30.8.17

Agamben dixit

Pepe Durán/El País
"Al entrevistador que le pregunta «¿qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde «queda la lengua». Pero ¿qué es una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era una expresión? Y ¿qué nos queda, cuando nos queda solamente la lengua? ¿Una lengua que parece no tener ya nada que decir y que, sin embargo, obstinadamente queda y resiste y de la cual no podemos separarnos? Me gustaría responder: es la poesía. ¿Qué es, de hecho, la poesía, sino aquello que queda de la lengua después de que han sido desactivadas una a una sus funciones comunicativas e informativas normales? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir a la carnicería y preguntar: «me da un kilo de filetes». No creo que quisiera decir que la lengua de la poesía es una lengua más pura, que se encuentra más allá de la lengua que usamos en la carnicería o para los otros usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible que queda y resiste a todas las manipulaciones y a todas las corrupciones, la lengua que queda también después del uso que hacemos de ella en los SMS y en los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo permanece, del mismo modo en que alguien escribió que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía —que también es, yo creo, la lengua de la filosofía— tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama. Es decir, con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice algo de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino solía dedicar a sus amigos como su «testamento espiritual» se cierra con una serie de frases recortadas y casi jadeantes: «tema de la memoria —memoria perdida— conservar y perder aquello que se ha perdido —aquello que no se ha tenido— aquello que se ha tenido con retraso —aquello que llevamos con nosotros— aquello que no nos pertenece…». Yo creo que la lengua de la poesía, la lengua que queda y llama, llama justamente aquello que se pierde. Ustedes saben que, tanto en la vida individual como en aquella colectiva, la masa de las cosas que se pierden, el exceso de los acontecimientos ínfimos, imperceptibles, que todos los días olvidamos es a tal punto exterminado que ningún archivo y ninguna memoria podrían contenerlos. Aquello que queda, aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido sólo si tiene que ver íntimamente con lo perdido, si existe de algún modo para él, si lo llama por medio de nombres y responde en su nombre. La lengua de la poesía, la lengua que queda nos es querida y preciosa, porque llama lo que se pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios". Giorgio Agamben, «Qué queda?». 
(En el blog Artillería inmanente se nos explica que estas notas reproducen partes de una intervención del pensador italiano en el Salone del Libro de Turín el pasado 20 de mayo de 2017 y que está tomado de la publicación de la columna de Agamben en la página de Quodlibet, con el título «Che cosa resta?», del 13 de junio de 2017.)

11.8.17

"Tánger"













                                  A D. Alfonso Maseras

La hélice deja de latir;
así las casas no se vuelan,
como una bandada de gaviotas.

Erizadas de manos y de brazos
que emergen de unas mangas enormes,
las barcas de los nativos nos abordan
para que, en alaridos de gorila,
ellos irrumpan en cubierta
y emprendan con fardos y valijas
un partido de “rugby”.

Sobre el muelle de desembarco,
que, desde lejos,
es un parral rebosante de uvas negras,
los hombres, al hablar,
hacen los mismos gestos
que si tocaran un “jazz-band”,
y cuando quedan en silencio
provocan la tentación
de echarles una moneda en la tetilla
y hundirles de una trompada el esternón.

Calles que suben,
titubean,
se adelgazan
para poder pasar,
se agachan bajo las casas,
se detienen a tomar sol,
se dan de narices
contra los clavos de las puertas
que les cierran el paso.

¡Calles que muerden los pies
a cuantos no los tienen achatados
por las travesías del desierto!

A caballo en los lomos de sus mamas,
los chicos les taconean la verija
para que no se dejen alcanzar
por los burros que pasan
con las ancas ensangrentadas
de palos y de erres.

Cada ochocientos metros
de mal olor
nos hace “flotar”
de un “upper-cut”.

Fantasmas en zapatillas,
que nos miran con sus ojos desnudos,
las mujeres
entran en zaguanes tan frescos y azulados
que los hubiera firmado Fray Angélico,
se detienen ante las tiendas,
donde los mercaderes,
como en un relicario,
ensayan posturas budescas
entre las nubes tormentosas
de sus pipas de “kiff”.

Con dos ombligos en los ojos
y una telaraña en los sobacos,
los pordioseros petrifican
una mueca de momia;
ululan lamentaciones
con sus labios de perro,
o una quejumbre de “cante hondo”;
inciensan de tragedia las calles
al reproducir sobre los muros
votivas actitudes de estela.

En el pequeño zoco,
las diligencias automóviles,
¡guardabarros con olor a desierto!,
ábrense paso entre una multitud
que negocia en todas las lenguas de Babel,
arroja y abaraja los vocablos
como si fueran clavas,
se los arranca de la boca
como si se extrajera los molares.

Impermeables a cuanto las rodea,
las inglesas pasean en los burros,
sin tan siquiera emocionarse
ante el gesto con que los vendedores
abren sus dos alas de alfombras:
gesto de mariposa enferma
que no puede volar.

Chaquets de cucaracha,
sonrisas bíblicas,
dedos de ave de rapiña,
los judíos realizan la paradoja de vender
el dinero con que los otros compran;
y cargados de leña y de jorobas
los dromedarios arriban
con una escupida de desprecio
hacia esa humanidad que gesticula
hasta con las orejas,
vende hasta las uñas de los pies.

¡Barrio de panaderos
que estudian para diablo!
¡Barrio de zapateros
que al rematar cada puntada
levantan los brazos
en un simulacro de naufragio!
¡Barrio de peluqueros
que mondan las cabezas como papas
y extraen a cada cliente
un vasito de “sherry-brandy” del cogote!

Desde lo alto de los alminares
los almuédanos,
al ver caer el Sol,
instan a lavarse los pies
a los fieles, que acuden
con las cabezas vendadas
cual si los hubieran trepanado.

Y de noche,
cuando la vida de la ciudad
trepa las escaleras de gallinero
de los café-conciertos,
el ritmo entrecortado
de las flautas y del tambor
hieratiza las posturas egipcias
con que los hombres recuéstanse en los muros,
donde penden alfanjes de zarzuela
y el Kaiser abraza en las litografías al Sultán...

En tanto que, al resplandor lunar,
las palmeras que emergen de los techos
semejan arañas fabulosas
colgadas del cielo raso de la noche.


Tánger, mayo, 1923.

Oliverio Girondo, 
Calcomanías, Calpe, Madrid, 1925

El cuadro que ilustra el poema es de Matisse, "La porte de la Casbah".

8.8.17

La vida

Y uno se pregunta de repente:
¿qué ha pasado?
y no sabe quizá qué responder
o lo evita pues teme la respuesta,
por cruel, evidente, innecesaria.
¿Es la cuestión retórica?
Tal vez; con todo, cierta angustia
le sube a la cabeza y en la boca
paladea el sabor del desconcierto.
Sobre la piel, un brusco escalofrío 
le avisa del peligro. Una visión 
sin forma conocida le da alcance, 
y un seco rumor sordo,
que hasta produce vértigo.
Lo que ha pasado, dice, fue la vida.
La mayor parte, 
aquella que debió ser más amable.
La más feliz: infancia, juventud,
primera madurez...
La vida, sí, esa que ahora
se empeña en despeñarse
hacia el final, vejez mediante.
Como entonces, ya ves, y como siempre,
sin que uno siquiera se dé cuenta.

Nota: Este poema, que pertenece a mi próximo libro, El cuarto del siroco, se ha publicado en el número doble 121-122 de la revista Turia.
La fotografía se titula Melancholia y es obra de Charles Corbet.
Me apetecía divulgarlo hoy, fecha de mi cincuenta y ocho cumpleaños. 

6.8.17

Leer, leer, leer...

William Faulkner
Algo, no demasiado, ha sacado uno en claro de la lectura de El odio a la poesía, de Ben Lerner (Topeka, Kansas, 1979) de la muy cara y exquisita Alpha Decay, en traducción de Elvira Herrera Fontalba. El año pasado cité unas declaraciones suyas a Eduardo Lago en torno a este libro, aún no traducido entonces al castellano. Puede que haya gente que odie la poesía, que muchos la desprecien, pero a mí los que me interesan son los que la aman. Lerner pone al frente de su ensayo “Poetry”, el famoso poema de Marianne Moore: “A mí también me desagrada. / Al leerla, sin embargo, con el más completo / desdén hacia ella, / uno descubre que, a fin de cuentas, en ella hay / un espacio para lo genuino.”. De ahí parte. «Podría decirse de la poesía que es el arte imposible, porque trata de llegar, según Allen Grossman, más allá de lo finito y lo histórico y alcanzar lo trascendente y lo divino, algo imposible teniendo en cuenta el carácter de finitud que condiciona su creación».“El poema es siempre el registro de un fracaso”, escribe.
Confieso que he leído su libro con un ojo puesto en la polémica lírica de moda. Que ahora sean muchos (y más que van a ser, según Juan Palomo) los que se digan lectores de poesía es tal vez la prueba de que no se refieren a lo que hasta ahora (y mira que van siglos) hemos denominado así. Siempre para la inmensa minoría, mal que nos pese. Aunque si sumamos lectores, siglo a siglo... Veremos lo que aguantan los parapoetas. En algo tiene Lerner razón: «lo único inimaginable es un mundo sin poesía».
Para demostrar lo que ésta es, basta con leer el impresionante Partitura, del sueco Gunnar Ekelöf (Estocolmo, 1907-Sigtuna, 1968), libro póstumo que ha traducido, quién si no, Francisco J. Uriz (gracias al cual conocí, como tantos, sus Poemas, que publicó Plaza & Janés en 1981), autor de un sucinto e iluminador prólogo. Se publica en la colección Voces sin Tiempo de la benemérita Fundación Ortega Muñoz. Ha cuidado la edición (con diseño de Julián Rodríguez y J. L. López Espada) Jordi Doce, que codirige con uno un invento que, poco a poco, va creciendo y consolidándose. Este es el quinto libro. Y no hay quinto malo, dicen. 
Enfermo de cáncer (ya se ve que mis últimas las lecturas se han cruzado inevitablemente con la situación familiar que uno ha sufrido), a punto de partir hacia Túnez (lo que al final no pudo ser), Ekeloöf compone una serie de poemas (amén de algunas anotaciones a propósito de alguno de ellos y de su precaria salud) que huyen del exhibicionismo y la queja, que van más allá, a lo más hondo. "Porque a mí / se me concedió / ver", dice en el primero. Personajes de la antigüedad griega (hay unas oportunas notas al final) se mezclan con la pasión y el amor (a su mujer, a quien dicta estos versos), la enfermedad y el dolor (que era mucho, constante). Al final, todo se resume en ese "pensar en la muerte, ver la vida a través de la muerte" que anticipó en un escrito de 1930. 
Luis Bagué Quílez (Palafrugell, 1978) se presenta a los premios de Visor. Y los gana. En esta ocasión ha sido el Tiflos, con Clima mediterráneo, un libro, lo diré pronto, que me ha gustado. Al final del volumen publica una "Nota mediterránea" donde aporta detalles acerca de los poemas, además de explicitar procedencias y dedicatorias. Algunos ya los habíamos leído; por ejemplo, en la revista Suroeste, los de la serie "Hecho en España". La política, la sociología, la literatura, el arte (hay relación entre este libro y otro suyo reciente: La Menina ante el espejo. Visita al museo 3.0), la publicidad y la historia son fuente de inspiración de los versos de un libro unitario y magníficamente construido. Los poemas son breves y no faltan veloces haikus. Del Mare Nostrum surgen casi todos (ese mar da para bastante, ya se sabe) y de entre ellos destaco "Contra lo sublime (Variación sobre un tema de Kay Ryan)", un poema sin duda redondo. "Estos versos constituyen un caleidoscopio cultural cuyas estampas salen a un mundo que ha suplantado la verdad por la interpretación para no caer postrado ante lo insoportable”, dice de ellos Ángel L. Prieto de Paula.
Dije haikus y haikus son los que agrupa el profesor y haijin Ricardo Virtanen (Madrid, 1964) en Nieve sobre nieve (El sastre de Apollinaire), un título que toma de Fujiwara No Teika. Es el tercer libro de este tipo de poemas de origen japonés que publica, tras La sed provocadora y Sol de hogueras. Son haikus clásicos, donde la naturaleza cobra la máxima importancia y casi todo el protagonismo. En la sección "Casi silencio", eso sí, se adelgazan aún más y tienen sólo dos versos y no tres, como suele ser habitual. A instancias mías, me comenta Virtanen que "no son haikus propiamente dichos", al modo tradicional, y precisa que "se trata de un invento mío, al menos en el haiku en castellano". "En japonés, añade, ha sido Taneda Santoka mi referente". Y sigue: "Recuerdo ese haiku magnífico: Moscas que sobreviven / Y guardan mi memoria. Es complejo así, a bote pronto, hablarte de cómo he llegado a esa depuración extrema, pero mi meditación sobre el haiku y sobre su esencialidad me ha llevado a experimentar en dos versos, debido a que el haiku de tres versos en definitiva conlleva un planteamiento / nudo / solución, en la mayoría de los casos. Al eliminar un verso suelo prescindir del planteamiento. O incluso del desenlace, o de una parte de ambos. (...) De esta manera dejo un poema mucho más abierto y esencial. Es el lector el que debe imaginar, lejos de mi imposición". No hace falta añadir que son una delicia de sensibilidad y lirismo.

4.8.17

Benidor

Sin eme final, sí, y no como el conocido emporio turístico levantino. Me refiero al ventorro que se levantó junto al charco del río Jerte que, desde principios de los años sesenta del siglo pasado, lleva ese nombre. Allí descubrió uno el verano y los baños, acaso lo mejor de esa temporada en la que priman el tedio y la indolencia. Hablo, claro está, de la infancia, verdadera patria del hombre, según Rilke. Y de esa edad, los veranos, donde acaso hayamos sido casi todos más felices. Veranos interminables, que duraban, a la manera de Bergson, más que todo el resto del año junto, ajenos a las obligaciones escolares y al clima adverso que acortaban sobremanera cualquier atisbo de dicha.
Eso fue antes de que aparecieran en escena las piscinas y el benemérito 600, al menos en mi casa. El que nos permitió veranear en playas del sur, como Punta Umbría (y sus malditos mosquitos) o del norte, como Villagarcía de Arosa (y sus estupendos mariscos). No era comparable coronar con el seína la Cuesta de la Media Fanega que las Portillas del Padornelo y de la Canda, pero algo une ese hecho épico: los mareos, cruz que desde temprano me ha acompañado cada vez que me he subido a un coche o a cualquier otro vehículo (incluido el tren) que conduzca otro.
Aunque a Benidor, fundado por un señor al que apodaban El Cordobés por su parecido con el torero del salto de la rana, subía un autocar los domingos, mis padres, mi hermano Fernando y yo íbamos en el Dos Caballos gris, versión furgoneta, de don Benedicto Izquierdo Conde, Bene, amigo y jefe de mi padre, al que éste llevaba alguna de las contabilidades de su pluriempleo. A la expedición hay que agregar a sus hijos (dos o tres, según) y, cómo no, la sandía, que recuerdo rodando por el suelo a lo largo del viaje. Como a la Nacional 110 Plasencia-Soria (Benidor está en el kilómetro 20) no le faltaban numerosas curvas y el coche tenía una suspensión, digamos, blandita, es fácil suponer en qué grado de descomposición llegaba uno al ameno paraje. Ni siquiera el descubrimiento del cancho de Napoleón (por el parecido, decían), invariable acertijo del enojoso camino, lograba evadirme de mi estado de postración a causa del revoltijo.
Al llegar, lo primero era ocupar la mesa (con forma de rueda de molino) donde pasaríamos el día, bajo un frondoso emparrado. Los habituales siempre iban a parar a los mismos sitios, que se respetaban, o eso supongo. Me parece estar viendo, sobre el mirador que da al charco, a la familia Bayle, pongo por caso, y justo debajo, durante horas y horas y sin protección, a mi madrina tomando el sol.
Domingueros de pro ―para los días laborables estaba La Trucha o La Isla―, nuestra jornada particular era tan previsible como la vida de entonces. Porque era un río, el fondo era de rollos. Para eso estaban las sandalias cangrejeras. Para no quemarnos, la Nivea. Y para no ahogarnos, flotadores. La vigilancia de los padres era intensiva y los baños, cortos.
Tras pasar por el bar para comprar el vino y la gaseosa, comíamos. No faltaba la ensaladilla rusa, el pisto de tomate, la tortilla de patatas, los filetes empanados y las croquetas de huevo, especialidad de mi madre. Y la bien rodada sandía, por supuesto, que antes había permanecido en el agua del río para que se refrescara.
Lo peor del día era la siesta. Con diferencia. Tres eternas horas de digestión minaban la paciencia de cualquiera. Tanto que, cuando ya era posible bañarse, las ganas eran pocas o ninguna, más si tenemos en cuenta que sobre el charco había caído ya la sombra. Matábamos en tiempo jugando. Y recogiendo moras de los zarzales que había en la carretera que subía a El Torno, por encima del significativo puente que domina el lugar y desde el que se tiraban los muchachos más atrevidos y algunos mozos del pueblo. Nos encantaba ver el charco desde lo alto (y a Carballo buceando con el pincho), entrar en la garita que aún se conservaba e imaginar nuestros saltos futuros.
Una merienda-cena cerraba la larga jornada veraniega. Al anochecer, con la fresca, recogíamos. A la altura del Regino (otro célebre ventorro de la época, en el kilómetro 15), ya había olvidado uno los buenos ratos pasados y se disponía a abordar con la debida resignación el resto del accidentado trayecto. En casa nos esperaba otra tórrida noche placentina. 

Nota: Este artículo inauguró la serie "Cerca de aquí. Estampas de estío", del diario HOY, el pasado 1 de agosto. El dibujo que lo ilustra es obra de mi primo Luis Ramón Valverde Lorenzo, profesor y arquitecto. 

2.8.17

Tres de El Cultural

Edición y prólogo de Clara Janés
Siruela, Madrid, 2016. 250 páginas. 

En plena vorágine vindicativa de la poesía femenina, resulta muy oportuno el rescate de esta antología de las primeras poetisas de nuestra lengua que editó hace treinta años Clara Janés, poeta imprescindible del panorama, estudiosa de la literatura escrita por mujeres (léase Guardar la casa y cerrar la boca) y una de las siete académicas de la RAE; un libro que ahora regresa con más poemas, un nuevo prefacio y mejor aspecto. Y ya que lo digo, la editorial podría haber elegido para la cubierta uno de los retratos de esas poetisas (motivo de una exposición comisariada por la propia Janés para la Biblioteca Nacional) en lugar de un bonito motivo francés.
“En nuestra tierra, la mujer escribía desde el momento en que se pasó del empleo del latín al romance”, afirma la editora. Partamos de ahí. Con todo, no fue fácil. María de Zayas se dirige a los hombres que les dan “por espadas ruecas y por libros almohadillas”, que “nos negáis armas y letras”. Más allá de momentos puntuales (el Japón de Shikibu, la Grecia de Safo, la Provenza del siglo X o el Al-Andalus de las poetisas árabes), todos anteriores a éste (que va del XV al XVII), la creación femenina ha seguido un camino complicado. “¡Somos mujeres! Pregunto: / ¿cómo seremos oídas?”, exclama sor María de San José, principal discípula de santa Teresa.
Cuarenta y tres son las poetisas que componen esta obra. De Florencia Pinar hasta Sor Juana Inés de la Cruz. Algunas son muy conocidas, como la que acabamos de mencionar, santa Teresa de Jesús, María de Zayas, sor Ana de Jesús (destinataria del Cántico espiritual) y Antonia de Nevares, hermana del último amor de Lope de Vega, padre de sor Marcela de San Félix, autora de “El jardín del convento”. La mayoría o son nobles o monjas, o ambas cosas a la vez. Y además del “Fénix de México”, hay en la muestra una lisboeta: Violante Do Ceo, una peruana: Amarilis, y una napolitana: Luisa Manrique. No pocas viajaron o residieron en el extranjero.
La edición prescinde de notas y está concebida para que el lector disfrute de lo que importa. Al final, eso sí, aparecen unas breves notas biográficas de las poetisas, donde comprobamos que algunas, como Cristobalina Fernández (autora de “Soneto a la batalla de Lepanto”), tuvieron vidas de novela.
No hace falta decir que estos versos participan de las mismas características que definen la muy estudiada lírica de los siglos áureos. Por lo dicho con anterioridad, Dios y la vida religiosa está en el centro de sus preocupaciones, sin obviar la veta mística y sufriente. Alienta en casi todas el deseo de morir para vivir de verás. El amor es otro asunto capital, ya sea humano o divino. Abundan también los poemas dedicados a reyes y santos.
La variedad formal es notable. Encontramos sonetos, octavas, romances, villancicos, letrillas, madrigales, sátiras, liras, décimas…
Más allá de las obras indiscutibles (la de la santa de Ávila, la novelística de María de Zayas o la magistral de sor Juana Inés de la Cruz, de la que se incluye completo Primero sueño), destacaría la “Epístola a Belardo”, de Amarilis; el soneto “Al marqués de San Felice”, de Euterpe o el primero de Leonor de la Cueva; los poemas de las extremeñas Luisa de Carvajal y Catalina Clara Ramírez de Guzmán; y el “Himno en desprecio del mundo”, de sor Hipólita de Jesús.
En un apéndice se da la canción que Cervantes dedicó a los éxtasis de la, entonces, beata Teresa y parte de los poemas de Lope a “Amarilis Indiana”. Como dije, un acierto.

Juan Cobos Wilkins
Fundación J. M. Lara/Vandalia. Sevilla, 2016. 104 páginas. 

Cobos Wilkins (Minas de Riotinto, 1957) antologó el grueso de su poesía en La imaginación pervertida y, tras una década, publicó Biografía impura y Para qué la poesía.
Aunque cree que ésta es incapaz de ofrecer respuesta a los problemas que acucian al ser humano, sólo ella puede de procurar ese refugio que le libre de la intemperie. Cae, “entre la pasión y la armonía”, y parece que nada ni nadie le sostiene. Sólo versos ante ese derrumbe.
En tono elegíaco, traspasado de ironía, el poeta canta (lo hímnico, paradójicamente, prevalece) su propia decadencia. “Sólo queda memoria del amor”, escribe. “Ni la pasión, la fe o la belleza, / tan fieles otro tiempo, persisten”.
Su manera de decir no desdeña cierto preciosismo barroco que ensalzan palabras e imágenes llamativas en un constante juego metafórico al que se suman comparaciones sorprendentes.
El poeta se dirige a un tú de estirpe cernudiana con él que establece una suerte de diálogo que flota en la melancolía. Allí, la soledad, “la vida ya en despiece” por culpa de las ausencias y las pérdidas. “Reconoces que vivir es deshabitarse”, leemos, “y recuerda / que todo cuanto ames lo amarás siempre solo”.
Alude a un “simulacro de existencia” donde “nunca se termina de morir”. 
La infancia como territorio feliz fija el anclaje al que sujetar esta deriva infligida por la edad y el paso del tiempo.
“¿Dónde estaba la vida?”, se pregunta el viajero, “sin equipaje siempre / y solitario”, que dice, como Graves, “adiós” a todo esto.

Alfonso Armada
Bartyleby Editores, Madrid, 2017. 80 páginas. 

Armada (Vigo, 1958), periodista, es autor de libros como Fracaso de Tánger y Los temporales.
De Cuaderno ruso dice que se trata de “un libro contra los sueños que acaban en pesadilla”. Que son “lecturas amargas de un aprendizaje de la realidad”. Confiesa que su interés por la URSS (habla de un “pasado remoto”) “fue siempre más literario que político”. Estamos ante un viaje (por el espacio y por el tiempo) y una historia de amor. Con “incrustaciones portuguesas”, cabe añadir.
“La amé por las esquinas / en los escondrijos cordiales”, escribe. Y, a pesar de que “Yo también soñé mi sueño ruso”, aquello acabó mal.
Al fondo, el asunto de la identidad: “No me siento orgulloso de mí mismo”. O: “¿Esto es lo que somos? / ¿Qué es entonces lo que fuimos?”. Y el narcisismo. Más allá, el remordimiento de alguien que desconoce la inocencia: “Al menos sé que mi culpa es muy corriente / entre la tropa común de los mortales”. Y la ideología: “No fui un buen homo soviéticus, / amé mi alma por encima de todas las cosas”.
A los paisajes del frío (Moscú, Voronezh, Leningrado…) y sus poetas (Pushkin, Ajmátova y sobre todo Brodsky, dedicatario del libro), se contraponen, ya se dijo, los atlánticos: Lisboa, Évora, Coimbra… “Ojalá fuera portugués”, leemos. Como Torga, al que evoca.
Escrito entre 1991 y 1996, hay algo de ajuste de cuentas en este libro nómada y áspero (“El infierno es uno mismo”) que cifra en mirar “nuestra miserable condición”.

Nota: Las reseñas de la antología de Clara Janés y de los libros de Juan Cobos Wilkins y Alfonso Armada se publicaron en El Cultural el pasado viernes, 28 de julio.

1.8.17

La Medalla

Cuando me lo contó Yolanda, mi mujer, hace unas horas, no daba crédito. Sí, ya se han concedido las Medallas de Extremadura de 2017 y no está entre ellas la solicitada por los cauces reglamentarios y a propuesta del Excelentísimo Ayuntamiento de la muy noble, muy leal y muy benéfica ciudad de Plasencia, un gesto que le honra, para el narrador y ensayista Gonzalo Hidalgo Bayal.
No tiene uno nada contra el Orfeón Cacereño, un equipo de fútbol femenino denominado Santa Teresa, el colegio San José de Villafranca de los Barros (por donde pasó Ferlosio y, cómo no, el presidente Vara) y la cooperante María Victoria López, directora de Medicus Mundi en la región. Entre otras cosas porque, salvo del colegio de los Jesuitas, nada sabía de su existencia hasta hoy, y eso que lleva uno viviendo aquí desde hace cincuenta y ocho años (el próximo día 8). Me duele, no lo niego, que se la den a un colegio privado (por antiguo que sea) y no a uno público, rural a ser posible, de esta tierra educativamente irredenta. Lo del fútbol... Más grave me parece que se le haya concedido el galardón a Pepe Extremadura. Con todo respeto (a la persona), me parece de chiste. Hay comparaciones odiosas, sí, e indignantes, como hace al caso. Bueno, la comparación es, en rigor, imposible. Iba a decir que esta Medalla al señor Extremadura jugaba en el terreno artístico, pero me he arrepentido al instante. Por lo mismo. ¿De qué arte hablamos? Ni musical ni literario, por mucho que este hombre haya musicado, o así, versos de Gabriel y Galán y de Chamizo. De vergüenza, sin duda. Ya sabíamos que el crédito de estas Medallas era escaso, ahora... También sé que GHB está tan tranquilo. Más que antes. Por lo del discursino y la corbata, mayormente. Qué necesidad tiene un escritor de su talla de un reconocimiento que tiene este bajísimo nivel de exigencia. Ninguno, a pesar de que uno fuera inocente instigador. Con lo que hubieran ganado añadiendo su nombre al palmarés. Y gratis. Ni para esto sirven ya nuestros incultos políticos, y eso que el dosier, me consta, elocuente y espléndido, contaba con el apoyo de autores de un prestigio y una categoría que para sí hubiera querido cualquier candidato. En fin, lo mismo un año de estos... Perdone el desahogo. A otra cosa.