26.9.20

Memorias de La Raya

Simón Viola (La Codosera, Badajoz, 1955), doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Extremadura, es uno de los más conspicuos estudiosos de la literatura escrita por extremeños y, hasta su reciente jubilación, profesor del Colegio Claret de Don Benito. Desde 2002, codirige el Aula Literaria Guadiana (de la Asociación de Escritores Extremeños) y fue coordinador durante años de un taller de escritura. Desde 2009, mantiene un blog: Notas al margen. Es autor, entre otros, de los libros: Medio siglo de literatura en Extremadura, La narración corta en Extremadura. Siglos XIX  y XX, Ficciones. La narración corta en Extremadura a finales de siglo, Cuentos extremeños de la generación de fin de siglo, Literatura en Extremadura. 1984-2009. Vol. II. Narrativa y Periferias. Ensayos sobre literatura extremeña del siglo XXTambién ha editado obras de Reyes Huertas, Francisco Valdés, Manuel Monterrey, Felipe Trigo, López Prudencio o Santiago Castelo.
Nos sorprende ahora con un libro de creación, Fronteras, muy bien editado por el Departamento de Publicaciones de la Diputación de Badajoz que dirige la sin par Antonieta Benítez. 
Tras cuatro epígrafes bien elegidos (de Hesiodo, Cercas, Peixoto y Landero), nos explica en la "Nota del autor" que el volumen no sólo reúne textos suyos, sino que incorpora páginas (no demasiadas, a veces sólo párrafos) de su padre, su madre y su hermana. No obstante, la unidad de tono está del todo conseguida. La voz predominante es una y en ella estriba uno de los principales valores del libro. 
Estas memorias, que no quiere que sean ni una elegía ni un homenaje, sólo "el pago de una deuda tal vez, el voluntarioso recuerdo de una vida y un mundo atractivos por su belleza intrínseca pero también por su caducidad", recrean, sí, con una intensidad y una precisión dignas de elogio, la dura existencia de sus antepasados: los campesinos extremeños de los que Viola desciende, que vivieron durante el siglo pasado en la frontera más antigua del mundo, La Raya, esa línea imaginaria que nunca fue capaz de separar a los españoles del lado de acá y a los portugueses del de allá, entre otras razones porque eran, más allá de los oficiales documentos de identidad, tanto lo uno como lo otro. Incluso en su lengua, mezcla del castellano y del portugués, como se puede constatar en este libro. Explica el muy citado Marc Badal (el de Vidas a la intemperie) que "somos los descendientes del campesinado. En sentido figurado y literal. Provenimos de un mundo que no hemos conocido y serán otros quienes nos cuenten cómo era. Los campesinos no pueden hacerlo. Han desaparecido y nunca escribieron su historia. Vivimos en el mundo que crearon. No podemos dar un solo paso sin pisar el resultado de su trabajo. Tampoco abrir los ojos sin ver el trazo de su huella. Una obra que es todo lo que nos rodea. Todo aquello que pensamos que es tan nuestro por el hecho de estar ahí. De toda la vida". Antes de que sea demasiado tarde, alguien debería fijar esas vivencias. Porque olvidamos. Porque tarde o temprano, si no lo han hecho ya, van a desaparecer. Ese es el noble empeño de este arraiano de corazón. Con todo, lo más llamativo no es tanto lo que cuenta (y con qué landeriano jeito, ese "dar lo máximo de uno mismo en lo mínimo que hace"), con ser de inestimable interés (más para urbanitas como uno), sino cómo está escrito. Desconocía esta virtud del autor al que, sin embargo, tanto hemos leído en su faceta crítica. Que nadie se llame a engaño, esto es literatura. Más que un simple ejercicio memorístico de un aficionado con pretensiones o el producto de un espabilado que quiere aprovechar la moda de la España vacía.  
Me resulta peculiar el uso de la tercera persona para relatar su testimonio. Le distancia de los hechos, es cierto, por más que la verosimilitud se imponga. Se nota a las claras que es más que un mero testigo. 
Con la imprevista muerte del padre comienza la narración. Se puede decir que es el verdadero protagonista de cuanto sucede, y ocurren muchas cosas. Viene después la minuciosa descripción del territorio en el que se desarrolla el relato. Porque "los campesinos no poseen -según Badal- una conciencia estética de la naturaleza". Porque "no veían el paisaje". En el centro, Valdecerillos, la finca de los primeros años del autor y ahora de su propiedad. Y al lado, Alburquerque. Y La Codosera, por supuesto. Más adelante, a la busca de una vida mejor, la familia se irá a vivir a La Roca de la Sierra. En esas tierras apartadas, lejos de todo, en medio de ninguna parte, un mundo. Con sus nacimientos, bodas, bailes, cantos, labores... Con abuelos, padres, madres, hermanos, tíos y primos, paisanos... Y el contrabando y los guardinhas y los guardias civiles. Las faenas agrícolas y las ganaderas. Y la caza. Las leyendas, las supersticiones, las curanderas... Los árboles (léase el capítulo "Los olivos), los pájaros y otros animales (los perros, sobre todo), las plantas... Los trabajos y los días, en suma.
También, entre personajes y anécdotas, entre la realidad y la magia, entre recuerdos y olvidos, la vida de un muchacho que se vio obligado a estudiar en un internado emeritense y que terminó el bachillerato en Badajoz. El hijo de unos padres (desde el 60 y ya en un pueblo, tenderos, aunque nunca abandonaran del todo las ocupaciones del campo) empeñados en que la dura supervivencia de alguien llamado a ser campesino trocara en algo distinto. 
"Fronteras" se titula un capítulo esencial del libro en el que un judío bautizado, o marrano, huye con los suyos desde Alburquerque a Portalegre, "cruzando con ello dos fronteras, una geográfica y otra religiosa". Ese ha sido nuestro sino. 
"Imágenes" es el capítulo final que termina con unas palabras de Moreno Villa sobre otro paisano, Díez-Canedo, que Viola emplea para definir a su propio padre: "Fue jovial, animoso y poeta, jugó limpio, vivió en impecable lealtad y ponderación, no dejó un solo enemigo". Qué orgulloso estaría de su hijo si hubiera podido leer este libro tan áspero como delicioso. Sin duda, en él vive.

24.9.20

Dos de Asturias

Hijos de la bonanza
Rocío Acebal Doval
Hiperión, Madrid, 2020. 70 páginas.
 
No es la primera vez que una mujer joven consigue el veterano premio Hiperión. Veinte años tenía Luisa Castro cuando lo ganó en su primera convocatoria, hace tres décadas y media, y uno menos la desaparecida Carmen Jodrá con Las moras agraces.
A diferencia de lo que ocurrió en su ópera prima, Memorias del mar (2016), una intensa historia de amor lésbico, aquí la firmeza prevalece. La dicción de Acebal (Oviedo, 1997), clásica, rítmica y endecasilábica, es aún más clara, como la línea de su principal mentor: Luis Alberto de Cuenca. La misma que secundan poetas asturianos como ella: Olay, Núñez…
De las tres partes que componen la obra, la primera me parece la más lograda. Como en otras poetas de su edad, el feminismo es asunto central. La condición femenina y la de pertenecer a una generación condenada a la crisis permanente (“la heroicidad es patria de los jóvenes”) y la revolución imposible (“Nuestra revolución: / estupidez con buenas intenciones”), marca el tenor de los poemas que no dejan de volver a la ochentera noción de “desencanto”. Al estado del malestar. A la política. Ella, “náufraga del progreso”, nacida “un instante / antes de la tormenta”, como otras compañeras “pequeño-burguesas” de viaje, sabe que, al cabo, “podremos resistir”. Entre contratos de prácticas, mudanzas y países. No es extraño que tenga “aversión a la palabra patria”, si bien aspire, paradójicamente, a una. A “un hogar”. La ironía es ley en esta poesía.
A coser, a las raíces, a “tiempos más simples” (de mujeres dominadas) le dedica poemas conseguidos, tal “No quiero tener hijas”. “La retirada” cierra un primer capítulo, ya se dijo, bien hilvanado.
La segunda parte, más sarcástica y divertida, reúne un puñado de versos que tienen a los alrededores de la poesía como tema: la crítica, la carrera literaria, los premios, las tertulias “de santones”, las entrevistas… “Arte poética”, el poema que la cierra, es sin duda certero. “¿Escribir un poema? Eso es la parte fácil”.
El amor es el eje de la última sección, acaso la más previsible. Amores recordados, perdidos, desamados, a distancia… Destacaría “Noche de ronda”.
Este libro sencillo y hasta complaciente, escrito con palabras (“No tengo nada más: la inútil vocación / de pensar y explicar lo que he pensado”), confirmaría el augurio de García Martín (protagonista de un poema): sí, Rocío Acebal ha entrado “con pie firme en el país de la literatura”.


Saltar la hoguera
Rodrigo Olay
Hiperión, Madrid, 2019. 74 páginas. 
 
Este es el tercer libro del asturiano (Noreña, 1989), premio “Jaén”. Con el primero, Cerrar los ojos para verte, ganó hace diez años el Asturias Joven y el segundo, La víspera, apareció en 2014. Al reseñarlo, dije: “Intuye uno que el tercero será, cómo no, otro libro”. No me equivocaba. Este poeta precoz pero debidamente leído y maduro, que bien podría formar parte de esa docta tradición tan española de los “poetas profesores”, mantiene un intenso equilibrio entre clasicismo, en su más amplio espectro, y novedad. Entiendo por tal su afán por dotar al lenguaje de la fuerza necesaria para afrontar el reto que la poesía exige, no un mero decir más. Por eso su virtuosismo, la variedad de uso de las distintas formas poéticas (del soneto al haiku), la sintaxis (un punto barroca: “en qué dónde la muerte va a clavársete”), la rima y la métrica (donde el encabalgamiento juega un papel fundamental), la intertextualidad y las constantes referencias a la literatura, se ponen a favor de un modo de decir que no deja de ser actual, claro y preciso. Con voluntad de estilo. Un juego serio. De su voz “desnuda y diáfana” habla Carlos Iglesias Díez en la contracubierta.
No oculta Olay, nunca lo ha hecho, sus débitos, que son al cabo homenajes. El ajedrez y Borges, por ejemplo. También podríamos nombrar, de los contemporáneos, a De Cuenca, D’Ors, Siles, González Iglesias y, sobre todo, a Juaristi, sin olvidar a Gil de Biedma.
Por lo demás, lo que narran los poemas de Olay tiene que ver con su vida (es un poeta autobiográfico: “Nada sabe de versos quien no fuera / capaz de desnudarse en el papel”) y con una sensible educación de la mirada. El niño de “2º B”, el muchacho del verano (“cuánto corre el pasado”), el hijo de “Rodrigo y Jovita” o el hermano de “Ángel y Martín”. Y el nieto (“mi abuela, a quien he echado / más de menos que a nadie nunca”). El viajero: Belfast, Burdeos, Ginebra, Mérida... El enamorado: “lo tengo todo: tú”. El lector y estudioso, como en “Desiderata” o “De vita philologica”: “diestros / en lo que ya no importa”, “como el don de sentirnos humanistas”. El de la “alegría de leer”.
No falta el dolor por “la situación incierta de la patria”, tan común ahora: “Rotos timón y quilla, ya el naufragio, / Meléndez, Moratín, Machado: / España”.

Nota: Las reseñas de los libros de Acebal y Olay se publicaron en El Cultural la pasada semana. 
Los títulos de las reseñas que aparecen en la página web no son míos. Con todo respeto, prefiero mantener los del libro en cuestión, sin más, como ocurre en el suplemento impreso en papel. 

22.9.20

Jubilación

Incordiantes razones que no vienen al caso me impidieron, como tenía pensado, escribir algo a propósito de mi jubilación, lo que sí hizo en su muro de Facebook Carlos Medrano, un detalle fraterno que le agradezco. Mi intención era haberlo publicarlo el día 1, como hizo mi amigo, el primero de esta nueva realidad, pero, ya digo, no pudo ser. Jubilarse es, aunque ordinario, uno de esos hechos decisivos, o eso dicen, en la vida de cualquiera. De cualquiera que haya trabajado algunos años y sobreviva para poder hacerlo. Han sido cuarenta cotizados, para ser exactos, de ellos treinta y cinco en la administración pública. Primero como maestro nacional, así se llamaba cuando ingresé por oposición en el Cuerpo; luego, como profesor de EGB y, por fin, como maestro de Primaria. De funcionario del Estado (un término que detesto cada día más, ensuciado por unos y por otros) a funcionario (transferido) de la Junta de Extremadura. Cosas de la descosida España autonómica. 
A pesar de reunir las condiciones necesarias para retirarme, quería seguir en la escuela. Ya lo hice el curso pasado, cuando los plazos se habían cumplido a mi favor. Me gustaba mi trabajo, el horario era llevadero, los muchachinos eran cómplices necesarios y tenía unos compañeros excelentes. Ah, y tenía el colegio a cuatro pasos de casa. Pero llegó el coronavirus y la pandemia y el teletrabajo y las videoconferencias y el infame papeleo burocrático y mis expectativas cambiaron radicalmente. Así no, me dije. Por respeto a mis alumnos y a mí mismo. Esa presunta normalidad servirá para otras profesiones y otras tareas, pero no para la de enseñante. De niños, matizo. 
Al fondo, crecía la amenaza de cambios en la ley. Ante la duda...
Reconozco que mi educación católica (y el pequeño moralista que, a su pesar, uno lleva dentro) me hace sentir culpable por no estar a las duras junto a mis compañeros en esta anómala y hasta peligrosa situación. No puedo evitarlo. Tampoco puedo ocultar que me siento aliviado, y no sólo por mi hipocondría. A mis antiguos compañeros les deseo lo mejor. Salud, sobre todo. Y santa paciencia. Profesionalidad y valía les sobra. Los muchachinos saldrán adelante, seguro. 
Por lo demás, a diferencia de otros, metódico y rutinario como soy, carezco de planes de futuro. He vivido siempre sin ellos. Ni en lo personal (por seguir con los tópicos jubilares, esto no ha empezado demasiado bien) ni en lo literario. La poesía, a diferencia de la prosa, es muy suya y sopla cuando quiere y le viene en gana, poco importa que tengas o no tiempo. La crítica es otra cosa, por más que me haya impuesto la máxima contención. Está uno muy cansado de leer para escribir acerca de lo leído, la verdad. Una cosa es leer lápiz en mano, una judía costumbre, y otra tomando notas para la reseña posterior, lo que no deja de ser un tanto enojoso. De las pilas de libros que aguardan, mejor no hablo, aunque si de algo no reniego en esta nueva vida, y en cualquiera, es de la lectura.
Me gustaría viajar, pandemia mediante, como a cualquier pensionista que se precie, pero me temo que lo del Inserso ya no funciona. En la liga del Cervantes (viajes para escritores) se puede afirmar que nunca he jugado. Espero, en fin, seguir con los paseos, que no dejan de ser pequeñas excursiones asequibles y provincianas. Sí, día a día. Paso a paso. Mañana... 

Nota: La fotografía es de Javier Juanals Castro, mi antiguo director, y está realizada en un aula del colegio Alfonso VIII de Plasencia. 

19.9.20

Una gramática del dolor

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Tras residir en distintas localidades castellanas y leonesas como profesor de instituto, se jubiló en León, ciudad donde vive y en la que ejerció sus últimos años de docencia.
Poeta ante todo, ha publicado dos novelas: Calle Feria (Premio Ciudad de Salamanca) y Años de mayor cuantía (Premio Tigre Juan de Narrativa y Premio de la Crítica de Castilla y León), algunos ensayos (como Dos poetas de la generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente, con José M. Diego), ediciones críticas y antologías (como una de poemas de Antonio Gamoneda para Alianza Editorial), así como distintos libros de reflexiones y notas, una suerte de diarios que por sus características, personalidad y alcance no tiene parangón en nuestras letras. Para qué sirven los charcosLos pormenores y La vida mitigada quedaron reunidos en El murmullo del mundo, unas prosas que completan y complementan su labor poética. En la actualidad, publica sus “anotaciones” en la revista El Cuaderno bajo el título Los cuadernos pálidos; fragmentos de un libro futuro.
Tras publicar Amenaza en la fiestaLa secreta labor de cinco inviernosVida del topoEn familiaEl que desordena Pérdida del ahí, ha dado a la imprenta Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016), con introducción de Álvaro Acebes Arias, una obra a la que se suma la plaquette Ciudadanía.
Compañero de estudios salmantinos de los poetas Ángel Campos Pámpano y Luis Javier Moreno, es como ellos un poeta sin grupo, por más que algunos le vinculen al de Valladolid (el de Miguel Casado, Olvido García Valdés, Miguel Suárez, etc.). Por edad pertenece a la Generación de los 80 o de la Democracia, como reconoció Ángel Luis Prieto de Paula al incluirlo en su acreditada antología Las moradas del verbo.
TSS defiende que “un escritor no es una figura social”. Por lo demás, la soledad es el destino de todo poeta con una voz personal, como hace al caso. 
En su informado y pertinente estudio introductorio, lo destaca el también profesor Acebes Arias, que se declara, poniendo las cartas boca arriba, “amigo cercano” de TSS. Su análisis no desmerece por ello, ¿por qué habría de hacerlo?, aunque el uso del tuteo (“La poesía de Tomás...”, “Tomás...”) difumine la debida distancia que tal vez convenga establecer entre quien escribe y quien lee. No es lo que importa, sin duda, ya que el prólogo, como digo, tiene enjundia y demuestra que Acebes Arias conoce bien la poesía que comenta. Que la ha leído con hondura, y eso que no es fácil, lo que acentúa su logro.
Es verdad que esta “labor literaria” es una “de las más sólidas de las últimas décadas” y que “no necesita reivindicación alguna”, por más que esté lejos de estar reconocida en el canon, ese ente tan abstracto como injusto. Es, sí, “dueño de una voz propia y singular”, de “un decir propio, depurado e intenso”. El de alguien que piensa que “escribir es algo incierto que exige apartamiento y penumbra”, como ha escrito en Para qué sirven los charcos. El de alguien que hace suyo lo que dijo Jules Renard, que “la patria llega donde llegan todos los paseos que puedes dar alrededor de tu pueblo”, lo que la hace, por seguir a Torga, más cosmopolita que provinciana. Un mundo llamado calle Feria. Suyo es el verso “Lo lejos y lo cerca son falsas dimensiones”.
Hay en su obra “una apelación a lo cotidiano”, “a lo invisible”, a “la alegría de una vida oculta y el valor de una vida pública”. Está basada en la memoria (la familiar, entre otras) y “descansa en un profundo humanismo”. En pos de la bondad. Su actitud es humanista y ética. 
Pero es en lenguaje donde TSS da la auténtica batalla. Esa es su verdadera lucha. Denodada, constante. Esa es “su enorme responsabilidad”. En su “preocupación por la palabra” radica la razón de ser de su escritura. Y de su vida. Entre el habla y la mudez. Un “ejercicio de depuración de la palabra” que toma de maestros reconocidos como Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda o Aníbal Núñez. De ahí que la “reflexión sobre el trabajo poético” sea una constante en su poesía. 
Entre los frutos que se recogen de esa búsqueda, la “adjetivación insólita”, que no olvida la lección de Pla, pues el adjetivo es, en efecto, “el gran problema de la literatura”.
Es fácil coincidir con Acebes Arias en sus observaciones sobre su musicalidad y de su dominio del “artificio métrico y retórico”, el uso del endecasílabo y el heptasílabo (y, en sus últimos libros, del versículo). También del encabalgamiento, un recurso primordial. Y otra lección del citado Rodríguez, zamorano como él (TSS es miembro del Seminario Permanente que lleva su nombre): que “la palabra significa en la medida que suena”. Por eso es fundamental que el poeta –un ser atento por naturaleza– realice “un acto de escucha”, que es una de las definiciones de poesía que ha acuñado nuestro autor.
Oír y mirar (junto al de la memoria, el de la visión es uno de los dos reinos en los que se constituye en poeta, según Valente), ya que éste “no es sólo quien ve las cosas de una manera diferente, sino también quien las oye del revés
Se fija Acebes Arias también en la importancia que en esta poesía tiene “lo confesional y lo autobiográfico”, pues nada más lejos de su intención que caminar sobre la nada y convertirla en un juego hermético, dizque vanguardista, a base de palabras. No, por decirlo otra vez con Whitman, quien toca este libro, toca a un hombre.
Siete son los que se reúnen aquí, a los que se añade un puñado de poemas “no recogidos en ningún libro”: Accidentales.
Amenaza en la fiesta, ópera prima de TSS, apareció en Salamanca en 1979. En una edición de autor que iba contrapeada con Limitación del vuelo, de su amigo Ezequías Blanco.
Como suele ocurrir en un primer libro de un poeta muy joven, sin contener la voz personal y plena que caracteriza su poesía, se advierte, cuando menos. Lo que sí encierra, como pasa casi siempre, son los temas o las obsesiones (o las limitaciones, que cada cual le dé el nombre que prefiera) que van a figurar en el resto de los libros que escriba. Que ha escrito. “Por donde no debiera / he abierto el laberinto de los años”, comienza. Como para la mayor parte de sus lectores, es la primera vez que leo esta breve entrega con poemas en los que, como decía, aparece la ciudad como motivo, el verano y la casa, el temor (“¿Será la vida así, / un perpetuo miedo...” o “Salvarse, sí, salvarse. ¿Pero cómo?”), las cosas, lo menudo...
Abre La secreta labor de cinco inviernos (del 85, publicado por la Universidad de Salamanca) el poema “Poética de invierno”, donde leemos: “No debo a nadie tanto / como le debo al frío”. Y a la soledad, como Cernuda. El tono es dolorido. Y desesperanzado (“lo que iba a ser el sino / fatigoso del resto de mis días: / arrastrar, arrastrar, arrastrar mucho”). Y melancólico (“es muy triste vivir entre palabras”). En “Historia de una asfixia”, sobre todo. “He dejado de ser”, dice en “Noli me tangere”.
El amor (“Las hábiles arañas del amor / hace ya tiempo que no tejen para mí”), Zamora (“Aquella ciudad, oscura como un trueno”), el tabaco, los aprendizajes, el silencio (“«Mide bien tus palabras» era solo / otra noble razón / de invitarme a callas poquito a poco”)...
En “Comarca levantada a un solo grito”, un largo poema dividido en nueve cantos, leemos: “Que el tiempo sea el olvido” (2), “La memoria es un grifo mal cerrado / donde el pasado vela” (4), “Porque es en la carencia / donde habrá que buscar aquello que perdure” (5), “Con los años, los actos van perdiendo / el sentido” (6), “Mérito de la luz la permanencia” (7), “Pasan muy pronto los años, las horas son las que pasan lentas” (8), “Cómo no va a doler lo que se pierde” (9).
Vida del topo se publicó en Gijón (1992) y en él insiste TSS en “lo menudo” (se usan para los títulos minúsculas), en los “inventarios” estacionales, en los momentos “estivales” y los veladores de verano. Se vislumbran aquí y allá las lecciones aprendidas. De Aníbal Núñez (en “paisaje”), de Gamoneda (“el álbum del placer”: “¡Oh, los sueros tan blancos de la dicha!”). Conmueven “ocho poemas por la intemperie”, una serie que comienza con el poema “(biopsia)”. “Traspasaste el umbral: todo perdido”, escribe. Y: “Pesan las noches / como plomo en las lágrimas”. Y: “Caries y hollín a cambio de mi vida” (un homenaje, supongo, al primer verso del poema “Capricho de Aranjuez”, del novísimo Guillermo Carnero) o “Qué angosto este pasillo y en mi pecho / hay un ruido de células siniestras”. No cabe duda de que la dolorosa experiencia de la enfermedad es capital a la hora de leer (y, en consecuencia, entender) la poesía de TSS.
A todo poeta, como es lógico, se le empieza a leer por un determinado libro (salvo que se haga a través de una antología, y aún así). Según las estadísticas, y si su poesía acaba siendo de tu gusto, suele ser el que al cabo prefieres de él. No sé si fue eso o que, como creo, es el mejor de los suyos (una designación, lo sé, caprichosa e impertinente), pero En familia (Fundación Jorge Guillén, 1994) es uno de esos libros que pueden marcarle a uno como lector.
Su título no engaña. Antes, en un breve prefacio, esta inquietante pregunta: “¿no es todo libro un abismo?”
“Retrato de grupo”, la primera parte, es “un hurgamiento emocional hacia la memoria de mis orígenes”. Y, como pretendía, los poemas y sus protagonistas flotan en una “atmósfera común –turbia y aturdida–”. Parientes (lejanos y cercanos), padres, primas, criadas... Y un poema esencial, mi preferido: “Mi padre se hace viejo”, donde se condensa la forma de decir de TSS que más me gusta. Claridad y misterio al mismo tiempo. Sentimientos y pensamientos al unísono.
En “Antigua persona conocida” encuentro ecos de Ángel González. TSS es un gran lector de los poetas del 50, no se olvide, y el asturiano fue uno de los maestros de Aníbal Núñez, que tanta influencia tuvo en poetas como él, Ángel Campos o Felipe Núñez.
“A solas con la edad y la memoria”, leemos en “Mudanza”.  O: “Es imposible traducir la dicha”, en “El frío del despertar”. Son versos de la segunda parte, “El soñoliento”, donde el sueño vuelve a cobrar protagonismo, igual que en la tercera: “Suertes del sueño”, donde se incluyen “El desvelado” e “Hypnos”.
“En las siete de la mañana”, el cuerpo, otro motivo de reflexión constante en la poesía que comentamos: “Es el cuerpo otra vez, / es el cuerpo que vuelve / a su sesión terrestre”.
Ciudadanía reúne ocho “estampas” y se publicó por primera vez en Lanzarote en 1994 como plaquette. Se une ahora al corpus de su poesía reunida. Son, cosa rara, sonetos, salvo “El hombre tranquilo” (una serie de cuartetos). Sus títulos: “Domésticas”, “Cajeras” (“mujeres ensopadas por la melancolía”)... De nuevo lo cotidiano. Y la melancolía.
El que desordena (Barcelona, 2006) apareció en el catálogo de la extinta DVD y llevaba un prólogo de Eduardo Moga, director de la colección impulsada por el editor Sergio Gaspar.
Es su libro más enrevesado, al menos al principio, “Seguro en la extrañeza”. Busca deliberadamente “la perdición”. Está escrito por “el que se extraña de lo consabido. Y el que desordena”. “Eras el que ofuscas”, dice. El poeta es “el que enciende la lengua”. “La luz de la extrañeza”. Leemos en “Nuevas preocupaciones”: “(la gestión del poeta: rebuscar / por los suelos de la tarde / las palabras desechadas de los hombres)”. El que sabe “que la vida se conjuga en futuro / (aunque sea casi siempre imperfecto)”. El que merodea en torno a la enfermedad y al cuerpo: “Se trata de la carne: nuestra casa inocente”. Porque “Sí, sólo el dolor y el placer / hacen visible al cuerpo”. El que “Para menos morir” escribe: “No hay hora buena para decir la muerte”. Quien, por fin, explica que “cuando escribes te manchas de ti mismo”. “Qué sé yo / pero... / ahora / ha bajado el azar con su misterio”, leemos. Y: “Ya no sé dónde dejar las palabras”.
Pérdida del ahí es el último libro publicado hasta ahora por TSS, en 2016. Una década le separa del anterior, a efectos de edición. “No tengo de mi lado al lenguaje”, escribe, lo que vuelve a dar en el clavo de su esfuerzo por doblegarlo. Se trata de “pelar palabras”. “¿Se pierden siempre / las palabras que olvidamos”, inquiere. Y a su modo responde: “No, no hay palabras retiradas del mundo”. Con todo, “habrá que cantar”. “Pero di todavía”. Aunque precario e insuficiente, el lenguaje es cuanto tenemos. A la reflexión metapoética dedica precisamente “La fruta está quieta”. Apela, con Gamoneda: “Llévame a las palabras escondidas”. “Y resiste”. Define la poesía como lengua de la sombra.  Proclama: “escarbar: el oficio del poeta”. 
En “Las acumulaciones”, Zamora. El río (tan presente en sus anotaciones diarísticas, al evocar sus veranos perdidos), los árboles (“Pasión silenciosa la de los árboles”, “Nadie, nadie sabe a qué suena la voz pasiva de los árboles”). Y un poema ácido y singular: “Maridos”. Y los viajes. A Praga (“Lo que consuela un reloj en la noche”, leemos en “lección de Holan”), Viena...
“Giran las estaciones como las llaves en manos de los tímidos”, dice. Luego recuerda el cuarto aniversario de la muerte de su amigo Pámpano y la de otro amigo, José Diego. Y aparece otra vez la madre y “los niños del verano” y “las manchas y pérdidas” de la vejez y la vergüenza y el sueño, la noche y el insomnio... “Su corazón / era un polígono asustado”, declara. La poesía, en suma, ese “hermoso desentono”. 
Cierra el volumen Accidentales. Poemas exentos, sin libro, “reunidos en conjunta extrañeza”. Ahí, El Burgo de Osma, donde vivió unos años. Y Luis Javier Moreno, amigo del alma, protagonista de “Otra carta perdida”. Y el verano, necesidad y obsesión, que “viene a por ti”. Como viene, y concluyo, toda la poesía de TSS hacia nosotros, “ahora sí, ahora sí”. Para quedarse, como se dice vulgarmente. Esta edición ejemplar lo propicia. Ya no hay excusas para que cualquier lector exigente de poesía pueda disfrutarla.

Tomás Sánchez Santiago
Editorial Dilema, Madrid, 2019. 507 páginas. 

Nota: Este reseña se publicó en el número 147 de la revista Clarín


16.9.20

Carlos Alcorta lee "Porque olvido"



    Todo diario es una lucha contra el olvido. Dejar constancia no solo de lo sucedido día tras día, sino de los pensamientos que han suscitado determinados acontecimientos, es una labor ardua, propia solo de quienes poseen la virtud de la perseverancia —en realidad, también son proclives a llevar un diario ciertos ególatras que viven en la certeza de que cualquier cosa que (se) les ocurra es digna de ser contada, pero este no es, evidentemente, el caso— y de quienes tienen la experiencia y el oficio necesarios para saber contarlo, porque, al menos en el caso que nos ocupa, la vocación de estas anotaciones no fue la de quedarse en el anonimato, sino la de ver la luz con la suficiente inmediatez como para que los hechos narrados pudieran ser, cuando de actos públicos se trataba, constatados y contados sin los filtros que pone a disposición del escritor la memoria. Álvaro Valverde (Plasencia, 1959) nos dice que fue «incapaz de mantener un diario con la debida asiduidad y la obligada exigencia hasta que el 2 de mayo de 2005 [inició] la publicación de un blog en Internet». Ese blog que echó a andar hace ahora ya quince años es el origen de este Porque olvido, título que procede de un verso del primer libro de nuestro autor, Territorio. Valverde nos informa además de que, a la hora de publicar estas anotaciones por métodos tradicionales, es decir, en el formato de libro impreso, apenas ha corregido nada: «Alguna errata, ciertas frases, varios nombres…», aunque también nos avisa de que dicha publicación no reproduce con exactitud lo escrito en el blog: «He dejado fuera todo aquello que queda al margen de lo, digamos, más personal […] Se trata, ya se dijo, de una muestra selectiva» y en esa muestra caben un sinfín de posibilidades, desde las lógicas reservas que provoca un  empeño como este, que requiere una fidelidad y una constancia admirables: «¿Seré capaz de llevar el diario que nunca fui capaz de llevar?», se pregunta Álvaro Valverde al inicio de estas páginas. Ahora sabemos que sí, que esa obligación autoimpuesta de dotar de contenido al blog, con el paso del tiempo, fue conformando un corpus de notable envergadura. En ese corpus tienen cabida, como objetos en el tinglado de un chamarilero, toda clase de comentarios, desde los que suscita la lectura de un libro —son muchos los que desfilan por estas páginas: Marca de agua, de Brodsky, por ejemplo— a los que surgen a partir de un viaje, sea al remoto país del pasado o a algún otro lugar más cercano tanto en el tiempo como en el espacio. Así, el viejo molino con su mastín, al que teme no regresar, el Cementerio Alemán de Yuste, Salamanca —el café Novelty—, Gijón —el Dindurra—, Monfrague y, por supuesto, Plasencia. Otra cosa son los viajes por motivos estrictamente laborales, la cantidad enorme de horas pasadas con las manos al volante, horas que dan para una meditación y una observación, alimentarán posteriormente las páginas de su diario. Como es lógico, en las entradas de este diario —de lo contrario, sería un dietario— abundan las reflexiones sobre el paso del tiempo, sobre las veleidades del éxito, sobre política o sobre los aspectos más comunes de la cotidianidad, como esta, escrita con cierta ironía: «A estas alturas de mi vida, su hay algo que no soporto son los malos modos. O la falta de buenos modales», que comparto a pie juntillas.
     No falta en estas cuatrocientas páginas la trágica enumeración de amigos que se va llevando el río del tiempo. Fernando Pérez, director de la Editora Regional; BV Carande, Julián Marías, Gloria Castelao Villanueva, su mecánico, un compañero en labores profesionales como Tomás García Verdejo, el pintor Francisco Palazuelo, el poeta Ángel González, el poeta Antonio Cabrera o el también poeta y amigo íntimo de Álvaro, Ángel Campos Pámpano («le admiré siempre como agitador cultural, sí, pero más como poeta») y un largo etcétera que con su desaparición dan fe de vida a quien escribe y a quien lo lee. «Bien sabemos —afirma Valverde—que la vida es una línea sucesiva de renuncias, una reunión de derrotas». Los actos públicos, casi siempre relacionados con asuntos culturales, ocupan también su buena porción de espacio. Actos que son descritos con la minuciosidad propia de quien observa desde un lugar privilegiado, no solo resumiendo las aportaciones discursivas de los anfitriones, sino haciendo alusión a todos aquellos asistentes con los que mantiene alguna relación ya sea profesional, de admiración o amistosa, y es que Álvaro Valverde hace gala de una amistad inquebrantable a lo largo de los años a ciertos amigos como Gonzalo Hidalgo Bayal, Miguel Ángel Lama o Jordi Doce, por citar solo unos pocos. No escatima tampoco opiniones sobre la poesía — «Mi poesía es como yo, solitaria. Busca en la naturaleza, sobre todo, la soledad. Es el perfecto ámbito del retiro, ese asunto tan extremeño» y es que la naturaleza es considerada por nuestro autor el ámbito perfecto para sentir con plenitud el rumor de la existencia: «Me gusta frecuentarla para dar paseos. Visitarla para leer y, cómo no, para descansar», escribe— y los poetas —«Siento una debilidad por los poetas y novelistas por antonomasia; por los que se autoproclaman genios incomprendidos en su negra provincia de Flaubert; por los independientes que, eso sí, publican sus libros gracias a las subvenciones públicas de ayuntamientos, diputaciones y autonomías…..». Más adelante, renueva sus debilidades: «Siento debilidad por los poetas que se compran camisas en Katmandú; por los feroces y del extremo que posan con traje de chaqueta y corbata…, por los marginales y libertarios que ganan becas y ayudas de la Administración…; siento, en fin, debilidad por los poetas de “lengua radical”, cuya poesía no radica precisamente en la lengua». Como se ve, en esta enumeración irónica, no deja títere con cabeza, porque, si nos atenemos a los distintos grupos que conforman sus debilidades, prácticamente abarcan el espectro poético de nuestros lares, aunque, a veces, la prudencia le aconseja administrar la beligerancia y mantenerla a raya, en una especie de limbo escrito: «Como escribir tiene algo de terapéutico, a veces basta con expresar tal o cual opinión para quedarse a gusto. Publicarlo ya es otro asunto. Más delicado. El silencio es un arma poderosa. A veces, más que la palabra». El volumen está también plagado de aforismos, no propiamente dichos, sino entresacados de sus enjundiosas reflexiones. Y es que «La poesía no es complicada, es compleja, como la vida». Como digo, son cuatrocientas páginas plagadas de hechos minúsculos pero relevantes en su vida, de anécdotas y circunstancias de carácter más social, pero que intervienen también en la formación del carácter del escritor, de impresiones y opiniones y ,sobre todo, de una atmósfera poética muy similar a la envuelve su poesía, quizá porque, en el caso de Álvaro Valverde, no exista mucha distinción entre los géneros literarios se enfrente a cualquiera de ellos con idéntico ánimo, con idéntico rigor, ese que nos hace adentrarnos a sus lectores en sus páginas sabiendo que vamos a encontrar fragmentos de la vida de un hombre descritos con mesura, con sobriedad y con las gotas exactas de pura esencia poética.

15.9.20

Algunas lecturas singulares

He ido apilando a un lado de mi mesa de trabajo una serie de libros que, de cuantos he leído a lo largo del verano, han llamado especialmente mi atención. No siempre de última hora, a los que parezco condenado. Así, el penetrante ensayo de Guillermo Sucre Borges, el poeta, que tengo en la segunda edición corregida y aumentada que publicó Monte Ávila en el 74. No he comprado el libro de Vargas Llosa sobre el autor argentino, pero, aunque no es mal lector de poesía (como demostró en una conferencia de la Fundación Loewe recogida posteriormente en forma de plaquette), no creo que alcance la lucidez del crítico, traductor y poeta venezolano (Pre-Textos, por cierto, publicó su poesía reunida bajo el título de La segunda versión, en edición de Antonio López Ortega). Una sorpresa.
Cien ejemplares se han tirado (en Gijón y en mayo de este año) de Qualcosa nascerà da noi, de Pablo Fidalgo Lareo, un libro particular, editado en español e italiano, final del proyecto que el cosmopolita poeta gallego (recién apeado, dichosa política, de la dirección artística del Festival Escenas do cambio, que formaba parte de Cidade da Cultura de Galicia), que el poeta gallego, decía, desarrolló durante el curso pasado en la Academia de España en Roma. Consta de nueve cartas en forma de poemas (o, mejor de monólogos, un recurso que este hombre domina con una naturalidad pasmosa) y tres "Textos críticos": "Jardín", de Pedro G. Romero; "Da quando sono al mondo", de Matteo Binci y Edvige Cecconi Meloni; y "Desplegarse. sacar un reír de la estancia", de Vicente Vázquez. La obra, tan singular y lograda como todas las que conozco de PFL, merecería una reseña extensa. Ojalá en el futuro pueda estar este libro al alcance de cualquier lector. Bien lo merece.
Hablando de obras originales (en el mejor sentido, el menos usado), citaré, sin dudarlo, El bien material, del poeta y ensayista italiano Paolo Febbraro. "Poesías escogidas (1992-2018)", se subtitula y la edición bilingüe (con los poemas italianos, por respeto, en página impar) es de Juan Pérez Andrés. Está publicado por Zibaldone, para la "Colección Gli incursori. Poesía italiana contemporánea", que dirigen los mencionados. También este libro exige una recensión (para la que he tomado no pocas notas). Estoy en ello. No, no es habitual encontrar la calidad y la rareza, si se me permite el término, que manifiesta esta poesía del pensamiento llena de vida y de misterio.
Ediciones La Palma publicó, por cierto, su libro El diario de Kaspar Hauser en traducción del también poeta Bruno Mesa.
Del estilo es, salvando todas las distancias, El camino familiar del pez combativo (Sexto Piso), de Pierre Alferi (París, 1963). En la solapa leemos que "es uno de los poemas más vanguardistas de la nueva poesía francesa". Para uno, mala señal. También, otro dato inquietante, que el autor es hijo del filósofo Jacques Derrida y de la psicoanalista Marguerite Aucouturier. Al comprobar su currículo, se ve que experimentar es lo suyo. Ya sea en cine, teatro, imágenes o literatura. Por lo demás, es profesor en la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal. Vencidas las prevenciones, y en lo que respecta al primero de los cuatro "experimentos" que contiene el libro (junto al último, acaso el más interesante), se puede afirmar (de nuevo recurro a la nota editorial) que pertenece a "la secta de quienes caminan para escribir, y que han hecho del paseo un estilo de vida y un género literario". Un auténtico flâneur cargado, lo subrayo, de curiosidad y capacidad de reflexión. No un paseante al uso. Nada aquí lo es. La lectura no es fácil, ni falta (para eso están los de la Poesía Escasa), y a medida que uno avanza se da cuenta de que más allá de afirmaciones tales como que "abre horizontes hasta ahora inexplorados en la poesía europea contemporánea" o que "por su osadía, por su extraña forma (entre pieza de arte y poema) y por su lengua (lírica, filosófica, experimento sonoro) parece un libro escrito para un tiempo futuro", estamos ante una obra compleja pero al cabo gratificante y ante un autor que no se conforma. Lápiz en mano, la tarea de leer resulta incluso excitante.
Ah, no quiero olvidar el nombre del traductor, el mexicano Ernesto Kavi. Sin su trabajo, este camino sería otro. Más tortuoso, me temo.
Pero si hay un libro que me ha alegrado este tiempo sombrío es Nos quedan los dones, una antología de poemas de Eliseo Diego (tan melancólico como católico), ahora que se cumple (aquí ya lo hemos recordado) el primer centenario de su nacimiento en La Habana. La edición, que forma parte del catálogo de la benemérita colección Letras Hispánicas de Cátedra, corre a cargo de Yannelys Aparicio (de la Universidad de La Rioja) y Ángel Esteban (de la de Granada), quienes firman una ejemplar, extensa y documentada introducción. Además, han elegido muy bien los versos del cubano, donde no faltan poemas publicados póstumamente.
Ha citado uno tantas veces al comenzar una lectura de poesía sus versos: "Un poema no es más / que una conversación en la penumbra"... Un puñado, como estos, justifican, al menos para mí, su lugar de honor en el más exigente palmarés de la poesía en español de todos los tiempos. A través de lo cotidiano y lo breve, ¡qué grande!
Por cierto, aunque aún no lo tengo, para la conmemoración, Pre-Textos publicó recientemente
su primer libro: Por la Calzada de Jesús del Monte, con prólogo de su hija Fefé.

Nota: Ilustra esta nota "Agonía de la creación", de Leonid Pasternak.

14.9.20

El canónigo


Esta fotografía (que tomo del muro de los Equipos de Nuestra Señora, publicada por Soraya Salgado) muestra a las claras el talante de mi hermano Fernando Valverde Berrocoso, recién nombrado canónigo auxiliar del Penitenciario del Cabildo de la Catedral de Plasencia. Y ya es difícil así vestido. Con bonete, roquete, muceta... Aunque este cargo avejente (te hace mayor, le dije, cuando me comunicó hace unos meses la decisión del obispo Retana), pudimos comprobar ayer que su sentido del humor y su tono vital siguen intactos. Tan parecido en eso a nuestro padre, que, lo reconocimos todos, hubiera disfrutado como nadie, orgulloso y feliz por esta noble distinción que nos retrotrae a la noche de los tiempos, o casi. 
En el mismo acto, por cierto, fue nombrado canónigo D. David Calderón Carmona.
Confieso que frecuento poco las iglesias, lo imprescindible (funerales, bautizos, bodas...), y menos la espléndida seo placentina, pero aún disfruto de ceremonias mayores como la del pasado sábado, propias de la liturgia católica genuina. Por eso me gustó cómo entonaba el canónigo Prefecto de Música (mi antiguo alumno Miguel Ángel Ventanas) los salmos y cánticos que se recitaron. No, a pesar del calor y de la mascarilla, no se me hizo pesada la misa solemne. Tampoco la ceremonia posterior, celebrada en el Coro (como se ve en la fotografía inferior, de COPE Plasencia), el de la inigualable sillería de nogal del maestro Rodrigo Alemán, tras la maravillosa rejería de Celma. Y el discurso del deán, presidente y canónigo lectoral, el Ilmo. Sr. Dr. D. Jacinto Núñez Regodón (que es vicario general de esta diócesis), propio de un vicerrector y catedrático de la Universidad Pontificia de Salamanca, un sacerdote con un indiscutible bagaje intelectual que ya presentíamos cuando le conocimos de joven. Citó, entre otros, poniéndose del lado de las imprescindibles discusiones o debates que siempre surgen en cualquier grupo de personas con criterio, a Elie Wiesel, el superviviente del Holocausto, lo de que "dos judíos y tres opiniones es algo mejor que tres judíos sin ninguna opinión". 
Acertó también con sus emocionantes palabras mi querido hermano. Más serio que otras veces, la ocasión lo demandaba, pero sin olvidar, marca de la casa, la ironía y el humor, como cuando recordó delante de sus compañeros de fraternidad aquella anécdota atribuida a Santa Teresa, la del que iba para santo pero se quedó... en canónigo. 
Mi madre, que estaba encantada, hermanos, cuñadas y sobrinos celebramos con una sobria comida, cómo si no, la canonjía. Éramos exactamente diez, por lo que no incumplimos ley alguna. 
Vaya, en fin, desde este rincón un fraterno abrazo virtual a Fernando, el que le daré como es debido cuando esta pesadilla termine. 



8.9.20

Basuras

Este verano hemos transitado casi a diario por la N-110 (que comunica Soria con Plasencia), la que atraviesa el Valle del Jerte. Arriba y abajo, camino de la piscina del hotel-balneario, nuestro asequible oasis en medio del calor y la pandemia. Quienes conocen el territorio saben lo hermoso que resulta ese paseo. Uno no se cansa de mirar un paisaje retenido en los ojos desde hace tanto tiempo. Ya sea en movimiento (y eso que conducir limita) o quieto al pie de las montañas de mi vida. Si la visión es desde el agua, aún mejor. 
También he recuperado los olores. Los que sólo pueden ofrecerte las estivales orillas de un río que, además, es el de tu infancia. 
Pero no todo ha sido idílico. Aquí y allá, cerca de los chalés que menudean al lado de la carretera o en medio de los pocos espacios que aún quedan sin construir, numerosos vertederos como el de la fotografía (tomada de un artículo en el que Región Digital se hace eco de una denuncia de Natura 2000) que afean la vista y ofrecen a quienes nos visitan una pésima opinión de los que habitan en ese precioso Valle y, en fin, de todos nosotros, los extremeños del norte. 
En mi ignorancia, doy por hecho que, ya que existen, podrían ser erradicados con un poco de voluntad. Política, claro. Supongo que esa acción dependería de la Mancomunidad de Municipios de la zona, Plasencia inclusive, pues no pocos de los vecinos de esos basureros residen en esta ciudad la mayor parte del año. Los ciudadanos (eso que pomposamente llamamos "sociedad civil") podrían también echar una mano. A nadie le gusta vivir al lado de la basura, o eso creo. 
Porque la mayoría son pequeños, un camión y mano de obra cualificada harían milagros en una mañana. Al menos se perderían de vista los que están, como dije, a pie de carretera. 
Lo demás se solucionaría con civismo (nuestra gran asignatura pendiente, el origen de casi todos nuestros males), contenedores suficientes para arrojar los restos, control de la Guardia Civil, etc. 
Porque soy peatón y paseo cada día por los alrededores de esta ciudad, sé bien hasta qué punto somos incívicos y, por decirlo con claridad, guarros. No debería generalizar, pero si nos atenemos al grado de suciedad y de barbarie dominante... No es sólo el que tira el primer papel o deja en el pavimento los restos del botellón o garabatea el grafiti de rigor. Ni el que destroza un banco o una farola. Son los que, a continuación, siguen haciéndolo. Ese, lo he dicho alguna vez, es un ostensible fracaso de la educación placentina. Basta con comprobar cómo queda el patio escolar tras un recreo. Al menos en la vieja normalidad. De la educación en casa (o de su ausencia) prefiero no hablar. Sí, una pena. Y una vergüenza.