31.1.16

Un poema de José Luís Peixoto


a la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas
y yo. después, mi hermana mayor
se casó. después mi hermana pequeña
se casó. después, mi padre murió. hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está
en su casa, menos mi hermana
pequeña que está en su casa, menos mi
padre, menos mi madre viuda, cada uno
de ellos es un lugar vacío en esta mesa donde
como solo. pero estarán siempre aquí.
a la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco.
mientras que uno de nosotros esté vivo, seremos
siempre cinco.

Galveias













Nota: Este poema, que, como me comenta Antonio Sáez (a quien he consultado antes de hacer público este atrevimiento), «es su "poema estrella", sí, y escrito muy joven, de su primer libro. De la época de "Te me moriste"», abre el cuadernillo de la Díez-Canedo de Badajoz donde el alentejano leyó el pasado día 21. Hizo el número 143 en la lista de poetas que han pasado por el Aula que fundara Ángel Campos Pámpano. Que hoy estaría, por cierto, de lo más contento.

Más poemas

Alfredo Alencart publica en el blog Crear en Salamanca tres poemas inéditos míos que, eso sí, ya se habían publicado antes en revistas. En la portuguesa Devir ("Futuro") y en la sevillana Sibila ("Pompeya, MMXIV" y "Ovas"), para ser exactos. Agradecido. 

30.1.16

Elegías de Jurado

Dedicó uno apenas cuatro poemas "a la bondadosa memoria de mi padre" y el nuevo libro de José María Jurado García-Posada, Gusanos de seda, lo está a la "tierna memoria" del suyo, que murió recientemente. Se ve que los dos tuvimos suerte. Con esa complicidad de ánimo es más fácil adentrarse en las páginas, no muchas, de un libro tan singular como la obra de este sevillano que vivió su infancia en Cáceres y que viaja por el mundo con la mirada atenta del observador memorioso. 
La edición, una delicia, se debe al propio autor: JMJ (me recuerda JMMJ, el sello personal de otro elegante, José María Micó, que acaba de enviarme "Los simoníacos", de su serie Dantesca). Pudiera parecer que la intimidad del homenaje exigiera cuidar todos los detalles, hasta ése. 
Una fotografía actual, del poeta en Roma, y otra en Sevilla y en brazos de su padre (era el 74, el año de su nacimiento), flanquean los sentidos versos elegíacos que componen, ya decía, un libro que va a su aire, aunque cargado, como es común en Jurado, de referencias cultas: a la poesía, el arte y la música. No es extraño que en la contracubierta (el libro ha sido diseñado por el extremeño Pámpano Vacas y está impreso en Badajoz) se inserten dos textos elogiosos y precisos de Luis Alberto de Cuenca y Antonio Colinas, dos maestros confesos del poeta. El primero alude al talento de Jurado basado en un "oído exquisito, una profunda sensibilidad y un poder de convicción que traslada al lector al territorio emocional del poeta, haciéndolo partícipe de su visión del mundo". El segundo, afirma que "hay pocos poetas tan secretos, por auténticos" que él. Y señala el "claro frescor de sus versos", "la cultura tan finamente expuesta (y fundamentada) que late en los mismos" y "la originalidad con la que son presentados los temas en cada poema". 
Estos no sólo se centran en la recordada figura paterna, sino que alcanzan, en ese tono melancólico de las pérdidas, asuntos, se dijo, habituales en la poética de Jurado. Así, la infancia (en "Águilas, 14": la casa familiar y la madre), los viajes (Roma, Lisboa, Salzburgo, Trafalgar o Cáceres, al que dedica el emotivo "Canción triste de Hill Street"), la música, la pintura y la literatura (Schumann, Pärt, Mann, Trakl, Sánchez Cotán), su vida ("Miércoles de ceniza", "Enero en la Isla León", "Fin de curso", "Let it be")... Barroco a rachas y clásico siempre, sonetos mediante, la dicción serena y meditada de Jurado se abre paso entre la naturalidad y la emoción sin que el lector tenga que hacer esfuerzo alguno, como explicaba De Cuenca, para habitar ese mundo que el poeta recita. 

Presentación

Esta noche, a las ocho, en la librería-café La Puerta de Tannhäuser se presenta el libro Un hombre espera, de Álex Chico. El autor estará acompañado por Juan Ramón Santos.

29.1.16

Un poema de Antonio Moreno


CAMINO DE LA PIEDRA ESCRITA   

                                               A Álvaro Valverde

EL que dice saber, ¿qué sabe? Nada.
Ve, sin embargo, y llega hasta el camino
que algunos llaman de la Piedra Escrita.

Hay granados y almendros en sus márgenes,
y un monte perfilado por el oro
cegador de esta tarde en cambio lúcida.

Hay tanta claridad, que absorbe a todo
aquel que va, camina y pasa dentro,
hacia ella, y se lo lleva con su luz.


28.1.16

Siltolá: masculino, plural

Para Miguel Floriano (Oviedo, 1992), Quizá el fervor es su tercer libro publicado. Aquí comentamos el anterior: Tratado de identidad
Perteneciente al inquieto grupo de la revista Anáfora (si bien no fue incluido en la reciente antología de la joven poesía asturiana Siete mundos), Floriano nos entrega una obra cargada de amor y de literatura, que va desde la imitación de los clásicos (Lope, por ejemplo) a las variaciones (en la sección "Ofrendas") y homenajes (a Ángel González, pongo por caso). Ello da a sus versos un aire muy particular, arcaico a veces, intempestivo siempre, que no se arredra ante los excesos de la retórica y de la adjetivación. Ni de los metros y estrofas tradicionales, como el soneto. Más allá, se alza una potencia y un fervor dignos de alguien que, como poco, ama la poesía y se entrega a ella con armas y bagajes. "Desconoces el miedo. Eres valiente", leemos en el poema que da título al libro, que termina: "Apiádate de mí. (...) / De mí, que no conozco / más que el don abyecto de la fragilidad / y el lujo avaro de la cobardía". 
Poemas logrados, como "Todo es lejanía" o "Método de canto", nos dan la mejor medida de este envite. Se adelgaza su voz en "Pavesas", la parte que más me ha gustado. 
"La vida es tan solo / una manera más de estar perdido", dice. O: "Todo hombre / es títere y estafa de sí mismo". Y, a modo de conclusión: "He aquí, pues, /  el hombre que, cercado / por la vida, sobrevive". 

Para Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975), este es su quinto libro, República del aire, publicado como el anterior y el que sigue por La Isla de Siltolá. Lleva un prólogo-espejo de Sergio R. Franco y en él se recalca la importancia de ese objeto que es, ante todo, un símbolo. En un momento dado leemos: "Y se dio cuenta de que la realidad era solo el espejo". Así, la primera parte se titula "Speculum vitae" que, a su vez, para que no haya dudas, incluye poemas con títulos como "Yo mismo" y "Entonces yo".
Fabrellas escribe en distintas medidas, que van del poema breve o brevísimo, de un solo verso (léase la sección "Breviario", la que uno prefiere), a otros bastante más largos y discursivos ("La estación rota" o "Adoradores"), sin descartar el poema en prosa ("Salmo de la caída" o "Telegrama"). A ratos, torna aforístico: "El cuerpo de las mujeres sabe a abismo". El conjunto se cierra con un atinado poema en dos partes, "Colofón", donde logra acertar con el tono, entre meditativo y metafísico: "El centro es la quietud de la mirada".

Para Nicolás Corraliza (Madrid, 1970), éste es su tercer libro. Viático se abre con una cita de Eliot (en concreto de la sección "Una partida de ajedrez", de La tierra baldía) que remite a "la calleja de las ratas", "donde los muertos perdieron sus huesos".
A base de sequedad (en el mejor sentido) y exactitud, de anotaciones minuciosas que describen deslumbramientos y sorpresas, de pensamientos cargados de sensatez, en un tono monocorde y ajeno a la experimentación o al aspaviento, Corraliza va dando cuenta de lo que le sucede y pasa. De esta manera, su libro no deja de ser el cuaderno de bitácora de esa procelosa travesía por la cotidianidad que todo hombre realiza; cada cual, eso sí, a su modo. Con la debida sutileza, sin descuidar nunca la expresión y el lenguaje, Corraliza consigue dar fe de esa suma de enigmas que se ocultan detrás de la existencia de cualquiera.

27.1.16

Morerías

Elías Moro ya publicó en 2011 99 morerías y hace poco Algo que perder, un libro de aforismos del que escribí una reseña, aún no aparecida, para la revista Nayagua. No, no es nuevo en esta plaza del impromptu que, sin embargo, se acerca más al pensamiento que a la mera ocurrencia.
Morería es el término que Moro ha acuñado para referirse a sus particulares greguerías, con Ramón siempre al fondo. Reúne ahora unas cuantas en esta nueva entrega que publica Ediciones Liliputienses. Chispazos, epifanías, deslumbramientos que acaparan de inmediato la atención del lector que ora sonríe, ora se sorprende con esas intuiciones propias de este oriental de occidente que siempre está a la espera. Del observador, del curioso. Uno se imagina a Moro oteando desde su considerable altura la vida que pasa. O, de madrugada, en su trabajo, descubriendo lo que nadie ve. Ocupaciones que dan a luz estas singulares anotaciones (que lleva a su blog con frecuencia), a veces aforismo y otras microrrelato, llenas de objetos y de personajes de cualquiera de los tres reinos, por recordar a nuestro admirado Aníbal Núñez. Donde no falta, claro, la poesía. Por eso se adelantaron algunas de las que aquí se recogen en el segundo número de Estación Poesía.
Cada vez más sabias, certeras y aquilatadas, las morerías de Moro no dejarán nunca al lector mal sabor de boca. No es poco para estos tiempos.
Cuatro ejemplos: "La cicatriz es la memoria de la herida". "Las maletas sueñan con viajes". "Los faros son los ojos perdidos de los cíclopes". "Poeta: traductor del silencio". 

Presentación


26.1.16

Un debut

Juan Ignacio González ha tenido a bien enviarme desde Gijón una nueva entrega, la decimocuarta, de Heracles y nosotros. Se trata de Ave Fénix, una plaquette de Paula Menéndez García-Argüelles (Oviedo, 1996) quien, a pesar de su juventud, apunta maneras poéticas dignas de ser tenidas en cuenta.
No es la primera vez que señalo el buen momento lírico que vive el Principado. Este nuevo nombre se une al de tantos otros jóvenes poetas que están dando a conocer sus obras allí y fuera. Por ejemplo, Óscar Díaz, poeta de Langreo, último Premio de Poesía Joven 'Félix Grande', que en su prologuito anuncia la "cualidad fragmentaria de los poemas" y añade que "en este espacio donde no es posible discernir entre amor y vida", García-Argüelles "muestra una autobiografía lírica que nos permite acceder al nacimiento de una nueva voz". 
Los versos que siguen, fragmentarios o no, dan fe de que Díaz no miente. "Steppe", "On ne peut pas tout s'oublier (precioso, dedicado a su abuelo), "Rosa", "XIII", "La solitude" ("No es más que un hombre el Hombre"), "Heisman", "Warrior", "Reflejos de M. S.", "Agapantos" y "Aleph" (que dedica a su padre) son poemas, sí, dignos de tal nombre. En éste, el que cierra el cuaderno, leemos: "No quieras juzgar sin detenerte; mira". Y: "dentro de ti ha de estar tu hogar. Tu voz. // Tuyo es el navío y tuyo el timón". ¡Feliz travesía!

DENIP, 53

Convocatoria del 53 Día Escolar de la No-violencia y la Paz (DENIP)

Lo promueve el fundador y coordinador del DENIP, Llorenç Vidal y lo organiza autónomamente cada centro educativo en su ámbito de acción y de acuerdo con su ideario y estilo didáctico propio.
Se celebra en torno al 30 de enero de 2016, aniversario del asesinato del Mahatma Gandhi.
En los centros educativos del hemisferio sur: 30 de marzo o días inmediatos.
Sus destinatarios son los centros educativos, educadores y alumnos de todos los niveles y de todas las modalidades de la educación.
El contenido consiste en despertar y afianzar los valores de Amor Universal, No-violencia, Compasión, Tolerancia, respeto a los Derechos Humanos y Paz como norma práctica de vida personal y de convivencia social. Una jornada para la reflexión y la meditación.
El mensaje básico permanente del DENIP es el Amor Universal, No-violencia y Paz.
Porque el Amor Universal es mejor que el egoísmo, la No-violencia es mejor que la violencia y la Paz es mejor que la guerra.

Dirección para mayor información: DENIP, NO-VIOLENCIA & PAZ
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Llorenç Vidal
Fundador del DENIP

25.1.16

Los dones de Cereijo

José Cereijo, madrileño de Redondela (1957), publica en Pre-Textos Los dones del otoño. Lo componen seis logrados poemas al uso y un séptimo, no menos conseguido, extenso y fragmentario, que a uno se le antoja una suerte de diario. Lo meditativo, en el tono, y lo clásico, en las formas, donde la reflexión y las preguntas abundan, marca el ritmo, diría, del volumen. Los lectores de Cereijo ya saben a qué me refiero: la suya es una poética asentada, la que ha venido labrando a través de sus libros que, por cierto, no son muchos: éste es el quinto. De "natural crecimiento" habla, con sensatez, el autor.
Por aquello de la estación -que, a modo de metáfora, es la de su vida, previa a la vejez, por más que no pocos poemas se sitúen en esa época del año-, la melancolía aquí lo tiñe todo. Una melancolía, cabe precisar, de la mejor estirpe. Ni ñoña ni llorona. "Ya es tuya la nostalgia de ti mismo, / de tu propio presente. / Mala cosa, / cuando tu mismo ser es una despedida / silenciosa y secreta". No por eso, en actitud contemplativa ("que nada busca y nada espera"), se evita la celebración de la existencia y del mundo, una constante de estos versos. Ni las frecuentes referencias a la muerte, que siempre está a la vuelta del camino: "No es fácil vivir; / morir tampoco es fácil". Cada vez más cerca. Como el dolor.
En estos poemas, donde suena una música callada, el silencio impera. Como estado de ánimo. "Una vida que calla, pero que es verdadera". Se puede decir que Cereijo es alguien que "sabe callarse largamente". Y que sabe estar solo: "Vive tu soledad. Acéptala".
También hay paciencia ("Sé paciente"), austeridad, discreción y algunas dosis de sabiduría que proceden de ese estar a la espera, a la escucha, observando la realidad con "armonía y lentitud". 
Los dones del otoño es un libro hospitalario: "Así debería ser lo que uno escribe: / capaz de acompañar sin que pueda notárselo, / igual que una riqueza invisible y sin peso".
Al padre dedica un poema precioso ("Ya eres mayor de lo que era tu padre cuando murió"), una emocionada conversación que vuelve a recordarnos que vivimos, siquiera a ratos, una doble vida: la que sólo es nuestra y la que vivimos por los que se fueron.
Abrocha el conjunto un breve poema sobre el mismo, reiterado asunto donde leemos: "Que la muerte te sea / persuasiva, no hostil, / como una compañía largo tiempo esperada". 

24.1.16

Gobiernos bárbaros

Paul Louis Villani
«Desde su exilio de México, Luis Cernuda señaló amargamente el rechazo español hacia cualquier forma de mérito que no tenga que ver con el origen, el favor o la riqueza: “… el español terrible / que acecha lo cimero / con su piedra en la mano”.
Durante unos años de finales del siglo pasado, en los tiempos más estimulantes de la democracia, pareció que ese maleficio empezaba a corregirse: se ampliaba la educación, se fundaban bibliotecas, escuelas de música, orquestas, auditorios, se alentaba algo la investigación científica. Ahora volvemos a toda velocidad a nuestro habitual oscurantismo. La demagogia política se ceba con un escritor, un músico, un artista que vindique sus derechos legítimos, casi siempre modestos, mucho más agresivamente que con un futbolista multimillonario que comete un delito fiscal. La derecha mira con desprecio todo lo que no produzca un beneficio comercial inmediato. La izquierda desconfía del mérito como una prueba de elitismo, ignorando la tradición de esmero y excelencia en el trabajo que siempre formó parte de la cultura popular. Para unos y otros la cultura se confunde con la ostentación o con el adoctrinamiento ideológico, casi siempre con una pulsión autoritaria debajo del igualitarismo. La libertad radical de conciencia, que es la base del pensamiento crítico y de la creación estética, despierta siempre el recelo de los comisarios políticos.
El último escarnio es la persecución gubernamental de los escritores jubilados que cobran una pensión y siguen obteniendo remuneraciones por su trabajo literario. España tiene menos inspectores de Hacienda que la mayor parte de los países avanzados, y según todos los indicios el fraude fiscal es escandaloso, igual que los privilegios de las grandes fortunas sobre las rentas del trabajo. Pero una parte de los esfuerzos recaudatorios y punitivos del Gobierno están dedicados a perseguir a escritores que casi siempre reciben pensiones escasas e ingresos inciertos por conferencias, recitales de poemas, colaboraciones, derechos de autor. Antonio Colinas es uno de los nombres mayores de nuestra literatura, pero ellos y muchos otros están siendo tratados como delincuentes. Quizás a lo que aspiran estos Gobiernos bárbaros que padecemos, y que llevan tantos años propagando la ignorancia y la hostilidad hacia el conocimiento, es a que los escritores vuelvan a quedarse de pie ante los que mandan como sirvientes obsequiosos, o a sentarse como indigentes en el suelo.»

23.1.16

Una entrevista en CHA (1)

Esta extensa entrevista, realizada por Beatriz García Ríos, se ha publicado en el número 786 de la veterana revista Cuadernos Hispanoamericanos

1-¿Hay un momento en el que usted percibió que quería ser poeta, o dicho de otro modo: que necesitaba una expresión que no era la de la prosa? Si es así, ¿podría contarnos cómo fue?
Sí,  más bien lo segundo, que lo necesitaba. Eso de “querer ser poeta” me parece peligroso. Suele dar en nada. O en poetastro, con perdón. Forzar esa situación, digo. Ya se sabe que en poesía no suele haber términos medios. El título de poeta siempre te lo dan los otros: los lectores, los críticos, los compañeros de viaje, los estudiosos… “Soy poeta” es algo que no creo haber dicho nunca. Por lo demás, cabe recordar los versos de Caeiro: “Ser poeta no es una ambición mía. / Es mi manera de estar solo”.
En un momento dado, al final de mi desdichada adolescencia, como la de casi todos, encontré en la poesía, más que nada como lector, un modo perfecto de expresar sentimientos y pensamientos. Y una forma de consuelo. Mi primer contacto directo con ella había sido sencillo: memorizando, primero, y recitando, después, un poema de Gabriel y Galán (el paradigma de poeta extremeño, y en castúo, que sin embargo nació en Castilla, para que luego digan los nacionalistas). Se titulaba “Lo inagotable”, una suerte de definición anticipada de la poesía, y lo hice por obligación, como tarea escolar. Estaba en 2º de Bachillerato, pero del plan anterior a la EGB. Tendría 11 años. De alguna manera quedó en mí un poso, por remoto que fuera, de eso que llamamos poesía. Un fervor, que diría Zagajewski. En COU, el curso preuniversitario, el año de la muerte de Franco, tuve la suerte de caer en manos de Gerardo Rovira, un malogrado profesor joven de Literatura (murió electrocutado al año siguiente) que consiguió que me convirtiera, y ya para siempre, en lector; una de las mejores cosas que a uno le han pasado en la vida. Y a base de comentarios de texto (un perverso método didáctico que, aplicado al pie de la letra, tantos lectores de poesía ha malogrado) y lecturas obligatorias de clásicos antiguos y modernos (por suerte, eso ocurrió antes de que inventaran la Literatura Juvenil). Fue cuando entré de verdad en la poesía, al leer a poetas extraordinarios como Antonio Machado y Luis Cernuda, los más grandes, para mí, de la poesía española contemporánea.
Unos años más tarde di el salto a la escritura de versos; tan confusos y perdidos como uno mismo, sí, pero que me ayudaban a salir del estado depresivo y melancólico en que estaba sumido en aquel remoto entonces, justo al abandonar mi casa, mi familia y a mi novia para ir a estudiar fuera, por cerca que estuviera Cáceres de Plasencia. No, no era una cuestión de kilómetros.
De lo que sí tengo nítida conciencia es del momento, posterior, en que creí que lo que había escrito era un poema. El primero, para uno, digno de tal nombre. Está publicado en La generación de los ochenta, la antología de García Martín, y en Un centro fugitivo, la que editó Jordi Doce para La Isla de Siltolá en 2012. Me acuerdo de cómo, cuándo y dónde lo escribí, en qué concretas circunstancias. Es un poema muy breve sin título cuyo último verso no ha dejado de ser un lema para mí: “hagamos de este lugar un territorio”. Es el que abre mi primer libro, titulado, no por casualidad, Territorio; un título que bien podría servir para toda mi poesía reunida. De eso hace ahora treinta años. El jurado que lo premió estaba presidido por el catedrático Juan Manuel Rozas, que tanto bien hizo, desde la recién creada Universidad y a pie de calle, por la normalización literaria de la atrasada Extremadura y, en concreto, por la poesía. Como el desaparecido Ricardo Senabre. Me refiero a la promoción de poetas extremeños a la que vinculamos a Campos Pámpano, Ada Salas, Basilio Sánchez, etc.
En cuanto a la prosa, de cuyo uso inevitable ya advirtiera Auden, y a pesar de haber publicado dos novela, o así, y un par de libros de artículos, además de ser asiduo colaborador en periódicos y revistas, y de editar desde hace una década un blog, por una cuestión, me temo, de carácter (César Simón, en la estela cernudiana, afirmó que "la poesía es, antes que nada, una cuestión de carácter"), no tengo un espíritu narrativo, por decirlo de algún modo. Me cuesta rellenar una página con lo que puedo expresar en unas pocas líneas. Y cortas, para colmo. La digresión no es lo mío. Ni inventar situaciones ni personajes. La ficción, en suma. Prefiero, entre otras muchas cosas, la exactitud y la brevedad de la poesía, sin duda. Su condición austera. Pobre incluso. Siempre he tenido muy presente lo del don de síntesis.  Y la intensidad, que lleva aparejada ese concepto.
A esto habría que añadir que la narrativa exige una dedicación incompatible, según creo, con el trabajo de maestro de escuela. Al menos para uno. Conozco, eso sí, novelistas que han conseguido conciliar el trabajo de profesor con el de escritor; mi amigo Gonzalo Hidalgo Bayal, sin ir más lejos, y con resultados excelentes. Sí, en mi caso será una excusa.
2-En algún lugar usted ha declarado que, aunque tenía otras lecturas, los poetas novísimos son los que le marcan más en su escritura inicial. ¿Podría explicar cómo? ¿Tal vez porque había un interés en casi todos ellos  en otra poesía (Eliot, Pound, Paz, etc.), más abierta e imaginativa que la que se estaba haciendo entonces en España?
En principio, supongo, por una mera cuestión de actualidad. Me imagino que cualquier poeta en ciernes  empieza leyendo lo que tiene más a mano, esto es, sus contemporáneos. Los míos, antes de que surgiera la promoción en la que se me encuadra, la que Prieto de Paula denominó “de la Democracia”, mis padres poéticos, podemos decir, fueron los novísimos, un término que agrupa no sólo a los famosos nueve vates reunidos por Castellet en su mítica antología. Es más, mis novísimos de cabecera, como en el caso de Antonio Colinas o Eloy Sánchez Rosillo, no figuraban ni siquiera allí. Por suerte, he sido un lector ecléctico, lo que no significa sin criterio, y leí desde el principio con la debida pasión a esos y a todos los poetas que caían en mis manos. Precisamente, si algo bueno tenían los venecianos, por usar otro de sus rótulos, era que, a través de los epígrafes de sus poemas y en sus entrevistas, ensayos y artículos, te facilitaban una lista de poetas impresionante, como bien sugiere en su pregunta. De Perse a Hölderlin. De Cavafis a Pessoa. De Stevens a Borges. Defensor a ultranza de la traducción, bastaba con ir hasta ellos. Algunos eran, de hecho, traductores. Siles, Álvarez, Sarrión, Talens... Por otro lado, nunca descuidé, por mi falta de formación filológica, la lectura de los clásicos, de todas las tradiciones que tenía a mi alcance. De la china (para eso estaba, en principio, Marcela de Juan) a los poetas griegos y latinos (adquiría los ejemplares azules de Gredos a plazos) pasando por los primitivos (cuyas versiones ofrecía Ernesto Cardenal) y, cómo no, por los españoles del Siglo de Oro, Garcilaso y Quevedo ante todo. En esos años de formación hubo colecciones beneméritas: la de bolsillo de Alianza, donde uno leyó por vez primera a Claudio Rodríguez o a Gil de Biedma. Hay que tener en cuenta que los del Cincuenta, tan fundamentales para los poetas de mi promoción (y para mí, como en el caso de Brines), tenían en aquella época, finales de los setenta y primeros ochenta, sus primeros libros agotados. O la amarilla de Júcar (“Los poetas”), por no mencionar la negra (y la blanca) de Cátedra. Sin olvidar, cómo no, a Hiperión, Visor, Renacimiento y Pre-Textos, que están en el origen de mi educación poética y donde publicaban sus libros esos contemporáneos.
Que los novísimos ampliaron el panorama es algo incontestable. La dictadura franquista no pudo impedir que se abrieran algunas ventanas. Pronto, eso sí, me agotaron, como a tantos, sus excesos culturalistas y otras retóricas que, como suele ocurrir con todas las tendencias, hicieron ilegibles sus propuestas. El exceso de epígonos e imitadores colapsó al final el movimiento. Es verdad que ya entonces algunos coetáneos, como los citados, habían iniciado otras andaduras que coincidían a veces con las de sus antecesores, los del Grupo del 50. Lo señaló con acierto la antología Las voces y los ecos, de García Martín, un crítico clave a la hora de comprender el posterior fenómeno dominante, el de la “poesía de la experiencia” (o figurativa, según él), que enlaza con la manera de decir de muchos de los poetas que integran el florilegio que acabo de mencionar. El mismo crítico, por cierto, que dio a conocer a través de otra antología, La Generación de los 80, el grupo al que uno al parecer pertenece.

Siguientes entregas: 2, 3, 4 y 5.

Una entrevista en CHA (2)

3-Es sorprendente la importancia que tiene el lugar en su poesía. En cierta medida usted es un poeta espacial, aunque los campos y ciudades que usted describe son tocados por un tiempo que lo hace complejos, misteriosos. Lo cercano, su propia ciudad, parece en su materialidad, intocable, al menos en ocasiones, como cuando habla de “la frágil transparencia de la vida” (“Desde fuera”, de Una oculta razón).
Sí, la noción de lugar está muy presente en cuanto he escrito. Desde el principio. De ahí que mi primer libro se abra con el verso “hagamos de este lugar un territorio”, que pertenece, como dije, a ese poema citado más arriba que uno ha llegado a considerar “núcleo germinal” de toda su poesía por lo que anticipa o sugiere. Ya he explicado en otra parte que esa particular noción de lugar (que gira en torno a lo que Bachelard denominó poética del espacio) está indisolublemente unida a un territorio concreto: el que constituyen mi ciudad natal, Plasencia (a la que dediqué todo un libro que titulé, a lo Morand, Plasencias), y sus contornos: los valles del norte de Extremadura: el del Jerte, La Vera, el Ambroz... Un enclave mediterráneo (en su sentido etimológico y en el paisajístico) donde se establece, al tiempo que se sustancia, mi visión y mi memoria, esos dos reinos, en los que al decir de José Ángel Valente, se constituye el poeta. Un lugar desde el que observar desde lejos el resto del mundo. Donde quiera que vaya me acompaña esa imagen fundacional que, por semejanza y por contraste, actúa sobre el resto. Una noción que, en resumen, participa, de una parte, de la reflexión sobre el arraigo en un espacio que me es propio (en una época caracterizada por la itinerancia, la globalización y el exilio) y, por otra, del convencimiento de que lo local conduce a lo universal. A veces, nada más paleto que ir de cosmopolita.
He mencionado a Valente, que en su libro Las palabras de la tribu aporta, según creo, las bases de mi particular reflexión sobre este asunto. En su ensayo “El lugar del canto”, donde podemos leer: “El lugar es el punto o el centro sobre el que se circunscribe el universo. La patria tiene límites o limita; el lugar, no". En la revista Quimera publiqué hace unos meses el capítulo inicial de un texto amplio e inédito sobre este asunto (“En torno a la noción de lugar”) cuyo origen está en una conferencia que impartí en la desaparecida sede tinerfeña de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en los noventa del siglo pasado, en un curso dirigido por el poeta Andrés Sánchez Robayna, otro poeta “espacial”, con la presencia de pintores (como Luis Gordillo) y arquitectos.
Es verdad que he llegado a plantear, con todo respeto, un ligero cambio en la famosa  definición de Machado sobre la poesía, para señalar que es “palabra en el espacio”, no sólo en el tiempo. Pero, como bien señala en su pregunta, una cosa y la otra están indisolublemente unidas. El escritor Juan Ramón Santos indicó con agudeza que mi poesía “se caracterizaría, pues, por su vocación de abordar el tiempo desde el espacio, por el intento de amarrar la memoria a unos lugares que, como escenarios vivos del pasado, forman parte de la identidad del poeta”. Y alude al jardín “otro lugar común” en ella, como las ruinas, cuya mera mención me hace recordar la poesía de Aníbal Núñez, uno de mis maestros, poeta declarado del espacio gracias, por ejemplo, a  su muy salmantino Alzado de la ruina.
Otro, el citado Bayal, que ya se había acercado a este asunto en su ensayo “Lógica del territorio” (capítulo 2), publicado en su libro Equidistancias, ha escrito en “Leyendo a Álvaro Valverde” (un texto que vio la luz en esta misma revista): “tanto da que el poeta esté en Nápoles, en Cadaqués, en Brujas, en Madrid o en luminosas ciudades del sur: cada uno de esos lugares remite inexorablemente al origen. Y no es sólo que todos los lugares sean a la postre el mismo lugar o el único (“una ciudad es todas las ciudades”), sino también que vaya el sujeto donde vaya no deja de ser el mismo sujeto y no dejará de establecer conexiones (…) entre lo uno y lo otro y certificar que ir y volver sí son la misma cosa.”
Lo cierto es que los lugares, ciertos sitios, me inspiran, por usar un término en desuso. En ellos parece que el tiempo se detiene y se hace evidente el presente perpetuo de la poesía. Por citar algunos, además de la Plasencia del “origen”, el molino de agua que pertenece a la familia de mi mujer (donde tanto he leído  y escrito y contemplado), un ameno rincón escondido en un pequeño valle del norte de Extremadura; Yuste y el Cementerio Alemán (donde se ubica mi poema acaso más conocido); la comarca de las Hurdes (que está detrás de mi libro El reino oscuro); numerosas ciudades vislumbradas o que forman parte de mi vida, como Tánger, a la que he dedicado mi último libro. O Gijón, muy presente en mi novela Las murallas del mundo.
Mi interés por lo espacial (no en el sentido astronáutico: soy alguien muy apegado a la tierra) está muy unido a mi fervor por el campo y la naturaleza (no en vano soy extremeño) y por la arquitectura. La casa es otro de los símbolos centrales de cuanto he escrito.
4- Sobre todo en sus cuatro o cinco primeros libros (lo que es mucho) usted tiende a que el objeto del poema sea algo enigmático, como si presintiera, y con usted el lector, que lo que quiere designar aparece por reflejos, quizás como un eco de la poesía simbolista. “Todo expresa una múltiple,/ e inasible presencia”, afirma usted en un bello poema (“Mecánica terrestre”) ¿Le parece que hay algo de esto?
Uno escribe por tanteo. Sin brújula. Sin saber a dónde va, por racional que me considere. Lo que tengo delante de los ojos, lo que pienso, es, a pesar de todo, confuso y misterioso. La realidad es múltiple. E inasible. Precisamente para intentar comprender escribe uno. Para entender lo de fuera y, de paso, intentar entenderse a sí mismo. Conocerse, como quería el griego. Pero siempre desde la incertidumbre, la duda, el no saber. Por lo demás, detrás de cada cosa, ya lo dijo Auden, se esconde una oculta razón (título de uno de mis libros). No utilicé lo de “a debida distancia” (título de otro) de manera casual: es así como concibo mi relación con los individuos y los objetos que me rodean. Para verlos y comprenderlos mejor, supongo. Eso sí, a lo más, llegamos al vislumbre, a la conjetura. La complejidad de los seres y las fuerzas, que diría mi paisano Felipe Núñez, impide otra cosa que no sea el presentimiento.
Ahora bien, intentando que, en los poemas, la claridad impere. Me di cuenta pronto de que era más fácil ser oscuro que claro. Que era mucho más complicado expresar los sentimientos y los pensamientos con claridad que de forma, digamos, embrollada o confusa (que es lo que algunos  denominan, sin empacho ni respeto, hermetismo). Y no lo he hecho por cortesía para con el lector, parafraseando a Ortega, sino por coherencia y responsabilidad. Por respeto a la poesía. 
5-¿Qué significa la infancia, la que usted vivió, para su poesía? ¿El hombre maduro es un niño reinventado?
Me da la impresión de que la infancia está  sobrevalorada. En lo literario, digo. Se ha repetido hasta la saciedad la famosa frase de Rilke, lo de que "La verdadera patria del hombre es la infancia". Que todo lo que somos, o casi, se lo debemos, creamos o no en las teorías de Freud, a esa primera etapa de nuestra vida. Por otra parte, Wordsworth afirmó que "El Niño es el padre del Hombre". Algunas veces he hecho alusión en mis versos a concretas circunstancias del niño que fui. Por aquello del carácter, que tanto me obsesiona y que, ya se explicó, está en la médula de lo que acaso sea un poeta; por aquello del carácter, decía, uno sigue siendo aquel muchachino tímido (vergonzoso, diría mi madre), raro al parecer de otros, que solía apartarse del grupo, sensible, nervioso (en el sentido en que lo emplea Brodsky: Solo soy un hombre nervioso por circunstancias propias y ajenas, pero muy observador"), poco deportista (y nada aficionado al fútbol) pero amante del paseo y de la montaña, solitario, tristón y melancólico, sí, pero al que nunca le faltaron amigos. No fui un precoz niño lector, pero me gustaba escribir redacciones; que, por cierto, no le gustaban a mi profesor de Lengua.
Se repite que el poeta debe conservar al niño que fue. Es posible. Reconozco cierta ingenuidad en mí que a lo peor tiene mucho de eso. O no, porque rescata la inocencia del crío que fui.
Los miedos son también de entonces: a la oscuridad, a la noche, a la muerte… Me inclino a pensar que lo que en realidad mantenemos es a una especie de adolescente eterno. La fragilidad, el desvalimiento que suma a su personalidad el hombre adulto tras superar, al menos por el cómputo numérico, esas dos etapas iniciales de la vida.
Por lo demás, me suelen resultar indigestas las páginas que en cualquier biografía o autobiografía se dedican a la infancia. Por algo será. Lo que no necesariamente significa que uno no tuviera una niñez bastante feliz. Añado, y termino, que al ser, por profesión, además de padre, maestro de Primaria, funcionario con treinta años de servicio a las espaldas, este tema me ha resultado a lo largo de la vida muy cercano.

Una entrevista en CHA (3)

© Salvador Retana
6- ¿Asumiría la frase, “sin intimidad no hay universo”?  Algunos de sus poetas favoritos han aunado la exploración de su mundo individual con una contextualización que lo trasciende. Algo de esto hay a lo largo de su poesía. ¿Podría hablarnos de esta tensión?
Sí, podría asumirla. Al frente de uno de mis libros se puede leer un epígrafe de Gabriel Ferrater: “Diré lo que me huye. Nada diré de mí”, en su versión castellana. Con ello doy a entender que la de uno no es una poesía confesional o intimista, en la vieja acepción. Vuelvo a recordar lo de “a debida distancia”, un lema para mí. Respecto a todo lo que me rodea. Para apreciarlo mejor. Con todo, pronto comprendí que la única manera de ser tú y, en consecuencia, de que tu voz no fuera igual o demasiado parecida a otras, era intentando levantar tu propio mundo; construirlo a partir de tus propias experiencias. Y con tus palabras, claro. Con tu tono, mejor. Ahí no puede haber plagio. Por otro lado, sólo me atrevo a escribir sobre lo que conozco y me pasa. De ahí que la narrativa, donde prima la ficción, o la poesía experimental, donde se impone la invención, no sean lo mío. Mis novelas y mis poemas son, con frecuencia, páginas de un diario, como muchos de los poemas que he escrito y publicado. Eso sí, ese mundo debe ser habitable y los versos transferibles. Por aquello que dejó dicho Pacheco y que me gusta tanto citar: “No leemos a otros, nos leemos en ellos”.
Con Anne Carson, salvadas todas las distancias, uno también podría afirmar: “Hay demasiado de mí en mi escritura”.
Como lector, en fin, suelo desconfiar de la poesía en la que no tocas a un hombre. O a una mujer. De ahí mis reticencias con respecto a la basada en ficciones y en personajes que tan de moda estuvo en España hace unos años. O ahora mismo bajo la exitosa y cínica apariencia del malditismo. No me la creo.
7.-Usted ha leído con interés, diría que apasionado, a María Zambrano y a José Ángel Valente, y en su poesía también se da una fascinación por el centro (mito o imagen) que alimenta las poéticas de ambos autores. Lo curioso es que el centro parece inasible por el hecho mismo de concebirse como tal. ¿Hay tal centro?
He leído a María Zambrano y a Valente. Con la pasión debida, como leo, por fortuna, casi todo. Ojalá, y para bien, se note. Pero tampoco soy un especialista en sus respectivas obras. Ni he leído las obras completas de la primera ni siquiera absolutamente todo lo del segundo, por ejemplo su novela póstuma. Con Claros del bosque o las páginas que dedicó a Zurbarán o a Gaya me basta, en el caso de la pensadora andaluza con raíces extremeñas. De Valente me quedo con los dos libros de poesía que abren y cierran (una vez muerto) su ciclo poético, además del que cité antes. Con él me ocurre, siquiera a ratos, lo que con Octavio Paz, que prefiero sus ensayos literarios a sus versos, por más que la poesía de ambos no sea comparable.
Me resulta complicado expresar esa fascinación por el símbolo (mito o imagen) del centro. Supongo que se relaciona con dos asuntos: con el del sentido del equilibrio, esa suerte de centralidad que uno ha perseguido en su vida, y con la búsqueda de lo que constituye la esencia o el núcleo de lo que nos sucede. Aquello que nos hace de verdad humanos. O humanos a secas. Como observamos Jordi Doce y yo, es, en todo caso, “un centro fugitivo”. Se nos escapa o cambia permanentemente. De ahí lo interesante, por cansado que sea, de ese asedio. Por cierto, esta referencia al centro me recuerda el verso de Joan Vinyoli, uno de mis poetas predilectos, acerca del “círculo convincente”, ese al que acaso se llega después de ensayar muchos círculos previos.
8.- Como si hermanara a Heráclito y a Parménides, en su obra el agua, fluyente o estática en un estanque, es una presencia constante. Sin duda es agua de lo que usted habla, pero no es menos cierto que habla del tiempo, eso que al parecer sólo sabemos lo que es cuando callamos, ¿o tal vez cuando se logra escribir ciertos versos como  “Enramada y sonora, en esta fuente,/que apenas mana en el feroz verano”… (“El espacio único”, de A debida distancia)?
Mi añorado amigo Ángel Campos dejó escrito: “De todos los milagros, el del agua”. Así lo creo. Ya sea de manantiales y fuentes (a la de Yuste le dediqué un poema, y a la escondida de Los Alisos, donde cito ese verso), estanques (como el del molino) o ríos, sobre todo. Como el humilde Jerte, que pasa por mi ciudad natal; el mío, lo que me lleva a los versos de Alberto Caeiro traducidos por Octavio Paz: “El Tajo es más bello que el río que corre por mi pueblo, / pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo / porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo”. Me agrada, en fin, esa mención a Heráclito; un presocrático poeta, sin duda. Sí, las aguas detenidas (título de mi segundo libro, palabras también tomadas de Vinyoli) no deja de ser una metáfora del tiempo. Ya se dijo antes que tiempo y lugar van al unísono. Hablo del tiempo en un determinado lugar. Un lugar que me habla del paso del tiempo, tema eterno de la poesía. Y el agua es un símbolo perfecto para acercarse a ese misterio. Y a cualquiera. Basta con revisar lo que ha dado de sí el mar como símbolo; una forma inmensa del agua que a uno, del interior, le deja siempre en suspenso.
Resulta curioso que uno haya utilizado el agua para intentar explicar su propia poética. Lo expresé así en la Fundación Juan March, dentro del ciclo Poética y poesía: «Imaginemos el agua fría y cristalina de una de esas gargantas que bajan de las sierras de mi entorno (las de La Vera, por ejemplo), de ésas que nos permiten ver con nitidez su fondo de guijarros. Ahora bien, si intentamos coger uno, comprobamos con estupor que nuestro ojo ha sido incapaz de calibrar la profundidad real que en esas aguas separa el fondo de la superficie. Lo que parecía estar cerca no lo está tanto. Así, lo que nos mojamos al coger el canto rodado no es la mano, ni la muñeca, ni el antebrazo, ni el codo, sino el hombro y más incluso. Esta metáfora acuática es un ideal transferible a la poesía. Leemos un poema que nos parece transparente y, no obstante, sentimos el vértigo de lo que no sabemos explicar. En la claridad está la mayor profundidad. Claridad que, por supuesto, no renuncia a lo complejo. Digo a lo complejo, no a lo complicado. La complicación en poesía sobra, estorba. La complejidad es, sin embargo, consustancial a ella: está en la vida. Todo, desde el más simple artilugio hasta la más sencilla acción, soporta un determinado grado de complejidad».
Por otra parte, en un poema reciente que he titulado “Poética”, se lee: “La poesía, / sus elucubraciones, / los asedios / que gravitan en vano / ―teóricos, abstrusos― / sobre ella. // La poesía / que hoy sólo se me antoja / tan sencilla / como el gesto de alguien / que da un vaso de agua / a otro con sed.”

Una entrevista en CHA (4)

9.-La memoria es fundamental en su obra, pero no es un procedimiento (en lo formal) realista, porque siempre hay un recurso, a veces angustioso, de la imaginación. ¿Cómo vive esta experiencia entre un supuesto objeto de la memoria y el hecho de que haya que imaginarlo?
Nunca me he considerado una persona imaginativa, sino todo lo contrario. Es verdad que en el sentido más superficial o común, en lo que tiene que ver con la invención, la novedad y la fantasía, no con las imágenes. Si no realista, en sentido estricto, cuanto escribo está muy anclado en la realidad. En la que uno vive o siente, claro. Esa realidad que asume tanto de sorprendente, de ficción incluso. Ya dije que uno de los problemas que tiene para mí la prosa, la narrativa, se basa en mi dificultad para inventar. Para crear mundos ficticios. De lo que no conozco, procuro no hablar. Porque no sé.
Un verso de Territorio dice: “Escribo hacia el pasado porque olvido”. Así ha sido siempre, no digamos ahora, en plena cincuentena. De hecho, debe ser uno de los pocos versos míos que sé de memoria. Me dan mucha envidia esos poetas que son capaces de recitar sus poemas sin leerlos. Los suyos y los de otros.
Me refería antes a Valente, a esos dos reinos en los que, según él, se constituye el poeta: visión (prefiero decir mirada) y memoria. No hace falta evocar las palabras de Wordsworth, eso de que la poesía  “tiene su origen en la emoción rememorada en la tranquilidad”. El poema se escribe desde la recuerdo, no desde la inmediatez o en caliente. Cuando voy a los institutos se lo explico a los muchachos a partir del ejemplo de un poema de amor. El que uno escribiría después de una noche apasionada, apenas ha pasado ese momento feliz, y el que se concibe, desde la memoria, días, semanas, meses o años después de ese encuentro. El primero se nos suele caer de las manos apenas volvemos a leerlo, no sin vergüenza. El segundo puede que refleje de forma aceptable lo que significó ese intenso suceso.
Los melancólicos, y por tal me tengo, miramos mucho hacia atrás; en mi caso, sin afán nostálgico. Puede que uno necesite del paso del tiempo para asumir o comprender según qué. Ese tamiz me parece imprescindible en poesía. No cabe duda, es verdad, que aquello que la memoria nos proporciona casi nunca es lo que pasó en realidad, pero es lo que ha quedado y basta. En ese sentido, puede que al cabo haya, oh paradoja, que imaginarlo.
10.- Para usted la poesía hispanoamericana, o la catalana, existen, quiero decir: se ha hecho cuerpo en su propia poesía. ¿Podría hablarnos de sus lecturas de poetas hispanoamericanos que le han marcado? Le pregunto esto pensando en un poeta inglés que usted ha leído y admira, recientemente fallecido, Charles Tomlinson, para quien el manejo del verso inglés por la tradición moderna estadounidense fue decisivo.
No quisiera ponerme estupendo a la hora de citar nombre y obras, pero tengo que reconocer que ambas tradiciones forman parte de mi tradición particular, digamos, esa que cada uno se construye a partir de las que existen. Empiezo por la catalana, la menor (y no por su calidad), que me atrajo desde muy pronto. Siempre menciono la influencia en mis primeros pasos líricos de la antología de Jaume Pont y Joaquim Marco  La nueva poesía catalana, publicada por Plaza & Janés en 1984, donde descubrí a tantos poetas fundamentales, de Marí a Parcerisas, de Margarit a Susanna. Coetáneos de Gimferrer, otro novísimo de primera hora, o Comadira, al que vi por primera vez en un programa de la televisión catalana a principios de los ochenta; en el viaje de novios que pasamos Y. y yo en Tossa.  A estos nombres de poetas catalanes debo añadir, por sintonía, los de Manent (traductor imprescindible de la poesía inglesa), Foix, Carner, Espriu, Vinyoli, Ferrater, Pons, etc.
Ya que lo comento, la poesía catalana moderna está, en general, muy cerca de la poesía inglesa, que es una de la que más admiro (usted ha recordado a Tomlinson). Basta con reparar en las similitudes lingüísticas, que permiten traducir del inglés al catalán con una cercanía o naturalidad que no es posible cuando se hace al español; un idioma menos seco, digamos. El desaparecido García Posada ya destacó la influencia en mi poesía de esa tradición. Y mencionó a Eliot. A pesar de decir “inglesa”, por extensión, debería incluir, con todos los peros y precisiones pertinentes, a los poetas de Irlanda (que ha dado nombres fundamentales, como Yeats) y a los de habla inglesa del otro lado del Atlántico: Canadá y, ante todo, Estados Unidos (sin olvidar, pongo por caso, al caribeño Derek Walcott). La poesía escrita en inglés por Stevens, Larkin, Hardy, Dickinson, Heaney o Lowell, por citar a poetas que estimo; ingleses (siquiera de adopción), irlandeses y estadounidenses. Así, considero la lectura del crítico del todo acertada. De ahí, tal vez, las afinidades, ya digo, con la poesía catalana contemporánea. Su gusto por la naturaleza y el paisaje, por las situaciones cotidianas, el tono conversacional, la falta de solemnidad y de retórica, etc.
En lo que respecta a los poetas de Hispanoamérica, la lista sería interminable. ¿Qué sería de la poesía española sin sus obras? Sin Borges, pongo por caso, un poeta al que siempre vuelvo. Ya ha aparecido Octavio Paz, al que llegué a conocer y a apreciar, que tanto hizo por mí como presidente del jurado que concedió en 1991, un año después de su Nobel, el premio Loewe a uno de mis libros. J. E. Pacheco, al que también he aludido, tampoco puede faltar. Como, por citar sólo a los indiscutibles (pero poetas de cabecera al fin y al cabo), los venezolanos Rafael Cadenas y Eugenio Montejo, el cubano Eliseo Diego, el peruano José Watanabe, la uruguaya Ida Vitale... Prefiero, eso sí, la línea no nerudiana, que es tal vez la más abundante. El verbalismo no es lo mío. Ni el exceso y la altisonancia.
Suelo citar al ocurrente Bernard Shaw: "Una lengua común nos separa". Aunque él se refería a la inglesa, siempre me resultó muy oportuna para explicar lo que pasaba –no sé si sigue ocurriendo- entre el español de España y el de América. Esa ceguera de no querer conocer nuestra poesía ultramarina era de una torpeza llamativa. Intenté escapar de ella y por eso siempre he tenido a mano libros de autores hispanoamericanos. Por una sencilla razón: enriquecen notablemente nuestra tradición. Su calidad sobrecoge. Sin la poesía escrita en América, nuestra lengua está mutilada. Por lo demás, el que uno haya vivido y viva en la provincia no significa que sea un poeta provinciano, en el peor sentido. Esa “lengua común” permite un acercamiento ideal, sin necesidad de conocer otros idiomas. Y abre mundos extraordinarios. Por eso sigo con mucho interés la obra en marcha de Igor Barreto, Fabio Morábito, Pablo Anadón, Orlando González Esteva, Piedad Bonnett, Juan Manuel Roca… O la de algunos poetas que nos presenta el entusiasta José María Cumbreño en sus Ediciones Liliputienses. No está de más recordar que algunas editoriales españolas cuidan desde hace mucho la publicación de poetas de allá; Pre-Textos, por ejemplo.
No son éstas, con todo, las únicas tradiciones a las que me debo. Señalaré, por indispensable, la portuguesa, que conocí pronto gracias a mi temprana amistad con Ángel Campos Pámpano, espléndido traductor de muchos poetas lusos. Eugénio de Andrade, por poner un solo caso, es el autor de una poesía sobria y luminosa que admiro. La italiana, la polaca y la griega son también dignas de elogio.
11.- Hay poetas con registros muy distintos, y otros que libros tras libros ahondan y diversifican desde un centro único (de nuevo: inexpresado). Creo que ese es su caso: desde el comienzo pareciera que ha encontrado si no el tono sí algunos de los modos y de los temas que le han obsesionado siempre, y a los que ha querido ser fiel.
Hace muchos años tuve un desencuentro con un crítico. En privado, mediante carta (como se hacía entonces), le confesaba, a partir de una reseña que había publicado sobre uno de mis libros en una revista, que creía haber encontrado mi tono, esa voz propia a la que aspira cualquier poeta que se precie. Me afeó, irritado, ese reconocimiento que, sin embargo, a uno tanto le tranquilizaba. Sostenía que eso impediría no ya el crecimiento, sino el desarrollo mismo de, por decirlo pomposamente, mi obra. Es posible. Lo cierto es que, tras escribir Una oculta razón, supuse que, además de un pequeño mundo, había logrado adquirir una voz distinta de las de mis inmediatos contemporáneos, lo que para empezar no me parecía poco. Con Territorio me pasa lo que a tantos con sus óperas primas: sin estar conforme con el resultado final, todo el programa poético de uno ya estaba reflejado, de alguna manera, allí. Las obsesiones, los temas, el vocabulario (esas palabras-clave, en mi caso muy gastadas, que uno reitera)... Faltaba acaso la voz, el tono personal, que en poesía –y en general- lo es todo. 
Las aguas detenidas se acerca mucho a lo que ha venido siendo mi manera de decir, aunque sobraba todavía lastre. Faltaba la debida claridad. Sí aparecía, en uno y otro, la misma noción de lugar, idénticos paisajes, y los asuntos que han caracterizado, insisto, cuanto he escrito, pero... 
Si tuviera que definir en pocas palabras mi poética, que adscribo a la corriente denominada poesía meditativa o de la meditación, podría repetir lo que ya dije en la referida charla de la Fundación March: «Hablamos de una poesía dicha en voz baja, como "conversación en la penumbra", que busca el equilibrio entre el lenguaje escrito y el hablado; sobria de dicción y, por tanto, de contenido (menos es más); de música callada y no estridente, “tamborilesca o machacona” (como la adjetivó Unamuno); una poesía reflexiva, grave (aunque no solemne), racionalista e ilustrada (sin renunciar al misterio); que pertenece a la tradición del humanismo; de ascendencia elegíaca, porque la vida, como ha recordado Francisco Brines, es el “ensayo de una despedida”».
Mucho se ha discutido acerca de si un poeta, cualquier poeta, no escribe a lo largo de su vida en realidad el mismo libro, que diría Trapiello. Soy de los que piensan que sí. Y, más allá, de los que defienden la fidelidad a una voz. La genuina, que diría Marianne Moore. Como lector, me molesta bastante seguir los pasos, a través de sucesivos libros, de algunos coetáneos más dotados, me temo, para las acrobacias que para la poesía. Es sólo una opinión. Cosa distinta es repetirse, Dios nos libre. Pretende uno, sin quererlo incluso, ahondar más que nada. El pintor habla de series. De variaciones el músico. Vuelvo a la imagen vinyoliana de los círculos, ensayando los que la vida te va procurando hasta alcanzar, ojalá, “el convincente”. Por lo demás, cambiamos. No somos siempre el mismo. La existencia te va modelando y tú, qué remedio, mudas con ella. Así las cosas, coherencia mediante, es difícil que esa lealtad te impida crecer y desarrollarte como poeta.

Entrevista en CHA (y 5)

12-. La poesía parece relegada hoy al interés sólo de los que la escriben, y quizás hay un debilitamiento en los nuevos poetas del esfuerzo necesario para escribir un poema, donde encuentro demasiadas veces un uso arbitrario, y no surgido de la necesidad o la fatalidad, de las imágenes. ¿Cómo ve el momento actual de la poesía? ¿Le preocupa? ¿Está siendo sustituida por la prosa? ¿Es posible esa sustitución?
La mala salud de la poesía es crónica. ¿Cuánto tiempo hace que está encerrada en las catacumbas, como anunció Paz? ¿Cuánto que es leída por los propios poetas o los aspirantes a ello o, en fin, por los aficionados y domingueros líricos? El caso es que la poesía está. Y se la sigue esperando. Dicen que incluso de moda, como algunos poetas. De vez en cuando se ocupan de ellos y de ellas en los suplementos y revistas de papel couché. Bromas aparte, lo cierto es que vive. Uno no concibe su desaparición. Era, es y será necesaria para según quiénes, letraheridos que precisan de ella para intentar comprender lo que son y cuanto les rodea. Nótese que esa necesidad suele fundamentarse en torno a la turbulenta adolescencia. No es casual. Basta pasarse por cualquier instituto de Secundaria para dar una lectura o una charla. En su forma más elemental, de acuerdo, en los ripios de sus carpetas o en formas no menos rudimentarias de rap, la poesía resiste. Mientras un chico o una chica echen mano de ella para declararse, explicar su desconcierto o para aliviar este o aquel dolor.
Después de unos años alejado de los nuevos nombres y, por tanto, de las nuevas corrientes de la poesía española, de la escrita en suma por los jóvenes, gracias a la publicación del blog (que lleva ya una larga década alojado en una esquina de Internet) he vuelto a leer bastante y, sin estar al día ni mucho menos pretenderlo, algo podría decir al respecto. Por ejemplo, que entre la morralla, que abunda, hay un puñado de poetas jóvenes excelentes, aunque prefiero no nominar. Es lo único que importa. Por otra parte, coincido con algunos analistas de lo poético en que la prisa, signo de nuestra época, que el deseo de llegar (no sabemos a dónde: esto, señores y señoras, es poesía), de triunfar y ganar premios y publicar y publicar libros, es un síntoma demasiado evidente. Una conducta temeraria, cabe añadir. Hay de todo, claro. Quienes a pesar de eso han logrado libros dignos de tal nombre y quienes, hagan lo que hagan, vayan deprisa o despacio, ni han llegado ni, nos tememos, llegarán. Con independencia de las campañas de mercadotecnia (en forma de antología o de festivales) que lancen. Luego está el espinoso asunto de los egos hinchados, de esos nombres a los que me refería hace un momento que uno nunca sabe bien por qué han sido encumbrados y no dejan de aparecer, día sí y día también, en los medios de comunicación, algo, ya se dijo, del todo anómalo cuando de la pobre poesía se trata. Mala cosa: nada peor que estar de moda. Con todo, hay poetisos y poetisas que no cesan, como el rayo de Miguel Hernández.
Un amigo me lo recuerda con frecuencia: creamos monstruos. Entre todos, quiero decir. Luego pasa el tiempo y algunos se preguntan: ¿y éste o ésta qué pintan aquí? Demasiado tarde. Los caprichos del canon.
Sí, se repite que la poesía está de nuevo aquí. Que nada incluso en la abundancia. O eso quieren que creamos. La falta de una crítica responsable significativa (asunto nada baladí) y la democratización de Internet, unido a la abundancia de premios (muchos de ellos destinados en exclusiva a los jóvenes, que son, o eso creo, sus destinatarios naturales) facilitan el acceso a mucha poesía, es cierto, pero no toda vale o en rigor lo es. El mismo rigor o nivel de exigencia que a tantos le falta por carencia de lecturas. Sí, sobre todo, de lecturas. No hablo de formación. Se puede ser filólogo titulado y no haber leído a poetas anteriores al siglo XX, y puede que me vaya demasiado atrás. Por eso hay tanta ocurrencia por ahí suelta. No pocos descubren a diario mediterráneos ya muy descubiertos. A partir de Simic o de Ashbery, pongo por caso, que además tienen el pedigrí de extranjeros. O de estrictos contemporáneos que además son amiguetes.
El incisivo Juan Bonilla, por ejemplo, ha puesto hace poco en solfa a un grupo de “jóvenes bardos españoles” que, según él, “entre la cursilería y la sentimentalidad”, han saltado de las redes sociales a las listas de los más vendidos. No he leído a ninguno, por supuesto, pero ahí están.
Lo que está claro, al menos para uno, es que la poesía y la prosa son dos cosas distintas y que una y otra pueden complementarse pero nunca intercambiarse. Por narrativa que resulte la poesía y por lírica que sea la prosa. Los códigos son distintos. Cada texto exige su forma, eso es todo. Y el carácter de cada escritor elige la manera también. Algunos son capaces de expresarse, y bien, en distintos géneros, dependiendo del momento. No es lo habitual. Eso si cabe todavía seguir hablando en esos términos: los géneros se mezclan, se diluyen. Se dice que, de hecho, ya han muerto.
También es cierto que la prosa (en especial la novela) se lee mucho más que la poesía, pero no está mal que así sea. Ya lo dijo Juan Ramón. Uno está cómodo con los lectores (Brines dixit) y con la inmensa minoría. Para el público y las masas hay otras opciones, bardos al margen. Al lector de poesía (y al que la escribe) siempre le ha venido bien la repetida frase de Nietzsche: “Nosotros, los solitarios”.

22.1.16

La poezia de Myriam Moscona

Hablaba aquí hace tiempo del ladino y de mi gusto por esa lengua aún viva, la de los sefarditas españoles en la diáspora tras la expulsión, y aludía a las hermanas Barnatan (en el judeo-español no se usan las tildes), responsables del programa Luz de Sefarad que escucho cada domingo de tadrada en Radio 5. Voces familiares, de cuando mis suegros rememoraban en casa el habla de los djidios de Tánger. De ahí mi agradable sorpresa al leer Ansina (que se podría traducir por «así» o «así que»), de la poeta mexicana, de origen búlgaro sefardí, Myriam Moscona, que obtuvo la beca Guggenheim en 2006 y el premio Xavier Villaurrutia en 2012 por Tela de Sevoya. Publica el libro, con primor, Vaso Roto.
Vaya por delante que se trata de una obra escrita por una poeta contemporánea y no una selección o recreación de viejos poemas y canciones. También, que no están traducidos (como hizo con los suyos, pongo por caso, Juan Gelman, quien, por cierto, habló de "la hondura y el humor" de este libro "extraordinario"). Moscona lo justifica porque cree que hay "cosas que sólo pueden ser dichas en una lengua y no en otra". Más si de poesía se trata, añado. "Expresiones -dice- que sólo brotan en ladino", esta "lengua sin patria".
Para poder seguir lo escrito (que no deja de estar dicho, cabe precisar en castellano, aunque sea en uno bien antiguo), se incorpora a la edición un práctico glosario, una hoja impresa y doblada en papel negro con los términos en letras plateadas que se despliega para permitir, ya digo, una lectura más cómoda. Algunas palabras (biervos) son pura delicia: batires (preocupaciones), inyeve (nieve), hazinura (enfermedad)... La única pena es que el libro no venga con un cedé o dispositivo similar donde se pudiera escuchar la voz de Moscona leyendo. Si bien con cierta dificultad, eso puede hacerlo el lector, porque estos versos no son los mismos leídos en silencio que recitados en alto. 
Dije antes que estamos ante poesía de hoy y eso se aprecia, sobre todo, en una de las partes del libro, "De sensya" (ciencia). Las otras no se quedan atrás. La memoria, como es lógico, la personal y la familiar, domina la primera: "De empolvaduras". En "De morideros", se evoca a las personas muertas y, por eso, es una de las más intensas. En "De kreaziones i undimintos" leemos el único texto en prosa, sobre la letra beth: "el muro", cargado de poesía. En "De escribideros", por fin, se reflexiona sobre la escritura y la lingua.
Hay poemas memorables; así, "Embrolyo en Fortaleza", "Sodrera"  (uno de los breves, donde siempre es certera), "Lo ke fue", "Tomaron ayre" ("alevantando avagar / avagariko / komo ierva kresiendo", donde avagar y avagariko significan despacio y despacito, respectivamente), "Simienta" (uno de los mejores: "me lo decía mi padre // la edad dorada / de mi kavesa // está  en el guerto / sembrada / i kanta / kanticas / moertas"), "Para mejor morir", "Serrada", "Batires" o "Klaze de djudeo-espanyol (el puerpo)".
Porque el ladino existe, un mundo no ha desaparecido. Ese que, junto al propio, conocemos a través de estos poemas que van, como dice Javier Taboada, del comentario rabínico a las matemáticas. Moscona es testigo y, por suerte, se ha atrevido a expresar, como meshorer, su sentido testimonio en una lengua bellísima. 

21.1.16

Pessoa y Moya, o viceversa

Manuel Moya (Fuenteheridos, Huelva, 1960), poeta y narrador, también traduce. La extensa obra de Fernando Pessoa, por ejemplo. Tras diez años de silencioso trabajo, aparecen por sorpresa, al menos para uno, sus versiones de dos grandes heterónimos del portugués: las Odas de Ricardo Reis (Visor) y la Poesía Completa de Alberto Caeiro (Baile del Sol). Además, en Alianza Editorial, Libro del desasosiego y Ficciones del interludio ("una antología pessoana hecha por el mismo Pessoa con todo cuanto de poesía publicó en revistas de la época: 185 poemas, ni uno más ni uno menos"), y ya se anuncian otros dos: La educación del estoico (Isla de Siltolá) y los cuentos (Páginas de espuma). Por si fuera poco, Moya declara que en los próximos años traducirá la poesía ortónima y el teatro. De la fronteriza Huelva era el primer traductor de Pessoa al español, Rogelio Buendía, y en Huelva, en Fuenteheridos (un nombre poético con antonomasia), reside también este entusiasta tradutor. Parabéns.

20.1.16

Siltolá: femenino, plural

Ya comentamos en este rincón el libro anterior de Silvia Terrón, madrileña del 80 afincada en París, el liliputiense Doblez. La Isla de Siltolá publica ahora Las veces. "Replegarnos", se lee en el primer poema, que se titula como el libro. Y sí, hay mucho repliegue aquí. Téngase en cuenta que replegar es doblar muchas veces (lo que se relaciona con otro título, el del citado libro previo), además de "recogerse, encerrarse en sí mismo, refugiarse en la propia intimidad", según el DRAE. Y mucha retracción, añadiría, en dos sentidos al menos: el de acogerse, refugiarse y guarecerse o en el de retirarse y retroceder. "Todo en este refugio / es interior", escribe. De ahí que se pueda afirmar sin temor a mentir que la poesía de Terrón es muy personal e intransferible (demasiado a veces) y que se caracteriza por su medido decir silencioso, su sutileza, su fragmentariedad (donde la elipsis prima), su hermetismo y, en fin, eso que viene de lo que ella denomina "amnesia narrativa". Subrayo un par de versos:"vivimos como una herida", "la razón es / un punto ciego".
"Existen los giros, / las veces, / las esquinas imposibles de doblar", leemos en un poema central: "Avenida aquí". De nuevo los dobles sentidos. La ambigüedad. El poema termina: "Vivir / es esperar las ramas". Una metáfora de tantas (esferas, vasijas, grietas, cráter, sequía...) que, entre extrañas y sorprendentes, funcionan en clave lírica y que conducen al lector hacia un territorio incógnito que no por eso desistimos de explorar. 

Isabel Tejada Balsas, jiennense nacida en Lisboa en 1973, tiene ya publicados varios libros. Llega ahora Los sitios conocidos, en Siltolá también. En "El peso" leemos poemas brevísimos que vienen de alguna parte, ya empezados (a veces en el título, con el que dialogan), y que van a otra, porque muchas veces no terminan en la página. Por eso carecen de puntos y las mayúsculas aparecen en lugares donde no se las espera. La retorcida sintaxis se esfuerza también en demostrar su carácter fragmentario, lo que da el tono (esto es poesía) de la obra.
Dos poemas. "Soy": "más allá de lo que soy". ""Qué fue de ti": "como mi lugar mamá". En otro sitio leemos: "He hecho de mi paciencia un verbo".
En "La senda", los poemas cobran mayor extensión. El amor es el tema central. Y lo erótico que éste conlleva. O no, cabría precisar. "La disposición de desigualdad de los cuerpos / ociosos de tristeza rendidos de saciarse". "3 minutos" y "Hasta yo" podrían servir de ejemplo. Lo explícito del primero contrasta con lo reflexivo del segundo. Aunque para botón -hablo también de sexo-, "De la época del frío", que pertenece a la tercera parte del libro, "La grieta", escrita en prosa, acaso lo más sólido del delgado volumen. 
"He venido al desierto", le dice a su madre. Hay mucha soledad aquí. Y mucha tristeza. La confesión, descarnada y tan abrupta como la sintaxis a que antes me referí. Cierto y calculado tremendismo. "Voy siendo ala para nadie". Abunda la palabra "qué". En "Desde el vacío", se pregunta: "¿Qué es esto que soy?" y alude a su "aspecto lánguido", a su "tristeza al peso". "Abrazo el abismo que lleva mi nombre". Sí, estamos ante "poemas como huesos". Y sí, Tejada se cuida "de la palabra extensa" y de "ir siempre más allá de lo puramente evidente". "Escribir para salvarme" es, más que un verso, todo un lema. Léase "26", uno de los textos más duros del conjunto: "Dije No. Para. Basta. Quítate de encima." "Mi imperfección es mi belleza", escribe, y traza una poética. "Soy sólo yo", titula el último poema. Algo de lo que el lector ya se había dado cuenta. 

Paloma Corrales nació en Madrid en 1974. En "Ceci n'est pas une préface", Julio Castelló habla, en clave poética más que otra cosa, de ella y de Celebrar el aullido, que publica también Siltolá. De su poesía "en femenino" ("me memorizo como mujer"), algo, me temo, que ninguna mujer que escriba puede ocultar. Con la debida naturalidad que cabe al caso. O no: haciendo alarde de esa condición. En "(savia)" leemos: "he de rezarme / rezarme / para curar la herida / rezarme en la demora y en lo exiguo / verterme en el poema". Y sigue más abajo: "celebrar el aullido / (no aquí no aquí / sino donde se cumple la cópula)".
Estamos ante una poesía en minúscula, que es algo más que versos escritos sin mayúsculas. Un tono, sí. La propia poesía, llámese como se llame a esa figura, es objeto de no pocos de los versos del libro: "vivo en el lenguaje / o en las alegorías". De hecho, uno de los poemas más significativos se titula "(escribir)". No cree uno que estemos ante "un mensaje de nadie para nadie", como afirma Corrales. Sí que "no somos sino huérfanos de vida". 
Se aprecia sensibilidad a raudales en estos poemas breves, esenciales, leves, discretos y silenciosos, que, por otra parte, no pueden ocultar su fragilidad, y no me refiero a su resolución poética. Para muestra, tres versos:"soy corteza soy isla", "somos de la comarca de la noche", "voy desnuda y simbólica". 
Las "soledades encontradas" de los "íntimos de miedo", el amor ("nos anidábamos"), es otro de los asuntos de este libro que de aullido, por cierto, tiene poco.
La poesía, sí, "esa respiración". 

19.1.16

Lo de siempre


Calle Arenillas,
tal vez la más judía de este sitio.
Apenas media tarde.
La recorres tú solo mientras hueles
un olor a azahar que salta el muro
del palacio de al lado.
De uno de los últimos jardines
cerrados de Plasencia.
Mientras aspiras
su aroma con placer,
te preguntas si no es improcedente
llevar a este poema sensaciones
tan antiguas, acaso, y tan gastadas.
Si es justo y necesario en esta época
volverlas a evocar. Si no es un gesto
impropio de un poeta de este tiempo.
El canto de algún pájaro emboscado
-un mirlo, por ejemplo- te disuade.
Cesan las dudas y al momento piensas
que la felicidad, palabra vacua,
sólo es posible ante estos simples hechos:
los mismos que han dejado desde siempre
desarmado y perplejo a cualquier hombre.

adevaherranz



















Nota: Este poema ha sido publicado en el número 40-41 de la revista cordobesa La manzana poética, en la sección "Correspondencia y complicidades", bajo el título "38 poetas españoles actuales. (Antología poemas inéditos), con prólogo de Luis Antonio de Villena.