30.7.21

Un poema


LEYENDO A XAVIER SEOANE

                       
                                               Todo es palabra
                                                              X. S.
 
1
 
Después de esta pandemia, del dolor
que ha causado en cada uno de nosotros,
de la angustia, el encierro y el silencio,
¿cómo cantan aún los mirlos en las ramas?
 
2
 
¿Dónde quedó el verano suspendido
en las remotas aguas de la infancia?
 
¿Dónde la juventud de nuestros padres,
antes de que llegáramos sus hijos?
 
¿Dónde estoy yo, en plena adolescencia,
en el funicular de Sant Jeroni?
 
¿Pero qué fue, qué fue de aquella edad?
 
3
 
Dice:
No hay razón para la esperanza.
La vida está perdida de antemano.
Y, sin embargo, todo aquello
que lleva al papel y justifica
su mirada ante el mundo,
donde cabe al completo el pensamiento,
la memoria transcrita en las palabras,
da fe de que eso es falso.
 
4
 
Rememora los viejos trasatlánticos
cuando arriban en el fondo del puerto,
con la eterna promesa de un viaje
sin destino posible y sin retorno.
 
Qué no daría –escribe–
por beber una taza de buen vino
en oscuras tabernas de puertos olvidados,
escuchando, entre el humo de las conversaciones,
las historias de los rudos marineros
de mi patria.
 
Salir a navegar le está vedado
a cualquier natural de tierra adentro.
No a soñar con el mar y con los barcos,
con la huida y, por fin, con el naufragio.
 
5
 
Me preguntas qué pienso de la patria.
Aunque no la ame, como Pacheco,
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.
Y como Espriu,
cansado estoy de mi
cobarde, vieja, tan salvaje tierra,
y cómo me gustaría alejarme de ella,
hacia el norte,
donde dicen que la gente es limpia
y noble, culta, rica, libre,
despierta y feliz.
Pero no,
nunca habré de seguir mi sueño
y me quedaré aquí hasta la muerte.
Pues también soy muy cobarde y salvaje
y quiero además con un
desesperado dolor
a esta mi pobre,
sucia, triste, desdichada patria.
Acaso la respuesta esté en tus versos:
Quizás la patria es solo ese cielo indefinido
pasando misterioso sobre el mar que atardece.
 
6
 
Tal vez todo el conflicto,
la solución final a tus problemas,
se resuelva en apenas una frase:
Pronuncia la palabra. Mira la claridad.
 
7
 
Soy un hombre
que pasea solitario entre la gente
con el paso veloz de los nerviosos.
Que prefiere la luz de la penumbra
a la blanca del ciego mediodía.
Que, aunque conversa,
defiende sus silencios.
Que le teme a la noche.
Que venera las montañas y ríos.
Y a los árboles y también a los pájaros
pese a no distinguir a ese que canta.
Que celebra vivir en su ciudad.
El que ama a una mujer
y tiene hijos.
El que ahora descansa
tras haber trabajado.

Ocupo humildemente mi lugar.

NOTA: Este poema, una lectura de la poesía del poeta gallego Xavier Seoane, se ha publicado en el número 64 de la revista SIBILA.

22.7.21

La web de Carnero


El poeta Guillermo Carnero estrena página web: https://www.guillermocarnero.com/

El diseño es obra de Carlos Turpin. Creo que ha quedado muy bien.

16.7.21

La poesía de Ángel Campos Pámpano

 

La veterana y acreditada revista Cuadernos Hispanoamericanos acaba de publicar un número doble 853-854, correspondiente a julio-agosto de 2021. Tiene una particularidad: es una suerte de homenaje al que ha sido estos últimos años su solvente director, Juan Malpartida, que se jubila. Lo explica en su artículo "Tiempo de adiós". 
Cuando me pidieron desde la redacción un texto para ese ejemplar extraordinario, pensé casi de inmediato en la poesía de mi amigo Ángel Campos Pámpano. Malpartida es, ante todo, poeta, y conoció bien al extremeño. Además, me debía una lectura de su poesía, la que en su momento (su muerte coincide con la publicación de su poesía completa) no pude escribir. El resultado se titula "Siquiera este refugio: la poesía de Ángel Campos Pámpano". 

13.7.21

Ignacio Vidal-Folch dixit

"Los diarios y las autobiografías son el género más ficcional y embustero de todos, y lo gracioso es que parezca que presentan al autor desnudo. Al contrario, cada autor de diario esculpe su propio retrato, lo más favorecedor que puede. Hay muchos modelos de diario, pero entre ellos hay dos grandes líneas: uno es el diario del que ha vivido acontecimientos excepcionales, como, por ejemplo, Jünger en Tempestades de acero. Pero, afortunadamente, no a todos nos es dado vivir la guerra de trincheras en la Primera Guerra Mundial. Si uno vive tiempos tranquilos y tiene una estrategia y una maestría literaria, puede hacer interesantes experiencias menos extremas. Ahora bien, la psique de los escritores es siempre bastante parecida, y su vida sedentaria parca en verdadero interés. Yo traduje uno de los dietarios mejores de la historia, que es el de Renard, el dietario del hombre moderno. En realidad, publiqué una antología. Me alegra que se vaya reeditando año tras año. Ahora bien, la vida de Renard fue muy poco interesante. Con decirte que envidiaba a Rostand y se trataba con Capus, el cual apenas existió…, pero su estrategia para el diario fue una inspiración. Él lo reescribía y reescribía; ofrece en cada entrada un rasgo de humor, una observación aguda o una descripción muy cuidada de una conversación. Quería hacer con las experiencias de su vida bastante monótona un artefacto literario fulgurante. Lo consiguió. Recuerdo agudezas como «Releerme es suicidarme» o «Tengo gustos de acróbata solitario. Me gusta darme la espalda a mí mismo». O «Si un día muero por una mujer, será de risa»". 
Ignacio Vidal-Folch conversa con Carmen de Eusebio en Cuadernos Hispanoamericanos

NOTA: La fotografía está tomada de ECD Confidencial Digital. 

9.7.21

Siles lee a Eliot

Empezaré por explicar que no pretendo escribir, en sentido estricto, una reseña de Un Eliot para españoles, el brillante ensayo del poeta y profesor (y crítico y traductor) Jaime Siles que ha publicado la editorial sevillana Athenaica en su serie Breviarios (que tanto me recuerdan a los del FCE, donde leí, por cierto, El joven T. S. Eliot, de Lyndall Gordon). Por una sencilla razón de la que soy muy consciente: mi incapacidad para hacerlo. No soy, como él, un poeta doctus que, según dijo Ernst Robert Curtius de Eliot, "conoce las lenguas, las literaturas, las técnicas" y "esmalta su obra con citas" y "reminiscencias de lecturas". Tampoco soy especialista en literatura comparada ni mi fervor por la obra del autor angloamericano, al que con tanta devoción he leído, da para tanto. (El lector interesado puede acercarse, por ejemplo, a la que el profesor malagueño Sebastián Gámez Millán ha publicado en Cuadernos Hipanoamericanos bajo el título "Eliot en traducción".)
El texto al que nos referimos está fechado entre el 1 de abril y el 29 de julio de 2020 (ya sabemos cómo pasó Siles el encierro pandémico) y en la Universidad de Valencia, de la que es profesor (casi emérito) tras una larga gira docente por universidades de medio mundo. 
Está escrito sin apenas puntos y aparte ni división por capítulos y editado en una caja ("espacio de la página lleno por la composición impresa", ya saben) demasiado angosta, lo que no deja de dificultar, a qué negarlo, la lectura. Las "Notas", 501 en total, van detrás y para ver los números resulta útil el uso de una lupa. Nada, sin embargo, impide disfrutar de esta fiesta del rigor y de la inteligencia que se despliega ante nuestros castigados ojos (uno tiene una edad y la tensión ocular alta) a la altura de esas mismas virtudes que caracterizan al autor y la obra objeto de análisis. A uno le recuerda esa leyenda del pintor japonés (o chino, no sé) que tras años y años dándole vueltas a un motivo de pronto lo ejecuta mediante un trazo genial. Muchas horas de paciente lectura son precisas para poder desplegar ante el lector esta mezcla de erudición y pensamiento que, además de acercarnos al núcleo de la obra del autor de The Wast Land y Four Quartets, dos obras maestras de la poesía universal, nos ofrecen una suerte de autobiografía lírica, en forma de poética oblicua, del propio Siles. 
Pocos libros recuerda uno tan subrayados como éste, leído -qué gusto y qué remedio- despaciosamente. Será porque, como indicaba Eliot, Siles logra "el primer requisito de un crítico" (con "método" o "estrategia"): "tener interés por el tema" y "habilidad para transmitir interés por él". 
Nos advierte que "este no es un libro sobre Eliot (...), sino un 'Eliot para españoles'. Pretende, nos dice en otra parte, "revisar el pensamiento poético y crítico de Eliot, y analizar en torno a él no sólo la crisis espiritual que lo produjo sino también la coherente constelación de formas e ideas con que se modeló, así como los ecos que todo ello tuvo y ha tenido en la poesía escrita en nuestra lengua". De ahí que aparezcan en escena, entre un considerable elenco de poetas y críticos ("todo creador es un crítico", afirmó Eliot), nombres españoles como Luis Cernuda o Jaime Gil de Biedma, muy cercanos a la poética eliotiana, que tan bien conocían. O Jordi Doce, mencionado en varias ocasiones, autor de La ciudad consciente. Ensayos sobre T.S. Eliot y W.H. Auden y traductor de su poesía. 
Más adelante Siles añade: "No es éste un ensayo únicamente literario, aunque lo sean el objeto y el campo de su aplicación: es también y, sobre todo, una reflexión sobre los problemas de la cultura de nuestro tiempo, en la que conceptos como 'tradición' o 'educación clásica' han perdido vigencia, siendo sustituidos por un conjunto de supuestos saberes de posible aplicación práctica, pero de demostrado declive civil e intelectual". Y: "Mi propósito no es oponer la alta y la baja cultura sino abogar por un buen entendimiento entre ambas, basado en la necesidad de que existan y mantengan sus evidentes diferencias, sin que ninguna intente derrocar o sustituir a la otra, sino que–como siempre en la historia literaria–, haya diálogo, conexiones y vasos comunicantes entre ellas, pues esa bien conllevada convivencia es la única forma de que puedan pervivir las dos".
Se centra en aspectos esenciales de la obra de este "clásico de la modernidad" que logró el Nobel y que se definía como "clásico en literatura, monárquico en política y anglo-católico en religión". Así, su aversión por el Romanticismo (opta por el Simbolismo): “La poesía no consiste en dar rienda suelta a las emociones sino en huir de la emoción; no es una expresión de la personalidad sino una huida de la personalidad”; las técnicas del correlato objetivo y del monólogo dramático; la influencia de Ezra Pound (decisivo a la hora de dar forma definitiva a La tierra baldía) o Jules Laforgue; sus teorías acerca del poema largo o extenso; la fe y la religión: el lenguaje conversacional, la lengua coloquial y el habla común de cada época (para Eliot cualquier "revolución poética" no deja de ser "una vuelta al habla común"); el verso libre y el verso blanco; su "obsesión por el verso dramático y la poesía como drama", lo que le lleva a escribir teatro: "El yo moderno es menos lírico que trágico precisamente porque es múltiple y coral", algo que acaso comprendió mejor que nadie Pessoa, que nació el mismo año que Eliot; la necesidad de que el poeta moderno pronuncie sus "palabras en voz baja"; el elogio de "la más poética de todas las disciplinas académicas": la Filología (algo suscrito aquí atrás por el joven poeta asturiano Rodrigo Olay, supongo que a sabiendas); la "comprensión" en poesía o, lo que es lo mismo, "la molesta cuestión de la oscuridad", que puede deberse a "causas personales" (que le impiden "expresarse de un modo que no sea oscuro") o a "la novedad", sin olvidar que lo que puede decirse "igualmente en prosa se dice mejor en prosa", una enseñanza que no suelen tener en cuenta muchos nuevos poetas; y, entre otros muchos temas, la función social de la poesía. “El poeta debe ser siervo del idioma y no dueño de él”, escribió.
Sin desdeñar, todo lo contrario, las múltiples lecciones que este exhaustivo análisis proporciona (una suerte de destilado interpretativo de sus libros de ensayo), uno destacaría las pormenorizadas, sagaces lecturas de sus dos libros poéticos mayores, del "curso alto" al "curso final" (según la "imagen fluvial" que usa Siles): The Wast Land y Four Quartets, un dechado de savoir faire crítico que desborda, por suerte, los límites del tópico comentario de texto, académico o no.
La guinda a este pastel ensayístico y poético la pone un repaso de "la receptividad que Eliot tuvo en dos de los mayores poetas de nuestra lengua, como Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda". Para el primero, "Eliot es un desarrollo natural de lo artificial, un artificial natural, como Whitman es un natural natural y Goethe un natural artificial". 
Leído lo leído, sólo queda decir una cosa: chapeau!, maestro.

5.7.21

La poesía completa de Pablo García Baena


Pablo García Baena
Edición de Rafael Inglada. Introducciones de Juan Lamillar y Francisco Ruiz Noguera.
Renacimiento y Editorial Universidad de Córdoba, Sevilla, 2021.
428 y 336 páginas. 30 y 25 €
 
Pablo García Baena (Córdoba, 1921-2018) fue uno de los fundadores del Grupo Cántico, una isla poética en la postguerra redescubierta por Guillermo Carnero.
Solitario, triste, tímido, callado y sonriente (dijo de sí mismo), vivió en su ciudad natal (“cuna y sepultura”) y en la Costa del Sol. De una parte, “la religiosidad, la familia, el recogimiento”; de otra, “lo sensual, lo exótico, lo pagano”, resume Rafael Inglada.
Fue reconocido con premios como el Príncipe de Asturias, Andalucía de las Letras y Reina Sofía, y nombrado Hijo Predilecto de Andalucía.
Dentro del proyecto de la Obra completa (que incluirá, además, su prosa y una cronología), se publica en el año del Centenario la preciosa edición definitiva (con cubiertas de Alfonso Meléndez) de su poesía. En dos volúmenes. El primero reúne los diez libros canónicos que publicó el poeta entre 1946 y 2006: Rumor oculto, Mientras cantan los pájaros, Antiguo muchacho, Junio, ÓleoAlmoneda (12 viejos sonetos de ocasión), Antes que el tiempo acabe, Gozos para la Navidad de Vicente Núñez, Fieles guirnaldas fugitivas y Los Campos Elíseos. El segundo, de 1938 a 2019, recoge muestras de su “prehistoria” (“adolescencia que es aprendizaje”): A Josefina, Escuadra, Por el mar de mi llanto, y de su “epílogo”, los póstumos Dos letanías y otros 14 poemas de ocasión, Al vuelo de una garza breve y Claroscuro (Últimos poemas), así como los anexos: adaptación del Cántico Espiritual, poemas musicados, sueltos publicados, inéditos y privados, además de cinco de Claroscuro, versiones y hasta unos versos sueltos.
Firma la modélica edición el citado Inglada, que justifica su trabajo en una “Nota a la poesía”. Las introducciones de cada volumen son, respectivamente, de Juan Lamillar y Francisco Ruiz Noguera. Las notas (363 en total) van al final de cada tomo para facilitar la lectura y no falta una amplia bibliografía y un índice de títulos y primeros versos.
El poeta calificó su obra de “breve y secreta”, lo que el tiempo ha terminado por desmentir. A pesar de que la mayor parte de sus libros aparecieron en colecciones de escasa difusión, su poesía ha sido ampliamente divulgada.
“Lenta y pausada”, como bien dice Inglada (“poeta sin premura” lo calificó Castilla del Pino), “su obra no cesó de fluir”, salvo durante una década en la que imperó el silencio (por entonces pasó del atlas al viaje y recorrió el Mediterráneo). “Mi obra –afirmó– es un solo libro como mis días son una sola vida”. Y: “La poesía no es más que un dietario riguroso y sincero”.
Barroca, sí, pero, por decirlo con Gaya, no de “lo que sobra”, sino de “todo aquello que no cabría en otra parte, pero ha de estar”. De ahí que defendiera “lo sencillo dicho de manera deslumbrante”, suntuosa; lo natural en un artesano “orfebre del idioma”. Con un “léxico lujoso”, esa “capa pluvial”, según él, que sobrepasa lo decorativo en busca de la palabra precisa, poco importa si rebuscada o arcaica.
Fue ante todo un poeta de la mirada, contemplativo y plástico: “Mi poesía es de las visuales, pictórica; todo lo que expreso lo he vivido o lo he visto”. Subrayó su “fondo real”.
¿Sus temas? Los libros (“Sala de lectura”), la religión (de liturgia, Semana Santa y Vírgenes), el amor (“Todo mi ser es un canto al amor”), la amistad (el segundo tomo lo evidencia), Córdoba (léase “La calle de Armas”), la naturaleza (campo, huertas, jardines…), el paso del tiempo y la muerte.
¿Sus maestros? De san Juan de la Cruz y Góngora a Juan Ramón Jiménez, el principal. Romántico y modernista (y, por eso, partidario del Simbolismo). De la estirpe de Bécquer, diría Fernando Ortiz.
Vuelve la poesía de este poeta vital, solitario y melancólico, de voz propia e inconfundible, del Sur, que confesaba padecer la inspiración. Hasta quienes huimos del preciosismo, el lujo y lo ornamental nos rendimos ante la exactitud de unos poemas donde esplende el castellano con serena belleza.

NOTA: Este reseña se ha publicado la pasada semana en EL CULTURAL

3.7.21

La poesía de Iván Bunin

Iván Alexéievich Bunin (Vorónezh, Rusia Central, 1870- París, Francia, 1953). Nació en una familia de nobles propietarios rurales arruinados (con antecedentes literarios) y vivió sus primeros años en una hacienda de Yeletsk, “tierras de Rusia central contiguas a la estepa”. “Pasé en el campo casi toda mi infancia y primera adolescencia”, cuenta él mismo. En 1889 abandona la casa paterna y se muda a la ciudad de Oryol, donde conoce a su primer amor, que termina casándose con otro, asunto que inspira su novela La vida de Arseniev. Viaja a San Petersburgo y Moscú, donde conoce a los escritores del momento: Tolstoi, Chejov, Gorky...
En 1898 se casa con Anna Tsakini, de 19 años. Dos años más tarde la deja. Ella está embarazada de su único hijo, Nikolai, que muere de meningitis en 1905.
“Comencé a escribir pronto”, confiesa. Su primera colección de poemas, Listopad, apareció en 1901. Recibió el Premio Pushkin de la Academia Rusa de las Ciencias (de la que sería elegido miembro de honor) más de una vez; una de ellas por sus traducciones de poetas estadounidenses e ingleses (Longfellow, Byron y Tennyson, entre otros).
En 1906 conoce a Vera Muromtseva, su segunda y última mujer, con la que se casa, tras conseguir el divorcio, en 1922.
Antes de la Gran Guerra, en la primera década del siglo, viajó con ella por el sur de Rusia, la Europa mediterránea, los Balcanes, el norte de África y Oriente Medio. Como el poeta persa Saadi, por el “afán de contemplar en su totalidad la faz de la tierra y de dejar en ella la impronta de mi alma”, dijo. Poema di un viaggiatore se titula un libro publicado recientemente en Italia que recoge prosas y poemas sobre ese viaje.
En 1917 triunfa la Revolución. Huye con su mujer a Odessa. En mayo de 1919, “tras haber apurado un cáliz de sufrimientos morales realmente inenarrables, emigré del país”. Después de pasar por Bulgaria y Serbia, se estableció en París. Ese largo viaje le dio para escribir Días malditos (Un diario de la Revolución), basado en las notas que tomó sobre los acontecimientos de los años 1918 y 19 en Moscú y Odessa; “uno de los análisis, además en directo, de la Revolución, de sus desmanes y consecuencias, más certeros, sin aspavientos, que he leído”, según el poeta y crítico Fermín Herrero.
En 1933 se convirtió en el primer ruso que ganaba el Premio Nobel de Literatura.
En español se han publicado, entre otras, Obras escogidas (Aguilar, 1957 y 1965), Cuando la vida empieza (Caralt Editores, 1955 y Orbis, 1984), Una aldea (Planeta, 1973), El primer amor; En el campo (Espasa, 1974 y Altaya, 1996), Cuando la vida empieza (Orbis, 1993), Días malditos (Acantilado, 2007), El amor de Mitia y otros relatos (Pre-Textos, 2003, en edición de José Muñoz Millanes)y Relatos de alamedas oscuras (Caparrós Editores, 2003).
En la nota editorial de El amor de Mitia, leemos: “a Bunin le pasó lo que a la mucho más joven Nina Berberova: como su imagen no se ajustaba a la del escritor experimental o políticamente radical en boga durante la primera mitad del siglo XX, permanecieron mucho tiempo en la penumbra de la emigración sin ser apenas traducidos, en compañía de otros valiosos autores rusos. Bien es verdad que la condición de premio Nobel de Bunin ha impulsado esporádicos esfuerzos por dar a conocer su obra en otras lenguas”.
Aunque debe su fama internacional y su prestigio literario a los libros en prosa, Bunin, sí, fue poeta. Que tengamos noticia, es la primera vez que se publica un libro con sus versos en español. La primicia es de la salmantina Sígueme, una secreta pero acreditada editorial religiosa (abierta, sin anteojeras) cuyo catálogo (que incluye algo más que Teología) se debería frecuentar. Por su calidad, sencillamente. Es la segunda vez que se atreven con la poesía. El antecedente fue, nada menos, la obra del portugués Daniel Faria, todo un acontecimiento para los avisados lectores españoles, del que han publicado tres libros: Explicación de los árboles y de otros animales (2014), Hombres que son como lugares mal situados (2016) y De los líquidos (2017), en traducción del diplomático extremeño Luis María Marina. Llega ahora Poemas, de Bunin, lo que confirma, tras lo leído, el buen criterio.
En edición bilingüe, la traducción al español es de Manuel Abella Martínez, que ha vertido a nuestro idioma obras de Arendt, Brentano, Jung, Otto, Sjöwall, Soloviov, etc. Merece la pena destacar el cuidado del volumen, en tapa dura, sobrio, bien cosido y elegante que lleva en la cubierta y las guardas un sugerente paisaje de un prado cubierto de nieve pintado por Isaak I. Levitán.
En lugar de prólogo, se incluyen un par de notas autobiográficas, fechadas, respectivamente, en 1921 y 1934. Ambas en París.
Los poemas van fechados y el orden es cronológico. Desde 1888 a 1952.
Se le da mucha importancia a las primeras líneas de una novela. En el caso de los poemas, se suelen ponderar los finales; cuanto más redondos, mejor. Sin embargo, que el primer poema de un libro de poesía empiece: “Amaba yo en la infancia la penumbra del templo / cuando, al atardecer, / se llenaba de luz resplandeciente / ante la muchedumbre que rezaba” es, además de motivo de alegría, la primera pista fiable de que lo por venir. Cuando menos, promete. Nos da también para pensar que, sin saber nada de ruso, el traductor  parece saber lo que se hace: uno tiene delante de los ojos buena poesía en castellano.
“En la estepa”, segundo poema de la muestra, leemos: “Pero yo amo, / aves peregrinas, / estos campos. Sus míseras aldeas/ son mi terruño; he regresado a ellas / cansado ya de viajes solitarios / y siento su hermosura desolada / y me complace su belleza triste”.
Este sentimiento, el de la tristeza (“¿Dónde te escondiste, dorada alegría?”), será una constante en Bunin por más que aluda a que “el mundo es bello en todos sus rincones” o que “la aceptación es mi destino”. Sabe que “la vida vivida no regresará”, y esa será la fuente principal de su melancolía.
Estamos ante un solitario contemplativo. Un poeta de la mirada. Sus descripciones de la naturaleza son precisas, de una minuciosidad que no cansa porque está hecha de detalles significativos que buscan siempre trasladar al lector un estado del alma. Del alma rusa, acaso, a lo que él aspiró.
Su paisaje fundamental es la estepa, el lugar de su infancia: “miro la estepa, de este a oeste, / en la traslúcida distancia”. Como buen viajero y, por eso, cosmopolita, no renegó de otros, como los marítimos, por ejemplo. “A menudo recuerdo los otoños / del sur” (que evoca los veranos que pasó a orillas del Mar Negro).
Bunin será para algunos, y en el mejor sentido, un poeta menor. Porque escribe en sordina, en un tono susurrante y confidencial. Con sencillez. Léase “En una ciudad vieja”, un poema que podría haber escrito cualquier poeta español del 900. Machado, pongo por caso. Como “Cedro”: “Amo este mundo”. “Yo adoro esta tristeza en primavera”.
Los Alpes están presentes en varias composiciones (una con ese título): “En un lago” o “Día de invierno en el Oberland”, que representa bien su lado romántico (en el sentido literario).
Por más que se ejercite en el poema breve, de pronto nos sorprende con otros más extensos, como “Abandono”, donde aborda un asunto obsesivo: el “de la casa ancestral en que nací”. Como ocurre en “Desde el jardín, cruzando cortinas polvorientas…” o “Por primera vez”. Una tragedia de la nunca se repuso. Una vuelta que me recuerda, salvadas todas las distancias, al primer libro de Brines.
Allí leemos: “Acaso es hora de que el campo cambie / de dueño en estos pagos, a nosotros / se nos hace imposible aquí la vida. / Aquí todos vivimos con tristeza y zozobra / y toca hacer liquidación final”. Y más adelante: “Yo amaba el fin de los otoños rusos”, que es un bonito endecasílabo. La casa, al cabo, le “susurra”: “Sin los señores, todo es tan tedioso”.
En “Ruinas” aflora otro tema central, de estirpe también romántica: “Hay tanta calma en estas viejas ruinas”. Como lo es el jardín, símbolo recurrente, este con matices modernistas.
Lo bíblico está presente en “Sansón”, “En la ruta de Hebrón…”, “Huida a Egipto”, “Jacob iba a Harán…”, etc. Y el Corán en “Abrahán”. En “Alejandro en Egipto”, un poema más religioso que histórico, dice: “El Dios, que aún está lejos, / llegará, y será amigo de oscuros pescadores”.
Hicimos alusión antes al mar. El “mar abierto”, que “trae otra vez a la memoria / eso olvidado para siempre”.
En “Estambul” (Zargrado para los rusos) emerge el Bunin viajero. Como en “Enorme y viejo, un rojo paquebote…” y “Llamada”: “Como viejos marinos que viven retirados, / sueñan siempre, de noche, con la extensión azul / y obenques movedizos y aseguran oír / la llamada del mar en horas de tristeza”. Sus recuerdos, añade, “me incitan  a más viajes, a nuevas singladuras”.
“Bosque en la montaña” nos traslada a Grecia. Termina: “Busco una senda al templo de mis padres”.
En “Luz en el mástil”, con un precioso arranque leopardiano, escribe: “Es dulce y triste contemplar de noche / la luz de tope, sobre el mar en sombra, / de un barco que se aleja en la distancia”.
En “Ayo” regresa de nuevo a los viejos tiempos aristocráticos de su infancia. Así se titula precisamente otro poema donde recuerda un día caluroso y un “pino torcido” al que trepaba. “Sólo recuerdo mi infancia: / todo lo otro no es mío”.
La intensidad de “Abiertas las ventanas…” tiene un toque oriental.
“También el ser humano se atormenta / recordando otro tiempo, otras regiones”, leemos en “Un perro”, que concluye: “soy hombre y, como Dios, llevo en mi sino / compadecer cualquier melancolía”.
En “Abedul”, otro delicado poema, leemos este alejandrino aliterado: “al abedul aislado le es liviano el destino”.
La memoria, otra de las claves de esta poética, brilla en “Atardecer”: “Sólo sabemos descubrir la dicha / en el recuerdo”. Y sigue: “¡Y vive en todas partes!”. El verso final reza: “Veo, oigo y soy feliz. En mí está todo”. Ese “mundo” –leemos en “Cigarras nocturnas”– que “incita / a embriagarse de sueño, amar, crear”.
Una nota al pie de “Pozo” me sirve para indicar que son muy pocas las que figuran al pie de algunos poemas, pero todas concretas y necesarias.
“Soledad” es uno de sus poemas, digamos, narrativos, casi relatos condensados.
En “Incensario” viaja a Sicilia, una experiencia que le sirve para escribir otro poema: “Siroco”: “Dios se ha fundido al mundo / y lo arrastra a algún sito en furioso arrebato”.
En los últimos poemas (sólo hay uno posterior a 1923) habla de su país tras el triunfo de la Revolución. En “La casa en ruinas…” leemos: “Campan por Rusia los rabiosos, / la arrasarán, como los tártaros. / Pero, y ahora, ¿quién nos salva? / Y si no hay Dios, ¿quién los castiga?”. De lo mismo trata “Año diecisiete”.
“En la Perspectiva Nevski”, Bunin evoca su primera visita a la mítica ciudad de San Petersburgo (de la que en otro sitio había dicho: “Todo es grato, todo es nuevo: / el aroma del café, / las lámparas, las alfombras / y el periódico frío y húmedo”). Termina: “Yo era entonces, solitario, indolente / y había llegado a un mundo grande, extraño, difícil… / Pero nunca en la vida he podido olvidar / esa noche sin techo y sin abrigo”.  
Y ya que de rememorar hablamos, estos versos: “Qué dicha misteriosa / ir pisando el pasado”.
La desolación impregna también los poemas de finales de los años diez y primeros veinte. Como cuando escribe: “¡Qué amargo fue a mi joven corazón / tener que abandonar los campos de mi padre, / dejar atrás la casa en que nací!”. A este tiempo feliz se refiere “Año 1885”: “Era entonces abril y la vida era leve”.
 “Venecia”, no obstante, celebra el “regocijo / porque la vida es siempre nueva, / alegre el sueño del pasado”.
Emotivo resulta “Hija”, donde sueña con la que no tuvo.
En el poema final, que escribe un año antes de su muerte, leemos: “Nadie más bajo la luna, / sólo Dios y yo. / Nadie más que Él conoce mi pena mortal, / esa      que escondo a todos”.
Termino citando “En los montes”, que empieza: “La poesía es oscura. No se expresa en palabras”. Y más adelante: “No está la poesía en eso que la gente / llama así, poesía. Está oculta en mi herencia. / Cuanto  más rica es ella, más poeta soy yo”. Nada que añadir.
 
POEMAS
Iván Bunin
Traducción de Manuel Abella Martínez
Sígueme, Salamanca, 2021. 240 páginas. 18,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO.