2.10.24

Nuevos poemas de Fernando Sanmartín



El poeta Fernando Sanmartín vuelve a la carga. Y lo hace como suele: en una colección exquisita y minoritaria (qué verdadera poesía no lo es), por breve (esto es una plaquette y no un libro), con la misma sutileza y elegancia que destilan sus versos. 
Archivo fotográfico es la quinta entrega de la colección Cuadernos del Mirador y fue impresa, cosida y encuadernada sobre papel verjurado crema el pasado 24 de julio en la ciudad jiennense y muy literaria de Úbeda; el mismo día, como reza en el colofón, pero de 1967, que Paul Celan leyó poemas en la Universidad de Friburgo delante, entre otros, del filósofo Martin Heidegger. 
Tengo en mis manos el ejemplar número 8 de una tirada no venal de 30 y viene firmado por su autor. La edición es preciosa. El diseño y su cuidado, justo es decirlo, corresponden a Francisco Sánchez Bellón y la viñeta de la cubierta es obra del pintor Pepe Cerdá. 
Sus páginas parecen, al abrirlo, metidas en un sobre gracias a la ingeniosa doblez de las solapas. Una joya para cualquier bibliófilo (su amigo Melero, por ejemplo) y, después de leerlo, para cualquier amante de la poesía. 
Al frente, una cita del poeta portugués Jorge de Sena: ... la orilla no pertenece al río.
El título no da lugar a equívocos. Ni el barco de la portada. De postales o estampas hablaría uno por aquello de que cada poema -son ocho en total- viaja, digamos, a un lugar. El primero sitúa la acción en Nueva York: "Perderse, a veces, / puede ser como lavar una herida". 
Desde el principio, Sanmartín es capaz de mezclar realidad e imaginación a base de comparaciones y metáforas sorprendentes. A uno le recuerda vagamente a Simic, otro explorador del misterio que se esconde ante nuestros ojos, en plena cotidianidad. Algo que desconcierta, no cabe duda. Un tono surrealizante, digamos, pero que no cae en el sinsentido, la boutade o el absurdo. Nada ortodoxo. Más que un mero juego. No en vano ha afirmado que "el surrealismo es un camino que en algún momento conviene tomar. (...) Me doy cuenta, y lo han dicho otros, que el surrealismo te adentra en una atmósfera de libertad que vale la pena". 
Si la poesía fuera un circo, entendido en su sentido más genuino y favorable (como el del Sol, que vi hace unos días en Sevilla), este hombre sería uno de sus mejores saltimbanquis.
En el segundo viajamos a Estambul. Pero no para hablar de esa ciudad o pasearla o describirla, sino para contar, en este caso, una situación que podría haber sucedido acaso en cualquier parte. 
(A rachas, el diarista y el narrador se cuelan en la escena de estos versos para ahondar con sigilo en el secreto.)
El tercero está dedicado a un lugar poético por excelencia: el silencio. "El silencio es feo / cuando llora la sal". El silencio / es un suburbio / en el que muchachos terribles / tiran piedras / a un oso ciego". "El silencio es lo repetido, / la oración de los sótanos, / el testamento último".
El cuarto, una enumeración borgeana (mejor que caótica, porque al fin y al cabo ésta tiene sentido). A partir de "Quiero ser...", "Quiero ir..." y "Quiero que...". Jonás, Miguel Strogoff, Mallarmé, linterna en la noche. A la tumba de Pedro de Osma, a la isla de Elba. "Quiero que la tristeza se convierta en un viejo caballo". 
El quinto nos traslada a una tarde de lluvia en Turín donde dice que no sabe "ahuyentar / lo inacabado". 
De nuevo las repeticiones en el sexto, sobre la base de "Desconozco si Hamlet...". Si "aspiró / a ser confuso", si "iba en taxi / hasta Brooklyn / para llenar de ceniza / el rumbo de sus brújulas", si en él "vivía un hombre tímido" o "se asomó / a Faulkner".
En el séptimo poema, el más emotivo, "está mi padre". Y su muerte cuando el poeta contaba trece años. "Soy una pintura negra de Goya". Un poema donde "no hay ruido / y sí mucha intemperie / porque la memoria es un idioma / que me produce insomnio". 
El octavo y último, muy breve, repite dos veces "Es hora / de". "Busco mi nombre / para desvestirme", concluye. 
"Un poema exige, a veces, mostrar con pocas palabras, lejos de cualquier envoltura, lo que se ha vivido", ha dicho Sanmartín, y no es mala poética.
Doy por hecho que estos poemas formarán parte de un libro futuro y que más de treinta lectores podrán disfrutarlos. Paciencia. 

26.9.24

Palabras que estremecen

No es la primera vez que da uno noticia del poeta, narrador, guionista y letrista de canciones Juan Gil Bengoa (Bilbao, 1958). De alguno de sus libros de poesía, quiero decir. El vasco ha tenido la buena idea de reunir en Postales del norte poemas éditos (de Los desiertos verdes, La noche cerca y Rwenzori) e inéditos sobre el tema del terrorismo. Del de ETA, conviene matizar, por más Bengoa haya escrito también sobre los GAL, cara y cruz de la misma moneda, y, más allá, de que el terrorismo sea un fenómeno universal, facciones y siglas al margen. Hay, sí, mucho olvidadizo.
Leído de principio a fin, adelanto que no parece una muestra sino un libro unitario, tal vez porque todos los poemas abordan un mismo asunto, poco importa que estén escritos en fechas muy distintas (algunos hace veinte años) y sólo el último sea reciente.
Lo prologa otro poeta de allí, que conoce bien la obra de Gil Bengoa y aquellos “tiempos convulsos”: Aitor Francos. Alude éste a la “muerte por decreto”, a la costosa disidencia de “cualquiera que no comulgue con una doctrina impuesta por una ideología política”, a los protagonistas de esos poemas (anónimos o no), de una escritura “descarnadamente pesimista (que no triste)”, “al dolor producido por la sinrazón de la lucha armada, a las víctimas que fueron cayendo por un camino de silencio y olvido. Y al temor”. Por eso es tan oportuna esta lectura. O relectura, siquiera y en parte para algunos.
Uno lee estos versos y se sorprende de la sorpresa que le produce revivir unos hechos que no pocos vivimos. Y sufrimos, claro. Día sí y día también, durante décadas. Dolor y miedo, recuerda Francos. El blanqueamiento de los asesinos y de sus orgullosos herederos (propiciado por quienes detentan actualmente el poder y sus socios preferentes, dos partidos nacionalistas vascos entre ellos), el ominoso silencio (ya se dijo) que ha caído sobre aquella indignidad colectiva donde escasean los inocentes (esto es, los que ni actuaron, ni consintieron ni, en fin, miraron hacia otro lado), nada que ver con la sana política (aquello fue pura barbarie), ha conseguido que, en efecto, quien lea asista perplejo al escalofriante espectáculo ocasionado por esta repentina e intempestiva recuperación de la memoria. También histórica, por cierto, que no todo va a ser la maldita Guerra Civil.
A pesar de eso, que nadie se llame a engaño: este es un libro de poesía, no un documental (aunque algo de eso tenga) ni un reportaje periodístico (que también). Un testigo da fe de lo que pasa. De lo que pasó. Habla a veces en primera persona y otras recurre al monólogo dramático para ponerse en la piel de las víctimas, y aquí la palabra “víctimas” incluye no sólo a quien fue vil, cobardemente ejecutado (civiles o de las fuerzas de seguridad del Estado, mayores o menores, mujeres y hombres), sino también a su familia, a sus amigos o, ahora sí, a sus correligionarios políticos, tanto de izquierdas como de derechas, por utilizar la vieja terminología. A estos y, por extensión, al resto de ciudadanos dignos de tal nombre que poblábamos (cuando asesinaban) y poblamos este país. 
El volumen se abre con esta suerte de aforismo: “Una patria por encima de todas: la vida”. Está todo dicho. Lo que viene después se ocupa de defender esa idea. Se repasan situaciones reales que empiezan con el poema “Notificación”. En el primer verso la palabra “temblor”; en el último, “horror”. Luego, las rutinas de quien es un amenazado, los supervivientes (qué emocionante “En la ciudad al borde del mar”), el exilio (el de verdad: “A las puertas del norte”), la fragilidad, el gesto de quien, en el malecón, respira hondo siquiera un momento, los mapas (“evocar rincones de la memoria / e imaginar los lugares (...) / que tanto anhelo”; el Midi, por ejemplo), el box del hospital donde alguien se debate entre la vida y la muerte (conviene anotar que Gil Bengoa es un profesional sanitario), los funerales y los camposantos, la melancolía (y una pregunta clave: “Si no participé en ninguna guerra, / ¿por qué fui declarado enemigo?”), los escoltas (léase “En mitad del invierno”, tipográficamente acertado), la “dulce inercia” y la autocensura, la reflexión personal sobre el asunto (“Al margen”, “Declinación”, “Patio”, “Pesadumbre”), el miedo (“Vecino”)...
Poemas tan certeros como un tiro a quemarropa, si se me permite la cruel comparación. Tal el titulado “Intramuros”: “Hay lugares / donde sien y nuca / son palabras / que estremecen // de veras”. O “La frontera”: “¿Qué es lo que hizo mi padre  / para que lo mataran como a un perro?”). Tan lúcidos como “Demolición”. 
En “Desalojos”, una afirmación inquietante: “Por fin la libertad qué libertad”. “Os envilecen las palabras patria y bandera” y “He visto hombres asentados en el odio riéndose de sus víctimas”, leemos en otro. En la misma línea, “Dialéctica”, que termina: “escuches testimonio o semblanzas // recuerda / que no hubo campos de batalla”. Ah, los relatos. Urdidos con mentiras. Y una advertencia: “si callaste entonces / cuando pudiste / hablar // no hables ahora / cuando ellos / callan”. 
En la coda final, estos últimos versos: “Ya ves / viajero/ los tiempos van cambiando / aunque el dolor (lo ignoras) persista”. Maldito olvido. El que pretende evitar este puñado de poemas que vuelven a demostrar la capital importancia de la poesía. Gil Bengoa, un valiente, ha logrado salir con buen pie de tan complicado malabarismo. Que ladren. 

Juan Gil Bengoa
Vitruvio, Madrid, 2024. 75 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista digital EL CUADERNO


25.9.24

Krasznahorkai y Extremadura

Leo la espléndida entrevista que le hace
Nuria Azancot (en El Cultural) a László Krasznahorkai y me acuerdo de mi añorado amigo Antonio Franco, que en 2009, cuando sólo se había publicado en España un título del escritor húngaro (por Acantilado, su sello de referencia), propició la edición de El último lobo en la colección Territorios escritos de la Fundación Ortega Muñoz (cuidada y diseñada por Julián Rodríguez y en traducción de Adan Kovacsics).
El crítico Enrique García Fuentes escribió: "Desde la barra de un bar de un multiétnico barrio de Berlín, el “Sparschwein”, sito en la “Haupttstrasse, y ante una botella de “Sternburger” (una sola cada vez), un personaje, una especie de escritor acabado (claro trasunto del propio autor, aunque constantemente juegue con el equívoco) va explicando al cada vez más atento camarero húngaro que le despacha la curiosa peripecia de cómo vino a Extremadura y lo que aquí encontró. La situación es francamente tan novelesca como atrayente, ¿qué tienen que ver este casi desahuciado autor con una región donde no hay nada?, pues, como le dicen, se trata de un «territorio enorme, despiadado, desierto, llano, con algunas pequeñas regiones montañosas aquí y allá, sobre todo en las proximidades de la frontera, una aridez tremenda, montañas peladas, tierras resquebrajadas, sin apenas gente, porque la vida allí es durísima, profunda miseria y árido vacío». ¿Qué escribir sobre todo ello?". 
De eso va el libro y sí, Krasznahorkai lo escribió a partir de una invitación a visitar esta región realizada por el que fuera director del MEIAC y responsable, mientras vivió, de la citada Fundación. Ese era el espíritu de una colección que reúne sólo tres títulos; además de éste, sendas obras del filósofo alemán Peter Sloterdijk (El reino de la fortuna, seguido del ensayo de Isidoro Reguera "Extremadura, Renacimiento, Fortuna") y del polígrafo salmantino Fernando de la Flor (Las Hurdes. El texto del mundo).
Justo es recordarlo en este momento, cuando el húngaro residente en Berlín, eterno candidato al Nobel (como suele decirse), "el mayor escritor secreto para los lectores secretos", goza de un merecido prestigio y nueve de sus libros están ya traducidos al español.
La razón de su visita a nuestro país es, por cierto, la concesión (en Tánger) del Premio Formentor.





23.9.24

Dos isleños cosmopolitas: Llop y Juncosa

Esta entrada no pretende ser una reseña. Por sistema, y salvo excepciones, sólo escribo sobre libros de poesía. Mi atrevimiento tiene un límite. Por otra parte, no tengo muy claro si estos no lo son, a pesar de que estén editados en prestigiosas colecciones de narrativa. Sí sé que sus autores son dos poetas. Y de cuerpo entero. Lo que en última instancia no me parecía de recibo era dejar de consignar aquí ―esto es, ante todo, un diario de lecturas― el placer que me han deparado esas páginas, más en medio de un verano tórrido y agobiante donde no han faltado, en lo personal, como les pasa a todos, algunos problemillas y otras tantas alegrías, suma perfecta para que uno se aleje sin querer de los libros. 
De Llop y de su obra ya ha dicho uno bastante como para que el asiduo visitante de este cuaderno desconozca el aprecio tengo por cuanto escribe. Digamos que Si una mañana de verano, un viajero (el título homenajea a Italo Calvino, a su Se una notte d'inverno un viaggiatore) es una nueva vuelta de tuerca a ese mundo que siento tan cercano, a pesar de todas las distancias (geográficas, literarias y vitales) que nos separan. Para mí, uno de sus mejores libros. En línea con otros admirables, como Solsticio (con el que tanto tiene que ver: otro verano, este de infancia) y En la ciudad sumergida (con Palma al fondo). También con su poesía, que reunió bajo el oportunísimo título de Mediterráneos. No estaría de más consultar uno de los libros de Llop que prefiero: el de sus conversaciones con Daniel Capó y Nadal Suau. 
Tengo mi ejemplar demasiado subrayado con lápiz como para destacar esto o aquello. Me ha gustado de principio a fin, un poema magnífico. Para empezar, es uno de esos libros que nadie sabe cómo clasificar. Porque, además de poesía (lo recalco), es novela (al modo de Trapiello, la que toda vida lleva aparejada), diario (el de sus rutinarios pero apasionantes días en la isla, en una casa y en otra, Sa Marina y Valldemossa, siempre con la presencia poderosa del mar, en familia, con amigos, paseando) y ensayo (metaliterario, por ponerle un apellido, poblado de las obras de sus autores dilectos, sus lecturas de cabecera). ¿Autobiografía?, sí, por supuesto, pero debidamente cocinada, como uno de esos pescados recién salidos del agua que Llop prepara al aire libre y que necesitan pocos condimentos para estar deliciosos: un poco de aceite, sal...
Sorteando esas insalvables distancias a que antes me refería, no he podido por menos que acordarme, mientras leía, del molino familiar y sus estíos gloriosos; del pasado ya, como su primera casa. Esta al borde del mar (el Mediterráneo, casi nada), el otro al lado de una modesta garganta enclavada en lo más profundo de Extremadura (la del Obispo, por más señas). Este y Oeste, levante y poniente. Con todo, ya digo, como uno se lee en lo que otros escriben, las similitudes... Y como común ruido de fondo, el soplo del siroco. El real, el imaginado. 
En uno de los capítulos más entretenidos y sorprendentes del libro, "El príncipe de Baluchistán", aparece como artista invitado su amigo Enrique Juncosa, el poeta palmesano, como Llop, autor de una decena de libros de poesía, comisario de exposiciones y experto en arte, además de ser uno de nuestros más cosmopolitas conciudadanos, habitual asimismo de este blog
En 2014 dio a la imprenta Los hedonistas (Los libros del lince), un puñado de relatos. Vuelve a ese formato en Los lagartos divinos, que me ha encantado. No uso la palabra al azar. Algo de magia tienen estos cuentos, por más que en uno de los casos: "El meridiano de la desesperanza", yo hablaría incluso de nouvelle, y no de novela por decisión de Juncosa. 
Escritos con un estilo elegante, directo y efectivo ―como en el caso de Llop, pura poesía a rachas―, nos llevan a lugares lejanos y hasta exóticos (Londres, Nueva York, Ibiza, Río Muni, Brasil, Extremo Oriente...)  y nos cuentan historias tan sorprendentes como ordinarias, siempre y cuando uno sea un músico de élite, un pintor afamado, un filósofo perdido, un arquitecto paisajista, un independentista en Fiume, una hippy sesentera, una pija catalana, etc. Por medio, numerosos personajes reales: la poeta Elisabeth Bishop, la artista Marina Abramović, el pensador Federico Nietzsche, el escritor Gabriele d'Annunzio, la pintora de flores Margaret Mee, etc. 
Como en su poesía, el culturalismo es marca de la casa. Con naturalidad: lo normal, está claro, en un hombre viajado y culto como Juncosa. Amigo, como Llop, de los bibelots, por ejemplo, rastros hermosos de un nomadismo impenitente. 
A uno estas atmósferas le recuerdan las de la alta comedia del mejor cine norteamericano. 
Sobresalen las descripciones (de telas, de casas, de paisajes, de ciudades y lugares, de personas...), la riqueza de imágenes y, cómo no, tanto o más, las propias intrigas y situaciones que cada uno de los nueve relatos plantea. Juncosa, ya se ve, es un tipo inteligente y sus pequeñas tramas nunca decepcionan. Sabe, en fin, de qué habla. Posee un mundo. 
Pues eso, que tengo la impresión de que algunos lectores coincidirán conmigo en la elección de estos dos libros que, podría decirse, me salvaron, siquiera en parte, el maldito verano. El primero de mi abuelidad. Bendito sea. 

22.9.24

En Heraldo, ayer

Fernando Sanmartín me envío a primera hora esta fotografía. José Luis Melero, unas horas después, me preguntó si estaba informado e hizo alusión a una posible errata en esta breve nota de Antón Castro sobre la aparición de Meditaciones del lugar

NOVEDAD UNA ANTOLOGÍA POÉTICA DE ÁLVARO VALVERDE

Hay poetas que parecen no llamar la atención: escriben, dibujan la luz de la razón, meditan en el centro de la naturaleza y en el bullir de las ciudades, y lo hacen con una naturalidad que parece eludir siempre la afectación [o la naturalidad]. Uno de esos poetas, que escribe a favor de una verdad íntima y sincera, es el galardonado Álvaro Valverde (Plasencia, Cáceres, 1959).
Habitual autor de Tusquets, y de la colección Nuevos Textos Sagrados, ahora José Muñoz Millanes ha preparado una antología poética, de 1989 a 2018, 30 años de poesía, en 'Meditaciones del lugar', en Pre-Textos. El título es tan explícito como exacto: se seleccionan poemas de todos sus libros que ahondan en primer lugar en una calma habitada, en la sensualidad y en un hechizo que es armonioso y muy sugerente, y también en algo que define a Valverde: su noble condición de cazador de instantes emotivos. AC.






19.9.24

A la sombra del tiempo

Carlos Permanyer nació en Barcelona y vive entre Castelldefels, donde está la casa familiar, y Andorra, donde trabaja como director creativo en el mundo de la publicidad y de la comunicación. Sus creaciones han recibido numerosos premios nacionales e internacionales (Cannes, Nueva York, Londres, Barcelona, Buenos Aires, San Sebastián…). Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de su ciudad natal, confiesa que su pasión por la poesía le viene de la adolescencia, cuando leyó en clase por primera vez versos de Lope, Góngora o Quevedo; de Bécquer más adelante. A pesar de eso, su escritura ha sido casi secreta hasta ahora. Su ópera prima es tardía. En 2020 publicó Memoria de las nubes, un libro del que Eloy Sánchez Rosillo dijo: “Me parece un libro hermoso y verdadero. Los poemas son leves y delicados, sin retóricas vanas e inútiles. Tiene emoción, y todos los poemas juntos configuran tu mundo, un mundo sugestivo y habitable”. A la espera de la aparición del segundo, Fingir entonces, en manos desde hace tiempo de un editor, ve la luz Hellegado hasta aquí. En esta ocasión, el citado Sánchez Rosillo, escribe: “Me ha conmovido. Está empapado de melancolía, pero también, por debajo o por encima de ella, hay una extraña alegría por el don de haber vivido. Todos esos recuerdos de los que hablas valen su peso en oro. Los poemas están dichos con sencillez y hondura, con mucho sentimiento y amor por la vida. Nada se pierde. Todo está en tu corazón y en tu memoria, y forma parte de tu presente. No hay asomo de retórica en ningún poema. En realidad, todos son como partes de un poema único”. A este elogio se suma, también en la contracubierta, un incisivo texto, en forma de carta, de otro poeta, Basilio Sánchez, que, por su interés, copio entero a continuación: “He llegado hasta aquí es muy hermoso. De tono muy cernudiano y con un ritmo equilibrado y sereno, la tuya es una poética sobre la memoria y sobre la añoranza de una existencia anterior no disociada aún de la naturaleza y el paisaje en la que todavía nos era posible relacionarnos cordialmente con las cosas. Una poesía atenta a los sonidos ocultos de lo que nos rodea y a las sensaciones más elementales del vivir cotidiano, pero escrita, también, desde el escepticismo y el desencanto en medio de una época que ha renunciado a la lentitud y extraviado su rumbo. Una forma de escritura que es un rescoldo último y una forma de resistencia, la expresión sin alardes de una fe en lo concreto y en lo sencillo de una manera de vivir despojada y elemental. Una renuncia voluntaria y explícita a todo lo que nos conduce al abandono de una infancia humana razonablemente feliz, acompasada, en sus pequeñas cosas y en los gestos dulcificados por la costumbre, con la misma existencia. Yo creo que, si algo queda que merezca la pena en esta vida, permanece agazapado en lo discreto, en el brillo cegador —para el que vive atento, para el que aún es capaz de sostener la mirada— de los pequeños acontecimientos inesperados e imprevisibles que llenan nuestros días, y en los seres humildes. La poesía necesita, porque lo necesitamos nosotros, de esta mirada sensitiva sobre el mundo, de este lenguaje limpio que se nutre del fervor y de una honda sumersión en las complejas relaciones del individuo consigo mismo y con la realidad en la que vive”.
Lo esencial ya está dicho en las palabras de Rosillo y Sánchez. El lector colige de inmediato que la poesía de Permanyer habita en un ámbito semejante al de esos dos poetas “de la claridad”, rótulo (no exactamente el mismo de “línea clara” de Luis Alberto de Cuenca ni el de “poesía figurativa” de García Martín) que utilicé en cierta ocasión para comentar sendas obras poéticas de Antonio Moreno y Antonio Cáceres pero que podría hacerse extensivo a las de José Mateos, Antonio Cabrera, Andrés Trapiello o Juan Peña, pongo por caso.
Abre el libro ―tras la dedicatoria a su mujer y a sus dos hijos― una anotación de Ramón Gaya (un pintor claro por excelencia), “Los momentos provisionales”, que dice: “Un día nos damos cuenta de que todos esos momentos vividos de refilón, de pasada, un poco a la ligera, provisionalmente, son también ellos momentos claves, decisivos, que van a imprimir en nosotros conclusiones decisivas; nos damos cuenta de que esos momentos que nos parecieron insignificantes y que tomáramos, cuando mucho, por una especie de media vida, de fragmentos de vida, vienen a ser, en realidad, y al final, nuestra mayor y mejor experiencia de vida real, de una vida real más verdadera, como más sorprendida en su verdad...”.
El título da una pista fiable de lo que viene después. De un recuento se trata. De volver la vista atrás y, con una vida vivida en abundancia, evocar esos momentos tan provisionales como decisivos que han formado parte de la verdadera existencia: la real.
La memoria aquí lo es todo: “No se vuelve al origen. / Se vuelve a la memoria”. La de un ser contemplativo que observa el paisaje mientras medita sobre esos fragmentos vitales que no ha sido capaz de engullir la rueda inexorable del tiempo. Esas imágenes, que a veces duda si fingidas o reales, dan pie a los poemas que componen He llegado hasta aquí. Siempre a lo Wordsworth: el poema como “emoción recordada en el sosiego”.
Queda todo muy bien expresado en el primer poema, “A la sombra del tiempo”: “Un secreto se esconde / entre las flores, / a la sombra del tiempo. / Como memoria indeleble / de los días que fueron. / Lo que ya hemos perdido / y guarda el vacío”. Y sigue: “Es preciso volver. / Respirar el fervor / de una vida lejana”.
El tono elegíaco se aprecia bien en poemas como “Desviaron el cauce del río” (“Derribaron las tapias. Los secretos.”) o “He llegado hasta aquí” (“Hay un paisaje oculto / al que tú perteneces. / Si te paras y observas, / lo reconoces.”).
Se repite un motivo central: el del jardín: “Por paraíso, un jardín”. Un jardín que da a una antigua casa (“donde hubo vida, / persevera el olvido”) y, ya allí, a la infancia: “Vivíamos al borde / de una antigua verdad. / Que el futuro ya había / pasado”. Casa y jardín que resucita en “Origen”, “Lo insignificante” y en “Lejos del mundo”, por ejemplo.
Dije infancia pero también añadiría juventud: “Aquí mi juventud / perdida ya, lejana”, leemos en “Tamariu”. El propio poeta ha dicho que estos poemas dan cuenta de “un tiempo donde transcurría la vida de forma más sencilla y esencial, integrada en el tiempo, participando de su transcurso y no como derrota”.
A otros lugares ―más allá del central, alrededor del cual gira el libro― se refiere Permanyer: a las islas (Canarias, donde residió durante años), al norte (Andorra, el valle), Sevilla (en un homenaje a Luis Cernuda)… Y ya que hablamos de lugares, parece pertinente hacer mención al mar y a la playa, que de nuevo le devuelven a la infancia. En “Y al final, el mar” o “La belleza del mundo”.
Porque entiende la poesía como método de conocimiento (algo que justificaba, entre otros, Carles Riba), las palabras (“un silencio espera”), la propia identidad, la soledad (“Una experiencia desoladora”) y su condición de lector (en una estancia en penumbra, que a uno le lleva a Eliseo Diego y su definición de poema como “conversación en la penumbra”) también están presentes.
Entre la realidad y el sueño (Cernuda de nuevo), la vida: “Vivir, / demasiado extraño”. “Era el mundo un sueño”.
Si tuviera que englobar todo lo leído en un solo término, diría que Permanyer defiende una poética de la humildad: “Aspiro a casi nada”.
Discreto, sin estridencias, el ritmo mesurado de sus versos se abre paso de forma natural, sin forzar nada. Se leen sin querer, podría decirse. Un poema te lleva a otro y el conjunto conforma una atmósfera armoniosa y habitable en la que es fácil permanecer. Donde la claridad, insisto, es evidente. Concluye: “Soy el resultado / de un paisaje que se extiende / dentro de mí. / Y cuyo sueño profundo / se diluye en el viento”.
“Este es un libro de poemas de tono elegíaco, de pérdidas, tanto de un territorio geográfico como vital o sentimental. Pero, al mismo tiempo, lo son de recuperación de un mundo desaparecido y, por eso mismo, de la memoria y de cierta afirmación de la vida y la identidad, así como de una íntima celebración”, escribe el autor en la “Palabras finales”. Y añade, “Poesía, pues, como salvación”. La suya, sí, pero también la de quienes se acerque a leer, con natural empatía, estos poemas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO. La fotografía es del propio autor. 


He llegado hasta aquí
Carlos Permanyer
Libros del Aire, Santander, 2024. 55 páginas. 15 €
 

17.9.24

Pero escribe

Jiménez Lozano (Langa, 1930-Alcazarén, 2020) cultivó todos los géneros, salvo el dramático, y ejerció el periodismo. Su obra fue premiada, aunque pocos lo recuerden, con el Cervantes y el Nacional de las Letras.
Como poeta, debutó muy tarde: a los 62 años. Nunca terminó de creerse merecedor de tal título, del que renegaba, aunque sus poemas ocupen un volumen que sobrepasa las mil páginas. Consideró la poesía como un don. Una forma de gratitud y un cumplimiento del deber de la alegría y la dicha de vivir.
Su intempestiva salida a escena evitó su adscripción generacional a la del 50 y en esto, como en todo, siempre vagó por libre. Más desde que se retiró al pueblo castellano donde murió, ni “aislado” ni “rendido”, sino “acantonado como un flemático y resabiado tory anarquista”, sostiene Fermín Herrero, quien califica su lírica de “por completo original”, lo que ratificaría esa irreductible condición. El poeta soriano ha puesto delante de su poesía reunida la certera introducción –un ensayo en toda regla– que necesitaba. Allí, por resumir, destaca su “poética férrea”, desprovista de “toda afectación o efusividad inspirada” y de artificio, austera y transparente en busca del desasimiento, pobre en tanto que frágil, de “honda levedad” oriental, sobria y de la naturalidad (“repudia la metáfora” y evita la métrica estricta). Inclinada al “misterio raigal del hombre”, su mirada es piadosa y compasiva, clemente y tierna (el uso de los diminutivos es sintomático). Poesía de “los adentros”. Provista de un “humus religioso”, tan místico como jansenista. Conformada a partir de la lectura de numerosos escritores de la literatura universal: Safo, Dante, Dickinson... Y filósofos, como Spinoza, Kierkegaard o Lévinas. Y artistas, ya sean pintores (como Brueghel) o directores de cine.
Cada poema, una “especie de apuntes del natural” –por eso menudean en sus diarios–. Del “relámpago”, no del “trueno”. “Un fulgor”.
Porque sólo “una lengua simple puede en realidad nombrar”, reduce el lenguaje a lo esencial: un puñado de palabras verdaderas capaces de designar lo real con verdad y belleza (para él, “una celebración de lo sagrado”), al modo clásico.
Herrero respeta, sin compartirla del todo (desde el tácito convencimiento de que JJL escribió un libro de poesía único, lo que suscribo), la división en dos etapas de su obra poética, establecida por Raúl E. Asencio. La primera agruparía sus tres primeras entregas, del siglo pasado: Tantas devastaciones, Un fulgor tan breve y El tiempo de Eurídice. La segunda, las que aparecieron en este: Pájaros, Elegías menores, Elogios y celebraciones, Anunciaciones, La estación que gusta al cuco, Los retales del tiempo y Esperas y esperanzas, que su autor no llegó a ver impreso. Cada uno, para él, “una antología”, pues derivaban de la selección de poemas escritos en un determinado periodo.
Con la señalada sencillez, caracterizada por la iluminación del impromptu, JJL, valiéndose de la ironía, el humor o el escepticismo, desde su posición de observador contemplativo, bajo el lema “sé modesto y realista; / eres un hombre, sólo esto”, despliega su arsenal de lector impenitente y escribe sus poemas en su “mechinal”, ante el jardín. No dice “palabras / que no sean de celebración y gloria”, ni pretende alargarse él más con ellas que con su canto el gallo y el cuco. Variaciones o series (se repiten los títulos) en torno a la Biblia y lo religioso; la mitología y los clásicos; los animales (concibe fábulas) y las plantas; el paso de los días y las estaciones como suma de instantes; los libros y sus lecciones y sus personajes; la memoria, la historia y su infancia; la muerte y el amor. Una literatura.

José Jiménez Lozano
Fundación Jorge Guillén, Valladolid, 2023. 1.277 páginas. 

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.




6.9.24

El triple regreso de Hilario Barrero

ABC
Hilario Barrero, neoyorkino de Toledo, sigue al pie del cañón. Y nos felicitamos por ello. Además de dirigir Cuadernos de Humo (la revista y las plaquettes) acaba de publicar tres nuevos libros. Vayamos por partes.
El escondite inglés es la tercera antología bilingüe de poesía en inglés que nos ofrece. En 2011 llegó Lengua de madera (en el título parecía el adjetivo "breve") y en 2018 A quien pueda interesar. Ambas aparecieron en el catálogo de la sevillana La Isla de Siltolá. 
Más de trescientas páginas tiene este tercer volumen y los poetas representados forman un amplio elenco donde las voces más conocidas (por reconocidas) se unen a otras que Barrero nos descubre con sagacidad y entusiasmo. Sí, porque estos ejercicios obedecen, según creo, a un apasionado impulso que le obliga, como primer lector, a dar a conocer a otros sus hallazgos. Y cuánto, desde el vergonzoso monolingüismo, se lo agradece uno. 
Sus traducciones son, o así lo parece cuando las leemos en español, impecables. No es sólo la solvencia con la que vierte esos versos de un idioma a otro, sino también lo bien elegidos que están. Lo sugería antes. Al cabo, tanto gusto da volver sobre, pongo por caso, un conocido poema de Auden, Larkin, Glück o Merwin que sobre otros, para mí desconocidos, de Knott (sus "Veinte poemas breves" son una delicia), Stern, Seuss (qué "Soneto"), Pastan (estupendo su poema sobre Frost y Kennedy), Nemerov o Espada. No puedo dar la lista completa de poetas incluidos (algunos con un poema, otros con más; clásicos y, sobre todo, contemporáneos; treinta con el Pulitzer), pero sí copiar la que la editorial, la cántabra Libros del Aire, indica en su web. Mujeres: Amy Lowell, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Mary Oliver, Adrienne Rich, Diane Seuss, Sharon Olds, Rita Dove y Louise Glück; y hombres: Robert Frost, Wallace Stevens, Archibald Macleish, W. H. Auden, Theodore Roethke, Howard Nemerov, Richard Wilbur, Donald Justice, Galway Kinnel, W. S. Merwin, James Wright, Stephen Dunn, Henry Taylor, Frank Stanford, Stephen Dunn, Henry Taylor, James Tate, Paul Mulddon y Jericho Brown. Añadiría a WCW, Raine, Reznikoff, Carver (su naturalidad me encanta), Strand, Heaney, Simic, Gioia o Tóibín. 
Tengo la impresión, ya que hablo de sus decisiones a la hora de elegir a éste o aquélla (poetas y poemas), de que el tema de la vejez está especialmente presente, o, si se prefiere, la visión de lo vivido desde la atalaya de la avanzada edad. 
No deja uno, página a página, de encontrar sorpresas. De las buenas, matizo. De las que cualquier lector exigente de poesía aspira a encontrar en un florilegio como éste, tan apto para el picoteo lírico. 
Amor y tiempo han titulado Jesús Nariño y él una nueva edición de los sonetos completos de William Shakespeare, 154 poemas, que publica otra norteña: la asturiana Impronta. 
Sí, cuatrocientos años después estos poemas siguen vigentes, lo que se espera de un clásico. Está bien, con todo, que la traducción se vaya adaptando a los tiempos para que los lectores de cada época puedan degustarlos de la mejor manera posible sin traicionar por ello la versión original. Estos le suenan muy bien a uno, sin ese componente retórico y anacrónico que suele lastrar los que leemos en las ediciones canónicas, sin que ello quiera decir que ésta no lo sea, aunque renuncie incluso a serlo. 
En el breve prólogo, sitúan el compendio, explican que los "primeros 126 tienen como inspiración  a un anónimo joven (fair youth) y que los restantes "tienen como protagonista a la dama oscura (dark lady), anotan los temas, resumen "la trama" de esta presunta "historia novelada"(con palabras de Luciano García García, de su libro Sonetos y Querellas de una amante, que recoge su versión de estas mismas composiciones) y reflexiona, en fin, sobre la traducción ("cubrir con otra piel un cuerpo que, generosamente, alguien nos pasa, nos da, nos regala", "cambiar de envoltura, no de corazón , ni de sangre"). De "traducción libre" y de "prosa poética" hablan al referirse a su empeño. Lo que viene después, por decirlo pronto, es simple, pura poesía, que es lo que este reto demandaba. Lean, si no, el soneto 76. O cualquiera de estos
Aunque creímos que este novísimo por libre se despedía de la poesía con Tiempo y deseo (Libros del Aire), donde reunió todos sus poemas, Tarja (Renacimiento) viene a demostrar que nos equivocábamos. Como él, supongo. Estamos ante un libro breve pero intenso, con poemas de tono mayoritariamente elegiaco donde la vejez y sus no siempre cómodas circunstancias están muy presentes. Este año cumple 80 su autor. Palabras mayores. La segunda sección del libro se titula, sin ambages, "Del deterioro". 
Hay mucha memoria en estas páginas (de infancia y juventud sobre todo), sí, y como precisa su prologuista, José Luis García Martín, "al barroco desengaño de las postrimerías se suma una historia de «amor constante más allá de la muerte» y una celebración de los instantes felices que fueron y nunca dejan de ser en la memoria". "No me podrán quitar el dolorido sentir", dice Martín con Garcilaso. 
El primer poema del libro, que le da título, explica el porqué de éste: "la tarja donde el panadero «escribía» / los panes que mi madre compraba". Y es que "tarja" es,. según el DRAE y entre otras cosas, "tablita o chapa que sirve de contraseña " y "corte o hendidura que se hace como señal". 
A los temas ya señalados cabe añadir la inevitable presencia de los poetas y los libros (no se olvide su carrera profesoral en Brooklyn y sus labores de traductor) y la de familiares (en especial, su madre) y amigos. Escenas, casi siempre, de Toledo o Nueva York; también de algún viaje, como el que hacen en otoño a Nueva Inglaterra "a encontrarse con Frost" y que lleva en el título de otro poeta norteamericano: "Los turistas de Nemerov". (Ya que lo menciono, es comprensible que el inglés, su otra lengua materna, menudee entre los títulos, versos y en los epígrafes de los poemas. En este último caso, al ya mencionado lector monolingüe le hubiera gustado que el traductor hubiera intervenido para evitarle las frecuentes visitas al no tan competente de Google.)
La enfermedad, el dolor, la muerte, las pérdidas y otras recurrencias no empañan la serena visión de Barrero, que se aferra a lo mejor de la vida y a vivirla con la debida pasión hasta el último minuto. 
Hace un momento usaba el plural al aludir al poema del viaja a New Hampshire. Un "nosotros" que une a Hilario con su pareja. Más de medio siglo de amor les contempla, desde el tantas veces nombrado barcelonés "verano del 71". 
No quiero terminar esta reseña sin ponderar el ritmo, la música callada, que Barrero ha logrado trasladar a sus composiciones y que ayudan al lector a comprender mejor el alcance de esta poesía tan discreta como eficiente que es capaz de perdurar en la memoria y que, por tanto, Martín dixit, "no se acaba nunca". 

3.9.24

El rescate de la poesía de Mercedes de Prat

La fiebre literaria consistente en recuperar obras de escritoras pretéritas ninguneadas o silenciadas o perdidas es un hecho constatable. Desde hace años. No hace falta explicar que detrás de esa búsqueda hay una genuina pulsión feminista y algunas teorías en boga de las que no es preciso hablar. Un impulso respetable, sin duda, si bien, me atrevo a decir, que no es oro todo lo que reluce. En general, esa es al menos mi impresión, lo nuclear (no me remonto a siglos remotos) siempre estuvo ahí, a nuestro alcance, debidamente reconocido y valorado. Que ha habido injusticias al respecto, seguro. Y retrasos en la recepción. Pero también con obras masculinas, cabe matizar. Lo del canon siempre fue todo menos una ciencia exacta. Como la literatura misma, tan líquida. Y bien está ese ir y volver sobre lo escrito, tanto por mujeres como por hombres, en busca de la poesía perdida (y aquí “poesía” englobaría a todos los géneros). Para muestra, un botón: la reciente rehabilitación de la poesía de la granadina Mariluz Escribano. Dicho lo cual, confieso que abrí con reticencia el grueso volumen que recoge la breve obra poética de la catalana, y para mí desconocida, Mercedes de Prat (Mataró, 1925-Barcelona, 1997), aunque la garantía de su avalista, editor del conjunto, el profesor Rafael Alarcón Sierra, despejaba en lo personal muchas dudas. Empecé por los poemas, escritos en catalán, por cierto, y eso que su lengua materna y la que usó siempre en su casa con su marido y con sus hijos, fue el español o castellano. Caí en la cuenta muy pronto de que estaba ante una poeta digna de tal nombre y ante unos versos que merecían ser puestos a disposición de los lectores de poesía. Y así ha sido, para empezar, gracias al citado estudioso y a UJA, Editorial de la Universidad de Jaén, la suya.  
Poesía completa. (Seguida de estudios críticos sobre su obra) los reúne, y añade otros textos, como reza el subtítulo, que ayudan a completar el panorama. Una sucinta biografía, por ejemplo, que da a entender la personalidad abrumadora de esta mujer casada con el juez y crítico de arte Cesáreo Rodríguez-Aguilera, madre de dos hijos: Rafael (el pequeño) y Cesáreo (catedrático Emérito de Ciencias Política en la Universidad de Barcelona y especialista en Gramsci), que, junto al editor Alarcón Sierra (quien, como es lógico, lleva la voz cantante) y a José Ángel Marín, José Corredor Matheos y José María Balcells, fijan críticamente su poética, por más que prime el enfoque personal en los trabajos de su hijo y en los de Marín y Corredor (su evocación es espléndida e incluye dos poemas que le dedicó), que la trataron en vida.
A todo ellos habría que habría que añadir una amplísima, detallada bibliografía
Además de poeta, De Prat fue cantante en su primera juventud (con voz de soprano), ceramista y se diplomó en psicología clínica y social tras realizar varios cursos de postgrado en el Clínico de Barcelona. El álbum fotográfico que cierra el libro permite afirmar, como subrayan cuantos la conocieron, su belleza y, más allá, su sonrisa constante y la expresión de su rostro; su vitalidad, en suma. Eso sí, ejerciendo, si se me permite el término, como mujer desde el principio hasta el fin; consciente de su condición y en defensa de lo que, siquiera sea de forma laxa, podríamos llamar feminismo; atemperado, claro está, por las circunstancias de la época que te tocó vivir. En compañía de otros, ya fuera su marido o sus hijos, ya con sus amigos, muchos de ellos artistas y escritores: Dalí, Miró, Pla, D'Ors, Cela... De eso hablan también Maria Aurèlia Capmany (que prologó su primer libro), José Luis Giménez-Frontín (que le dedicó unas Aleluyas que aquí se reeditan) o Baltasar Porcel. 
Ahora sabe uno que Mercedes llegó a Barcelona a los dos años, que estudió en el Colegio Alemán y luego en el del Sagrado Corazón, que mantuvo una breve relación a los 18 años con el poeta Juan-Eduardo Cirlot y que vivió algunos años en Mallorca. 
¿De qué consta esta obra oculta y no “de culto”, como precisa Alarcón Sierra? De unos “poemas sueltos”, escritos en español y publicados en revistas entre 1951 y 1964; del libro Poemas. Un lloc entremig (con dibujos de Víctor Ramírez, 1982);  de Eros pelgrí i dimonis familiars, un libro inédito; y de una traducción, inédita también (datada en 1949), de El relato del amor y de la muerte del corneta Cristobal Rilke, de Rainer Maria Rilke (para algo sirvieron las clases de alemán en su colegio barcelonés). Eso es todo. Sí, cuarenta poemas, veinte por cada libro, más los sueltos, tres de los cuales, traducidos por ella al catalán, se recogieron en su ópera prima, que vio a la luz… a sus cincuenta y siete años de edad. ¿Poco? Tal vez, pero la poesía no es un juego de pesos y medidas y puede haber más en un puñado de poemas que en cientos impresos en un tocho. 
A las ediciones originales (escritas, repito, en catalán y en verso libre, sólo sujeto a veces a medida) se suman las versiones en castellano. Las del primer libro son del citado poeta Corredor Matheos, todo un lujo, y las del inédito pertenecen al marido de la autora, que no es poca cosa, pues también fue poeta
Afirmaba Capmany que “la voz de Mercè de Prat despierta”. Así es. Indiferente no le deja al lector, doy fe.
De su primer libro, Poemas. Un lugar intermedio (que dedicó, con nombres y apellidos a veintidós amigas), el único que publicó por decisión propia, destacaría “Partida de nacimiento” (vida y obra son en de Prat inseparables: “salir, por ventura, mujer”), “Verbo” (“Yo soy un verbo y me conjugo”), “Carta a Eva Reich” (la hija de Wilhelm Reich), “Volver a Bilitis”, “De Gerona a Quesada” (uno de los mejores, acerca del viaje físico y mental desde su país natal hasta la jiennense Quesada, pueblo natal de su marido), “Baleárica”, “Aniversario”, “Las hierbas”, “La mar escucha”, “Me busco a mí misma en las palabras” (una poética) o el impresionante “Incineración”. 
En el segundo, Eros peregrino, (que estuvo a punto de ser publicado con litografías de diversos artistas catalanes), el erotismo prima. Ligado a  lugares: “de América, Asia Central y Extremo Oriente, antes de acabar en Europa septentrional”, detalla Alarcón Sierra. Miconos, Rodas, Santorini, Delfos, Corinto, Iguazú y Paraná, las Antillas, Samarcanda, Ispahán, Machu Pichu, Marrakech, Kyoto, Escandinavia... 
Estos versos son los más sorprendentes de su obra, según creo. Que estuvieran inéditos hasta ahora, da que pensar. 
En el tercero y último, Demonios familiares, brillan poemas como “A Maria Girona” (la mujer de Albert Ràfols-Casamada, pintor como ella), “Mi casa” (imprescindible, bellísimo), “¿Sigue siendo de Vermeer mi cocina?”, “La ruta de la cerámica” (gran pasión), “El juguete preferido” (con la infancia al fondo), “Réquiem por Toni Turull” y de nuevo versiones de “Verbo”, “La hija” o “Incineración”. 
Los estudios de Alarcón Sierra (que comenta pormenorizadamente su obra poema a poema) y Balcells son ejemplares y, en fin, la idea de dar a conocer la poesía de Mercedes de Prat un acierto que este lector (imagino que cualquiera) agradece. 
El poema “Meditación” comienza: “¿Quieres decirme si la poesía es comunicación? / Yo creo que, fatalmente, se acaban diciendo palabras / de la misma manera que aúlla el viento, / o cantan los pájaros / cuando cae la noche y tienen miedo..., / pero cantan porque han de cantar”. Más claro, imposible. 

Poesía completa. (Seguida de estudios críticos sobre su obra) 
Mercedes de Prat
Edición de Rafael Alarcón Sierra
UJA Editorial, Jaén, 2024. 408 páginas. 30,00 €

31.8.24

Antología inminente


Hace tiempo que Meditaciones del lugar. Antología poética (1989-2018) ronda por internet, un libro que publica Pre-Textos en su preciosa colección la Cruz del Sur. Está previsto que llegue a las librerías a mediados de septiembre. En el colofón figura el 21, sexagésimo sexto aniversario de la boda de mis padres. Yo ya tengo un ejemplar a mano. Salió de imprenta el 8 de agosto, día de mi cumpleaños (¡65!).  
La selección y el prólogo son de José Muñoz Millanes, neoyorkino de Navalmoral de la Mata, extremeño de ultramar, ensayista y traductor que ha publicado libros imprescindibles en el prestigioso catálogo de la editorial valenciana. Cuando Manuel Borrás me propuso recoger una muestra de mi poesía en la editorial que fundó en 1976 junto a Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba, coincidimos en la solvencia de Millanes para ocuparse de ese exigente cometido. 
Su último libro, La ciudad latente, acaba de aparecer en La Veleta de Andrés Trapiello. El capítulo final: "Meditaciones del lugar. La poesía de Álvaro Valverde", coincide con el texto que sirve de introducción a esta antología. Allí explica la relación que mis versos tienen con la noción de lugar, con los lugares y lo espacial (terrestre), las ciudades y el paisaje, una constante en mi escritura. De "la poética del espacio" habló Bachelard. En ese sentido, estaríamos ante una suerte de recopilación temática. 
El afortunado título, que se me antoja cervantino (como la viñeta de Ramón Gaya que luce en la cubierta), es también cosa de Millanes. 
Me hace mucha ilusión formar parte del acreditado catálogo de la editorial Pre-Textos. Para mí, inseparable de mi ya larga vida de lector. Mil gracias. 

26.8.24

En calzonas


Comprobado. Diría que el 90% de los hombres que he visto este verano en Plasencia y en Cáceres (donde uno ha sufrido los rigores del tórrido verano extremeño) lleva pantalón corto o bermudas o, como decimos por aquí, calzonas. Me crucé con algunos que lucían una de aquellas horribles piratas de antaño o un simple bañador. Calzonas en cualquier situación o lugar. Los portadores suelen completar su vestuario estival con un sombrerito de ala corta o gorra, sandalias, una mariconera (con perdón) en bandolera y, ya puestos, una camiseta de tirantes, en lugar de con mangas o un polo. (Combinan muy bien con las camisas floreadas de aire hawaiano, como la que, en plan de broma, me regalaron en mi último, reciente cumpleaños.) El no va más es que la calzona sea de camuflaje. Me da que las que más abundan son las vaqueras con vuelta en el bajo, como la de la imagen. Sí, casi un uniforme (con lo que detesto el inevitable aborregamiento). Observo que es lo habitual en jóvenes y en mayores. En las edades intermedias, con abundar, encuentra uno cierta indefinición. En rigor, poca. Lo llamativo en todo caso, es ir con pantalón largo, como yo, incluso cuando camino a la vera del río (qué remedio) por las mañanas temprano. No, no ha sido uno partidario de las bermudas (el sumun de la etiqueta en las islas de las que toman el nombre), la forma sin duda más elegante de pantalón corto. La usé en el pasado, durante los perdidos estíos conileños y para ir al molino cuando mis hijos eran pequeños. Hace años que no gasto esa prenda. Una prenda, por cierto, que no es nueva: mi padre ya la usaba, y sin complejo. Presumía de piernas. Y con ella llegó al colegio de Galisteo mi amigo Néstor en septiembre de 1991. 
Supongo que estamos ante una muestra más del avance imparable de la informalidad. ¿Dónde quedaron las corbatas? ?Dónde los calcetines? ¿Dónde las americanas de lino?, aunque hayan vuelto, no es poco, las saharianas. Me ha sorprendido, así de antiguo soy, que escritores y poetas lean en festivales y otros eventos (va por ti, Josemari) sus textos y poemas con las pantorrillas al aire. Nada nuevo, por otra parte. Hace más de treinta años conocí así vestido a mi admirado Álvaro García, un crío entonces (que jugaba al tenis), en un congreso literario que se celebró en Valencia a finales de los ochenta, década que dio nombre a nuestra generación poética.
¡Quién dijo solemnidad! Ignoro si ya es frecuente su uso en las bodas, por ejemplo, o en otras ceremonias religiosas o civiles. ¿Será otra exigencia del cambio climático? No pretendo, en fin, sino constatar ese hecho que sólo a uno, seguramente, llama la atención. No tengo nada en contra (mi hijo las usa siempre), sólo faltaría, aunque mi renuncia a esa moda sea también una discreta forma de discrepancia. La comodidad, se justifican, manda. Confieso, eso sí, que siento vergüenza ajena cuando veo a gente de mi edad (y con menos y con más) con según qué pintas, lo que uno denomina "modelo Benidorm". He dicho a mi mujer y a mis hijos que, si algún día me ven de esa guisa, vayan buscándome plaza en una residencia.

7.8.24

Náufragos aragoneses

 
Este es el espléndido reportaje de Pablo Ferrer sobre la última caja de Náufragos (La Rosa Blanca) que se publicó ayer en Heraldo de Aragón. Una atención para con el ambicioso proyecto de Salvador Retana que aún no ha merecido ni una sola línea en la prensa regional extremeña. 
Por cierto, la novena entrega contiene tres botellas con textos, respectivamente, de Ignacio Martínez de Pisón, Fernando Sanmartín y José Luis Melero. Un novelista, un poeta y un bibliófilo. 
El tiempo dirá. 

5.8.24

Un poema inédito

 
En el número 8 de la revista onubense Centauros publico un poema inédito: "Hombres de espalda". Surgió después de contemplar un cuadro del pintor aragonés Ignacio Fortún (que conocí gracias a José Luis Melero) y está dedicado a otro maño, el poeta Fernando Sanmartín, que conoce bien la obra de aquél. 
Agradezco a Alejandro Bellido la invitación. La revista se puede leer gratuitamente a través de este enlace. O en su web. Por suerte, hay también edición impresa. 


HOMBRES DE ESPALDA

                        A Fernando Sanmartín


Una vez escribí que me gustaban
las estatuas de hombres con abrigo.
Aparecen de pronto en cualquier parque.
También en una calle o una plaza.
Solitarios, de espaldas,
no sabemos muy bien a dónde miran.
Tal vez a su pasado.
A la vida que pudieron tener
y que les huye.
Su actitud es sin duda melancólica.
En sus hombros caídos
se adivina el cansancio,
la tenaz pesadumbre.
En sus rostros esquivos,
la gravedad, lo adusto.
Deducimos, en fin,
que es gente que atraviesa
encrucijadas decisivas,
momentos de zozobra, delicados.
Se ve uno a sí mismo al contemplar
a esos hombre de espalda con abrigo.

23.7.24

Estar es suficiente

Bonilla (Jerez, 1966) publica su poesía selecta o escogida. Ha prescindido de muchos versos. La edición, que pudo titularse Siembra, agrupa poemas de Partes de guerra, El Belvedere, Buzón vacío, Cháchara, Poemas pequeñoburgueses y Horizonte de sucesos. Seis libros en treinta años bastan para reconocer su maestría.
Una cita apócrifa de Lee Marvin anuncia el carácter juguetón de su escritura, antisolemne sobre todo, no sólo ingeniosa u ocurrente.
Bonilla descree de los “temas poéticos”: “Encuentras poesía en todas partes”. Habla de la infancia, el amor (desamor mediante), la muerte (“lugar del que procedo y al que voy”)…
Ha venido escribiendo sus poemas “como relámpagos”, lo que contrasta con su cualidad de memorables. Bastantes, mentalmente. Aspiran, confiesa, a la levedad, el humor, la áspera melodía, la reflexión acerca de lo poco que somos y lo milagroso que es estar vivo, el canto de las cosas cotidianas... Extrañeza y deslumbramiento. Porque “la realidad no es todo lo que hay”. Para describirla, usa metáforas que no lo parecen. “La poesía se propone pronunciar una verdad intolerable”, asevera.
“Aviso” comienza: “Yo escribo poesía traducida”. Sostiene que los originales superan a las versiones: “La poesía casi siempre / es la declaración de una impotencia”. No lo parece después de leer la suya. Aquí, la inteligencia suma. Una lucidez ácida y escéptica que asienta en la ironía y las paradojas su razón de ser. La eterna lucha entre alegría y tristeza. Contra “ese gas letal que es el pasado”. En busca de la identidad perdida: “soy tantos que no sé quién soy”. “Si pudiera elegir, sería un río”.
De sus poemas, de corte epigramático, se podría decir lo que él de los almendros: “Están ahí tan solo, limitándose a estar, / no ser más que eso, una forma de estar / es su forma de ser”.

Juan Bonilla
La Veleta, Comares, Granada, 2024. 212 páginas. 19 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.



A ras de tierra

Publicado por Visor (que circuló sus tres entregas anteriores), en colaboración con la Fundación Gerardo Diego, este volumen reúne la poesía escrita por Díez (Santander
, 1976) en los últimos veinticinco años; esto es, los libros Combustión, Desguace y Belleza sin nosotros, así como una selección revisada de sus primeros poemas y un inédito, Besar la tierra, que contiene el extenso poema que da título al conjunto (tomado de JRJ).
En “Unas palabras previas” alude a sus versos como un adentrarse “en la espesura de lo que desconozco”. Afirma que siempre ha andado “royendo los mismos huesos”, que tiende “a escribir con palabras sencillas” e intenta “decir con poco”. Que quiere comunicarse. El resultado: “un canto”.
Juan Manuel Romero menciona su “honradez sencilla” y califica esta poética como “sobria y meditativa”. Austera, clara, realista, propia de un contemplativo que aspira a “contar con sencillez algo que tiene profundidad y que no es obvio”. Su reto. Acaso la palabra más adecuada para señalar ese impulso, previo “estado de asombro”, sea extrañeza.
Consciente de que “los poemas de cada uno […] solo los puede escribir cada uno”, ha trazado su propio camino, perfectamente distinguible. En soledad, a la intemperie. Al amparo del aurea mediocritas horaciano. Contra los mortíferos “excesos”.
La identidad es un tema central. Además, el paso del tiempo, el dolor, la vida, la muerte (la de su hermana, por ejemplo), el amor o los otros. Capital es su visión del descenso (hundimiento,  caída). “Lo difícil”, según Zambrano. Bajar “de nosotros mismos y de tantas quimeras y espejismos inútiles y conectar con lo esencial, que es sencillo, cercano, que está a ras de tierra”, matiza Díez.
Sus palabras “extienden sus raíces”, “se agarran a lo que significan”. Justifican una obra que canta “a lo que ya perdí, / a lo que espero”.

Con sol dentro. Poesía reunida (1999-2024)
Marcos Díez
Visor, Madrid, 2024. 322 páginas. 18,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

 


 

 

 

 

 

 

 

21.7.24

Rosa Regás

Ha muerto la inquieta Rosa Regás, ya nonagenaria, en su masía de Llofriu, en el Bajo Ampurdán, donde se retiró hace años sin que eso quiera decir que fue ajena a lo que pasaba. En Cataluña (era, por cierto, una antinacionalista militante) y, consecuentemente, en España y en el mundo, algo natural en una persona cosmopolita, miembro de honor y musa de la elitista y barcelonesa gauche divine. Tampoco se fue, digamos, de la literatura, a la que se consagró desde muy joven. Su último libro, de este mismo año, Un legado, es en realidad una larga conversación con la periodista Lídia Penelo que subtituló "La aventura de la vida", una suerte de testamento vital. 
En lo personal, esta mujer libre a la que tuve la suerte de tratar, es la editora de La Gaya Ciencia, su propio sello (antes había trabajado en Seix-Barral), donde publicó a José Ángel Valente sus libros más oscuros: Material memoria y Tres lecciones de tinieblas, o a José María Álvarez la primera entrega (en el 74) de su monumental Museo de cera; la compañera de jurado en los premios literarios que organizaba el Ayuntamiento de Almendralejo (una noche tuvo una bronca monumental, así de impetuosa era, con Sánchez Adalid, que no tenía culpa); la cómplice generosa en las gestiones para la publicación de mi primera novela, que ella conoció como miembro del jurado de otro premio: el Nadal, donde aquélla fue finalista y Regás había ganado años antes con su exitosa novela Azul. Asistió por sorpresa a su presentación madrileña, una comida con críticos (Miguel García-Posada, Carlos Álvarez-Ude...), en la que intervino activamente. Como de ciertos músicos, diría que lo mejor de ella era el directo. 
Estuvo muy vinculada a esta tierra extremeña, sí. Cuando era directora de la Biblioteca Nacional (en la fotografía de arriba está en su vestíbulo junto al entonces Director General de Cultura Chema Corrales), visitábamos esa santa casa con los premiados al fomento de la lectura en bibliotecas y centros educativos regionales. 
Recuerdo también que fue la presidenta del jurado del premio "Dulce Chacón" de Zafra (prestigioso galardón entre desaparecido y reinventado) el año que lo ganó Fernando Aramburu con Los peces de la amargura
Cuando le pedimos un texto para el libro Miradas sobre Extremadura, que publicó la Editora Regional en 2008, escribió el que copio a continuación (con el tácito permiso de la editorial), poco conocido seguramente para la mayor parte de las personas que la leyeron y la apreciaron. Descanse en paz.

EXTREMADURA

Extremadura desde la mirada curiosa de mis veinte años, Extremadura de montes dorados salpicados de la oscura sombra de sus encinas. Extremadura de caminos apenas transitables, de pueblos oscuros y escondidos, de nubes movidas por el azul de un cielo tan diáfano como nunca lo había visto. Badajoz, un solo edificio de muchas alturas en una ciudad sometida aún, apagada y con residuos de una posguerra que no había tenido tiempo de borrarse ni el hambre ni la represión porque ni siquiera había terminado. En el piso más alto una anciana con el pañuelo anudado bajo la barbilla mira a lo lejos como si buscara en vano el reguero de una vida que ha ido borrándose de sus recuerdos pero no ha logrado desprenderse de la conciencia. Inmóvil, de pie, apoyada en la barandilla de una escuálida terraza permanece inmutable al viento y al desnudo paisaje que se extiende hasta la última línea del horizonte. Así está cuando me voy y del mismo modo permanece cuando al cabo de unas horas vuelvo, oscuro el cielo de otoño, azotado el paisaje por ráfagas poderosas. E inmóvil sigue hoy en el trasfondo de mi memoria como la imagen del exilio de tantos hombres y mujeres que tuvieron que borrar su quehacer, su tradición, el nudo de su vida con el campo y la casa que les había cobijado durante generaciones para renacer en un ámbito gélido y desconocido de unas cenizas apagadas ya y dar el pan y la vida a los hijos que no tenían lugar en la tierra de sus mayores.

Volví a Extremadura al cabo de veinte años a un paisaje de la Vera, surcado por un arroyo donde un amigo de Plasencia estaba convirtiendo un establo de luz incierta y poderosas vigas de madera en su nueva casa. Anduve por caminos perdidos entre rebaños de ovejas y cerezos en flor, y dormí aquella noche en la posada de un pueblo recortado en la cima de una montaña cuyo nombre he olvidado, entre sábanas de hilo blanco y aroma de almidón.

Más tarde viví unas semanas en Plasencia e inundé mi alma con las piedras de sus conventos igual que hice años después con el sombrío monasterio de Yuste. Paseé por las callejuelas de Cáceres y sus iglesias, y visité su museo de piedras cortadas con la pericia de los romanos. Conocí las fiestas alegres de Villanueva de la Serena o Almendralejo, fui varias veces a Zafra y me enamoré de sus plazas porticadas. Y un día volví a Badajoz para asistir a una boda en una capilla junto a la carretera que va hacia el norte, y más tarde aún descubrí aquel glorioso museo, potente torre que albergó durante siglos a los proscritos de la historia del lugar.

Han pasado muchos años y conozco tantos rincones ocultos y conocidos de Extremadura que a veces al llegar a ella por la carretera bordeada de retamas y adelfas tengo la impresión de que vuelvo a casa. Como si aquella imagen primera que me abrió sus puertas me hubiera concedido el don del regreso que ella misma y tantos otros miles de paisanos nunca pudieron alcanzar.