Hace unos días me encontré en la piscina con un viejo amigo al que hacía demasiado tiempo que no veía. Apenas empezamos a conversar, hizo alusión a la entrevista que publicó el Hoy a finales de julio. Creí que iba a decir algo a propósito de los titulares (todos los que me hablan de ella empiezan por ahí), pero no. Iba directo a los comentarios internáuticos de su edición digital y, claro, le tuve que cortar: No los he leído. Nunca lo hago, dije. Ah, añadió él, menos mal. Me llamó X preocupada para decirme que lo estarías pasando fatal. No, lo siento por los que se han tomado la molestia de insultarme para nada. El tono compungido de mi amigo me dio a entender que de eso se trataba: de faltarle a uno. O de intentarlo al menos. Juegan a favor del tradicional "injuria, que algo queda". Me aclaró que algunos salían incluso en mi defensa. También lo siento por ellos: no puedo agradecérselo. Ignoro por qué un medio periodístico serio -éste o cualquiera- consiente semejante escabechina. Ay, si en vez de utilizar el cobarde anónimo, los valientes firmaran con nombres y apellidos. Me imagino que estos nuevos salvajes argumentarán a favor de la libertad de expresión y de la democracia. No hay tal. Al revés. Vulgar fascismo. Tarde o temprano, esos medios tendrán que tomar medidas. Por pura estética. Y por el estado de indefensión al que te abocan. Así no habrá quien quiera salir a la palestra. Uno, que conste, lo hizo avisado. A pesar de eso, no deja de ser penoso estar a merced de escritorzuelos, politicuchos, poetastros y demás gentuza, mayormente envidiosa, que ni para redactar calumnias tiene estilo. Dejo aparte a los enfermos, que los hay. Con todo, uno está a lo que importa. Que no es esto, sin duda. Como los de casa ya están curados de espanto, al final uno lo lamenta por su madre -que lee esa basura-, por algunos familiares, por un puñado de amigos... Tengo la conciencia tranquila. "Yo sé quién soy", que diría don Quijote. Me niego a sentirme víctima. ¿De qué? ¿De quién? La manía persecutoria no es lo mío. Mis compañeros de trabajo y mis alumnos saben a lo que me dedico en mi horario laboral. Quienes leen mis libros conocen lo que escribo. Los que me tratan distinguen cómo soy. Esa es mi vida. La que tuve durante unos pocos años como gestor cultural también está ahí. Con sus luces y sus sombras, como cualquiera. Ya lo dijo el otro: "Con estos bueyes tenemos que arar". Pues eso. Y sólo eso. Y nada más que eso.
31.8.10
30.8.10
Conversando... de política
Iker Seisdedos. La historia de Casement nos enseña que, por mucho positivo que uno haga, su imagen pública valdrá lo que sus últimos actos. ¿Llegó a sucederle a usted con su incursión en la política a principios de los noventa?
Mario Vargas Llosa. Si tuviera que hacerlo de nuevo no la haría. No lo lamento, ya lo viví. Aprendí cosas... Más negativas que positivas. Pero me sirvió. Normalmente, un intelectual ve de la política lo mejor. No ve la cosa menuda, pequeña, mezquina... todo lo que se relaciona con el poder es muy degradante. Si no quieres que la política sea peor de lo que es, tienes que actuar. Y eso implica, como decía Max Weber, vender el alma al diablo. La política no es para los puros. Es humana en el sentido más terrible de la palabra.
En El País.
Mario Vargas Llosa. Si tuviera que hacerlo de nuevo no la haría. No lo lamento, ya lo viví. Aprendí cosas... Más negativas que positivas. Pero me sirvió. Normalmente, un intelectual ve de la política lo mejor. No ve la cosa menuda, pequeña, mezquina... todo lo que se relaciona con el poder es muy degradante. Si no quieres que la política sea peor de lo que es, tienes que actuar. Y eso implica, como decía Max Weber, vender el alma al diablo. La política no es para los puros. Es humana en el sentido más terrible de la palabra.
En El País.
Novedades
¿Y la poesía? ¿Es que la pobre no tiene también sus novedades "de temporada"? Pues en ningún recuento aparecen. Y mira que los hay, en todos los periódicos y suplementos. A uno le consta que habrá nuevas obras de Francisco Brines (en Visor) y de Antonio Cabrera y Andrés Sánchez Robayna (en Tusquets). Como ejemplo, no está mal. Atentos.
26.8.10
Mi vida social
No la mía, que no tengo, sino el título del último libro de poesía de Justo Navarro, catorce años después de que publicara el anterior, Un aviador prevé su muerte.
Cuando le conocimos Y. y yo en Valencia, aún no era novelista (no sé si ese mismo año, el 88, publicó su primera novela), pero sí un exquisito poeta al que leíamos con mucho interés sus compañeros más jóvenes de promoción (según García Martín, que nos incluyó en La generación de los 80). Luego se dio a la novela, ya digo, y uno pensaba que ese matrimonio sería excluyente y definitivo. Por suerte no ha sido así. El libro que publica Pre-Textos, con todos los honores en su hermosa colección La Cruz del Sur, es estupendo y demuestra que donde hubo poesía -y poeta, claro- puede volver a haberla, poco importa las circunstancias y la edad. Si tuviera que elegir un solo adjetivo para los poemas de Mi vida social optaría por inquietante. No se le oculta al lector el factor narrativo; el gusto del autor, más allá, por el género negro. Con todo, que nadie se equivoque: estos artefactos son poemas. Algunos, los más, excelentes. Uno valora como lección que alguien apartado durante muchos años de la poesía (al menos como escritor) sea capaz de dar un salto así, por lo menos mortal y medio, y quedarse tan ancho. Él y, sobre todo, el lector. Al menos éste.
Una agradable sorpresa, en fin. Un feliz regreso.
Cuando le conocimos Y. y yo en Valencia, aún no era novelista (no sé si ese mismo año, el 88, publicó su primera novela), pero sí un exquisito poeta al que leíamos con mucho interés sus compañeros más jóvenes de promoción (según García Martín, que nos incluyó en La generación de los 80). Luego se dio a la novela, ya digo, y uno pensaba que ese matrimonio sería excluyente y definitivo. Por suerte no ha sido así. El libro que publica Pre-Textos, con todos los honores en su hermosa colección La Cruz del Sur, es estupendo y demuestra que donde hubo poesía -y poeta, claro- puede volver a haberla, poco importa las circunstancias y la edad. Si tuviera que elegir un solo adjetivo para los poemas de Mi vida social optaría por inquietante. No se le oculta al lector el factor narrativo; el gusto del autor, más allá, por el género negro. Con todo, que nadie se equivoque: estos artefactos son poemas. Algunos, los más, excelentes. Uno valora como lección que alguien apartado durante muchos años de la poesía (al menos como escritor) sea capaz de dar un salto así, por lo menos mortal y medio, y quedarse tan ancho. Él y, sobre todo, el lector. Al menos éste.
Una agradable sorpresa, en fin. Un feliz regreso.
25.8.10
Carril peatón
Es una de esas cosas por la que uno duda de su presunta normalidad. Me explico. Ahora paseo algunas mañanas, dicho a la bilbaina, por la margen izquierda del río, por el nuevo camino habilitado por la Confederación Hidrográfica del Tajo (o eso creo). El primer día que pasé por allí me di cuenta de que en la calzada había una línea discontinua pintada de blanco (como en las carreteras), de un metro y poco de anchura, que denominé, para mí, como "carril bici". Pues no, estaba en un error. Son los cuatro o más metros restantes los que corresponden a los ciclistas y esa estrechez (donde no caben dos que vayan juntos ni otros dos que se crucen) a los pacientes peatones. Lo sé porque está pintado en el suelo mediante los símbolos usados a tal fin en las señales de tráfico. Lo dicho: uno debe ser más raro de que lo parece. O los que piensan más tontos de lo que dicen.
El EMAC cierra
Es una mala noticia. Aquí la iniciativa privada en lo que a cultura se refiere... Y lo público ni sabe ni contesta. Lo siento por Antonio y por todos los que nos beneficiamos de las exposiciones y encuentros en torno al arte y la naturaleza en ese lugar tan especial y a propósito. Seguimos.
23.8.10
Desde fuera
Al revés que mi admirado Jorge Riechmann, uno sigue leyendo El País, sobre todo en verano. De ahí que no me hayan pasado desapercibidos dos artículos publicados en Babelia y que se refieren a Extremadura. Leídos con la debida calma, los dos son muy duros con sendas joyas de la corona de nuestra marchita política cultural. El primero, de Ángela Molina, titulado "Ruidoso silencio" (y subtitulado "El Museo Helga de Alvear en Cáceres, un proyecto a medias"), critica, además del retraso en la conclusión del proyecto arquitectónico definitivo (que achaca, creo que por error, al ayuntamiento de la ciudad), el planteamiento de la primera exposición que alberga: Márgenes de silencio, comisariada por José María Viñuela.
El segundo, del crítico Marcos Ordóñez, "Sin Paco León no hay Lisístrata", da cuenta de la obra representada en el Festival de Mérida (que nunca sé cómo se llama exactamente) y que con gran aparato periodístico ha sido calificada en los medios regionales, tan propensos a esa algarabía, como la más vista de todos los tiempos (de ese festival, claro). Uno, poco aficionado, que de teatro (a pesar de educarse sentimentalmente en el televisivo Estudio 1) sabe menos de lo deseable, colige que, muchos años después, el desnortado festival ha errado el tiro. ¿O acaso se mide ahora la categoría teatral de una obra -y, por ende, de la programación de un festival- por el número de espectadores que tiene? Eso vale, mal que le pese a Eduardo Lago, para los best sellers. No hace falta ser muy espabilado para comprender que aquí, con esta Lisístrata, lo que de verdad cuenta no es el texto, ni la puesta en escena ni nada relacionado con la obra en sí, sino un actor gracioso y con talento para la provocación y el chiste que, de paso, se encuentra con la complicidad de un público entregado que está más con Aída que con Aristófanes. Un público, cabe añadir, poco "teatral", del mismo modo que entre quienes suelen leer los grandes éxitos literarios "del momento" no abundan, en rigor, los buenos lectores. O mejor, los lectores a secas. El televisivo efecto share ha sido demoledor. De ahí que en esto, como en la literatura barata, el número sea lo único que importe.
Yo que el enterao le daba a esto un par de vueltas.
El segundo, del crítico Marcos Ordóñez, "Sin Paco León no hay Lisístrata", da cuenta de la obra representada en el Festival de Mérida (que nunca sé cómo se llama exactamente) y que con gran aparato periodístico ha sido calificada en los medios regionales, tan propensos a esa algarabía, como la más vista de todos los tiempos (de ese festival, claro). Uno, poco aficionado, que de teatro (a pesar de educarse sentimentalmente en el televisivo Estudio 1) sabe menos de lo deseable, colige que, muchos años después, el desnortado festival ha errado el tiro. ¿O acaso se mide ahora la categoría teatral de una obra -y, por ende, de la programación de un festival- por el número de espectadores que tiene? Eso vale, mal que le pese a Eduardo Lago, para los best sellers. No hace falta ser muy espabilado para comprender que aquí, con esta Lisístrata, lo que de verdad cuenta no es el texto, ni la puesta en escena ni nada relacionado con la obra en sí, sino un actor gracioso y con talento para la provocación y el chiste que, de paso, se encuentra con la complicidad de un público entregado que está más con Aída que con Aristófanes. Un público, cabe añadir, poco "teatral", del mismo modo que entre quienes suelen leer los grandes éxitos literarios "del momento" no abundan, en rigor, los buenos lectores. O mejor, los lectores a secas. El televisivo efecto share ha sido demoledor. De ahí que en esto, como en la literatura barata, el número sea lo único que importe.
Yo que el enterao le daba a esto un par de vueltas.
Un placentino y los adosados
Se llama José Luis G. Araujo, es librero y ayer fue entrevistado en el Hoy. Elocuente.
19.8.10
Lecturas conileñas
Suelo reservar algunos libros para leerlos en la playa. Bueno, en el apartamento o en la piscina, que uno es incapaz de leer, como tantos, entre arenas. Este año, por ejemplo, tenía las memorias de James Salter, Quemar los días (Salamandra) con una primera parte excelente (donde relata su vida de piloto: de aeródromo en aeródromo, de ciudad en ciudad, de guerra en guerra) y una segunda decepcionante. Me ha sorprendido, eso sí, cómo está escrito, con un lenguaje sencillo (algo muy "norteamericano" dicen) pero lleno de precisión. Muy sugerente en su aparente poquedad, vamos.
También había reservado Nuestro amor es como Bizancio (DeBolsillo), una extensa y asequible antología de Henrik Nordbrandt (en traducción Francisco Uriz) que me ha encantado. Tenía razón Julián Rodríguez al recomendármela. Ya se lo he agradecido. Lo que me extraña es el escaso eco que la obra del poeta danés ha tenido en España. No recuerdo ni una sola reseña del libro, ni en su edición anterior (supongo que en Lumen) ni en ésta. Misterios de la poesía. O de la crítica de poesía, mejor.
Seguí con los penetrantes ensayos sobre Eliot y Auden (que cada vez me cae mejor) escritos y reunidos por Jordi Doce en La ciudad consciente (Vaso Roto).
En Xanadú (donde, entre tanta y tanta tienda, se abre paso, milagrosamente, una sucursal de La Casa del Libro) compré Novela familiar. El universo privado del escritor (Páginas de espuma), de Blas Matamoro, una especie de enciclopedia sobre las vidas de una multitud de autores. Sus microbiografías revelan los problemas y las penas que pasaron la inmensa mayoría por culpa de padres, madres, hermanos, tíos y demás familia. Aunque Matamoro (por argentino) dice en el prólogo que ha "intentado eludir el psicologismo", este defecto aflora, me temo, más de la cuenta. Lo mejor, la idea general de la obra y las páginas dedicadas a algunos escritores (Vargas Llosa, pongo por caso). Lo peor, la manía (no encuentro otro término menos psicologista) de adjudicar a casi todos los escritores algún tipo de homosexualidad, ya sea explícita, latente, ignorada, predecible, sospechada, presunta, etc, etc, etc. Otro tanto cabe decir de las escritoras, lesbianas en su mayor parte.
Para terminar con el capítulo de "libros apartados", di buena cuenta de la reciente edición de la poesía completa de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano (Tusquets), cuyos últimos libros desconocía y que, con las previsibles e inevitables caídas (poemas prosaicos o de circunstancia), sigue y seguirá siendo una de las voces imprescindibles de la poesía en español.
A estas lecturas se unieron otras. Así, de un práctico viaje a Bahía Sur (donde hay una librería de El Corte Inglés cuya sección de poesía mengua año a año) me traje un libro que busqué infructuosamente el pasado julio en Madrid: El reino blanco (Visor), de Luis Alberto de Cuenca. Para empezar, sigue costándome leer los libros de la cara colección Palabra de Honor. Prefiero la otra. La negra, la de siempre. La pasta dura, el papel magnífico, la tipografía lujosa... todo parece interponerse, ay, entre los poemas y yo. Rústico que es uno. Bromas al margen, en esta nueva entrega del poeta madrileño hay poemas memorables, a la altura de lo mejor de su ya reconocida y celebrada obra, pero también otros (los menos, el libro quizás peque de extenso) que no creo que pasen a la antología ideal del brillante autor de La caja de plata.
De Cádiz, en fin, me traje la penúltima entrega de mi admirado Leonardo Sciascia, que se me escapó en diciembre, El teatro de la memoria (Tusquets), tan sorprendente y bien tramada como todas las suyas. Ya estoy deseando leer la anunciada (también para fin de año) El caso Moro.
También había reservado Nuestro amor es como Bizancio (DeBolsillo), una extensa y asequible antología de Henrik Nordbrandt (en traducción Francisco Uriz) que me ha encantado. Tenía razón Julián Rodríguez al recomendármela. Ya se lo he agradecido. Lo que me extraña es el escaso eco que la obra del poeta danés ha tenido en España. No recuerdo ni una sola reseña del libro, ni en su edición anterior (supongo que en Lumen) ni en ésta. Misterios de la poesía. O de la crítica de poesía, mejor.
Seguí con los penetrantes ensayos sobre Eliot y Auden (que cada vez me cae mejor) escritos y reunidos por Jordi Doce en La ciudad consciente (Vaso Roto).
En Xanadú (donde, entre tanta y tanta tienda, se abre paso, milagrosamente, una sucursal de La Casa del Libro) compré Novela familiar. El universo privado del escritor (Páginas de espuma), de Blas Matamoro, una especie de enciclopedia sobre las vidas de una multitud de autores. Sus microbiografías revelan los problemas y las penas que pasaron la inmensa mayoría por culpa de padres, madres, hermanos, tíos y demás familia. Aunque Matamoro (por argentino) dice en el prólogo que ha "intentado eludir el psicologismo", este defecto aflora, me temo, más de la cuenta. Lo mejor, la idea general de la obra y las páginas dedicadas a algunos escritores (Vargas Llosa, pongo por caso). Lo peor, la manía (no encuentro otro término menos psicologista) de adjudicar a casi todos los escritores algún tipo de homosexualidad, ya sea explícita, latente, ignorada, predecible, sospechada, presunta, etc, etc, etc. Otro tanto cabe decir de las escritoras, lesbianas en su mayor parte.
Para terminar con el capítulo de "libros apartados", di buena cuenta de la reciente edición de la poesía completa de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano (Tusquets), cuyos últimos libros desconocía y que, con las previsibles e inevitables caídas (poemas prosaicos o de circunstancia), sigue y seguirá siendo una de las voces imprescindibles de la poesía en español.
A estas lecturas se unieron otras. Así, de un práctico viaje a Bahía Sur (donde hay una librería de El Corte Inglés cuya sección de poesía mengua año a año) me traje un libro que busqué infructuosamente el pasado julio en Madrid: El reino blanco (Visor), de Luis Alberto de Cuenca. Para empezar, sigue costándome leer los libros de la cara colección Palabra de Honor. Prefiero la otra. La negra, la de siempre. La pasta dura, el papel magnífico, la tipografía lujosa... todo parece interponerse, ay, entre los poemas y yo. Rústico que es uno. Bromas al margen, en esta nueva entrega del poeta madrileño hay poemas memorables, a la altura de lo mejor de su ya reconocida y celebrada obra, pero también otros (los menos, el libro quizás peque de extenso) que no creo que pasen a la antología ideal del brillante autor de La caja de plata.
De Cádiz, en fin, me traje la penúltima entrega de mi admirado Leonardo Sciascia, que se me escapó en diciembre, El teatro de la memoria (Tusquets), tan sorprendente y bien tramada como todas las suyas. Ya estoy deseando leer la anunciada (también para fin de año) El caso Moro.
18.8.10
Un encuentro
No suele uno toparse en Conil con paisanos y conocidos. Este año, una excepción, nos cruzamos en la playa con un compañero de trabajo y al día siguiente, de nuevo, con él y con su mujer, otra antigua compañera. Otra mañana, camino de la playa, por el pinar, nos encontramos con Ibarra. Al llegar a su altura, le saludé: "Presidente", dije (para uno nunca ha sido Juan Carlos). Al pronto, no me reconoció. La gorra, las gafas, el bañador... Tampoco le había visto nunca uno a él en bañador y con un capacho en la mano. Tras los saludos de rigor (estuvo muy afectuoso con nosotros), nos presentó a sus acompañantes. Después cruzamos palabras tan balbucientes como inconexas. De ocasión. Poco más. Cada cual siguió su viaje.
Recuerdo lo que me dijo en la entrega del premio Extremadura a la Creación. Como aseguré que había empezado a escribir la novela premiada una tarde de levantera en Conil, comentó en su discurso (con regocijo general) que era la primera vez que escuchaba que ese viento infernal sirviera para algo.
Caigo en la cuenta: Ibarra prefiere las impetuosas costas de Cádiz; Vara, las tranquilas de Huelva. Y saco nuevas conclusiones.
Recuerdo lo que me dijo en la entrega del premio Extremadura a la Creación. Como aseguré que había empezado a escribir la novela premiada una tarde de levantera en Conil, comentó en su discurso (con regocijo general) que era la primera vez que escuchaba que ese viento infernal sirviera para algo.
Caigo en la cuenta: Ibarra prefiere las impetuosas costas de Cádiz; Vara, las tranquilas de Huelva. Y saco nuevas conclusiones.
A vueltas... con la medalla
Miguel Ángel Lama y Elías Moro vuelven (ahora lo leo) sobre el asunto de la no medalla a Pámpano. Que conste. Y a otra cosa.
17.8.10
De vuelta
A casa, a la rutina. Esta mañana en vez de ir caminando descalzo por la playa, desde el Roqueo a Río Salado, o, en zapatillas de deporte, hasta la Fuente del Gallo y las calles de la colonia de bonitos chalets que la rodean, lo he hecho por mi ruta acostumbrada, alrededor de las murallas de mi mundo. (Por cierto, en la frescura del Paseo de los Tristes me he encontrado con mi compañero J., muy recuperado de su compleja operación. Hacía meses que no nos veíamos. Una alegría.)
Mientras paseaba iba recordando los días en Conil. Los baños en el mar (mañana y tarde), los ratos de lectura (de los que daré cuenta luego), el habitual callejeo por Cádiz (tórrida ese día, pero cada vez más hermosa), las conversaciones con los amigos de allí (cada vez más cercanos), las celebraciones (aniversario de boda, cumpleaños), el paseo y la charla con el poeta Fermín Herrero (que acabó en una terracita de la Puerta de Cádiz) ...
El pueblo ha ganado en tranquilidad desde que el ayuntamiento decidiera acabar con la famosa carpa de Los Bateles y el consiguiente botellón. La gente veía en Callejeros el famoso ambiente nocturno de Conil y te preguntaban alarmados: ¿y allí veraneas? La verdad es a nosotros nunca nos afectó esa movida. Vivimos al margen, lejos del centro del pueblo, con horarios y usos diferentes. Con todo, ya digo, magnífica decisión. El ruido y la furia no le hacían justicia a un lugar tan tranquilo. No había mañana que no contemplara con asombro, desde la desembocadura de Río Salado, el perfil árabe y blanco de Conil, cuando amanece. Pecellín, que de esto sí sabe, destacaba hace poco la ejemplar conservación de su perfil urbano. Bueno, si entramos en detalles, no me ha gustado nada esa fuente que han colocado en la plaza de la Puerta de la Villa. Ha perdido, ay, su antiguo aire siciliano, tan melancólico.
Un par de días con levante (que no pueden asustar a ningún placentino) y más de un mosquito impertinente han sido todo lo negativo de estos quince días en un pequeño (y aireado) rincón del Paraíso. Que vuelvan.
Mientras paseaba iba recordando los días en Conil. Los baños en el mar (mañana y tarde), los ratos de lectura (de los que daré cuenta luego), el habitual callejeo por Cádiz (tórrida ese día, pero cada vez más hermosa), las conversaciones con los amigos de allí (cada vez más cercanos), las celebraciones (aniversario de boda, cumpleaños), el paseo y la charla con el poeta Fermín Herrero (que acabó en una terracita de la Puerta de Cádiz) ...
El pueblo ha ganado en tranquilidad desde que el ayuntamiento decidiera acabar con la famosa carpa de Los Bateles y el consiguiente botellón. La gente veía en Callejeros el famoso ambiente nocturno de Conil y te preguntaban alarmados: ¿y allí veraneas? La verdad es a nosotros nunca nos afectó esa movida. Vivimos al margen, lejos del centro del pueblo, con horarios y usos diferentes. Con todo, ya digo, magnífica decisión. El ruido y la furia no le hacían justicia a un lugar tan tranquilo. No había mañana que no contemplara con asombro, desde la desembocadura de Río Salado, el perfil árabe y blanco de Conil, cuando amanece. Pecellín, que de esto sí sabe, destacaba hace poco la ejemplar conservación de su perfil urbano. Bueno, si entramos en detalles, no me ha gustado nada esa fuente que han colocado en la plaza de la Puerta de la Villa. Ha perdido, ay, su antiguo aire siciliano, tan melancólico.
Un par de días con levante (que no pueden asustar a ningún placentino) y más de un mosquito impertinente han sido todo lo negativo de estos quince días en un pequeño (y aireado) rincón del Paraíso. Que vuelvan.
1.8.10
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