Adam
Zagajewski
Traducción
de Xavier Farré
Acantilado,
Barcelona, 2017. 80 páginas.
La presentación en España de la obra del poeta polaco Adam
Zagajewski (1945) no vino de la mano de la poesía, sino de la prosa. De la excelente
prosa de un poeta, por cierto. Me refiero a En
la belleza ajena, una suerte de memorias de juventud. De quien se inicia en
la poesía. Un “ciego canto de amor a una ciudad y su tiempo”, según Ida Vitale.
Fue en 2003, lo tradujo Á. Díaz-Pintado y lo publicó Pre-Textos, que dos años
después, en versión de E. Bortkiewicz, incluía en su catálogo Poemas escogidos, con selección y
prólogo de M. López-Vega. Ya allí destacaba éste “el estigma del desarraigo” de
alguien que nació en Lvol o Lviv, ahora Ucrania, pasó su infancia en Gliwice
(Silesia) y acabó adoptando como suya la ciudad de Cracovia, protagonista del
citado diario. Allí volvió en 2002 tras un periplo que le llevó a París y
Houston. Desde ella viaja a numerosos sitios, como Chicago, de cuya universidad
es profesor.
Conviene recordar que Zagajewski es autor de una exigente
labor ensayística. Buena prueba de ello son los libros En defensa del fervor (donde, tras citar a Robert Lowell, se
declara partidario de “la literatura de lo concreto, de la pasión y de la
conversación” y demuestra que es un apasionado lector), Dos ciudades, Solidaridad y
soledad y Releer a Rilke. Los tres primeros
están traducidos por A. Rubió y J. Slawomirski y el último por J. Fernández de
Castro. Todos han aparecido en Acantilado.
Perteneciente a la Generación del 68 o de la Nueva Ola, sus primeros
poemas son políticos. Como en el caso de su paisana y amiga Szymborska (otro de
los hitos de una noble tradición lírica), pronto renegó de esos versos tempranos.
En español disponemos, también en Acantilado, de varios volúmenes poéticos; así,
Tierra de fuego, Deseo, Antenas y Mano invisible. Su traductor, Xavier
Farré, a quien debemos parte del prestigio que tiene el premio Princesa de
Asturias de las Letras, candidato al Nobel, entre los lectores de poesía de nuestro
país. Eso es algo que confirma Asimetría,
su nueva entrega (de la que se adelantaron en junio tres poemas en El Cultural) que Farré vierte de nuevo
con maestría a nuestro idioma. Los habituales no encontrarán muchas diferencias
con sus libros anteriores. Dueño de un estilo propio (elevado, pero en absoluto
retórico, “entre lo sublime y lo cotidiano”, según su traductor) y de una voz personal,
su tono sereno y la claridad siguen aportando todo lo que esta sobria poesía
necesita. A “la búsqueda del resplandor”, diría él.
“Hay un exceso de elegías, de memoria”, escribió en Deseo, y en Solidaridad y soledad: “para pensar hay que recordar”. La infancia,
por ejemplo (“devolvedme mi infancia”, “Ahora seguro que sabría / cómo ser
niño”). Y el “Viaje de Lviv a Silesia en el año 1945”, el primero de su vida
errante, cual judío (qué poeta no lo es). Y las calles Radiowa, en Gliwice, y
Karmelicka (la de Władzio), en Cracovia. Y el cine Grażyna y el olvido: “esférico
como una pelota, / dulce con las fresas, definitivo / como una sentencia” (ah,
las comparaciones, su recurso favorito). Y la adolescencia. En “Jungla” alude a
“un fantástico caos que después, / durante toda la vida uno intenta entender,
ordenar / en vano porque siempre falta tiempo”. Y su juventud en otra calle, la parisina
Armand Silvestre. Y el verano del 95 en el luminoso Mediterráneo provenzal
donde, según costumbre, lo amable se torna trágico. “La luz del sur es mi luz”,
indicó en Dos ciudades.
Y recuerda a su padre, tan presente siempre (ya asoma en el
primer poema y en “Conversación” y “Nocturno”: “padre escuchaba / un concierto
de Chopin”), y a su madre, que en este libro cobra un especial protagonismo. En
el precioso “Acerca de mi madre” (“no sabría decir nada”), “Studniówka” (de donde procede el título
del volumen), “Concurso” y el emocionante “Ensayo”. En un momento dado dice:
“Sólo ahora sabría hablar con mis padres, / pero no puedo escuchar sus
respuestas”.
Y no faltan las evocaciones de amigos. Y sus pérdidas:
“Ese día”, “Desconsuelo por la pérdida de un amigo”, un poema sin puntos en el
que se lee: “Mi amigo se esconde de mí / Mi amigo vive”. Y de otros
“desaparecidos”, como el filósofo Krzyś Michalski, los poetas Jerzy Hordyński (en
Roma) y Ósip Mandelshtam (en la prisión de Feodosia), el escritor Bertolt
Brecht, la abogada judía Ruth Buczyńska o el físico alemán Werner Heisenberg
(autor del principio de incertidumbre, central en
la teoría
cuántica), que visita en la Cracovia de 1943 al que fuera Gobernador
General de Polonia durante la ocupación nazi, Hans Frank (“Lo que es mudo / que
permanezca mudo”). O de familiares, como “El primo Hannes”, pastor en Zúrich. Sí,
la muerte sobrevuela Asimetría, otra
obsesión zagajewskiana. “Escribimos
poemas escuchando a los muertos, pero los escribimos para los vivos”, ha dicho.
Como el arte (“Valoramos el arte / porque quisiéramos saber
qué es nuestra vida”). La música. Donde encuentra “fuerza, debilidad y dolor”. Su
paisano Chopin, ya citado, Rajmáninov, Bach (“Chacona”, dedicado al editor
Vallcorba: “también nosotros soñamos / poder decir la verdad de nuestra propia
vida”). La pintura (Manet, Delacroix). La poesía, sujeto de reflexión, pues no
en vano es un culto poeta de las ideas. Y los poetas (“son presocráticos. No
entienden nada”) y los poemas (“Sabemos qué puede ser la gran poesía, un poema
/ escrito hace tres mil años o ayer mismo”, “por eso cada poema tiene que
hablar / de la totalidad del mundo”).
En “Maleta” reaparece el poeta viajero. El que deambula por
los aeropuertos. El que recorre amadas ciudades extranjeras: Venecia, Atenas, Chicago,
París... Y las “ciudades del Norte”, las del poema que abrocha este libro.
“Introvertidas”, como se declaró él mismo en Mano invisible. Las que “nos han encadenado”. Las de su amada
Europa, siendo Zagajewski paradigma del poeta europeo.
Se embosca entre estos versos, limpios y legibles, habitables,
la melancolía, esa “alegría disfrazada”, como dijo En defensa del fervor. Cierto humor: el gato en el gueto. “La
poesía es la alegría bajo la que se esconde la desesperación”, escribió en Antenas. Y el misterio, “al lado”, “en
un estado de eterna inseguridad estimulante”. Y la inevitable ironía. También
la anotación y el aforismo, como en “Cuaderno naranja”. Y el asunto de la
identidad: “Vivimos, pero no siempre sabemos qué significa”. Y, cómo no, la
historia.
“Lo que esperamos de la poesía es la poesía”, sostiene
Zagajewski, y eso es que lo encontrará aquí el lector. Lo desconocido envuelto
en lo conocido. Luz.
Nota: Esta reseña apareció publicada en El Cultural
el pasado viernes 20 de octubre, el mismo día en que el Rey hizo entrega al poeta polaco del Premio Princesa de Asturias de las Letras en el Teatro Campoamor de Oviedo.