. De eso hace, como quien dice, dos días; no obstante, me temo que el desconocimiento sobre una época tan cercana es superior al que cualquier placentino medianamente formado pueda tener sobre edades, en apariencia, más lustrosas y, sin duda, más pretéritas. Esto fundamenta la necesidad de la muestra y el valor que cobra a los ojos de los orgullosos vecinos de esta plaza. Y ya que de orgullo hablo, bueno será recalcar la importancia de ese puñado de placentinos (de toda la vida o no, ya se verá) que protagonizaron aquel casi siglo y medio de convulsa existencia, pertenecientes, en su mayor parte, a la burguesía que, como a nadie se le oculta, fue el grupo llamado a tutelar en lo económico, en lo social y en lo político el proceso de modernización de la sociedad española a lo largo del siglo XIX y a principios de XX. Desde la Guerra de la Independencia hasta la Guerra Civil.
Aunque de logros se viene a hablar aquí (la llegada del ferrocarril; la mejora del saneamiento urbano a causa del abastecimiento de agua potable, la red de alcantarillado y el alumbrado público; el florecimiento y difusión de la cultura a través de periódicos y revistas con la consiguiente proliferación de imprentas; la apertura de cafés, teatros, casinos o círculos recreativos, de la plaza de toros y algunos cinematógrafos; la creación de hospitales y establecimientos de beneficencia, así como la fundación de una caja de ahorros, una pequeña industria y un pujante comercio), no poco se perdió en ese breve lapso de tiempo: la capitalidad provincial, por ejemplo, un agravio que el paso de los años no ha logrado erradicar del alma de Plasencia. Puede que de la asunción resignada de esa derrota (fechada entre 1822, cuando Cáceres es designada, y 1833, cuando ésta recibe la capitalidad tras la división de España en provincias) surgieran no pocos de nuestros males. En el último tercio del siglo XIX, pongo por caso, la incapacidad para transformar la ciudad medieval en una ciudad moderna. El impulso higienista no bastó para abordar el necesario ensanche que se conseguiría gracias al derribo total de la muralla y al trazado de una gran vía, un lance que quedó, como tantos otros proyectos destinados “a hacer ciudad”, en fugaz utopía. Lo nuestro no ha sido, ay, la grandeza de miras. El promotor de esa empresa puede ser considerado, sin temor a equivocarnos, uno de los paradigmas de aquella Plasencia alicaída y a medio hacer y, en consecuencia, un buen emblema para esta exposición. Me refiero al arquitecto Vicente Paredes Guillén (1840-1916), placentino de Gargüera, un hombre clave no sólo para el urbanismo sino para muchas otras disciplinas como la arqueología o la literatura. Como tantas otras veces, las autoridades políticas locales no estuvieron a la altura de los planes modernizadores imaginados por el que era, para colmo, arquitecto municipal. Desde entonces, no hemos ido a mucho mejor. De la persistente falta de planificación da buena cuenta esta ciudad invertebrada que tanto cuesta ordenar, ya sea en los aledaños de su centro histórico, que marca su recuperada muralla (algo más que un símbolo), como en su extrarradio. En nuestros días, pondría como prueba de ese consumado infortunio la zona baja de Valcorchero y la sierra de Santa Bárbara.
Pero Paredes no estuvo solo. O, mejor, no fue el único. Por destacar sólo unos pocos nombres, acaso los más sobresalientes, se puede citar al musicólogo y folclorista Manuel García Matos, al poeta José María Gabriel y Galán y al impresor Agustín Sánchez Rodrigo. Sólo el primero nació en Plasencia. Galán lo hizo en Frades (aunque llegara a ser del Guijo) y Sánchez Rodrigo en Serradilla.
No está de más hacer alusión a una partida de intelectuales de principios del XX, “un grupo de regeneracionistas brillantes que fundaban periódicos, escribían maravillosamente y su compromiso con el liberalismo era total”, según el profesor Miguel Ángel Melón, entre los que se contaban el impresor Evaristo Pinto, el tipógrafo Mariano San José Herrero y el farmacéutico Joaquín Rosado Munilla.
Se puede señalar que la ciudad provincial y levítica ha atravesado mal que bien la contemporaneidad y que ahora se encuentra en una excelente coyuntura para abordar el futuro. Bien comunicada (gracias a las autovías y a la inminente llegada del tren de alta velocidad), con su tradicional vigor mercantil intacto (complementado por el empuje de las comarcas) y con una ciudadanía cada vez más preocupada y culta, lo venidero obligará a sus vecinos a saldar de una vez por todas su cansino victimismo para afrontar con solvencia su auténtica consolidación como la urbe que siempre aspiró a ser.
Uno se alegra, en fin, de haber nacido y de haber podido vivir en una ciudad. No en una, en ésta.


Á. V. Plasencia, invierno de 2007


(Texto incluido en el catálogo de la exposición Plasencia Contemporánea. Hombres y mujeres que han hecho ciudad 1810-1935)


19.4.07

Premios

Mañana se entregan los Premios al Fomento de la Lectura en la Biblioteca de Extremadura. El elogio de leer lo hará este año Ada Salas.
Me alegra especialmente el que se ha concedido a las Aulas Literarias de la Asociación de Escritores Extremeños. Es de justicia. Pocas aventuras han hecho más y mejor por los libros y la lectura en esta tierra. Felicito, cómo no, a los demás ganadores, en especial, por aquello de la cercanía, a Chema Casado, librero de Universitas, y al Colegio Público Ramón y Cajal de Plasencia.
Allí le cobijaron a uno de pequeño -tendría tres o cuatro años- por culpa de un incendio en las traseras de mi casa de entonces, situada en esa misma calle. Recuerdo que miraba fijamente a un árbol que había -y hay- junto a la puerta y eso me tranquilizaba.

17.4.07

Carta de Palma

1. Tengo que confesar que el viaje no empezó del todo bien: hora y media de retraso en la T4 y, para colmo, del avión que íbamos a tomar de inmediato (procedente de Valencia y causa de la desesperante espera) bajó el mismísimo Vicente Martínez Pujalte. Sí, en la distancia corta es mucho peor.
2. El vuelo (adelanto que vale para ida y vuelta), excepcional. Está visto y comprobado que las fobias son irracionales. Bueno, y que uno nació, como todos, para caminar sobre la tierra.
3. Palma era una borrosa ciudad en mis recuerdos. De la primavera del 75. La he leído luego en los diarios y poemas del palmesano Llop, por ejemplo. Regreso con un puzzle de imágenes llenas, sobre todo, de luz. Muy hermosas, añado.
4. Conocí a Paco Díaz de Castro en Cáceres, hace un año. También en Cáceres, ya es casualidad, el pasado otoño, a Perfecto E. Cuadrado. Los dos son profesores de la Universidad de las Islas Baleares. El primero es también poeta. El segundo, uno de los mejores traductores de escritores portugueses y un lusista de lujo. Entre los dos dirigen, desde el 90, Poesia de Paper. Los dos son excelentes personas. Sé lo que digo. No hablo por hablar. Con Paco y con su mujer, Almudena, hemos pasado horas deliciosas que nos han permitido alejar por unas horas cansancios y pesares. Y casi siempre lo hemos hecho de la mejor manera posible: comiendo. Un festín que a los dos (a Paco y a mí) nos obligará a extremar las precauciones en los próximos tiempos. Bastará recordar aromas y sabores para que se nos haga más llevadero. Ellas no necesitan, ay, de estos castigos.
5. Disfruté leyendo poemas en la Fundación Sa Nostra. Fue una bonita "conversación en la penumbra". Y con jóvenes poetas entre el público, como Maijo Mora, que me regaló una plaquette. Esto siempre se agradece. Le rejuvenece a uno, vamos. O al revés, según se mire.
6. Al recoger el equipaje, sorpresa. Lo nunca visto (por nosotros, claro): nos han quemado (sí, quemado) un neceser. Se ha perdido todo. Botes de colonia, envases de desodorante, un humilde peine... Bueno, en rigor, se ha chamuscado. Era cosa de ver. Como nuestra cara de gilipollas. Ya que el avión no ha explotado en vuelo, damos por hecho que las pérdidas han ardido por frotación asfáltica o por atropello veloz. ¡Qué sabemos! Iberia, como siempre, cumple. En fin, peor hubiera sido perder por el camino las ensaimadas que he recogido esta misma mañana a las 8 en Forn Fond.

14.4.07

Valverde y Robles Piquer (confidencias)

Con motivo de la reunión anual de la Fundación Godofredo Ortega Muñoz, volví a encontrarme ayer en Badajoz, entre otros, con don Carlos Robles Piquer; por cierto, un gran conversador.
Como suele ser habitual en personas que saben que he escrito poesía, y por aquello de las coincidencias, me preguntó si era algo de su viejo amigo José María Valverde. Ya he contado alguna vez cómo él mismo me dijo cuando nos conocimos en esa misma ciudad que me habían confundido con su hijo, su sobrino... No éramos familia pero sí, por puro azar, paisanos.
Don Carlos me contó anécdotas de su relación con Valverde, una relación que se inició a principios de los años cuarenta (el primero era secretario de una asociación católica iberoamericana de la que el segundo era presidente) y no cesó, a pesar del cambio de rumbo ideológico del poeta. No cesa, mejor.
Al despedirnos me relató que Valverde le hizo un gran favor en un momento delicado. Cuando tuvo que tomar la decisión de si permitía o no la publicación en España de la primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros (1962). Los militares no veían con buenos ojos -o los políticos del Régimen se anticipaban a esa reacción, no lo sé- ese duro texto donde el peruano cuenta sus experiencias como cadete en el Colegio Militar Leoncio Prado. Fue entonces cuando el profesor le envió un informe esclarecedor sobre la novela que permitió a Robles Piquer autorizar la edición. Una sonrisa pícara anticipó un último comentario: que también mantuvo entonces una interesante entrevista con Varguitas, ahora don Mario.

Lectura en Palma (anuncio)

El proximo lunes leerá uno en el aula que la Universitat de les Illes Balears y Fundació Sa Nostra tienen en Palma y cuyos coordinadores son el profesor, crítico y poeta Francisco Díaz de Castro y el profesor y traductor Perfecto E. Cuadrado. Será, Iberia mediante, en el Centre de Cultura a las 19,30 (carrer Concepció, 12). Se obsequiará a los asistentes con un cuadernillo con una selección de poemes escogidos por el autor.
Según internet, "la col·lecció Poesia de Paper va néixer el 1990 per iniciativa conjunta de «Sa Nostra», Caixa de Balears, i la Universitat de les Illes Balears amb l'objectiu de difondre l'obra dels poetes contemporanis a través de lectures poètiques a càrrec dels mateixos autors. El contingut de les lectures es recull en un volum, que edita el Servei de Publicacions de la UIB. El cicle ha comptat amb la participació d'autors reconeguts com José Hierro, Caballero Bonald, Joan Margarit, Àlex Susanna, Francesc Parcerisas, Andrés Trapiello; i també ha servit de plataforma de projecció d'autors més joves".

12.4.07

Elanio azul

"Cuando volvíamos de Cáceres-bajo-la-lluvia, entre Talayuela y Losar, posado sobre un poste de la luz, como siempre, vi el segundo elanio azul de mi vida. Blanco y azul celeste. La guinda de un viaje que nos ha dejado con un deseo enorme de volver." Me lo cuenta Antonio Cabrera y uno se alegra de que lo imprevisto surgiera.

10.4.07

Aníbal Núñez, veinte años

Hace veinte años que murió el poeta Aníbal Núñez. Cuando eso sucedió, vivíamos en Jerte. Nos llamó Ángel Campos muy temprano para darnos la mala noticia. Aunque llegamos tarde al cementerio (tuvimos que dejar a Leticia, que era muy pequeña, en Plasencia), nos acercamos a Salamanca. En la comida que siguió al acto conocimos a un buen puñado de poetas que antes que eso eran amigos suyos: Miguel Casado, Olvido G. Valdés, Tomás Sánchez Santiago, Luis Javier Moreno... Estaba también, cómo no, Felipe Núñez.
En el Círculo de Bellas Artes se le va a recordar. Es justo y necesario que así sea. No en vano es uno de los mejores poetas de su extravagante generación y, sin exagerar, una de las voces más personales de la poesía española del XX.

9.4.07

Antonio Cabrera

Es un poeta valenciano nacido en Medina Sodonia que los lectores habituales de poesía ya conocen. Y no sólo porque ganara el Loewe, que también.
Recuerdo perfectamente la primera vez que leí poemas suyos. En una plaquette muy bien editada con motivo de un premio en Mislata. Me deslumbraron, sin duda.
El sábado estuve charlando un rato con él y su mujer en Plasencia. Han pasado unos días en La Vera. Aunque es un experto ornitólogo, no ha venido a nuestra tierra a ver pájaros. Salvo excepciones (como la del elanio azul, al que de mozo -qué casualidad- dedicó uno un poema), aves se ven en cualquier parte.
Estoy deseando leer su próxima entrega: una colección de prosas que editará La Palma.

8.4.07

Sentencia

Me lo dijo Felicísimo en el funeral de Tomás, cuando intentábamos explicarnos, en vano, lo que había pasado. Echó mano de la sabiduría popular. De su pueblo: La Pesga. "Lo que está de pasar tiene mucha fuerza".

7.4.07

La realidad trascendida

















En la vida y en la obra de Godofredo Ortega Muñoz (San Vicente de Alcántara, 1905- Madrid, 1982), todo remite a una encadenada suerte de paradojas que configuran, por así decirlo, una de las aventuras más personales, complejas y extraordinarias del panorama artístico español del siglo XX.
Primera paradoja: acaba uno de mencionar vida y obra como si fuera posible separar aquí ambos conceptos. No es así. Desde el principio y siempre quiso Ortega ser pintor y a esa tarea dedicó, de forma metódica y consciente, su entera existencia. Se suele repetir que su formación fue autodidacta. ¿Cuál, en rigor, no lo es? Me refiero a las que, a lo largo de la Historia del Arte, de verdad importan. Si no reglado, Ortega tuvo su propio aprendizaje que empezó en su lugar natal, siguió en Madrid y se desarrolló en su primera juventud, a lo largo de sus viajes por Europa, África y Asia. No en vano confiesa a Llosent que “la aspiración fundamental de mi vida es la de andar y ver”. A eso dedicó sus años de errancia. A andar, sí, pero ante todo a ver: lo que tenía delante de los ojos, claro está, pero asimismo lo que le mostraban las obras de arte encerradas en la luminosa oscuridad de los museos. Eso ocurrió en Francia (con Cézanne), en Italia (con los primitivos –Cimabue, Giotto- y los modernos; Morandi, ante todos), en los Países Bajos (con Van Gogh) y en los nórdicos (con Munch, Karsten)… A esta escueta lista de influencias, habría que añadir la de su paisano Zurbarán. Un buen día, no obstante, cesó esa vida nómada y volvió a Extremadura. No a su pueblo, al de al lado: Valencia de Alcántara, en la misma Raya, a modo de frontera inexistente.
Nueva paradoja: del movimiento a la quietud. En apariencia, del mundo lujoso y cosmopolita al pobre y provinciano. En realidad, de lo local a lo universal. Si el viaje conlleva dispersión, la estancia prolongada en su rincón tras de la Guerra Civil le va proporcionar todo lo contrario: ensimismamiento. No por nada Llosent le definió como “un hombre concentrado”. J. M. Bonet ha precisado que Ortega no era, en lo estético, un escapista; siquiera sea porque “nadie logra evitar ser contemporáneo de sí mismo”, como recordara Fernando Pérez. Pasa en ese momento de la frecuentación de bodegones y retratos (que le había servido para aprender, pero también para subsistir) a la práctica exclusividad de los paisajes. Paisaje, palabra clave para entender de forma cabal el verdadero alcance de la empresa llevada a cabo por Ortega. Una elección que, como tema, variación y procedimiento pictórico, no deja de ser -Calvo Serraller dixit- sino “un campo de investigación formal” utilizado por los renovadores de su tiempo. “Yo siempre miro hacia delante”, le confesó a Llosent. Y ya estamos ante otra paradoja. No contento con retirarse a su tierra y quedarse allí, durante años, quieto y aislado, nuestro pintor desdeña también las veleidades vanguardistas de su época (el paso veloz de los ismos) y su prestigio modernizante, para optar por el paisaje, y su consiguiente carga de estereotipos, como medio de expresión por excelencia. La decisión no fue circunstancial. Ni se tomó a la ligera. Es otro el viaje que Ortega emprende al terminar la contienda incivil: se embarca a partir de entonces en un viaje interior que ya sólo cesará con su muerte. “Deseo ser auténticamente yo”, mantuvo en la citada conversación con Llosent. Un objetivo, a principio de los cincuenta -muchos cuadros y mucha vida después- de sobra alcanzado. En Ortega se cruzan una precisa manera de ser con un determinado modo de pintar. De ese encuentro surgen unos lienzos que son pura autobiografía. Únicos. Lo que vemos en los paisajes de Ortega es, sobre todo, a Ortega mismo. Muestran un estado del alma. Más allá, en tanto que realidad trascendida -de nuevo las paradojas-, se desvela un país (para decirlo con Pla) que, en lo sustancial, coincide con los rasgos de la personalidad del pintor. Quiero decir, sin pretensiones psicologistas ni antropológicas, que las sucesivas características que los críticos han ido atribuyendo a su obra se le pueden aplicar directamente a él (con una naturalidad que a veces asusta). Además, oh misterio, forman parte de un determinado temperamento común a la mayoría de los nativos de Extremadura. ¿Su idiosincrasia? Tal vez por eso quiso que su pintura fuera “como expresión plástica, el reflejo de mi tierra”. Así, el silencio, esa música callada que clama en los paisajes de Ortega, coincide con su proverbial mutismo de Godo, un hombre parco en palabras. Así, la soledad, otra constante en sus cuadros (donde apenas aparece la figura humana), similar a la que él mismo llevó en su discreto retiro. Así, la serenidad que destilan sus campos, una virtud equiparable a otras que pueblan una obra calificada, sin temor, de espiritual: la humildad, la calma, la sobriedad, la ascesis, la austeridad, el estoicismo, la sencillez… No es extraño que de esa mezcla hayan surgido visiones sorprendentes. Evocadoras de lo visible y lo secreto, de lo real y lo intangible. Por paradójico que parezca, alguien que prefería “un arte de intimidad, casi de confidencia” fue capaz, como pocos, de situarlo a la intemperie. “Pintor de permanencias, no de fugacidades”, le calificó Gerardo Diego. Pintor de la memoria, meditativo, cercano a la poética rememorativa de Wordsworth.
Y al fondo, la pobreza, lo que –de nuevo el contrasentido- ha preservado la naturaleza de Extremadura; tan cerca, por su amplitud, de la concepción, entre metafísica y melancólica, del infinito. La misma pobreza que lleva Ortega, en su pintura, hasta el límite, al máximo despojamiento, a la mayor contención, a la perfecta síntesis, a la más abstracta realidad. De elaborada sencillez. De pureza geométrica. Ahí, como apuntó Vivanco, “las realidades más gastadas del mundo”, bajo una luz limpia y matizada que surge de una gama de colores esencial, como todo lo suyo. Ortega, en fin, y su pequeña, necesaria verdad.

Este texto aparece publicado en el catálogo de la exposición “Secuencias 1976/2006”, que se celebra actualmente en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (MEIAC).

5.4.07

De Seamus Heaney

“Si algo nos enseña el arte”, dice él, triunfando
sobre la vida con una cita, “es que la condición humana es privada”.

(Del poema El bosque de abedules. Traducción de Martín López Vega)


3.4.07

Accidente

Nos pasamos la vida en la carretera. No somos pocos. Uno de ellos ha caído. Tomás García Verdejo ha muerto ayer en Portugal, víctima de un accidente de tráfico. Compartíamos viaje diario de Plasencia a Mérida. Alguna vez, bajamos juntos. Nos conocíamos de antiguo. También estuvo, como yo, en un Centro de Profesores. Ahora era Director General de Calidad y Equidad Educativa. Coincidíamos con frecuencia tomando café en Los Valencianos de la calle Santa Eulalia. Allí quedamos, la última vez que nos vimos, para ir juntos (conducía él) a la reunión del Consejo Asesor del Plan de Fomento de la Lectura. Ha sido un duro golpe. Por él, claro, y por su familia (lo siento, Puerto). Pero, a qué negarlo, también por uno, que sigue, arriba y abajo, en la carretera.

2.4.07

Más meme

Me entero a destiempo, y lo lamento, de que Hilario me invitó a participar en el "meme literario" que, por cierto, tanto juego ha dado (Josemari Lama ha seguido ese rastro). No han sido días de gloria precisamente. Como todo es susceptible de empeorar... Lo dicho: mil perdones.

Diarios

Un año más, y van catorce, me interno en ese bosque particular -como todos, sólo a medias conocido- que componen los diarios de Andrés Trapiello. La cosa en sí se titula el que agrupa las anotaciones de 2000. "Porque vivir es escribir, y escribir es pensar, pensar la cosa en sí que no se puede conocer". Pues eso. Me esperan 729 páginas. El mismo libro, una aventura distinta.