24.2.21

Tres anotaciones


Se ve que uno no tiene aún asumida su condición de jubilado. Ayer, en lugar de pararme a contemplar, sin prisa, las temerarias operaciones de una excavadora que intentaba sacar a un camión cargado de tierra del barrizal en el que se había hundido, seguí alegremente mi paseo como si nada. 


Ahora que todo son elogios y alabanzas, de tirios y troyanos, de los hunos y los hotros, a uno le gustaría contar la verdad, su pequeña verdad, sobre la santa que nos ha dejado. No, no lo fue. Pero, a diferencia de ella, que nunca se tomó la molestia de disculparse (qué poca psicología), uno ya ha perdonado. De ahí que el silencio sea la respuesta. Su arrogancia no merece más. Ni siquiera en esta hora definitiva. 


Valle arriba, la luz lo era todo. En lo alto del puerto, la nieve. Blanca en lo blanco. Y en todas partes, agua, que brillaba al sol. 
En los bancales todo era agitación. El millón de cerezos está a punto de florecer. 
Lo mejor, no obstante, era llevar a mi lado, de copiloto, observándolo todo, a mi madre. Comentaba esto y aquello. Cada imagen, un recuerdo. La familia, los amigos, nosotros... La vida, sí, con sus ganancias y sus pérdidas, discurriendo al amor de la corriente, río abajo.