Me temo que, a
diferencia de otros poetas de lengua inglesa, Kathleen
Raine (Ilford, Essex, 1908-Londres, 2003) no es conocida por los
lectores españoles. En 1951, sin embargo, la colección Adonais publicó Poemas, traducidos por Marià Manent, quien
incluyó ocho poemas suyos en La Poesía Inglesa (José Janés Editor,
1958).
En mi caso, el descubrimiento llegó
de la mano de En una desierta
orilla (Hiperión, 1981), un libro
que tradujo Rafael Martínez Nadal. Le siguieron, en España, Fragmentos de
una visión sagrada (traducción e introducción de Emilio
Alzueta Jesús y prólogo de José Lupiánez (Aljamía, 2006) y Poesía y Naturaleza. Kathleen Raine, una antología bilingüe
con selección, traducción y notas de Adolfo Gómez Tomé (Tres Fronteras, 2008). Se
pueden rastrear versos suyos en la revista Adamar (introducción y
traducción de Clara Janés) o en FronteraD
(en versión de Gómez Tomé). Dámaso Alonso la tuvo en cuenta para su Antología de poetas ingleses modernos (Gredos, 1963). Para más detalles, recomiendo el artículo «Una presencia de
antología. La traducción al español de la poesía de Kathleen Raine», de María Laura Spoturno. O «Kathleen Raine:
Más adentro en la espesura», del citado Gómez Tomé, que apareció en la revista Clarín.
Porque su tarea no
se limitó a escribir poemas (fue profesora en Cambridge y enseñó en Harvard),
no está mal recordar su faceta ensayística y, ya ahí, sus Siete ensayos sobre William Blake, que en nuestro país publicó Atalanta.
Sin desmerecer, todo lo contrario, las versiones de la poesía de Raine
que acabo de mencionar, esta edición del poeta cordobés José Luis Rey me ha
parecido ejemplar. Sobre todo porque tiene muy en cuenta lo principal a la hora
de valorar una traducción: que se pueda leer perfectamente en su lengua de
llegada. Que en ningún momento suene, digamos, a poesía traducida. No ha
debido resultar sencillo, pero, en castellano, estos versos suenan deliciosamente.
Tal vez por eso me han
sorprendido, a pesar de que eran territorio conocido. Las versiones de Rey
(tomadas por él como auténticos ejercicios creativos: «escribí estas
versiones…») dan pie a reconocer a una poeta fundamental, por más que uno,
hasta ahora, no le hubiera sacado todo el partido que merece. «No maldita, sino
bendita», dice Rey. Por sus logros, sí, y porque nunca jugó a lo que tantos
poetas han jugado: al malditismo y la pose. Con serlo, y como pocas, nunca fue
de poeta por la vida. Y menos en sus libros.
En su ajustado
prólogo (aquí lo esencial es la poesía, ni notas se recogen), Rey da algunas
pinceladas biográficas. Hija de madre escocesa (de cuyo legado estaba muy
orgullosa) y de padre maestro (además de religioso y socialista), su infancia
está marcada por una larga estancia en Northumberland, condado del norte de Inglaterra omnipresente
en sus poemas, y que ella recordaba como
si fuera el mismísimo Paraíso: «En Northumberland me hallaba en mi propio
lugar; y nunca me ajusté a cualquier otro u olvidé lo que había visto,
entendido y experimentado brevemente pero con claridad». De lo vivido en
aquellos parajes habla en poemas como «Secuencia en Northumbria» y, por
extenso, en Adiós, prados felices, el primero de los tres volúmenes de sus memorias que agrupó
bajo el título Autobiographies (donde prima lo espiritual) y
que aquí publicó Renacimiento en versión de Gómez Tomé y Natalia Carbajosa (autora de «Noticias de Kathleen Raine»,
un artículo publicado en la revista Jot Down donde se recogen fragmentos
de sus memorias). Se podría afirmar que, lejos de allí (si es que lo estuvo
alguna vez, siquiera de pensamiento), vivió en un «exilio» permanente; para empezar,
en el suburbio londinense donde nació.
Como su contemporáneo T. S. Eliot,
cambió de religión. En su caso, se convirtió al catolicismo. «La elección es
destino», escribió, y: «me esforcé por unir parte de mí / con la gran
tradición, con dos mil años / de Cristianismo». Abundan en su obra las
alusiones bíblicas. Cabe añadir que siempre estuvo en contra del rígido metodismo
de su padre, un credo que determinó su educación.
Destaca Rey que
Raine pertenecía a la estirpe de quienes «escriben siempre el mismo poema». Eso
no obsta para que la variedad presida este volumen donde, sin perder de vista
lo nuclear, ese mantra del «aquí y ahora» que ella repite de continuo, el tono
inconfundible de su voz y el mundo que describe y habita (y, con ella, el
lector). Los registros van desde lo más elevado a lo más sencillo.
Cuando digo
«elevado» me refiero a su alta poesía, esto es, culta (llena de referencias
literarias y artísticas), inspirada (y visionaria), meditativa, trascendente, simbólica
y metafísica; filosófica, en suma, en su vertiente neoplatónica (abogaba por
«una conciencia vertical») y maneras, es lógico, aforísticas. De la Tradición (que
no es una, sino múltiple) y la mitología: griega, celta o hindú (en la India,
por cierto, dijo sentirse por fin en casa y en sus versos encontramos el
Ganges y Sarnath, a Parvati y Siva).
En «Ninfa
revisitada» menciona a algunos maestros. Siguió a su adorado Blake, objeto de
estudio, o a Emily Dickinson. A Dante o a Keats y, cómo no, a los místicos
españoles.
Una poesía sin
concesiones a lo vulgar y, por eso, alejada de esa versificación superficial,
tan torpe como mediocre, que abunda en nuestra confusa, desnortada época.
Por otra parte,
cuando digo «sencillo» aludo a sus poemas autobiográficos (usa mucho el «yo»,
sobre todo en sus últimas entregas, aunque se pregunte: «¿qué importa quién soy
yo?» y declare: «porque eso soy yo: / la piedra, el viento, el agua, eso soy
yo» ), donde, con naturalidad, la cercanía y lo cotidiano afloran. Y la emoción
y los sentimientos. Entre viejas casas, jardines, pájaros («¿De dónde son, de
qué lugar los pájaros?», flores, árboles, nubes, bosques… Frente al impetuoso
mar (como el que pintó Turner, al que dedica un poema). En lugares como las
islas de Skye y Mingulay, el río Edén, la casa de Tindale Fell, etc. O los de
sus «Nueve poemas italianos».
A su «sencillez
profunda» apunta Rey. Y uno a sus dotes de observación con centro en la mirada:
«Mira, nada más hay».
Ni en una ni en otra
falta la inclinación por lo popular, que en su caso linda con las canciones,
conjuros y baladas de aquellas tierras fronterizas y nórdicas de espíritu
arcaico y áspero.
Sólo leída por
completo –puedo dar fe– se comprende en su debida proporción el alcance
extraordinario de la obra poética de Raine, al margen, paradójicamente, de la lírica
tradicional inglesa, por genuina y propia.
Piedra y flor (1943), Habitante del tiempo (1946), La
adivina (1949), El año uno (1952), La colina hueca (1965), El
país perdido (1971), En una desierta orilla (1973), El retrato
oval (1977), El oráculo del corazón (1980), La presencia (1987),
Viviendo con el misterio (1992) son los once libros que componen su Poesía
reunida además de un puñado de poemas «nuevos y sueltos», como el épico e imponente
«Reyes legendarios», dedicado al Príncipe de Gales.
«La Madre, la Naturaleza
y el Tiempo: he ahí lo temas de este libro», concluye el editor. En efecto,
sobre su madre hay numerosas referencias y algunos le están dedicados
expresamente. En «El cumpleaños de mi madre», pongo por caso, o «Reliquia
familiar».
En lo que respecta a
la Naturaleza, se podría decir que Raine no salió nunca de su infantil e
inocente Northumberland,
el antiguo reino de Northumbria (cómo no evocar Briggflatts,
de Basil Bunting), su «país perdido», el de sus ancestros. «Soy todo y lo veo
todo», escribe en «Niñez». Vivió a partir de entonces en una suerte de exilio,
otra palabra clave en su poética: «pues exiliada estoy de mis recuerdos». De
aquellos parajes agrestes de páramos y acantilados donde sopla el viento surgen
sus descripciones campestres. Propias de la botánica que fue, conviene matizar,
amante de los jardines («los antiguos jardines donde fuimos felices / hace ya
mil veranos»). Imágenes tan reales, eso sí, como soñadas e imaginarias: «este
mundo llamado realidad / no existe en parte alguna». Sin la imaginación nada se
entiende: «¿Imagino la realidad o la realidad me imagina?», se pregunta. Ese
continuo regresar a la casa parroquial de Gran Bavington, con su tía Peggy, afirma el poder
de la memoria y, de paso, la importancia del tiempo en su obra: «Pues si no es
la memoria, ¿cuál será / la patria de los muertos?». Ya dijimos que la
expresión «aquí y ahora» se repite de continuo («¿Y cómo pueden el aquí y el
ahora / dejar de ser un día?»). Y las reflexiones sobre su tormentoso paso. En
versos como: «el pasado es presente del futuro», o «¿cuánto dura un
instante?», o «todo lo que sabemos es
que transcurre el tiempo». En otro poema se pregunta: «Pero qué es ahora /
y qué es el tiempo / donde se hallan todos los mortales?». Léase, en
fin, «Himno al tiempo».
Para Raine, y lo
dicho nos recuerda a Brines, «toda la vida es una despedida interminable».
«Vivir es olvidar», anota, si bien «en algún lugar y alguna vez / hubo algún
día eterno».
Podrían añadirse
temas; así, el del sueño o de los sueños, por ejemplo, a los que tanta
importancia dio en su vida: «Y ahí estoy yo, la soñadora». O el del amor, un
asunto capital: «El amor, que está ciego / para imperfección, solo ve lo
perfecto», escribió, y: «Para hacer ya perfecto lo imperfecto / bastaría con
amarlo». «Allí donde hay amor hay sufrimiento», sentenció. Con todo, resuelve:
«Amo, ergo sum». Tuvo matrimonios fallidos y dos hijos. Fue su idilio
con el escritor y aventurero Gavin Maxwell, irlandés y homosexual, uno de los
hechos más trascendentales de su existencia (y, por eso, de su poesía, tanto
monta). Por suerte, esa experiencia quedó fijada en el tercer tomo de su
autobiografía y, de qué modo, en su obra En una desierta orilla de la
que ella misma afirmó: «es un libro de madurez, una especie de secuencia poemática o
rosario de poemas centrados en torno a la muerte, a la vida después de la muerte,
a la vida y a la muerte». Un tema, añadió, «bastante atípico en la poesía
inglesa tratado de forma muy personal y que conecta con la tradición española y
latina, en general». El libro también ha sido calificado como «réquiem
poemático» y «secuencia elegíaca». «No donde vivimos, sino allí donde amamos /
se encuentra el alma», concluye.
«Donde pongáis el
ojo / se despliega el misterio», dijo Raine, y «El velo de lo visible / revela
lo invisible», lo que explica muy bien por dónde se mueve esta lírica poblada
de almas y de ángeles, fiel reflejo de que «todo es ilusorio».
En sus últimos
libros, en una vejez plena de recuerdos («es el reino de Hades la memoria»),
vuelve al tema de «lo perdido». En «El agua iluminada» escribe: «No hay camino,
ni puente, no hay verja alguna / que nos lleve al pasado, / el tiempo que una
vez estuvo aquí».
Termino con versos que imprimen sentido a su poética
–clarividente, lúcida, serena–, que es tanto como decir a su vida: «y descarté
lo falso y guardé la verdad». «Nunca busqué lo bueno, / sino solo la gran
belleza de este mundo: / el brillo de la luz».
POESÍA REUNIDA
Kathleen Raine
Traducción e introducción de José Luis Rey
Linteo Poesía, Orense, 2023. 460 páginas. 28 €
NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 36 de la revista
NAYAGUA, de la Fundación José Hierro.