29.12.17

Los de 2017

El Cultural publica la lista de mejores libros de poesía del año 2017. A pesar de uno no es partidario de estas nominaciones, me alegra el resultado, que he conocido esta misma mañana tras comprar un ejemplar de la revista. Se acerca mucho a mis propias votaciones. Este año nos pidieron dos listas: la de libros españoles e hispanoamericanos (sólo se podían votar libros concretos) y la de poesía extranjera (donde se aceptaban poesías completas, reunidas y antologías). Otro acierto. Al final se han fundido las dos en una. Gana la poesía. La de Adam Zagajewski. Le siguen las de Piedad Bonnet y Robert Lowell. A continuación, en cuarta posición, la de la primera española: Marta Agudo. (La reseña de Historial ya fue enviada en su día al suplemento.) Cierra la lista, otra alegría, un espléndido libro de Guillermo Carnero. Dos mujeres de cinco, que no es poco. Bien está. Son libros importantes. Todos, poco importa el orden. Y, claro, ha habido muchos más. Uno hubiera votado con gusto el libro especular de nuestro compañero Irazoki, pero precisamente por eso no entraba en liza. 
Ah, en narrativa, dos extremeños: Landero y Cercas, en los puestos 5º y 6º de la lista. Bien, aunque me falta el fabulista Hidalgo Bayal

26.12.17

En INSULA

Hace unos meses, Arantxa Gómez Sancho, editora de INSULA, me invitó a participar en la sección En sus propias palabras que cierra los números misceláneos de la revista, en la contraportada. Esta es mi colaboración. Comento un poema de mi nuevo libro, el que le da título. Ha aparecido en el número 852, diciembre de 2017. Por cierto, mantengo las notas, aunque en el texto publicado al final no figuren. 

EL CUARTO DEL SIROCO

Cuenta Leonardo Sciascia
que en las casas patricias
de la vieja Sicilia
había, desde el siglo XVIII,
un cuarto del siroco.
En él se refugiaban de ese viento
los días que soplaba con más fuerza.
Uno quisiera
que en las horas peores de la vida,
cuando todo se vuelve violento vendaval
y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,
existiera una estancia semejante.
Un lugar recogido, a modo de refugio,
en el que cobijarse
del triste pensamiento de la muerte.
Aunque sea inevitable,
como el de Racalmuto revelara,
que, antes de que se le note en el aire,
el siroco se nos clave en las sienes;
que antes de que se anuncie
ya se le sienta, sin remedio,
en las rodillas.


Hace ya mucho, en 1995, que leyó uno en Verines, con motivo de los Encuentros que allí propiciaba Víctor García de la Concha –aquel año bajo el rótulo “Creación y enseñanza literaria”– un texto titulado “El anhelo de leer (Breve informe sobre la enseñanza de la literatura)” [1] donde, entre otras cosas, intentaba explicar por qué el tradicional método del comentario de texto le parece a uno el más disuasorio para fomentar lo que tal vez pretenda, esto es, la lectura de poesía. Y todo, cabría resumir, por el mero hecho de que traslada al alumno, potencial lector, la perversa idea de que todo poema es un complicado (no digo complejo) artefacto literario susceptible de ser desmontado, un artilugio o un rompecabezas que nunca expresa lo que aparenta. Cabe precisar que me refiero al método entendido rígidamente, según los manuales al uso, y no en sentido laxo, como ejercicio sensitivo e intelectual que cualquiera hace cuando lee una composición poética. Traigo esto a colación porque me piden que comente uno de mis poemas y quiero advertir cuanto antes que no lo haré al didáctico modo. Añado de inmediato que esta breve glosa es la de un lector, por más que estos versos sean de mi autoría, lo que no me confiere, antes al contrario, mayor autoridad sobre la frágil materia que tengo entre manos. “El mejor lector es siempre otro”, ha escrito José Antonio Llera en sus diarios [2]. Intentaré ser coherente hasta donde ello sea posible y ofreceré alguna información complementaria de orden íntimo o personal (de taller, digamos) que acaso desvele alguno de los presuntos misterios que cualquier poema, si de veras lo es, encierra.
El poema elegido se titula “El cuarto del siroco” y da nombre al libro que publicará Tusquets Editores en su colección Nuevos Textos Sagrados. En esa colección, que dirige Antoni Marí, han aparecido mis cuatro últimos libros [3], si dejamos aparte Plasencias [4].
El escritor italiano Leonardo Sciascia cuenta en El caso Moro [5] que en las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de África. Un viento que tanto me recuerda al violento levante gaditano que airea los lentos veranos de mi memoria conileña. O el que orea mi querido Tánger.
A “la torma moresca dei venti” se refirió Lucio Piccolo, el primo poeta de Giuseppe de Lampedusa, en su poema “Scirocco” y a esa camera alude, entre otros autores, Gesualdo Bufalino en varias novelas.
La stanza dello scirocco, en italiano, era un refugio que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo. No en vano el escritor siciliano se preguntaba si ese cuarto no existía para “defenderse del pensamiento de la muerte”.
El novelista Luis Landero, de esta suerte de Sicilia sin mar llamada Extremadura, dejó dicho en El balcón en invierno que los libros son “los mejores y más seguros escondrijos”. Sí, “nada como esconderte en un libro”.
Desde la adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de escribir versos la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como quien, “en medio de la desolación” –diría Ricardo Piglia–, construye “pequeños resquicios para evitar la tormenta”; como alguien que “edifica, absurdamente, murallas”. Ojalá mis poemas sirvan también a sus presuntos lectores siquiera como precario cobijo ante la adversidad. Poemas como éste, del que intento, ya se dijo, comentar algo sin impertinente afectación. Por breve habrá de ser, y no por el escaso espacio que Insula me tiene reservado o por mis escasas dotes de perspicacia, sino porque el poema, me temo, se explica por sí solo, y hasta de sobras, siquiera sea porque uno es un declarado defensor de los poetas “que se hacen entender” y de la poesía que no juega la baza del hermetismo y la oscuridad, menos si es arbitraria.
Como descriptivo podría definirse. Al menos en lo que respecta a sus siete primeros versos. Ya expliqué de dónde vienen. A partir de ahí es uno quien toma la iniciativa y, vuelvo sobre lo dicho, entabla una comparación entre ese cuarto de los palazzi palermitanos y la poesía entendida como bálsamo para el espíritu. Pero, porque no hay alma sin cuerpo, evito omitir, ya al final, esa observación sobre el dolor, que, en el caso del siroco, relaciono, de la mano de Sciascia, con las sienes y las rodillas.
Por lo demás, no hace faltar recalcar el tono narrativo y hasta conversacional de este poema ni detenerse demasiado en la métrica y el vocabulario. Enemigo de la rima, que he usado en contadísimas ocasiones, nunca he evitado la medida; de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, que son, por cierto, los que más empleo.
Desde que la leí, y en lo que a las palabras utilizadas concierne, he hecho mía esta afirmación de mi paisano Javier Rodríguez Marcos: “Por lo que a mí respecta, he de decir que cada vez me da más vergüenza usar en los poemas palabras que nunca usaría en una conversación” [6].
Mi amigo Ángel Campos Pámpano tituló uno de sus libros Siquiera este refugio, palabras tomadas de una canção del portugués Luís de Camões: Sequer este refúgio. De eso al cabo se trata. Sobre todo, para huir del “triste pensamiento de la muerte”, lo que me lleva a mencionar una de mis obsesiones favoritas, inevitable, según creo, en la poesía (y en la vida): la de la muerte, haz y envés, un motivo que no ha dejado de asediarme desde que tengo conciencia y, más aún, desde que empecé a escribir poemas para intentar comprender y comprenderme, como vía de conocimiento. Por eso señalo otra característica propia de cuanto he escrito: la melancolía. Según el adagio de Wallace Stevens, “la poesía es una forma de melancolía”. A diferencia de otros poetas que la entienden como celebración de la vida y que, en consecuencia, escriben versos hímnicos y dichosos, uno, en esta época de búsqueda desesperada de eso que llaman felicidad, reivindica el pesimismo y la tristeza como fundamentos de la suya (“Es triste por naturaleza el ser humano”, sentenció Szymborska) y, así, asume la fatalidad de dar a la imprenta versos elegíacos y hasta dolientes. Y todo, tal vez, porque, como dejó dicho César Simón, ser poeta es al fin y al cabo “una cuestión de carácter”. Todo esto enlaza con esa poética que José Ángel Valente denominó meditativa o de la meditación [7], utilizada por maestros como Unamuno o Cernuda, y que, en un sano ejercicio de literatura comparada, reuniría, entre otras, la poesía de Manrique, san Juan de la Cruz y el Quevedo metafísico, por parte española, y la de Hölderlin, Leopardi, el Eliot de Four Quartets, Rilke o Zagajewski, por la extranjera. Estoy hablando de una poesía que sería el fruto o la consecuencia de aplicar la conocida fórmula unamuniana de “piensa el sentimiento y siente el pensamiento”, relacionada, según el autor de El Cristo de Velázquez, con la “tradición inglesa”.
Y ya que trae uno a colación sus obsesiones, no estaría de más fijar el foco en otra: la de noción de lugar. En torno, por ejemplo, al concepto de “resistencia íntima”, en feliz expresión del pensador Josep Maria Esquirol, que ha escrito: “la casa, la soledad, es un refugio y una resistencia”. O: “El sentido de la existencia es la intención de claridad y de cobijo” [8].
Formulo para terminar una pregunta retórica: ¿se nota demasiado que uno ejerce de maestro de escuela?




[1] https://www.mecd.gob.es/lectura/pdf/330.pdf
[2] Cuidados paliativos, Pepitas Ed., Logroño, 2017.
[3] Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008) y Más allá, Tánger (2014).
[4] De la Luna Libros. Colección Luna de Poniente, Mérida, 2013.
[5] L'affaire Moro, Palermo, Sellerio, 1978. Edición española en Tusquets, 2011. Traducción de Juan Manuel Salmerón.
[6] “De la torre de marfil a la torre de control”, Poética y Poesía. Fundación Juan March. Edición no venal, Madrid, 2009.
http://recursos.march.es/culturales/documentos/conferencias/gc729.pdf
[7] En su ensayo “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, publicado por primera vez en 1962, con motivo del homenaje que dedicara al poeta sevillano la revista valenciana La caña gris y que recogió después en su libro Las palabras de la tribu, Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1971. Se da noticia en él de Louis L. Martz, que define este modo de proceder en poesía como “mezcla particular de pasión y pensamiento”.
[8] La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Josep Maria Esquirol. Acantilado, Barcelona, 2016.

24.12.17

Navidad 2017

Con esta fotografía de la polaca Zofia Chomętowska, "El deseo. Jakub Chomętowski en el lago Cholcza, Polesie, mayo de 1931", quiero felicitar las Navidades a los lectores de este blog. Y a mi familia, amigos, compañeros... Con mis mejores deseos. 

22.12.17

Desvelos de Victoria León

La Isla de Siltolá cuenta con una colección para los libros de aforismos que lleva, por cierto, ese mismo rótulo. En ella hay incluso una antología editada por el poeta y aforista León Molina, Verdad y media. Antología de aforismos españoles del siglo XXI (2001-2016). Ya he dicho alguna vez que no debo ser un buen lector del género. Más por la avalancha, no en vano se ha convertido en moda, que por otra cosa. Desconfío, sí, de este tipo de obras en las que, sin duda, encuentro no pocas veces destellos de inteligencia y hasta de genialidad. Con ese ánimo me enfrenté a Insomnios, de Victoria León (Sevilla, 1981). Su nombre me resultaba, cómo no, conocido. Por sus traducciones (de Wilde, Ruskin, Pepys o Chesterton) y por sus reseñas. Traducciones, a veces, a cuatro manos, con Luis Alberto de Cuenca, del que editó una antología de poemas para Renacimiento. En Clarín, por ejemplo, o recientemente, ya se anotó aquí, en Anáfora.
Aunque en el florilegio de Molina que he citado más arriba ya estaban algunos aforismos suyos (y en Bajo el signo de Atenea, de Manuel Neila), esta es su ópera prima, si bien, como señala el prologuista, Javier Salvago (autor de Hablando solo por la calle, publicado en este misma colección), era fácil sospechar que había una escritora "tímida, pudorosa, secreta" detrás de su labor crítica y de traducción. La califica de "rara", algo que, en el mejor sentido y como elogio, se aprecia mejor después de leer estas sentencias. Subraya Salvago una de ellas: "Todo libro de aforismos tiene algo de tímida autobiografía", algo que viene a justificar que en estas páginas se mezclen la literatura y la vida; caminos, sí, que aquí "no se bifurcan". Como "pesimista moderada", en fin, la define. Desde luego estos pensamientos no son los de una optimista o una ilusa. Si por algo me gustan es por su carga de razón, de sensatez. Por su elegancia intelectual. Por su lucidez y su elocuencia. Por su clasicidad. Porque cita con naturalidad en latín (y no traduce, a la espera de un lector culto), y a Heráclito. Porque abomina de los "fríos" sin que su pasión la delate. Por frases así: "Todo lo verdadero es silencioso", que suscribiría Pablo d'Ors. Por su melancolía: "En el agua de las fuentes antiguas se leen crónicas de la melancolía". O: "A los rincones más secretos de muchos lugares solo se entra por la puerta de la melancolía". Por su tristeza, que es una voz: "Hasta el mayor desalmado puede sentir rabia, miedo, angustia o frustración. Tristeza, en cambio, no. La tristeza no está al alcance de cualquiera". Por su condición de solitaria: "Siempre sentimos en soledad". Por sus realistas reflexiones sobre el amor. Por su ironía, su "debida distancia" y sus gotas de humor. Por sus paradojas. Porque no sobreactúa. Por la poesía, que la delata: "Qué difícil oír lo que dice la lluvia". O: "Los cisnes saben versos de Rubén Darío". Y: "Qué extraña belleza hecha de nada y de silencio encontramos en la nieve".
Al leer, por el tono (que es el estilo), he recordado otro libro de aforismos que comenté en su día, me refiero a Bajas presiones (Trea), de la asturiana Azahara Alonso. No es casualidad que ambas sean mujeres. Alguno de estos aforismos no podría haberlos escrito un hombre. Al menos éste. No hace falta explicar el porqué.
"Hay que vivir hacia dentro para tener algo pertinente que contar fuera", escribe. Se nota. Lo que de vida interior hay aquí, quiero decir. Qué buen principio.

18.12.17

Entre manos

Mosaico de M. Á. Lama
Acabo de enviar a la revista Clarín las reseñas de dos libros la mar de interesantes. Hablo de Viaje por Europa. Correspondencia (1925-1930), del autor de El gatopardo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa (Acantilado), y de Antología poética, de la poeta mexicana Rosario Castellanos (Visor). Dos escritores por los que siento debilidad. En El Cultural esperan otras, como la de otro tocho memorable, semejante a los que citaba en mi reciente reseña de Lowell. Me refiero al primer volumen de las Poesías Completas de T. S. Eliot (Visor) en traducción de José Luis Rey. No saldrán tan rápido como si las publicara aquí, pero tendrán más difusión. Ya que menciono al Príncipe de Lampedusa, encima de la mesa casera de novedades aguardan su turno las Historias sicilianas, de Giovanni Verga, que publica con primor La Línea del Horizonte. Y las prosas de Cavafis, en edición de Pedro Bádenas de la Peña (Almuzara); la primera novela (larga) de Álex Chico, Un final para Benjamin Walter (Candaya) y, también en torno al pensador alemán, Experiencia y pobreza, el libro de Vicente Valero sobre su estancia en Ibiza que reedita Periférica; Zambullidas, minificciones de Yolanda Izard (Renacimiento); el Epistolario de Gerardo Diego y Juan Larrea (Residencia de Estudiantes-Fundación G. D.); y Álbum de sombras, de Elías Moro (Eolas), un paseo por la memoria de este corredor de fondo.
Y más lírica: la estupenda antología La poesía del siglo XX en Italia, en edición de Emilio Coco (Visor); Otra vida, de Derek Walcott (Galaxia Gutenberg), en traducción de Luis Ingelmo; el último libro de Luis García Montero, A puerta cerrada (Palabra de Honor); El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz), de Juan Ignacio González (en BajAmar Ed.); la antología de Sara Teasdale (Ravenswood Books Editorial) que ha preparado Hilario Barrero (de la que presentó un adelanto en Clarín); Del fruto que arde, del resistente Luis Llorente (La Garúa); Dibujar una isla, de Verónica Aranda (Los Versos de Cordelia), premio Ciudad de Salamanca; Nadie y la luz, de Màrius Sampere (un libro escrito en castellano por uno de los mejores poetas contemporáneos en lengua catalana), y El emperador de los relojes de agua, del norteamericano Yusef Komunyakaa, ambos en Pre-Textos. Como la Obras Completas de Manuel Padorno de las que ve la luz ahora el segundo tomo. La edición (que se acerca a las dos mil páginas) es de Alejandro González Segura y las palabras preliminares de Jaime Siles y Miguel Casado, respectivamente.
No faltan en esa atiborrada mesa los sutiles aforismos de la filóloga y traductora Victoria León, agrupados en Insomnios (La Isla de Siltolá), su primer libro. Receloso ante el género, que es moda, de esta obra sólo puedo decir bondades. Me está gustando mucho. Hablaremos. También de la editorial sevillana, Juan Lamillar publica Un lugar en el que llueve, ensayos sobre poesía española contemporánea.
Y no faltan revistas, como el número 5 de ventiúnversos (con poemas, entre otros, de José Albí, Antonio Gamoneda, Jordi Doce o Arturo Tendero, que recuerda en "Lectura" a César Simón) y el 12 de anáfora (donde publican versos, entre otros, los extremeños Irene Sánchez Carrón y Antonio Rivero Machina, y donde la citada V. L. traduce poemas de John McCrae junto a Luis Alberto de Cuenca, una feliz colaboración a la que ya estamos acostumbrados). 
Hay más, pero por hoy basta. Serán unas vacaciones lectoras en las que algo habrá que escribir, por ejemplo la reseña de La princesa y la muerte, de Gonzalo Hidalgo Bayal (Tusquets), por encargo de Turia

14.12.17

Ay, la poesía

W. S. por Elżbieta Lempp
Estas son las anotaciones de un lector. Ni soy especialista en literatura polaca ni conozco el polaco, esa compleja lengua eslava. Son meras apostillas de alguien que, como tantos, descubrió los versos de Szymborska en 1996, cuando la Academia Sueca le concedió el Nobel a una “poesía que, con irónica precisión, permite que el contexto histórico y biológico surja a la luz en fragmentos de la realidad humana’’.
Antes, gracias a un puñado de traductores ejemplares, nos habíamos adentrado en la lírica polaca de la mano de Miłosz y Herbert. Más tarde, llegó Zagajewski, que nos acercó con la debida maestría Xavier Farré.
Hace ahora justo veinte años que pudimos empezar a leer los libros de Szymborska. Por orden de aparición (hablo sólo de lírica y de España), Paisaje con grano de arena, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Poesía no completa, Instante, Dos puntosAquí, Hasta aquí, Saltaré sobre el fuego. y Antología poética (1945-2006)
Sus traductores: Ana María Moix, Jerzy Wojciech Slawomirski, Xaviero Ballester, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Calors Marrodán y Katarzyna Moloniewicz. Y sobre todo Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Sus editores: Lumen, Hiperión, Igitur, Fondo de Cultura Económica, Bartleby, Nórdica y Visor.
Por eso, a favor de esa intachable tarea, sus versos han llegado a tantos lectores, muchos de ellos, como Fernando Savater, ajenos al mundillo poético. Para el pensador, “su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa (…). Sobre todo nos hace a menudo sonreír”.
En todo caso, guste o no, lo que nadie puede poner en duda es la feliz recepción de su obra entre nosotros. La de una autora que ha pasado a formar parte de esa selecta estirpe de mujeres poetas –ahora que tanto se reivindica el papel femenino en la lírica de todas las épocas–, que va de Safo a Bishop, pasando por Dickinson y Ajmátova.
Nacida en 1923 en Bnin o en Kórnik, según quién, ella era al fin y al cabo de Cracovia, su lugar, además de Zakopane. Allí vivió la mayor parte de su vida y allí murió en 2012. Aunque no tuvo más remedio que pasar por el purgatorio comunista, con vistas al infierno, sus poemas esenciales, son ajenos a aquel mundo. El suyo es otro, bien distinto. Se me antoja que podría aplicárseles el rótulo que usaba hace poco Damià Alou para referirse a la lírica de Philip Larkin: el de poética de la modestia, pues que a ese tono o manera de decir en voz baja se adapta como un guante, salvadas todas las distancias, cuanto ella escribió. Una frase suya lo explica bien: “La poesía se salva por los pequeños detalles”.
La suya, tal la vida, está con lo cercano y lo sencillo sin que por eso tenga atisbos de simpleza o provincianismo. Ya que lo menciono, pocos poetas nos han llevado tan lejos a pesar de carecer de vocación viajera: “Me siento amenazada por todos los horizontes”. Acaso porque, como aprendió de William Blake, “el universo cabe en un grano de arena”.
Y porque de vida hablamos, tampoco está de más recordar la más que interesante biografía que publicó Pre-Textos: Trastos, recuerdos, de Anna Bikont y Joanna Szczęsna, donde apreciamos con rigor que lo suyo fue escrivivir.
Esta poesía de la realidad (no del realismo) huye de las grandes palabras y de cuanto suene a hueco y pomposo. Imagina lo cotidiano como milagro. Del “despoetizar”, según Zagajewski. O de la “antipoesía”, por decirlo con Parra. No es baladí el dato de que fuera mala lectora de poesía. O, mejor, defensora de que el poeta no leyera sólo versos. La ciencia era otro de sus intereses. Y es que pocos enemigos de la poesía (de la de verdad, quiero decir) más peligrosos que lo poético, entendiendo por tal ese lánguido, rebuscado y relamido romanticismo (mal asimilado) que, como nunca, marca tendencia en esa simpleza ripiosa que algunos denominan ahora “poesía juvenil”.
De ahí que se aleje también de las “grandes palabras”, esas que dan en otro grave error lírico: el que pasa por lo gratuitamente hermético y lo falsamente metafísico, por filosófica que al cabo esta sea.
Poesía, en suma, contra la humillante prisa y los excesos. Por eso, discreta, elegante, amorosa, frágil y tranquila. Del claroscuro. Ajena al aspaviento y la altisonancia. Sin dramatismos. Próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. Dada a la ilustrada conversación (al lector como ). De muchas preguntas (“la inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”) y algunas respuestas. Inteligente. Ni de la perfección ni del caos. Vital, practicante del lema horaciano del “non omnis moriar”. Que apuesta por la ironía, el humor y hasta por la broma (que cultivó en la intimidad con sus amigos), aunque sepamos de sobra que nada más serio, en el mejor y más hondo sentido, que sus poemas, escritos con la ambición y la voluntad de quien cifra su existencia en el noble pero humilde ejercicio de la Poesía. De quien jamás improvisa y siempre observa lo que le rodea. Nada ingenua. Entre el entusiasmo y la desesperación. Triste, porque el ser humano –escribió–  por naturaleza lo es. De alguien que, como Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Que cree en ella, y no en los poetas.
Publicó trece libros. No son tantos. Uno aprecia en cada uno de ellos tantos como poemas contienen. Quiero decir que en Szymborska cada poema está creado como si de un libro completo se tratara. Ella, que por imperativo histórico abominó de lo colectivo, quiso para sus versos la individualidad más plena. La unidad de lo uno y de lo único frente a la dispersión de lo meramente agrupado o reunido. Cada poema como “un todo”, señaló Zagajewski.
“La poesía, / pero qué es la poesía”, se preguntó. Tal vez la respuesta esté en otro lugar: “y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”. “Ay, la poesía”. 


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Nota: Este texto ha sido publicado en el número 124 de la revista Turia. Además de un espléndido cartapacio dedicado a la Nobel polaca, en la revista puede encontrar el lector, entre otras delicias, un poema memorable de Chantal Maillard, una entrevista a José Luis Pardo («Todos los hombres buscan por naturaleza la lucidez»), una nueva entrega de los diarios del director, Raúl Carlos Maícas, un artículo de Julia Argemí Munar sobre la lexicógrafa María Moliner y su participación en las Misiones Pedagógicas o un texto inédito de Carmen Martín Gaite sobre los orígenes de la familia Torán ("Los Torán"), que llevó a la escritora salmantina hasta Teruel en 1964 y que rescata otro Teruel: José. Esto y mucho más, como acostumbra, pasa por Turia

11.12.17

Lowell total

Poesía Completa (tomos I y II
Robert Lowell
Traducción de Andrés Catalán (tomo I) y de A. Catalán y José de María Romero (tomo II). Vaso Roto. Madrid, 2017. 672 páginas y 1.104 páginas. 

Mientras las listas españolas de libros más vendidos son acaparadas por la lírica dizque “juvenil”, se suceden las apariciones de sólidas obras monumentales, en tamaño y excelencia, como las poesías de Eliot, Bishop, Williams o Frost. Andrés Catalán, traductor de este poeta, lo es también de los poemas del yanqui Robert Traill Spence Lowell IV (Boston, 1917- Nueva York, 1977), cuya obra no había gozado hasta ahora de la recepción que merece, algo llamativo si tenemos en cuenta su importancia en el panorama poético contemporáneo. Dos breves antologías (en Visor y Cátedra) y un libro (en Losada) era todo su legado en España cien años después de su nacimiento. Conviene decir cuanto antes que la reparación de ese olvido llega de la mejor manera posible, en fondo y forma. Dos gruesos y elegantes volúmenes bilingües reúnen su poesía completa. El primero, los libros publicados entre 1946 y 1967 y el segundo los de la década siguiente. Los tomos se abren con sendos prólogos y ambos cuentan con un abundante capítulo de notas al final, algo, explica Catalán, imprescindible si se quiere comprender cabalmente esta poesía culta y compleja. Se basa en la edición de Frank Bidart (Collected Poems, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 2003), aunque para algunos libros elige otras fuentes.
A Lowell se le considera fundador de la “poesía confesional”, un “concepto polémico, parcial y confuso” que reacciona contra el Modernism y el New Criticism; un movimiento en el que, además de Lowell, se incluye a poetas tan influyentes como sus alumnas Sylvia Plath y Anne Sexton. La “vida íntima” y el “devenir diario” están en su centro de atención, expresados de una forma conversacional. De ahí que sea tan importante la novelesca biografía de Lowell. Nunca fue más cierto lo que dijo Paz: que la biografía de un poeta está en sus versos. Sin olvidar que propició “una confusión entre lo público y lo privado”; entre lo “personal y familiar” y “la historia americana”.
Este hombre “excéntrico”, “inteligente y ambicioso” que escribió: “un poema es un acontecimiento, no la descripción de un acontecimiento”, “cambió las reglas del juego” al publicar en 1959 Estudios del natural, el libro que le ha dado justa fama. Para entonces, “Cal” (mitad salvaje Calibán shakesperiano, mitad loco emperador Calígula) ha vivido una infancia digna de un hijo de madre dominante y padre fracasado (que están en el origen de su grave conflicto emocional) en el seno de una patricia familia bostoniana (lo relata a la perfección en “91 Revere Street”), ha sorteado una adolescencia turbulenta, ha obtenido un título universitario (aunque no en Harvard) y ha hecho escala en Iowa, se ha casado dos veces (con Jean Stafford y Elizabeth Hardwick) y se ha divorciado una, ha sido diagnosticado de trastorno bipolar (que le obligó a numerosos ingresos en sanatorios mentales a lo largo de su vida), se ha convertido al catolicismo del que luego ha abjurado, ha sido recluido en una cárcel por declararse objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, ha conocido a Bishop y Berryman, ha ganado con El castillo de Lord Weary (1946) el Pulitzer y una beca Guggenheim, ha naufragado con Los molinos de Kavanaugh (1951) y ha renegado para siempre de su secreta ópera prima: Tierra de desemejanza (1944). Con el poema “La hora de las mofetas” todo cambia. Pertenece al citado Life Studies. Se trata, dice, de “un problema técnico, como la mayoría de los problemas en poesía”.
En los sesenta se enfrenta de nuevo al poder del que forma parte como miembro de honor del “panteón de la poesía norteamericana”. Contra la Guerra del Vietnam. Publica Por los muertos de la Unión (1964), las primeras imitaciones, esto es, versiones de poemas extranjeros, y Junto al océano (1967), ejemplo de poesía política.
Lo que ocurrió desde el año 1967, “punto álgido” (fue portada de Time), hasta 1977, el de su muerte de novela en un taxi neoyorkino abrazado a un retrato de su segunda mujer, no es menos llamativo. José María Valverde, en un lúcido artículo de El País, manifestó que era “en este momento el más importante y el más típico de los poetas de Estados Unidos”. En el 72 se casa con Caroline Blackwood. Aquélla (y su hija) inspira su libro Para Lizzie y Harriet y ésta (y su hijo) el polémico El delfín, un intenso poema de amor con Lowell en estado puro. Los dos son del 73. Como Historia, parte de Cuaderno (del que procede también Para Lizzie…), un “largo poema”, comentó, una “genealogía” compuesta por una suerte de sonetos donde aparecen innumerables personajes que conforman “una épica de su propia conciencia”, según Axelrod, el mismo crítico que señaló la habitual mezcla de memoria y ficción en sus versos.
En esos años, el litio mejora su salud, pero por poco tiempo. Su última, extraordinaria obra, Día a día, es de nuevo un autorretrato, un capítulo más de la autobiografía en verso de alguien suyo lema fue “lay my heart out”. “Ay, yo sólo sé contar mi propia historia”, escribió. Walcott dijo que ofrece entre líneas “una confesión”. Luis J. Moreno, que lo tradujo, habló de “obsesiva subjetividad”. Un ejercicio más de “catarsis” –un “dotar de orden al caos”– para quien usó la poesía como terapia, a sabiendas de que ningún poema “puede curar la melancolía o la artritis”.
“Tú no escribías, reescribías”, dijo de él Bidart. Desde el principio, aunque fue un tenaz revisionista, se mantuvo fiel a la aliteración, y el encabalgamiento. Afirmó: “el verso libre no existe”. Valverde destacó su “rigor formal”. Fue un artesano que alcanzó la maestría.
El lector, lowelliano o no, reparará, por ejemplo, en la fuerza de El castillo de Lord Weary, se dejará seducir por la cuarta parte de Estudios del natural y apreciará los matices psicológicos de El delfín. No será lo único que le sorprenda de esta “incomparable y errante voz”, como recordó Heaney, que el los traductores vierten al español con solvencia. Una titánica empresa digna, sí, de elogio.

Nota: Esta extensa reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes, 8 de diciembre. La nota de lectura va ilustrada con dos de los mejores poemas del autor estadounidense. Ah, se me olvidó incluir un nombre capital a la lista de monumentales obras poéticas completas que alegran nuestro panorama, la de Larkin.

8.12.17

Poesía española del XXI

Itzíar López Guil, poeta y catedrática de Literatura Española de la Universidad de Zúrich ha tenido el detalle, que agradezco, de enviarme un ejemplar de la revista Versants, en concreto del número 64:3 de 2017, que está dedicado a "La poesía española en los albores del siglo XXI". La coordinación del fascículo, editado exclusivamente en español, tanto en versión analógica como digital, ha corrido a cargo de la citada profesora y de Juan Carlos Abril, poeta, director de Paraíso y profesor de la Universidad de Granada.
López Guil nos explica que la publicación "abandona su línea exclusivamente académica y su estructura habituales, para acoger en sus páginas no solo estudios sino también ensayos firmados por los más renombrados especialistas y por algunos de los poetas más notables de las primeras décadas del milenio". Los primeros, sobre generalidades acerca del asunto a tratar, se inician con un trabajo de José Andújar Almansa en torno al papel de los poetas, "una serie de reflexiones sobre la teoría y la prácticas poéticas españolas en el siglo XXI". Le suceden otros sobre el autorretrato ("La poesía es el espacio donde el yo sucede"), la poesía femenina (y la de tres poetas en concreto: Raquel Lanseros, Ana Merino y Yolanda Castaño), las disidencias (sobre prácticas poéticas políticas e indignadas que "no siempre se centran en la denuncia explícita, sino que frecuentemente tienden a interrogarse sobre el papel del propio lenguaje en la construcción de lo colectivo"), del "desconcierto de la crítica" (porque "los autores del 2000, nacidos a partir de 1969, se constituyen como una generación sin centro: ni antagonismos ni tendencias dominantes"), de la poesía que huye de la prisa ("La poesía como reivindicación de la lentitud y, por ende, rebeldía e inconformismo frente a las prisas del capitalismo avanzado") o de la imagen en el poema (donde el objetivo es "observar nuevas economías de lo sensible, nuevas formas de posicionarse ante la realidad, que algunos poetas actuales desarrollan desde una estética que busca nuevos horizontes sensibles"). Están firmados, respectivamente por Laura Scarano, Remedios Sánchez García, José Luis Gómez Toré, Ana Rodríguez Callealta, Juan Carlos Abril y Alberto Santamaría.
Llegan luego los análisis de poéticas concretas -o libros- y de autores individuales: Francisco Onieva, Javier Fernández, Josep M. Rodríguez, Luis Bagué, Jorge Gimeno, así como la coordinadora del número, López Guil. Además de ésta y de Abril, sus autores son críticos y estudiosos tan conocidos como Juan José Lanz, el citado Bagué (analizador y analizado) o Francisco Javier Díez de Revenga. 
Una de las partes más interesantes de este pertinente y bien tramado volumen es el cuestionario que contestan cinco editores de primera línea. En este orden, Manuel Borrás, de Pre-Textos; Jesús García Sánchez, de Visor; Jesús Munárriz, de Hiperión; Pepo Paz, de Bartleby; y Javier Sánchez Menéndez, de La Isla de Siltolá. Los tres primeros, con Abelardo Linares, de Renacimiento, y, pongo por caso, Antoni Marí, de Nuevos Textos Sagrados de Tusquets, son tal vez los más representativos y consolidados del panorama. La madrileña Bartleby (Paz pondera con justicia la labor de Manuel Rico) cumple el que viene 20 años y la sevillana Siltolá (en la que se avecinan cambios: Sánchez Ménéndez deja las riendas a su hijo) es, con mucho, la editorial más joven y acaso la más volcada en descubrir nuevos talentos. Acerca de las trayectorias particulares de cada editorial, del dichoso tema de los premios, de los tipos de letra (curiosa pregunta), de la poesía en la red, de las preferencias a la hora de publicar tal o cual libro, de lo que ha venido después de la "poesía de la experiencia" (si es que tal cosa ha terminado: esa que llaman "juvenil" parece un rebrote experiencial en forma de caricatura) o de la presencia de nuestra poesía en el contexto europeo dialogan estos editores y sus comentarios están llenos, casi siempre, de sensatez y, ésta sí, verdadera experiencia. Pasión, que es lo que importa, no les falta. A ninguno. Ni criterio. 
Por cierto, sensible ante ese hecho (que me ha costado caro), he advertido con alegre sorpresa una nota a pie de página donde los editores del monográfico advierten que, "Por expreso deseo de Jesús Munárriz, en sus respuestas mantenemos la acentuación en «sólo», «ése», etc.". A eso le llama uno, simplemente, respeto. 
Cierran este fascículo redondo un total de 52 poemas de otros tantos poetas patrios (ordenados alfabéticamente). Entre ellos, empezando por los jóvenes más talluditos, Álvaro García (el mayor, del 65, como Ada Salas, otra de las antologadas), Luis Muñoz, Jordi Doce o Lorenzo Oliván. También están Verónica Aranda, Juan Antonio Bernier, Yolanda Castaño, Mercedes Cebrián, Berta García Faet, Ana Gorría, Abraham Gragera, Iona Gruia, Marta López Vilar, Antonio Lucas, Carlos Pardo, Pérez Azaústre, Mariano Peyrou, José Luis Rey, Marta Sanz, Julieta Valero... También figura el extremeño Luis María Marina. Hay variedad, sí, y equilibrio entre hombre y mujeres, como ya suele ser norma comúnmente aceptada. Como en toda selección, a uno le faltan y le sobran nombres. Normal.
Por suerte, la revista al completo está en la página web de Versants (en español, "pendientes", tan abundantes en la preciosa Suiza). Disfrútenla. No es chocolate, pero...

5.12.17

Sánchez-Ostiz en EC

Miguel Sánchez-Ostiz
Pamiela, Pamplona, 2017. 112 páginas. 

Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950), autor de una veintena de novelas (premiadas con el Herralde y el de la Crítica), numerosos diarios (es uno de nuestros mejores y más adelantados diaristas) y otras obras de ensayo (sobre Baroja, por ejemplo) y crónicas de viajes, reunió en La marca del cuadrante su poesía publicada entre 1979 y 1998, que incluía cuatro libros inéditos. Desde entonces, hace diecisiete años, no había vuelto a dar a la imprenta una obra poética, salvo el cuaderno Deriva de la frontera (2012).
Pocos pueden ostentar el título de francotirador como él. Porque “actúa aisladamente” y “sin observar la disciplina del grupo”. Va por libre. Y a esa manera de proceder dedica buena parte de estos versos airados, entre el pessoano fingimiento y el luisfelipiano desarraigo.
“En diecisiete años caben varias vidas”, afirma en el prólogo. Vividas, siempre “de paso”, en el Valle de Baztán, a la busca de la casa de la vida (para S-O, “el camino”). Estos poemas se escribieron allí (algunos en Sutegia) y en esos años. Son “testimonio de un recorrido vital”, un “relato autobiográfico de lo vivido”. Y un “ajuste de cuentas”, sobre todo “conmigo mismo”. No hay trampa ni cartón. Se trata de “escribir de una vez por todas una verdad”. Sin “jeremiadas”. “Escribe y sé definitivamente traidor / o rebelde a tu tribu y a sus leyes”. Por eso la crudeza impera. Un lenguaje desabrido, quevedesco, prosaico y certero que no teme el uso de palabras manchadas y gruesas. Entre la rabia y la depresión. El poeta airado echa la vista atrás y contempla una batalla perdida. “No estás aquí ni allí / ni en ningún lado. / Estás de más”, escribe. “Bobo de ninguna parte”. Con una sensación: que la suya es una vida echada a perder. Habla “Del miedo de morir sin haber vivido”. De que “No hay antídoto para el veneno / lento de una vida en balde”.
Sí, tras un cernudiano “tú”, este hombre (“libre e indemne”) se dice lo que pocos se atreven a pronunciar en voz alta. Sobre él, ya se dijo, y sobre la vida civil y la literaria en este país cainita. “Ibas para tragasables / y diste en tragasapos”. Léase “Ser o no ser”. “Nunca seré de los vuestros”, anota.
Sabe, con Marti i Pol, que “la verdadera muerte es desertar”. Que sin escribir “suave” y siendo “mosca cojonera” no se va lejos. “No cedas, no cejes”. Con Reggiani declara: “Mi país es la vida”. Y añade: “No, no siempre el que resiste gana”. Y: “No supe jugar y eso fue todo”. “Filosofa en tu rincón, / en medio de tu ruina”, sostiene en el poema final; titulado, con elocuencia, “Liquidación por derribo”.

Nota: Esta reseña del último libro de Sánchez-Ostiz se publicó en El Cultural el pasado viernes, 1 de diciembre.

3.12.17

Dos de Soria

Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961) y Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) tienen en común, además de su ascendencia soriana y su condición de sorianos que viven fuera de su provincia, el que ambos van por libre, sin adscripción a ningún grupo o capilla. Eso y que sus respectivas voces poéticas, muy distintas entre sí, ostentan la categoría de propias, identificables a través de sus poemas para cualquier lector medianamente avisado. Sus nombres, en fin, le resultan a uno imprescindibles dentro del panorama. Estas son sus novedades. 

Enrique Andrés Ruiz abre su libro Los verdaderos domingos de la vida con una cita de Lévinas, acerca del imposible retorno. A partir de "El canto de los descendientes del rey de Tiro", excelente poema liminar que hace las veces de prólogo, EAR, con la elegancia de dicción que le caracteriza, mezcla de saber hacer y clasicismo, despliega sus armas líricas para evocar, desde la memoria y los recuerdos, una vida pasada que traslada al presente. "Esa ilusión de imaginar que vuelven / -aunque en distinta forma- reunidas / salvación, otra vez, y poesía". Vuelven las fiestas (en Medinaceli y por los Santos, en el cementerio). Vuelve la infancia. Y, de nuevo, ya en la cincuentena, "Mi Edad Media, / mi verdad absoluta, / mi Antiguo Testamento: poesía".
Pero regresan sobre todo los veranos. Y los veraneos. Y los sueños que allí se forjaron y que la vida ha malogrado o disuelto. Aunque sigan ahí. En estos versos. En poemas como "Canción de bienvenida", "Línea de costa". Son "De cuando nuestros padres eran jóvenes". Se celebra el amor y la amistad. La juventud perdida. "Ni vida ni muerte todavía". "El país de la vida", dice en "Padres e hijos", uno de los mejores del conjunto. Se celebra, en fin, el fuego: "Contigo estoy conmigo". La melancolía, que la hay, cede ante el fervor, ante ese "resplandor glorioso" del texto de Julien Gracq de donde el libro toma su título.
Es, acaso, el más transparente de EAR, el de tono más conversacional y cercano, encontramos una métrica precisa (ya dijo Lowell que el verso libre no existe) y poemas, a veces, con rima asonante que no dejan de darle un aire popular o de época. En la nota final se explica que estamos más ante una colección de poemas que ante un unitario libro de poesía. Tanto da. El resultado, que es lo que importa, vuelve a demostrar la solvencia de esta voz tan solitaria como el paisaje de su tierra natal.

Después del éxito obtenido con su libro anterior, Sin ir más lejos, Premio de la Crítica, y tras la aparición de Por la tierra oscura, Fermín Herrero publica Fuera de encuadre en Reino de Cordelia, donde está otro de los suyos: De atardecida, cielos. En una nota de autor, FH confiesa: "Hace muchos años que concebí el puñado de poemas de este libro". Para "arrebañar a la memoria, antes de que fuese tarde, lectura de momentos y sensaciones iniciáticos". Estamos, pues, ante un libro de larga y lenta gestación que a sus lectores puede parecernos, como le ocurre al poeta, distinto de los últimos que ha dado a la imprenta. Y es verdad. Con todo, en estos versos fragmentarios ("solo fragmentos rastro me pronuncian / completo"), en estos poemas sin título, sin mayúscula inicial ni punto final, que conforman acaso un largo poema único, se reconoce su voz. Y su ámbito, aunque la presencia del campo sea menor de la acostumbrada. Está, eso sí, la melancolía y la tristeza. Y la contemplación ("hay que mirarlo todo"). Y las devastaciones: "porque somos despojos es inútil / parar el tiempo y recrearse". Y también el amor y el erotismo: "La primera mujer. / Y sus enigmas". Detrás, ya se dijo, la memoria, los recuerdos. De la infancia, la adolescencia y la primera juventud mayormente. De los tiempos del pop.
Se aprecia, en lo que a los cambios se refiere, un uso deliberado del encabalgamiento y cierto retorcimiento sintáctico. El lenguaje fluye aquí de otra manera también. Más libre acaso. Todo en función de lo que se quiere decir, sin duda. Y se dice.

1.12.17

Dos de Venezuela

De Yolanda Pantin (Caracas, 1954) publicó Pre-Textos su poesía reunida en 2014 bajo el título País; una obra, por cierto, que me pesa no conocer. 
Tras ganar el premio 'Casa de América de Poesía Americana', aparece, chez Visor, Lo que hace el tiempo. En el jurado, Luis García Montero, el editor Jesús García Sánchez, Juan Malpartida, Jorge Galán, Santiago Miralles y Anna María Rodríguez Arias.
La poesía de Pantin es escueta, esencial. Muy pensada, según creo. Va a lo sustantivo y, por eso, tiende a la sugerencia. Puede que a veces esa sobriedad linde con cierto hermetismo, aunque tal vez ahí radique lo misterioso. A uno, ese proceder le recuerda, salvando todas las distancias, al de otras poetas hispanoamericanas como Ida Vitale o Blanca Varela, de la sección contenida de la plural lírica ultramarina.
Destaca en esa parquedad, como es obvio, su lenguaje. Ceñido, ya se dijo, que va al grano. Eso no obsta para que se recree en anécdotas o rememore recuerdos. (El tiempo es asunto principal. Su paso. "Yo veo el paso del tiempo como una bella ficción", ha dicho Pantin.) Para que evoque a su padre o a su madre. O que use, en ese acercamiento sentimental, palabras tan familiares como ese ámbito, por más que al desavisado lector español le resulten exóticas. Ah, esa lengua común...
Me han gustado especialmente la primera parte, de puro diáfana ("Descanso", "Mudanzas", "La maravilla"), y la cuarta, donde reflexiona acerca de la poesía y en la que encontramos poemas tan logrados como "Testimonios" (con Adrienne Rich al fondo: "El poeta: un lector"), "Escribir" o "Arrogancia". Pero hay poemas estupendos en otras partes, como "Paisajes", "En el transporte colectivo...", "Deriva", etc.
"La poesía / es una manifestación / y en lo que pueda / sin remedio, brota", escribe Pantin. Es el caso. Y con qué hondura.

Al venezolano Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) lo descubrimos a través de su libro Annapurna. La montaña empírica (Fábulas de un funcionario). Luego reseñamos su poesía completa, El campo / El ascensor,  en "Viaje a Barreto", cuando también Pre-Textos, qué casualidad (nótese la ironía), publicó con acierto esa poesía reunida
Bartleby Editores incluye ahora en su catálogo El muro de Madelshtam. No es un libro complaciente. Es duro, sí, como la situación del país natal de Barreto, a la que tampoco Pantin se sustrae en sus versos. Es imposible. Si tuviéramos que resumir su contenido con una palabra, sería "pobreza": "Vive tranquilo y consolado / en la pobreza opulenta, en la miseria poderosa", dice Osip Mandelshtam en sus Cuadernos de Voronezh. Comienza precisamente con un relato donde se narra el encuentro del sujeto poético (alter ego de Barreto) con el citado poeta ruso. O con alguien que dice ser él. Un “hombre alto, muy melancólico, que decía llamarse: Osip Mandelhstam”. Y quién se pone a discutir eso en medio de una favela. En el gueto Ojo de Agua, en la zona llamada Monterrey. Con un lenguaje desabrido y poderoso ("total vivimos en Caracas: / la capital del rencor"), Barreto levanta, con modos de crónica y hasta de reportaje, una historia cimentada en la poesía. Más sólida que las precarias casitas de zinc, para vidas no menos frágiles, que allí se construyen. Le ayudan otras voces que se suman a la de M. y a la del mentado personaje que cuenta y canta.
Leemos: "¡escúchame!: / somos copias de vida extrema". La imaginación prima, en "Repentina nevada", por ejemplo. La emoción es inevitable. En "Kelver Cordero", pongo por caso, uno de los muertos a los que Barreto (un homenaje al Spoon River de Edgar Lee Masters) pone su estela. "La muerte es la maestra de Caracas", dice parafraseando a Celan y su poema "Fuga de muerte". Y Venezuela, un personaje más. En "Posible comienzo" o "Sobre la utopía (en Venezuela)". Y siempre el lenguaje como clave para comprender la realidad y para desenmascarar la mentira. "Esto que somos no tiene remedio", se lee. En medio de la basura ("Hombre basura"), otro elemento esencial de esta trama. En medio de la violencia.
Tras una breve narración acerca de la experiencia del poeta con presos en una cárcel de Caracas, llegan unos pocos poemas más amables, donde podemos al fin reconciliarnos con la vida. Otra, la misma.