28.2.21

López Andrada lee "Porque olvido"


Diario de la naturalidad

 
Alejandro López Andrada
 
No está muy de moda hoy en nuestras letras la naturalidad, ese modo de escribir como si quien lo hace estuviese respirando y lo dibujase todo sin esfuerzo. Es algo que no se suele valorar. La gente, la mayoría de los lectores, confunden la sencillez con la memez, la naturalidad con la simplonería. Lo vemos a diario en libros de versos y en novelas que parecen escritos por adolescentes y son, sin embargo, muy ensalzados por la crítica. Afortunadamente hay escritores que apuestan aún por la gran literatura ofreciendo al lector obras hermosas y atractivas, escritas con pulso lumínico, certero, usando un lenguaje sencillo y natural, como el de estos diarios escritos por Álvaro Valverde, un escritor genuino como pocos.
Desde hace unas décadas ya, el autor cacereño (Plasencia, 1959) ha venido ofreciéndonos poemarios y novelas de una calidad literaria insoslayable. De su sólida trayectoria, entresacaríamos títulos en poesía como Una oculta razón (Visor, 1991), poemario que obtuvo el prestigioso premio Loewe, Ensayando círculos (Tusquets, 1995) y su reciente El cuarto del siroco (Tusquets, 2018). En narrativa, destacan sus novelas Las murallas del tiempo (Algaida, 2000), finalista del Premio Café Gijón, y Alguien que no existe (Seix Barral, 2005). También ha editado un libro de viajes, Lejos de aquí, (De la luna libros, 2004) y el volumen de artículos
El lector invisible (Editora Regional de Extremadura, 2001). Publicado también por la Editora Regional, aparece este hermoso volumen de diarios, en el que Álvaro Valverde nos regala un armonioso tapiz de escenas íntimas, de experiencias viajeras y asuntos personales, que el lector agradece, pues, no en balde, la materia literaria y poética que fluye en cada página se nos muestra a los ojos con naturalidad, con delicada y pasmosa sencillez: «En Plasencia, las flores de las mimosas están a punto de brotar. En Baleares, un almendro está dispuesto a florecer (si no lo ha hecho ya). En dos días, ay, estamos sudando de nuevo. Nunca he amado tanto el frío como ahora» (pág. 79). Deliciosos fragmentos, como el anterior, se van engarzando a lo largo y ancho del volumen de una manera diáfana, sublime, como si en el libro estuviera entrando el sol y saliendo a la vez por cada resquicio de sus páginas con una delicadeza cristalina.
Lo que Valverde cuenta en sus diarios aparentemente puede parecer banal; pero sucede todo lo contrario, pues en cada línea, en cada fragmento de este libro, fulgura la calidez de un escritor que nos muestra su mundo, la naturaleza de su ámbito, con una elegancia y una ternura que conmueven. Y además nos sorprende, al mismo tiempo, la textura de un lenguaje poético, cálido, emotivo, que nos hace sentirnos dentro del autor cada vez que nos habla de las desapariciones de amigos queridos, de vecinos y familiares, cuya muerte deja un reguero luminoso de melancolía, de inevitable ausencia, en quienes nos adentramos en su discurso. Escritores importantes que nos dejaron no hace mucho, como Antonio Cabrera, Ángel Campos Pámpano y José Antonio Gabriel y Galán, quedan inmortalizados, redivivos, entre las cálidas páginas de este libro, sintiéndolos de este modo aún más cercanos.
Libro de viajes y de pérdidas, de encuentros, de conversaciones emotivas, de paisajes encofrados entre las pupilas del autor que, sentimos y creemos pisar, mientras los leemos, apropiándonos de sus cielos y de sus aires: «Esta tarde, a la hora de la siesta, croaban las ranas a la orilla del río que daba gusto oírlas. Eso me llevó a recordar mi infancia» (pág. 141). Ahí en ese instante emotivo de una tarde a la orilla de un río uno encuentra sus raíces, la melodía sutil de su niñez. Y en esos momentos deliciosos de esta obra, de estos diarios sensibles, sobrios, austeros, hallamos la luz mejor de la poesía, la calidad narrativa de un poeta que sabe comunicar lo que ha vivido como en su día lo hicieron los más grandes, Fernando Pessoa, Benjamin o Pavese.
El autor cacereño muestra en este libro, en este inefable volumen de diarios, un hermoso retablo de la naturalidad, un manojo de páginas cálidas, sensibles, donde el lector encuentra el resplandor de las cosas sencillas, esenciales, que no pasan: el vuelo de un pájaro, la ausencia de un amigo, el olor matinal y emotivo de un café, el retrato del campo durante un viaje en automóvil, pequeños detalles que sustancian cualquier vida, como la del escritor Álvaro Valverde, un novelista y poeta imprescindible.

Nota: Esta reseña se ha publicado en Cuadernos del Sur. Diario de Córdoba, 27 de febrero de 2021

26.2.21

Los primeros del XXI



Aunque nacidos a finales del siglo XX, los poetas seleccionados por Miguel Munárriz para formar parte de Los últimos del XX. Antología de poesía (1980–1997) deberían ser calificados, en rigor, como los primeros del XXI, que es, por cierto, el título de su prólogo. Porque es en este siglo donde han cobrado forma, a partir de la publicación de sus respectivas óperas primas o tan sólo de sus versos iniciales, pues no todos han llegado a ver ya editada su primera entrega. 
Aunque Munárriz no lo indica en la cubierta, todos los poetas de su florilegio son asturianos. Por lo mismo, todos son españoles, de ahí que se les incluya en antologías nacionales como Nacer en otro tiempo. Antología de la joven poesía española. Y por la lengua que usan, salvo excepciones, del inmenso territorio de La Mancha, que tiene, como es bien sabido, al menos dos orillas. Más allá, a la poesía le importa poco la procedencia de sus practicantes (o su género), si bien uno ha venido defendiendo que algo (o mucho) del paisaje y del paisanaje de un determinado lugar, de su cultura tradicional, se acaba fijando en nuestra manera de decir. De ahí al absurdo nacionalista media un abismo de sentido común que sólo los iluminados traspasan.
En sentido laxo, por el mero azar del sitio en el que uno ha nacido o ha estudiado el bachillerato (por decirlo con Max Aub), no es ningún disparate adjetivar la poesía y por eso hablamos de poesía extremeña o canaria sin rubor, y hasta de mexicana o argentina, a sabiendas de que sí pero no, pues la lengua común que empleamos está muy por encima de esa engañosa terminología geográfica. Así y todo, se puede afirmar que la poesía escrita por asturianos a lo largo del siglo XX y lo que va, y de qué manera, del XXI, es ejemplar y en ella descuellan algunos nombre señeros. Uno de ellos es mencionado por la inmensa mayoría de los nominados. Me refiero a Ángel González. En su introducción, “Los novísimos del XXI”, Munárriz lo cita. Para los promotores de Luna de abajo (más que una editorial), “un nombre que se confunde con nuestros sueños y nuestras biografías”, “bandera” de la poesía de la experiencia que aquellos tomaron, igual que casi todos estos, como modelo. Luego enumera a algunos de los poetas de esa estela. Entre los más conocidos (y ortodoxos), Víctor Botas, José Luis García Martín (que pasaría también por “poeta extremeño”), Fernando Beltrán, Javier Almuzara o José Luis Piquero.
Que otro mencionado a menudo sea García Martín, impulsor de tertulias y otras empresas literarias y editoriales del Principado, es determinante a la hora de señalar a la poesía figurativa como eje de las poéticas de no pocos de estos jóvenes que le tienen, además, por descubridor y maestro. ¿Y quiénes son, digámoslo ya, los “poetas del momento” incluidos en la muestra? Pues, en orden cronológico, Sergio C. Fanjul (1980), Pablo Núñez (1980), Fruela Fernández (1982), Carlos Iglesias (1983), Rodrigo Olay (1989), Ruth Llana (1990), Sara A. Palicio (1991), Mario Vega (1992), Miguel Floriano (1992), Lorenzo Roal (1992), Xaime Martínez (1993), Candela de las Heras (1994), Dalia Alonso (1996), Óscar Díaz (1997) y Rocío Acebal (1997).
Aunque la comparación con los del Club del 27 sea desproporcionada (cuando menos todavía), Munárriz anota que la mayoría son profesores de literatura. 
Cada poeta (del que se incorpora un retrato fotográfico que da prestancia y belleza al volumen) responde a un interesante cuestionario que consta de siete puntos y que contribuye a sustanciar la compilación. El primero pregunta por la definición de poesía. Los demás se interesan por las primeras lecturas y los primeros pasos poéticos, por el sentimiento de pertenencia a un lugar y a una generación (hijos de la Asturias de la reconversión), sobre lo que han aprendido de la poesía y cuál sería su poética. Por último, se solicita una breve biobibliografía. A la fuerza, cabe añadir, si tenemos en cuenta sus edades. 
Tras algunas elucubraciones líricas que llevan al antólogo de Nabokov a Percy B. Shelley pasando por Dámaso Alonso y algunos de los elegidos, aquél concluye: “Todos los autores de esta Antología son hijos de su tiempo. Son modernos en el sentido en que Hermann Bahr deseaba como el único deber en la vida; pero ser moderno no es otra cosa que ser actual y contemporáneo. Y todos estos poetas de fin de siglo lo son”.
Mientras leía, según costumbre, he ido tomando notas acerca de cada poeta. Vamos, de la lectura de sus poemas (algunos inéditos) y de los cuestionarios. Confieso que siempre me ha molestado que en las reseñas de las antologías se hable de unos y no de otros. A riesgo de resultar pesado, mencionaré a los quince.
Por seguir el orden, Sergio C. Fanjul, el mayor, uno de los más atrevidos y con más sentido del humor, moderno a ultranza, provocador y desenfadado, destaca que “más que interesarme la poesía, me interesa lo poético”. Y que “su utilidad, más allá del placer íntimo, es nula”. Defiende –una norma general– los premios (no pocos proceden del Asturias Joven). Entre sus poemas, destacaría “El desencanto”: “nunca lució / el sol aquella década”. En “Manifiesto freelance” leemos: “Nos importa una mierda el futuro”. ¿Su peligro? La ocurrencia, porque inventiva tiene a raudales. 
Más templado, Pablo Núñez cree que la poesía es idea más emoción. Forma parte del equipo figurativo. Como tantos, destaca sus inicios en la tertulia Óliver, de JLGM. Es uno de los coordinadores de la revista Anáfora, que está en el centro de la pujante poesía asturiana (y española) del momento, y, con Carlos Iglesias (otro del grupo), editor de Siete mundos. Selección de nueva poesía, antología de poesía asturiana joven. No es la única, Maremágnum Ediciones (otro reciente proyecto made in asturias) publicó Mucho por venir. Muestra consultada de poesía asturiana (2008–2017), donde ya estaban algunos de estos poetas. 
Remito al lector curioso a las reseñas que hice de sus dos libros publicados, Lo que dejan los días Tus pasos en la niebla
Fruela Fernández anota que “la poesía no es, la poesía hace”. Apuesta por el humor. Y por el “potencial de la tradición popular” (basta con leer su libro Folk). ¿En sintonía con la poesía de Juan Carlos Reche? Entiende la escritura como “ejercicio espiritual” (en la línea de Hadot): “una forma de ejercer y de dar forma a la propia moral”, algo que se aprecia en los poemas inéditos.
Carlos Iglesias cita a Leonard Cohen (Premio Príncipe de Asturias) y, como tantos del conjunto, a Luis García Montero. También a cantautores, lo que le une a poetas de una generación anterior: la de los Ochenta. “Sigo leyendo y escribiendo poesía para encontrar mi propia forma de estar en la vida”. La suya se caracteriza por la desnudez, el despojamiento y la transparencia. Muy minimalista, oriental y silenciaria en los últimos tiempos. Ha reunido su primera poesía en El peso del silencio. Su ópera prima se tituló El niño de arena.
Rodrigo Olay acaba de conseguir, con su tercer libro, un accésit del Adonais. Es el prototipo del poeta–profesor, este sí, en sintonía con los del 27. Reconoce que siempre se ha sentido atraído por esa figura. Bueno, el dice doctus poeta y es que se nota esa condición didáctica y docente. En las respuestas al cuestionario, por ejemplo, de un amplitud llamativa. Por precisión que no quede, ya digo. Para definir la poesía echa mano de Wordsworth, Coleridge, Auden u Ory, y recalca la importancia de las “lecturas de formación” hasta el punto de defender, sin empacho, que “quienes saben de poesía son más los filólogos que los poetas”. Sus “eruditerías” sorprenden. Sin embargo, destaca el nombre de Blas de Otero y no el de Jorge Guillén. Otra predilección confesa: “las líneas figurativas”, las “corrientes realistas”.
Este es más que un poeta que promete. En los inéditos leemos: “Y es dulce conmorir con quien se ama”.
Ruth Llana es todo lo contrario en lo que a parquedad se refiere. Aludo al cuestionario. Colmado, ya que lo menciono, de nombres de autores y teóricos que, en su mayor parte, desconozco. Reside en EEUU y su poesía (en prosa) es compleja y de peculiar sintaxis. Tampoco en esto se parece a Olay. Sí, el lenguaje es primordial allí. Fragmentación, collage… Y feminismo, otra de las claves generacionales.
Sara A. Palicio se extiende bastante a la hora de responder a las cuestiones planteadas por Munárriz. “Poesía –dice– es poner la vida contra las cuerdas”. Prefieres centrarse en el verso, en el poema: “La realidad también vive en el poema”. “Todo lo que tiene lugar en el poema tiene lugar. Sucede. Existe. Es realidad”. “La necesidad de definir la poesía fuera del verso” le resulta “más agobiante que clarificadora, hasta el punto de que se me parece a intentar explicar los matices cromáticos sin utilizar el concepto de color”.
Llega a la poesía de la mano de los poetas ochenteros que, a su vez, la ponen en comunicación (otra constante) con sus maestros: los del 50, aunque no falten novísimos en el top de los más citados, como Luis Alberto de Cuenca o Eloy Sánchez Rosillo.
Da mucha importancia a la imagen. Dice compartir con sus compañeros de aventura un “contexto”. Poco más. Eso y el “Asturias Joven” y los encuentros veraniegos de Valdediós.
Que todo lo aprendido de la poesía se resuma en un verso (digno) de Luna Miguel, me confunde. En cada poema, tres elementos: “dolor, palabra, silencio”. Dice: “Llevo atada al cuello la poesía. Me abraza pero también me ahoga”.
Mario Vega, muy práctico, dice que lo que importa “es hacer buena poesía” y que haya un lector. “Siempre he entendido la poesía como un diálogo con el pasado”. Cita a González y a Benedetti. A Gil de Biedma y a Fernando Ortiz. Se confiesa “profundamente crítico” en el “momento de la confección” del poema, pero “absolutamente acrítico con el poema acabado”. Con sensatez, “busco escribir aquello que me gustaría leer, y para ello necesito cierta distancia”. Y que le gustan sus poemas pero que detesta hablar de ellos. Por suerte, se defienden solos. “¡Aleluya!” y “Regreso”, pongo por caso, dos inéditos me han gustado mucho.
Miguel Floriano, uno de los más inquietos personajes que conozco y promotor, ya se dijo, de la antología Nacer en otro tiempo (que editó junto a Antonio Rivero Machina), afirma que la poesía tiene “el color del misterio”. Empezó leyendo novelas de aventuras y policiacas. Reivindica la “poesía de ideas” y, como en todos los jóvenes, su lista de lecturas es apabullante. Ningún autor le es ajeno. O casi. Está en contra de los “canónigos de la literatura”. “Escribir poemas –anota– supone al fin y al cabo una nueva epistemología, la organización de un saber repentino (…) en un discurso que no es proporcional, que no afirma ni niega nada”. Luego añade: “Ignoro lo que la poesía es, pero sucede que ese desconocimiento recoge la génesis y el fundamento de la escritura”. Cree, con Foucault, que “se escriben poemas para llegar a saber qué son los poemas”.
Tiene una buena relación con el espíritu. De sus inéditos, me quedo con “His last bow” (que termina: “No será tu placer el de la melancolía”) y con “(Gnoseología)”, en torno a la identidad, donde encontramos al más genuino Floriano.
Lorenzo Roal lo primero que dice es que no cree “que la poesía sea un misterio”. Y añade: “Mucho más interesante me parece hablar sobre qué es buena poesía o para qué es buena la poesía”. “Es la expresión máxima del ser humano”, asevera. De sus primeros encuentros con ella: “serendipia pura”. Como otros compañeros de viaje, la poesía de la experiencia (50+80) es su eje. Define a García Martín como “catalizador de la poesía de Asturias desde hace ya medio siglo”.
Es uno de los promotores de Maremágnum (como Rocío Acebal y el citado Vega) y activista LGTB. Para él un poema es la “máxima expresión lírica con las mínimas palabras posibles”. Pretende traer a la poesía de la experiencia, “esa tradición heredada”, “la perspectiva queer”.
Como otros miembros de esta antología, tiene publicado un cuaderno en la gijonesa Heracles y Nosotros. No ha publicado todavía su primer libro. Me han gustado sus poemas “Epigrama a un Góngora actual” y “Post Data”.
Xaime Martínez es uno de los poetas más reconocidos del florilegio. Con su libro Cuerpos perdidos en las morgues logró el Premio Nacional de Poesía Joven “Miguel Hernández” en 2019. Con Fuego cruzado, había conseguido el “Antonio Carvajal” de poesía joven también, de ahí que aparezca su nombre en varias antologías de poesía española (y asturiana) reciente.
Es músico, además. Piensa que la poesía es “pensar desde el ritmo (¡no hacia el ritmo!)”.
Se confiesa tan influenciado por los cantautores como por Anne Carson (de la que aprende acerca de la “narratividad del texto poético”). Prefiere no redactar una poética: “es un tigre muerto en una selva imaginaria”.
No deja de resultar llamativo que se haya decantando por la escritura en asturiano. Hay dos poemas en su selección que nos desvelan el nuevo camino.
Candela de las Heras, nació en la ciudad asturiana (aunque esté fuera del mapa autonómico) de Benidorm. Lo digo porque puede que sea el destino turístico preferido por nuestros queridos norteños.
Para ella, “la poesía es una imagen, un espacio personal que mira hacia dentro y hacia fuera”, “un refugio de coordenadas fijas en un mapa”. En sus orígenes, María Victoria Atencia y Blanca Varela. Y entre sus influencias poéticas, la música y el cine, un rasgo generacional.
Insiste en la cuestión del género: “Es importante, como mujer que escribe, situarse dentro de una tradición oculta, invisible para el canon”. Aunque no comparto la última parte de la frase, respeto su opinión.
“Deseo una poesía telúrica, carnal, devuelta a la mística de sus orígenes”, escribe. Concibe la poesía como “un elemento capaz de arrojar luz”, que me parece una preciosa descripción. “Como un descubrimiento”.
Es codirectora de Anáfora. De sus poemas, me atrae su aire epigramático. “El único misterio es lo mundano / poseyendo cada centímetro, / cada milímetro de nuestro cuerpo”, leemos.
Aporta muchos inéditos y homenajea a Emily Dickinson, lo que siempre alegra.
Para Dalia Alonso, la poesía es “una forma de ordenar un mundo que me resulta, como poco, abrumador”.
Pesa en su poesía la griega clásica, pero no le hace ascos a Cavafis. Antes, Safo, Homero y los trágicos.
De la lírica destaca su “delicadeza”. “Orfebrería y brillantes. Romanticismo”, escribe en su poética. Cita a Aurora Luque (imposible obviarla si tenemos en cuenta sus preferencias).
Me llama la atención su lenguaje, como de otra época.
Óscar Díaz no es el único que cita a San Agustín, “la celebrada contestación que dio (…) sobre qué era el tiempo, mutatis mutandis: ¿qué es, pues, la poesía? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.
Su historial de lecturas, periodo a periodo de su vida, es a-pa-bu-llan-te. ¡Quién dijo Mallarmé! Qué método. No es extraño que sus maestros sean muchos y de lo más variado. Que su formación sea filosófica, explica algunas cosas. Sí, se considera “constante”. Y sin “ansiedad al trabajo”. Presume de su “obsesión por maximizar el tiempo”. A los cuatro años le dictó un cuento a su tía. Como es lógico, a los diecisiete ganó el premio “Félix Grande”, aunque el libro lo había escrito con catorce.
“Quiero que me llamen recolector”, reza en su poética. Como a Dioscórides o Diógenes, matiza. Es el autor de un libro que me impresionó cuando lo leí: En el principio era América.
Yde El sentir. Poemillas del ahora. La filosofía, ya se insinuó, tiene una gran importancia en sus poemas.
Rocío Acebal, a pesar de su edad, es también de sobra conocida para los lectores habituales de poesía. Con Hijos de la bonanza se alzó con el Premio Hiperión. Ya había publicado Memorias del mar.
Poesía es, para ella, la “búsqueda de la palabra precisa”. En el principio González y Gil de Biedma. Luego fueron llegando más: la bilbaína Figuera Aymerich, la norteamericana Dickinson, el ovetense Botas, el madrileño Luis Alberto de Cuenca… Defiende el uso de la ironía. El manejo de la palabra con “precisión y astucia”. Otra definición de poesía: “una forma de diálogo”. “Lo más enriquecedor posible”. Concreta: “el poema solo es tal para mí, cuando puede ser comprendido”. Se considera una ávida lectora. No publica en la muestra ningún poema inédito. Algunos podrán leerse pronto en la revista Suroeste.
Termino. Con una paráfrasis bíblica que tiene mucho que ver con la labor desarrollada por el profesor, poeta y crítico José Luis García Martín: quien siembra lectura, cosecha poesía. Y de la buena, que es lo que importa.
Como lector –no sé si tan voraz como la benjamina Acebal–, me congratulo por esta exhibición de joven talento poético. Con sus luces, sobre todo, pero también con sus sombras. Ya lo dijo el sabio Steiner: “Hay errores que se deben cometer en la imprudencia de los comienzos”. En todo caso, como ha dicho Juan Bonilla en su memorable poema “Los poetas malditos”, estos jóvenes “vallejean, gildebiedman, gamonedan” y uno, como él, les envidia por su “ciega confianza en que escribir / es un modo de engrandecer la vida // la confianza ciega en que vivir  / no es nada / si luego no nos sirve / para caer de bruces / en un poema”.
 
Los últimos del XX. Antología de poesía (1980–1997)
Edición de Miguel Munárriz
Luna de Abajo, Oviedo, 2020. 244 páginas. 19,90 €

 NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO. 

24.2.21

Quirós


Mi amigo Jordi Doce me avisa de la muerte de la librera Concha Quirós. Cuánto lo siento. Qué gratos recuerdos de mi visita a la Cervantes de Oviedo para presentar El cuarto del siroco. Descanse en paz.

Tres anotaciones


Se ve que uno no tiene aún asumida su condición de jubilado. Ayer, en lugar de pararme a contemplar, sin prisa, las temerarias operaciones de una excavadora que intentaba sacar a un camión cargado de tierra del barrizal en el que se había hundido, seguí alegremente mi paseo como si nada. 


Ahora que todo son elogios y alabanzas, de tirios y troyanos, de los hunos y los hotros, a uno le gustaría contar la verdad, su pequeña verdad, sobre la santa que nos ha dejado. No, no lo fue. Pero, a diferencia de ella, que nunca se tomó la molestia de disculparse (qué poca psicología), uno ya ha perdonado. De ahí que el silencio sea la respuesta. Su arrogancia no merece más. Ni siquiera en esta hora definitiva. 


Valle arriba, la luz lo era todo. En lo alto del puerto, la nieve. Blanca en lo blanco. Y en todas partes, agua, que brillaba al sol. 
En los bancales todo era agitación. El millón de cerezos está a punto de florecer. 
Lo mejor, no obstante, era llevar a mi lado, de copiloto, observándolo todo, a mi madre. Comentaba esto y aquello. Cada imagen, un recuerdo. La familia, los amigos, nosotros... La vida, sí, con sus ganancias y sus pérdidas, discurriendo al amor de la corriente, río abajo.

21.2.21

Orfandad

Se preguntaba Ernesto Suárez en un artículo sobre la poesía canaria de entresiglos publicado recientemente en la revista Cuadernos Hipanoamericanos si era posible hablar de ella “al margen de la poesía española”. Aun reconociendo su singularidad y su indudable pujanza, a pesar del paradójico ninguneo al que se la ha sometido por parte del establishment lírico patrio, creo, por abreviar, que es una parte muy significativa de la poesía escrita en español, poco importa a qué lado del Atlántico, lo que vendría a demostrar la riqueza y la pluralidad que la caracteriza. Y eso viene siendo así desde hace mucho. Sin necesidad de recurrir a un recuento exhaustivo de obras y autores, cabe señalar un momento importante de su contemporaneidad. Me refiero al protagonizado por el grupo de poetas que formaron parte de Paradiso, algo más que una revista literaria, a Francisco León, Alejandro Krawietz y Melchor López, entre otros, los que formaron parte (junto a Francisco-Javier Hernández Adrián, Rafael-José Díaz, Goretti Ramírez y Víctor Ruiz) de la antología Paradiso. Siete poetas, publicada en 1994 en el sello de otra revista fundamental para nuestra poesía, Syntaxis, que dirigió con acierto y criterio Andrés Sánchez Robayna, un nombre clave de la poesía española moderna (y, por ende, de la canaria) en su versión más rigurosa y cosmopolita, maestro indiscutido e indiscutible de los recién citados, además de antólogo y editor de ese florilegio. 
Uno de esos jóvenes poetas universitarios, acabamos de mencionarlo, Melchor López (Tenerife, 1965, residente en Lanzarote), publicó sus primeros poemas en la revista de Robayna y su primer libro, Altos del sol —un conjunto de poemas en prosa, de haikus y tankas— en la colección Paradiso. Le siguieron El estilitaOrientalFama del día seguido de Escrito en Arrieta, De la tiniebla, Dos danzas, Según la luz y De vuelo
Fue incluido en las antologías: La otra joven poesía española, Antología del poema en prosa en España y Poesía canaria actual, 1990-2005.    
Ve ahora la luz Niño. Está compuesto por dos partes de quince poemas cada una, sin título y numerados consecutivamente. Como afirma Régulo Hernández en la nota de la contracubierta, se trata de "una suerte de memorias líricas escritas a caballo entre la prosa poética y el poema en prosa". Desde el principio, López ha escrito en ese, digamos, formato. Aunque cueste trabajo a veces marcar los límites entre la "prosa poética" y el "poema en prosa", lo que el lector aprecia, al menos uno, es que estamos ante textos poéticos, poco importa su disposición tipográfica, por más que no falten, ya se verá, elementos narrativos en el conjunto. Sí, porque de contar una historia se trata al fin y al cabo, si bien desde la emotividad y los sentimientos, con suma sensibilidad, lo que aporta la carga poética necesaria para justificar que estamos ante un libro de poesía. Sobre todo, por el lenguaje. Tan sobrio como versátil. Claro y limpio. Destaca el uso de un vocabulario exquisito donde la precisión manda. Concebido, así se lee, por un poeta. 
Desde el primer poema, el niño que da título al libro. Y allí, la infancia. El vilano, la inocencia. "Y así, sin saberlo, siembra el mundo".
Y la memoria, claro, pues López escribe retrospectivamente: "recuerdas...". Y, de inmediato, la madre. Ella, con mayúscula. Coprotagonista del relato. Y, otra vez, los animales, personajes secundarios. Todavía "no había sido expulsado del edén". Del paraíso de la niñez, claro. 
Con todo, la oscuridad y los terrores, que no dejan de ser piezas fundamentales del rompecabezas que es la infancia. No todo es felicidad: "Sales a la calle en llanto vivo". 
Entre la "ensoñación" y la "lectura", la soledad de ese "pequeño rey melancólico". Y siempre Ella: "Soy el hijo de aquella que percibía en la isla los más leves terremotos". Con la que dialoga. A quien se dirige. A la que ve en las fotografías. Y en la memoria. La de la lluvia, "una cosa —dijo Borges—, que sin duda sucede en el pasado". "En aquellos inviernos lejanos llovía llueve siempre". 
Y allí, los cromos y los álbumes. Y la muerte: "Muy pronto conociste el insondable arcano que signó tu vida". "Fiel hermana, acechante muerte".
"Los dos cantan, a los dos les gusta cantar". "En aquel tiempo nada parecía amenazar la vida". Pero muere la abuela. Y, poco después, la madre: "No llegará a cumplir los cuarenta".
El luto. Las telas y los cabellos negros. "Mi malhadada madre".
En el poema "11" se aprecia cómo el lenguaje torna barroco para expresar mejor el dolor de esa pérdida. El miedo. "Entraron de noche en la casa, subrepticiamente, los asesinos". "Tú quedaste a la intemperie". "«Todas las Conchas se me mueren», dijo el abuelo". 
"Tampoco Ella, que parecía destinada a la alegría del mundo, que parecía concebida contra el infortunio, pudo vencer la fatalidad o deshacer el funesto conjuro". 
Él escribe su nombre "otra vez en la arena de una playa remota". 
Tras la muerte de la madre, llevan al niño a la ciudad. A casa de una tía que vive en "un inhóspito barrio". Deja atrás a su padre y a su hermano. "Un tiempo inesperado, gris, oscuro, como una niebla insidiosa, se adueñaba de tu vida". Era su "nuevo estado de orfandad". Era "el huérfano inconsolable de Ella". Un "rasgo interior" de su "melancólico papel". Acaso "solo entre los solos, el más solo de los solos". 
La segunda parte es más narrativa. Son hermosas las recreaciones de sus estancias en la finca de sus tíos Juan y Fausta. "¡Cómo te embriagaba aquel olor a campo!". "A menudo, en mi memoria, (...) regreso otra vez (...) feliz a la finca". 
Evoca al abuelo Esteban. Sus manos. Otro precioso fragmento. 
Aunque vuelve al pueblo, "ya no eras, interiormente, el mismo". Sobrelleva una "impureza", un "muñón invisible". Hay, eso sí, "señales favorables": pájaros, lecturas, el "fascinante mundo de las niñas", los juegos... Menciona esa "perla" que ya estaba en la cita inicial de Cernuda. Y la "fascinación por los fríos espacios del Norte" gracias a los escritores rusos. Y la fiebre. 
"Nunca, en aquel tiempo, derramaste una lágrima por Ella. Ni tampoco después", escribe. Ahora caen en estas páginas. "Es hora de que las lágrimas no derramadas de aquel que caminó a mediodía en las arenas orientales y las del que navegó  de noche entre las islas latentes se mezclen con la tinta negra o tomen la sustancia oscura de las palabras; es hora de que las lágrimas se muestren como señal visible del inacabable duelo". 
"Su imagen es casi absolutamente creación tuya, proyectada con tus recuerdos y tu imaginación", dice acerca de su madre.
Los poemas dedicados a su gato Bismarck o al aguililla salvada o a los eucaliptos del paraje de Pina ("El mundo giraba y tú te encontrabas en su centro") insisten en ese flanco narrativo a que antes aludía. 
De pronto, el padre. Una sombra. Una ausencia. Sueña que "Ella regresaba del otro mundo (...) para ofrecerle un vaso de agua fresquísima". El niño exclama: "Regresa, aunque sea en sueños". 
Habrá un futuro encuentro, sugiere. Tendrá lugar una conversación pendiente. 
En "el cuarto de la azotea" descubrirá los romances y tomará como lema ("orgullosa divisa personal, secreta") los dos versos del muy conocido del conde Arnaldos: Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va. "Ahora había descubierto la poesía, tenía al fin —aunque eso lo entendiese años más tarde— una fórmula para combatir el ilimitado vacío de la orfandad". "Tenía una fórmula para expresar el dolor y también la alegría". Un "ejercicio cercano a la magia". Un "poder" que "lo hacía casi invulnerable", que "se convertiría en razón de su destino". 
Dedicado a Laura y a su hermano, Niño es un libro, ya se ve, sin trampa ni cartón. Honesto, puro y luminoso. Escrito por alguien que ha afirmado: “la poesía es mi manera de intensificar mi relación con el mundo”. Muchos años después, el crío huérfano que Melchor fue recupera un microcosmos que tuvo, que tiene, por centro a su madre. Con él, Ella ha regresado. Definitivamente.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el número 32 (III época) de la revista Nayagua

19.2.21

Brines en Elca

 


Con motivo de la concesión del Premio Cervantes al poeta valenciano Francisco Brines (1932), la editorial Pre-Textos ha tenido la feliz idea de dedicarle, a modo de homenaje, una antología con un puñado de poemas suyos: Desde Elca. En la colección más bonita de la casa: La Cruz del Sur. Al decir “casa” no puedo por menos que elogiar el preciosa viñeta de Joan Millet (“Elca”) que luce en la cubierta con la casa de la partida de Elca (nombre por el se conoce ese sitio), cerca de su natal Oliva. Dentro aparece en una fotografía que, blanca en la luz, muestra aún mejor lo imponente que es. 
El libro lleva un breve prólogo para la ocasión firmado por el periodista Fernando Delgado, “Aquello que Brines me contó”, donde rememora una entrevista que le hizo en la revista Insula. Allí reconocía a Marcial y Catulo como dos cercanos contemporáneos y decía que “sólo si nos aceptamos desnudos a nosotros mismos podremos aceptar a los demás”. Y hablaba de la ética y de que “nunca me ha preocupado la originalidad y no he movido un solo dedo por encontrarla”. Delgado, en fin, le agradece que nos haya “inventado un mundo”.
Viene después un texto sustancioso del propio poeta, escrito con una prosa nada común, que se basa en una conferencia pronunciada en 2008 en Barcelona. Me recuerda la sutil, lúcida y extraordinaria poética que abría la antología Selección propia (Cátedra, 1984), que luego rescató en Poesía y collage (Renacimiento, 2019), donde encontramos perlas como estas: “El lector no es el autor del texto, pero sí lo es del poema, quiero decir, de ese texto transformado por él en emoción”. “Se necesitan, pues, un autor y un lector, ambos capaces de crear la poesía, cada uno desde su propio lugar”. De ahí, añade, que “los poetas no dejen nunca de ser lectores”. 
Más adelante afirma: “El asombro que en la adolescencia era para mí la poesía es ahora revelación”. Y matiza: “que no viene de fuera, sino de mi interior secreto y oscurecido”. Y sigue: “La poesía no es un espejo, es un desvelamiento. En ella nos hacemos a nosotros mismos. No buscamos reconocernos en ella, sino conocernos”.
Desde la experiencia, destaca que “la poesía posee una ética que ayuda al lector a ser un mejor ciudadano”. Brines concibe el poema “como un instrumento ético” que propicia una “lección de tolerancia”. La que le dieron sus padres “al aceptar mi vocación de poeta”
“En la oscuridad de la escritura -leemos-, misteriosamente, todo se aclara y se fija”. Y: “La crítica del lector es importante, pero aún más es su intuición. Para Eliot la sobrepasa”. Luego matiza: “La labor crítica en la creación es tan importante como la intuitiva, ya que si esta es la condición sine qua non de la facultad creadora, sólo la primera, la crítica, hará posible su validez”. 
Termina reconociendo que ha recibido con “emoción y enorme gratitud” el Cervantes. Y que conoció la noticia en Elca, “donde transcurrió lo mejor de mi infancia, desde el lugar donde me dispuse a contemplar con sosiego y temblor, la vida y que para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo”. “Un territorio se convierte en lugar en el momento en que le otorgamos unas posibilidades afectivas, y ese proceso siempre reclama la mirada del otro”. Y concluye: “Elca, el lugar donde se han cruzado todas mis edades”. 
Muchos de los poemas seleccionados para la antología tienen ese “lugar”. Desde el título a veces: “Espejo en Elca”, “Elca”, “Elca y Montgó” y “Lamento en Elca”. Y en el verano, basta con el leer “Los veranos”, uno de los más logrados de Brines, como otros que se recogen también. Sigo quedándome con los de la serie inglesa de Palabras a la oscuridad (Mere Road, pongo por caso). O con ejemplos como “La última costa” (el que cierra el volumen), “Desde Bassai y el mar de Oliva”, “El otoño de las rosas” o “Epitafio romano”, por mencionar sólo unos pocos. 
Lo mejor, acaso, de la muestra son los inéditos que incorpora. De ese libro ya anunciado: Donde muere la muerte, título de uno de los siete poemas que se adelantan. Por lo leído, no va a ser un libro cualquiera. Eso en Brines es impensable, lo sé, su rigor y capacidad autocrítica le avalan. Pero podría uno estar tentado de pensar que a cierta edad... Nada de eso. Son poemas a la altura de su más elevado listón. Impresionantes, si se me permite el exceso. Me refiero a “Reencuentro”, “El último viaje”, “El testigo”, “El vaso quebrado”, “Las últimas preguntas”, “Mi resumen” y el citado “Donde muere la muerte. 
No voy a entrar en más detalles. Ni acerca del contenido de estos poemas ni de la poesía de Brines en general. Remito al lector curioso al artículo (“Francisco Brines, el sueño de una luz que nunca cesa“) que publiqué en El Cultural cuando le concedieron el galardón más importante de las letras hispanoamericanas. Después de leer y releer su poesía, me parece más merecido que nunca. Llámenlo fervor. 
 
 
Desde Elca (Antología)
Francisco Brines
Prólogo de Fernando Delgado
Pre-Textos, Valencia, 2020. 128 páginas. 15.00 €



La casa del poeta en Elca


















NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO

16.2.21

Margarit

Ha muerto. Si pincha aquí, podrá leer el artículo que he escrito para EL CULTURAL. 


José Aymá / El Mundo

MARGARIT O DEL CONSUELO
 
Por Álvaro Valverde
 
Joan Margarit (Sanaüja, comarca de la Segarra, Lérida, 1938) era, además de catalán, uno de los poetas más populares de España. Incluso los iletrados parapoetas lo citan a menudo. Cuando había que recomendar poesía a lectores no habituados, su nombre nunca defraudaba. Y sus ediciones son asequibles. En el catálogo de Espasa, al módico precio de 17 €, está a disposición del lector la última edición de su poesía reunida: Todos los poemas (1975-2017). Con un excelente prólogo del profesor y crítico José-Carlos Mainer. Ahí, libros como Estación de Francia, Joana, Cálculo de estructuras, Casa de Misericordia, No estaba lejos, no era difícil, Se pierde la señal, Amar es dónde y Un asombroso invierno.
Uno, como otros poetas de mi generación, tan atenta a los poetas del 50 (promoción a la que, por razones de edad, niño de la guerra, pertenecería), uno, decía, lo descubrió en una antología que tantas veces he elogiado y que tanto bien me hizo: La nueva Poesía Catalana, de Joaquín Marco y Jaume Pont. Fue en 1984.
Casi sin querer, como para tantos, su voz se convirtió en familiar. Tal vez porque, amén de haber logrado construir una obra considerable, sin silencios ni caídas, su tono era confidencial, de lo que uno dice a alguien al oído. Por eso siempre me extrañó que leyera en público sus poemas no sin cierto énfasis y como recitándolos. No es difícil, pues tenía un gran sentido del ritmo, lógico en alguien que afirmó que prefería la música a la vida.
La claridad es norma en ellos, como lo es el consuelo que suelen provocar en quien los lee. A buen seguro, porque era un ser compasivo y misericordioso. Y porque se refieren a la vida común, la de cualquiera. Con sus alegrías y sus penas. Ya que las menciono, cómo olvidar las muertes de sus hijas, por ejemplo. De Joana, que dio origen a uno de sus libros fundamentales, síndrome de Rubinstein-Taybi. Y la de Anna.
En un libro de próxima aparición, por desgracia ya póstumo, Animal de bosque, dará cuenta de sus últimas vivencias. Serán poemas escritos bajo la certeza de la muerte. Y en edición bilingüe, según costumbre: el catalán materno y el castellano al que, traductor de sí mismo, no le importaba verterlos. (A sus fanáticos paisanos independentistas –él no lo era– sí.) Quién mejor.
Entre sus temas, las dichosas obsesiones: la Guerra Civil (y la no menos hiriente postguerra) y la infancia (y su madre, que le dio su segundo apellido: Consarnau); la arquitectura (su profesión: catedrático de Cálculo de Estructuras en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona) y la casa (una metáfora y una realidad, la de Sant Just Desvern, donde vivía desde 1975 y donde ha muerto); el mar y el amor (centrado en su mujer, compañera de años, Mariona Ribalta); los lugares donde vivió; y, últimamente, la vejez.
Era (es) un poeta perplejo. De la emoción más que del misterio, por más que evitarlo en poesía sea imposible. Era “la primera lógica”, su roca de Sísifo, “una forma de esperanza”.
Al sentimiento sumaba, unamunianamente, el pensamiento. Con seny. “A la sustitución del miedo por la lucidez, lo llamo dignidad”, escribió.
En plena polémica sobre la moralidad personal del los poetas, uno tiene la impresión de que Margarit era buena persona. “No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas veces como lector [“de Chéjov y de Tolstoi aprendí / que nuestra salvación es explicarse. / Conocer el dolor de las palabras”] y otras como poeta”, dijo. Lo poco que lo traté (a propósito, pongo por caso, de su amigo trujillano González-Haba, el “Baudelaire / ressec d’Extremadura”) me lo confirma. Y durante las horas que compartimos en Plasencia. Y más aún sus versos, tan “de verdad”. De ella declaró que era “objetivo profundo de la poesía”. “Lo que un poeta es, eso serán sus poemas: y no hay nadie más difícil de engañar que los buenos lectores de poesía”. Para él nunca fue un atajo sino “una herramienta para gestionar el dolor y la felicidad y, sobre todo, sus vertientes ya domésticas, la tristeza y la alegría, una gestión de la que depende lo que se guarda de la vida pasada”. 
Aunque no se destaque demasiado, Margarit fue un notable traductor. De Miquel Martí i Pol, Gabriel Ferrater, Elizabeth Bishop, Thomas Hardy y Sharon Olds.
Si tenemos en cuenta que la traducción es acaso la forma más exigente de lectura, esos ejercicios demuestran su amor por la lengua. Su conciencia bilingüe: “Una es materna; la otra es adquirida y la quiero: no voy a renunciar a las dos lenguas, digan lo que digan los políticos”. Bien que se lo han recriminado. Hasta el final.
Tampoco fue inmune a la metapoesía, esto es, aquella poesía cuyo universo referencial es la propia poesía. Tanto en sus poemas, que revelan el asombro del que escribe ante lo que sucede y ve, como en forma de ensayo, así en su libro Nuevas cartas a un joven poeta, un título que homenajea a Rilke.
A lo largo de su vida, obtuvo numerosos premios. Dos veces fue Flor Natural en los Jocs Florals de Barcelona y tres consiguió el Premio de la Crítica Serra d’Or. Además, por citar sólo los más prestigiosos, el Premio Nacional de Literatura de la Generalitat de Cataluña, el Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura de España o el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Con todo, es el Cervantes el mayor de sus galardones. Por culpa de la pandemia de la covid 19, no pudo recogerlo el 23 de marzo pasado en el paraninfo de la Universidad de Alcalá y se lo tuvieron que entregar los Reyes en Barcelona el pasado mes de diciembre. Fue calificado como un “acto privado” y se sustituyó la lectura del preceptivo discurso por la de dos poemas, uno en catalán y otro en español.
“He sido un hombre práctico. / Brusco, fiel, solitario. Agradecido”, manifestó Margarit en cierta ocasión. Agradecidos estamos también sus lectores. Sospecho que irán a más. Su poesía está destinada a durar. Como su ejemplo ciudadano. El de un poeta cercano que tenía en cuenta la cortesía orteguiana y el de un catalán que no quiso renunciar a su corazón español. Alguien que amó apasionadamente sus dos lenguas.

15.2.21

El huerto de Landero

 


Lo he dicho alguna que otra vez: no me tengo por buen lector de narrativa. De narrativa en sentido estricto, cabe matizar; de cuento y novela, vamos. Dicho lo cual, y de inmediato, debo añadir que la he leído y que la leo. Y que hasta cometí el atrevimiento de escribirla, lo que nunca me ha permitido presumir de novelista. No lo soy.
De algunos narradores, además, soy lector confeso. De Luis Landero, por ejemplo. O, por citar a otro paisano de Tusquets, Gonzalo Hidalgo Bayal.
No, no he leído todas las novelas del de Alburquerque, pero hay dos libros suyos que forman parte de lo más selecto y querido de mi biblioteca, que es tanto como decir (recordó Manguel) de mi autobiografía: El balcón en invierno y, desde ahora, El huerto de Emerson. Éste acaba de salir. Lo leí del tirón, como quien dice. En tres tardes. Y eso que me apetecía que la lectura se demorase. Porque tiene la densidad debida, es necesario reflexionar mientras se lee, disfrutar de su prosa (tan oral) y subrayar mucho (los que lo hacemos). No quería, en fin, que se acabara. Al terminar, me apetecía comentar en voz alta esta experiencia. Y eso he hecho. Consiéntanme la osadía.
De inmediato, y ya que lo mío (y no sólo aquí) es reseñar libros de versos, conviene que señale que en éste hay mucha poesía. De la genuina. De aquella que aspiró a escribir, cuando empezaba, el joven Landero, quien a lo largo de la obra se califica en numerosas ocasiones de “poeta”: “Yo entonces era ya poeta” (pág. 199).
El huerto de Emerson está dedicado a su hijo Luis, su nuera Nisrin y su nieto Diego (“la joven ardilla, del viejo zorro del desierto”) y es muchas cosas. Quiero decir que no estamos ante una novela al uso, como su exitosa Lluvia fina, sin ir más lejos. Aquí Landero nos habla de nuevo de su vida, aunque la tenga “ya vendimiada”, y más en concreto de su infancia (“la edad de los hallazgos perdurables”), centro de sus asedios literarios: “Si acaso en la escritura he encontrado acomodo para que viaje conmigo, en calidad de polizón, el niño que fui”; de la escritura y del oficio de escribir, a pesar de que para él no lo sea: “Yo soy un hombre sin oficio”; del “afán”, un clásico en su obra; de los viajes (“si dulces son de por sí los viajes, más dulces y hermosos son aún los imaginados o los recordados”, leemos, si bien es en “Mar desde el huerto” donde se explica mejor y encontramos esta otra frase: “Dejemos los viajes para los hombre sin imaginación”, parafraseando a Proust); de algunas peripecias de su adolescencia y juventud en Madrid (sus andanzas darían para otro Madrid); los hombres y las mujeres (y el amor y el noviazgo y el sexo), etc. 
Se compone de quince capítulos, cada cual con su título. Todos independiente, pero anudados entre sí como sólo sabe hacer quien está acostumbrado a tejer novelas. 
Y todo escrito (en un modesto cuaderno) con la maestría a que Landero nos tiene acostumbrados, en pos de “la lascivia de la exactitud. “Sí, es un gusto escribir”, nos cuenta.  En especial cuando uno puede volver a hacerlo. De una larga y penosa travesía, se nos da a entender, provienen estas páginas dichosas. Luego añade: “un libro es la cosa más natural del mundo”; sobre todo, cabe matizar, cuando lo firma él. Está en su estilo.
“Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria” podría ser su lema. “La memoria de lo vivido no se acaba nunca”. 
Se permite, y hace bien, recordarnos lo que les transmitía a sus alumnos (otro oficio, el de profesor, que niega, pero que, como este otro, dominó de corrido). Así aprendemos todos: “Lo mejor que he podido transmitir a mis alumnos es mi entusiasmado amor por las palabras y a los libros”.
Nos explica que los males son “la inseguridad y la prisa”. “Estás enfermo de impaciencia”, le decían desde chico. Que “hay que vivir a compás” (que para eso fue guitarrista flamenco). Léase “El niño y el sabio”, un capítulo donde rememora lo que les relataba a esos muchachos y que uno escucha, digo bien, embobado. Es ahí donde explica lo del bonito título: “Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar”. O eso creía él que había dicho el filósofo norteamericano, porque luego, en un quiebro genial, se desdice.
Nos confiesa que leer sus ensayos “fue una de esas experiencias radicales tras la cual uno ya no es el de antes o no del todo, sino que parece recién nacido a una vida nueva, como si en efecto hubiese sufrido una sutil pero esencial metamorfosis”.
Prevalece, por encima de otros “oficios”, el de lector. Cervantes (“saber sentir es saber decir”) y el Quijote, Kafka, el Lazarillo, Machado, Faulkner y muchas otras obras y escritores menudean en estas páginas. “Soy lector, escritor y profesor, por ese orden cronológico”, escribe. De esas lecturas surgen no pocas de las lecciones que este libro atesora. Iluminaciones, mejor. A veces, en forma de aforismos o de sentencias: “Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia”. 
Algunos capítulos son ejercicios narrativos netos. Relatos en sí mismos. Como “Donde Pache” (que a uno le ha parecido soberbio, tal vez por un plus de paisanaje: qué Extremadura aquélla), “Un noviazgo” (¡vaya par!) y “El viejo marino” (contra la monotonía, siempre a la espera). Aun así, participan de lo autobiográfico (sin yoyeo), que es algo consustancial a este libro que, por eso, es inevitable relacionar con El balcón en invierno. Cuestión de tono. Y de intención.
Cómo se aprecia al leer esas conmovedoras historias el carácter compasivo de la literatura landeriana, su tremenda humanidad, su emocionante sentido de la piedad. Basta con leer “Plegaria”, uno de los capítulos más inspirados y emotivos del conjunto, que uno ha subrayado casi por completo: “Líbrame, señor, del sueño de la perfección, pero a la vez recuérdame que no merece la pena escribir si no se aspira a la perfección, para que así yo pueda conseguir el misterioso encanto de lo que, siendo imperfecto, sugiere un vago presagio de perfección”. Luego añade: “no consientas que me pierda en abstracciones sino que aprenda a descubrir el valor de lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y esencial”. 
Leyendo la preciosa página que dedica al moño de su abuela, no he podido por menos que recordar el hermoso poema de Irene Sánchez Carrón, que, aun siendo más joven, comparte con Landero esa casi perdida memoria rural extremeña que ellos se empeñan, loado sea, en salvar. 
“¡Qué extraña y cómica es la vida!”, exclama, que “no es un remanso sino un camino”. Y qué importancia le da a prologar la infancia: “juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser, en eso consiste el secreto del arte y de la lucidez, tal como tantas veces les recordaba a mis alumnos”.
Paradójico, pide: “Hazme leve, pero hazme también denso, y transparente y opaco a la vez”. Hay que libar “en la flor no en la miel”. Y “escarbar en la evidencia”.
Anota: “El ritmo, el ritmo, siempre el ritmo, porque en él está todo”. Y cómo se aprecia en la prosa que gasta el extremeño (en ese sentido, poética). También: “Lánzame sin piedad al río voraginoso de la sintaxis”.
Ya se ve que estamos ante un curso acelerado de escritura que vale, me temo, por cien talleres. Así cuando escribe: “Y no permitas, señor, que olvide el lenguaje oral que oía de niño, recuérdame que esa y no otra es mi mejor escuela literaria”. De dónde, si no, su jeito
Y pues que de lo que está bien hecho hablamos, de ese «dar lo máximo de uno mismo en lo mínimo que hace», qué salero, por decirlo en andaluz y no en rayano, el de Landero. Es imposible no sonreír casi de continuo. Qué personajes, qué sucesos. Qué sentido del humor, en suma. Con el “guayabo”, pongo por caso. O con el “aldabón”. O con el proyectado libro de los “polvos”. O con lo de “aquí no trabajamos el mejillón pequeño”. O en el capítulo “Imposturas”, el del abogado Francisco Bermejo, nombre, por cierto, de uno de mis amigos de colegio. Un humor, precisemos, que se acompaña de la ironía, esa suerte de lucidez que nos ampara.
Hay una cata histórica que quiero ponderar. Un delicado elogio de los tiempos de la Transición, tan denostada por algunos ahora. De cuando estaba casi todo por hacer. “Esto ocurrió –dice Landero– en un tiempo y en un país en que muchos de nosotros estábamos enamorados de la vida”. “Era una época incierta, pero nosotros vivíamos confiados y alegres”. “Casi podíamos acariciar el futuro como el lomo de un tigre amigo y hasta cómplice”. “Éramos felices, pero no solo por ser jóvenes sino porque todo parecía entonces joven”. “Las promesas tenían casi tanto valor como las monedas de curso legal”. “Así que yo vivía en un mundo de plenitud personal, pero también histórica”.
Son unas páginas conmovedoras (insertas en el capítulo “Cuando éramos tan guapos”, el de Marta) cuyo sentido compartirán, supongo, no pocos lectores de cierta edad. Sí, uno se acuerda.
“Días de invierno” se titula el episodio final, pero nada mejor para combatir el frío y las penalidades de esta maldita pandemia que este libroCuántas telarañas echa fuera. Cuánto alivia de la pesadumbre y del dolor.
Hace falta haber vivido una vida para llegar hasta aquí, donde Landero ha llegado. O soñarla: “me ha gustado más soñar la vida que vivirla”. En todo caso, tan lejos y tan hondo. Cuánta sabiduría para cultivar como es debido este huerto
Escrito a tumba abierta (pero con plena conciencia de lo que tenía entre manos), reflejo de esa naturalidad que a la fuerza es sincera, literatura mediante (“Porque yo soy de los que viven, archivan en la memoria, y luego, al recordar me lo reinvento casi todo. Yo solo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario”), este es sin duda un libro único. En la trayectoria de su autor, llena de hitos memorables, y en la de nuestras letras, de éste y de aquél lado del charco.
No soy partidario de recomendar lectura alguna, pero con ésta jugaría sobre seguro.
 
El huerto de Emerson
Luis Landero
Tusquets Editores, Barcelona, 2021. 240 páginas. 19.00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista El Cuaderno

11.2.21

La poesía de Buffoni


Si pincha aquí puede leer una reseña que he publicado en la revista Cuadernos Hipanoamericanos sobre el libro del poeta italiano Franco Buffoni Mi decir salvaje. Antología, 1979-2015. La edición es de Valerio Nardoni y el prólogo de Jaime Siles. La traducción de Juan Carlos Reche, Jesús Díaz Armas, J. S. y Valerio Nardoni. Publica Pre- Textos. 

8.2.21

Un nuevo libro de Riechmann

 

Jorge Riechmann
Tusquets Editores, Barcelona, 2020. 160 páginas. 15.00 €
 
La bibliografía de Riechmann (Madrid, 1962), profesor de Filosofía, bloguero (http://tratarde.org/) y pionero del ecologismo, abruma. A su condición de ensayista (centrado en el ecosocialismo, el cambio climático, la sostenibilidad y la poética) y de traductor (de Char, Müller, etc.), se suma la de poeta (“la poesía es el centro de mi vida”).
Sus primeros libros están reunidos en Futuralgia (1979–2000) y los siguientes en Entreser (1993–2007). Después llegaron, entre otros, Rengo Wrongo, Poemas lisiados, Himnos craqueladosArs nesciendi y Grafitis para neandertales. “Hay una continuidad básica en lo que he ido haciendo”, afirma. Quien quiera conocer más a Riechmann debe leer Un lugar que pueda habitar la abeja, un sustancioso conjunto de entrevistas editado por Alberto García-Teresa.
En Tusquets, donde aparece ahora Mudanza del isonauta, había publicado Conversaciones entre alquimistas y El común de los mortales.
Lleva como subtítulo la palabra griega enkráteia que, desde Platón, significa poder sobre uno mismo o autodominio; “madre de todas las virtudes”, según Aristóteles. Lo de “isonauta” está tomado de Huidobro.
Un poema previo explica que tras dos años sin poesía, “pues los cataclismos / están mudando su rostro: // yo tengo que mudar de piel”. Para él, ésta “tiene algo de herramienta de exploración y descubrimiento para seres desorientados”. Un “arte de vivir”. No evita la “dimensión de conflicto” ni cierra los ojos a la realidad. Como Gamoneda: “la poesía o es sustancialmente realidad o no es poesía”. “Escritor –según Riechmann– es aquel que hasta que no escribe, no comprende”. Quien dice “lo que ha de ser dicho”: “Limítate entonces / a tratar de decir lo que ves”. “Para conocer”. ¿Comprometida?, le preguntan, y responde: necesaria. La suya se “pega mucho al cuerpo de la vida”. Nada humano le es ajeno. A favor de la “resistencia”, más que “puro verso”, al decir de Viñals, a quien cita. El libro está lleno de citas. Y no sólo de literarias o filosóficas, también periodísticas.
Se compone de un prólogo, siete poemas y cinco epílogos. Esos siete poemas largos se despliegan, a su vez, en muchos más, una forma de proceder ya habitual en él. No pocos llevan un título o comentario al final, entre paréntesis. De pronto, un haiku, una copla.
El tono es deliberadamente prosaico (“esto no es literatura / y quizá tampoco poesía”). Sin verbosidad ni “manoseo metafísico”. Sentencioso. De epifanías, no de aforismos (“la poesía no sabe”): “No he logrado / alcanzarme / cuando huía”. De claridad evidente. Reflexivo. Didáctico incluso. Y político, sin duda. Propio del manifiesto. Atento a lo que se dice, pero sin olvidar que “la poesía es, sobre todo, cuestión de buenas formas”. Porque somos seres de palabra. De lenguaje.
¿Cuáles son sus asuntos? Fiel a “lo abierto” –“el terreno de la poesía es múltiple”–, da testimonio, atento al sufrimiento y la compasión, de casi todo aquello que sucede y pasa. Por ejemplo, del cambio climático y el calentamiento global (“más que molestias”, “todo lo demás resulta irrelevante”): ¿y “si esta vez fuera el fin del mundo / el fin del mundo?”. Reitera que estamos al borde de la catástrofe. O ya cayendo en el abismo. Sí, el modo es apocalíptico. Más allá, la pobreza, la globalización, el capitalismo, la muerte, la sustentabilidad, los animales, el plástico… También poesía, amor y amistad. Pero “seguimos deletreando la espiral”: no cambiamos. Por “pereza” acaso. “Has de cambiar tu vida”. “Se deslíe”. “Hacerse cargo”. ¿Estamos ante la inservible crítica al final de los tiempos? El poeta siente vergüenza. Sin embargo, “el sentido de la vida es vivirla”. Sin “ego”. Aceptar “la belleza de todos los días”. En pos de la utopía: “lo necesario imposible”. Con Auden, “amarnos los unos a los otros o morir”. “Frágiles comunidades / de humildes seres libres y justos”. “Hazte sencillo”.
De los “epílogos” destacaría “Lugares”, “Poder y no poder” (un análisis del “sí se puede” de Podemos, donde milita, mas con distintos “peros”, que debería leer Pablo Iglesias) y “Apesardé” (“nada humano se construye / sino sobre el frágil zócalo de un apesardé”).
“Todo puede ser salvado” es, para Riechmann, el lema de la poesía. Contra lo calamitoso de la situación, se atisba una esperanza. “Estemos a lo que de verdad importa”.  

Nota: Esta reseña de ha publicado en El Cultural. Dos matizaciones: el título de la reseña no es mío y la versión es la completa. En papel era más reducida.

7.2.21

Ensayo de otra despedida

 

El poeta Rafael Juárez, que había nacido en Estepa en agosto de 1956, murió en Madrid en septiembre de 2019. Sus datos biográficos son escuetos: estudió Filología Hispánica en Granada, fue librero (su librería se llamaba Al-Andalus) y editor (responsable del Servicio de Publicaciones de la Diputación de Granada). Más tarde, secretario del Patronato de la Fundación Francisco Ayala. Estuvo casado con la escritora Pilar Mañas, con la que tuvo un hijo. Le gustaba recordar que empezó a escribir poesía en Sevilla, durante la adolescencia, tras leer a Antonio Machado. Es autor de los libros: Otra casaLas cosas naturalesAulagaLa heridaLo que vale una vida  y Medio siglo (2011). También de las antologías Para siempre y Una conversación en la penumbra. A esta lista hay que añadir este libro póstumo, Todas las despedidas, que, según la nota editorial, escribió y ordenó en los últimos años de su vida y “se publica tal como su autor lo dejó preparado”.
En una breve poética, Juárez afirmó: “Mi poesía ha evolucionado desde la oscuridad expresiva y la imprecisión sentimental hacia la claridad y la búsqueda de lo universal como materia del poema. Quiero escribir poesía directa, destinada a formar y mantener una emoción que pueda ser revivida por cada lector”. Y: “los poemas no son textos efímeros, sino que aspiran a perdurar en su literalidad, a alcanzar la comprensión del lector y a ser parte de su memoria”. Luego matizó en otra parte: “Los poemas se hacen, o se deberían hacer, para la perennidad, para la memoria. (…) En efecto, el poema no es sólo el texto bello que produce deleite, sino un instrumento de entender la vida y situarse frente al mundo”. Y citaba a Elena Martín Vivaldi (cuyos poemas antologó): “caminando por el desfiladero de un río de piedra, fui consciente de la eficaz manera que tiene la poesía de cambiar el mundo: alojados en nuestra memoria, los versos cambian nuestra percepción de la realidad”.
Son palabras que cobran un valor especial cuando se leen ante la definitiva ausencia de su autor. Tan emocionante resulta reseñar un primer libro como hacerlo de uno póstumo. Más si quien lo concibió era consciente de ello. Sí, la suya era una muerte anunciada. Basta con leer.
Desde el primer poema (“Todas las despedidas / debieran ser así”), se impone un aire clásico. Y no sólo por el uso de la métrica y la rima, casi siempre asonante. Consonante en los sonetos, que ocupan una parte del libro. Los maestros de Juárez son patrios sobre todo, y muy siglodeoro. Sus afinidades con Antonio Carvajal, nuestro miglior fabbro, no da lugar a equívocos, y menos en Granada, la tierra de Soto de Rojas.
Desde el principio también (la primera parte se titula elocuentemente “Paraíso de paso”), su puntito de ironía y un sutil sentido del humor, lo que facilita al lector la digestión de asuntos tan graves como la enfermedad y la muerte. Estamos lejos del patetismo o la conmiseración. “Como si nunca fueras a volver”, escribe. Y luego: “porque sabes que cuando termine / se apagarán las luces del teatro”. Las de esa suerte de representación que es la vida, por seguir con nuestros clásicos.
“Volver” es un poema memorable: “Volver a vivir mi vida / para vivirla mejor”.
En “El nudo” (el que a uno se le pone en la garganta al leerlo) dice: “Ya has vivido este instante, / ya has cruzado este puente. / Pero sólo ahora sabes / que el nudo es para siempre”.
El poeta se recrea en los pequeños placeres. En “Francisco Alegre” escribe: “el tiempo que te quede / y el tiempo que has pasado / en nada se parecen”.
“En no decirlo” se confiesa: “Piensas que antes que se pierda / lo salvarás en un libro”. “Ya no escribirás más libros / –o eso piensas– y en estilo / que pueda entender cualquiera / –comenzando por ti mismo– / aquel mundo como fue / revivirás siendo niño”.
En “El patio”, tan andaluz (marca indeleble de esta poesía), la memoria, los recuerdos. “En el hondón del tiempo / qué son sesenta años”. Y es verdad, se dice el lector que ya los ha cumplido.
“Autorretratos” se titula la segunda parte. Siete poemas con la misma estructura: dos estrofas de cuatro versos cada una. Anoto algunos versos: “Merece el mundo ser vivido, / aunque sea en sombras, aunque sea / sobreviviéndote a ti mismo”. “Cada uno se muere por su lado”. “¿Todo está bien? Todo está bien / y a veces lloro, sin embargo”. “Pasa la vida como un bólido”. “Hablar de todo y nada, o sea, / hablar, hablar y hablar sin vernos”. “Oscura voz de sus secretos” (en la muerte de Leonard Cohen). “Comienza pronto a despedirte, / alarga el tiempo del adiós”. “Todo en el cuerpo se deforma”.
En “El lápiz verde”, la tercera parte, unas palabras tomadas de un verso de Blas de Otero (al que homenajea en “Una fotografía de 1976”), la lluvia, las hojas, la nieve, la imprenta sevillana de San Eloy… “Piensas en la enfermera / que antes de anestesiarte / te dio un beso en la frente”. “Quizás no vuelvas nunca / a leer lo que marcas / (sólo tu lápiz es verde)”. “De la vida a la muerte”, dice, que bien podría haber sido el título de esta reseña.
“Las lecciones del río”, la cuarta parte, está compuesta por once soleás (o así), que a uno se le antojan muy machadianas, y un poema final, el “XII”, de cuatro versos. La primera reza: “Vuelvo del campo; / mientras más solo, / más me acompaño”. “Tu casa es una ventana”, dice en otra. Allí, un almendro, las macetas, el otoño y el invierno, los jazmines…
“Según se ve desde el puente / el agua pasa despacio, / pero pasa para siempre”, que no deja de ser un precioso homenaje a Heráclito.
En un momento dado, menciona a Juan Ramón. “Ánimo antiguo / no me abandones”, dice como rezando.
“La espera”, quinta parte del conjunto, se abre con “Al ordenar los libros”: “Entre imaginaciones van los días / pasando y queda en las estanterías / la ilusión de una vida recobrada”. Termina: “Los años y los libros que he vivido / ordeno y desordeno descreído, / cansadas ya la vista y la mirada”. Vienen después otros once sonetos. Y más versos dignos de ser subrayados. “Más viejos que las sombras, sin sombrero / ni estirpe, ya no esperan de la nada / ni una mano caída de la muerte” (“1908”). “Tenía que vivir y que dar vida / y he vivido y mi vida se ha doblado” (“Aulaga”, como se titula, por cierto, como uno de sus libros más reconocidos). “Sólo tiene pasado lo que tengo” y “Me sostiene la agotada / memoria y el futuro que me espera / ya está vivido” (“La gente abandonada”). “Cada noche la muerte me amenaza” y “Sólo la muerte es pura y verdadera” (“La casa de mi abuela”). “Ya se escora / hacia el puerto cerrado mi memoria” (“Puerto cerrado”). Y en el mismo poema (con un guiño quevediano): “No diré pero ni aunque, ni lamentos. / Así está bien: vida y final van juntos. / Hasta la muerte propia todo es vida”.
Ya se ve que la emoción es un componente esencial de este libro. Los sentimientos. Lo que no obsta para que el pensamiento, guiado por el lenguaje, cobre su generosa porción de protagonismo. Por eso todo está dicho en un tono menor, nada afectado, confidencial e íntimo.
Después, la mariposa (esa lamparilla que su padre encendía cada noche), el membrillo (“¿Qué fue de tanta vida emocionada?”), la lentitud (“Se adquiere lentamente y por sorpresa”) o un soneto “por Lorca” que lo es del amor en claro.
La última parte, “La muerte blanca”, se abre con una cita de Quevedo (“el blanco día”). Gira en torno a las pérdidas. La de su madre y la de su padre, ante todo.
Encontramos en esta sección poemas fundamentales del libro, como “El espejo de mi madre” (una voz que necesita  y a la que, al tiempo, teme), “Ante la muerte” (que dedica a Carvajal y donde leemos: “tu muerte me ha empujado ante la muerte”), “El último patio” (con homenaje incluido a Cuba y a Eliseo Diego, de quien tomó el título de una de sus antologías poéticas), “En la muerte de A. V.” (un título que a uno  le da cierto repelús, pero cuya estrofa final es preciosa: “Si al lavarte las manos otras manos / enjabonan las tuyas y las mueven /convirtiendo en espuma la memoria, / antes de que te aclaren y te sequen, /pide en silencio un beso: / es tu madre, que vuelve”), “La última pisada” (“Ya te vas para siempre, padre mío”), “Premonición”, “Sábado” (un hermoso poema de amor) o “Envío”.
“Final” cierra este libro y mucho más: la escritura de Juárez, tan discreta, en el mejor sentido, como él, un poeta digno de tal nombre, uno de esos que acaso se diluyen por el extenso territorio de nuestra periferia; eso suponiendo que la poesía pueda vivir en otro sitio.
Un final que en realidad no lo es. A los hechos me remito. “No se termina el libro de la muerte”.
 
Todas las despedidas
Rafael Juárez
Pre-Textos, Valencia, 2020. 96 páginas.

Nota: Esta reseña se ha publicado en la revista digital El Cuaderno.