28.2.25

Dar voz a lo invisible

La venezolana Marina Gasparini Lagrange, caraqueña del 55, es, entre otras cosas, docente (dictó la cátedra de Necesidades Expresivas en la Universidad Central de Venezuela, donde se graduó en Letras), ensayista, investigadora y coordinadora editorial. 
Es autora de los libros Laberinto veneciano (comentado aquí) y Exilios: poesía latinoamericana del siglo XX (también reseñado en este blog). 
Tras una prolongada estancia de casi dos décadas en Venecia, con intermedio madrileño (años en los que colaboró con la Escuela Contemporánea de Humanidades y coordinó, por ejemplo, la alianza editorial entre la Fundación para la Cultura Urbana y la colección Visor), reside actualmente en Alcalá de Henares. 
Ha editado obras poéticas y artísticas y colaborado con artículos en Prodavinci, "un espacio para las ideas, las conversaciones y los debates". Al fondo, Venezuela, su amado país natal, y lo ocurrido allí desde la llegada al poder del chavismo, que tanto tiene que ver con su errancia europea. 
El lector español ha podido disfrutar de sus ensayos en la desaparecida revista asturiana Clarín, donde uno la descubrió.
Su rigurosa labor intelectual (vinculada, en parte, al Instituto Warburg de Londres) se ha centrado en la lectura de las imágenes del arte y la literatura. De ahí, de esas correspondencias, surgen "estas páginas de miradas y silencios, de miradas transformadas en palabras". Lo explica muy bien Miguel Gomes: "Cómo se transforma internamente lo que vemos, cómo dialoga nuestra psiques con la realidad a través de la visión y cómo en esta la memoria, el sentir y la imaginación se conjugan". Sí, "tales son las indagaciones fundamentales" de este libro, Elocuencia de la mirada, que publica Kálathos, una editorial con ADN venezolano que se ve obligada a publicar su catálogo, por razones políticas, en España. Consta de diez ensayos. 
Que la poesía es algo omnipresente y nuclear en su obra lo demuestra que cuatro de las cinco citas iniciales sean de poetas: Rafael Cadenas (su maestro), Anna Ajmátova, José Ángel Valente y Chantal Maillard. Aluden, en orden de aparición, a la importancia de la visión (por encima del tema), al imposible olvido de quien "dio la vida por una mirada", a que "ver no es mirar sino cegar o deslumbrarse y a que "ver, al fin y al cabo es una escucha". Antonio Muñoz Molina, el único prosista, anima a "confesar que se ha mirado". Es lo que ha hecho Gasparini. No conformarse con mirar, con contemplar una y otra vez este o aquel cuadro, con visitar en numerosas ocasiones este o aquel museo, con leer con insistencia este o aquel libro. Ha dado fe de ello con palabras. Sin olvidar nunca a Horacio, su ut pictura poesis ("como la pintura así es la poesía", "la poesía como la pintura"). "¿Acaso no es la poesía leemos en la página 29 la realidad de los que ven y revelan la otra cara de lo evidente?". Por su parte, Gabriela Rangel ha destacado su "escritura despaciosa y cosmopolita". ¿No son cualidades de lo poético? 
Como cuenta en "Al lector", todo empezó con unos libros, "los de siempre" ("las Metamorfosis de Ovidio, las Etimologías de Isidoro de Sevilla, la Iconología de Cesare Ripa, la Biblia de Jerusalén y los Apuntes de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke") y una mesa de madera ("un gran escritorio que ya no tengo"). Gasparini se pregunta: "¿Cuál es el hilo invisible que une estos ensayos?". Y se responde: "Quizá es la necesidad de dar voz a lo invisible". 
Está muy bien traída por Gomes la afirmación de que "el ensayo, a fin de cuentas, es un espacio visionario donde priman no las respuestas, sino las preguntas". En la página 51 leemos: "Las preguntas más que las respuestas han guiado mi pasión por las imágenes que dan vida a la literatura, el arte y sus correspondencias". 
En I Frari, esto es, la iglesia de Santa María Gloriosa dei Frari, en Venecia (este libro, por razones vitales, es muy veneciano) cuelga Pala Pesaro, el cuadro de Tiziano que representa la Ascensión de la Virgen (su verdadero título). A ese lugar y a esa imagen vuelve una y otra vez Gasparini. Porque "esos lenguajes silentes son caligrafías anímicas que llaman a un reconocimiento". "Mirada involucrada" llama la autora a su método. Pues bien, en la esquina inferior derecha de la pintura del seiscientos un muchacho mira no donde todos lo hacen, sino al espectador. Nos busca con su mirada. Franca, limpia. Su nombre, Leonardo Pesaro (se le ve en la cubierta del libro). "Su rostro es memoria escrita en mis días", escribe Gasparini, quien sabe que "ver en el arte requiere detener la mirada en lo que no siempre logramos ver con nuestros ojos abiertos, ver es relacionar lo mirado con nuestro ojo interno, ver es entonces una experiencia de lo invisible que observamos desde nuestra interioridad". Y entonces recuerda lo que dijo Starobinski: "Ver es un acto peligroso". Ella añade que "requiere de un aprendizaje". 
A otras obras de arte que se guardan en esa iglesia dedica el resto del ensayo que termina con un poema de Juarroz. Antes confiesa: "Soy en la paciencia y la mirada". 
Las hilanderas, de Velázquez, es el motivo del siguiente análisis. Allí leemos: "El arte es la trascendencia que conoce el secreto de la mirada y su misterio". Que "nace de la vida y la representa".
Cristo ante Pilatos, de Tintoretto, es el motivo del tercer ensayo. Está en la veneciana Sala dell'Albergo. Anota al final lo que Michaelle Ascencio le enseñó: "que todo texto escrito nace de la necesidad de iluminar oscuridades con un destello, con una palabra".
Otro cuadro de Tintoretto, el Juicio final, una obra "vertical" e impresionante conservada en la iglesia de la Madonna  dell'Orto, es el motivo del cuarto. Cita allí a su admirada María Zambrano, aquello de que "es imposible compartir el propio infierno pues, al comunicarlo, la emoción que lleva la palabra lo transmuta en purgatorio". Por el tema de la muerte por agua, trae a colación a Eliot. Después a Kafka, que visitó la ciudad lacustre. ¿Hay relación, conjetura, entre Tintoretto y Titorelli, el pintor de El Proceso?
Al "asombro en la mirada" del escritor y viajero Cees Nooteboom se dedica el quinto. "La pintura era para él otro modo de viajar", leemos. Y que "Todo comienza con una mirada". Lo único que sabía hacer cuando empezó a viajar. Era un "amante del ver y del asombro" (por eso escribió poesía, matizo). Una de sus máximas: "Escribir para conocer". "Ver y leer en las obras de arte es comenzar a interrogarlas, es establecer un diálogo en el que la mirada nos lleva de la mano por caminos nunca antes transitados". El viaje, "una ventana abierta a nuestra curiosidad". Un cuadro, "un enigma mudo". El autor holandés no volvía a Venecia, regresaba, "como se retorna a lo que pertenecemos". 
Al placer del paseo y a la pausada contemplación de los cuadros se refiere "Caminando por el Museo del Prado". Donde busca sin buscar, nos cuenta. Un trabajo gustoso cada vez más complicado debido al descontrol que impera últimamente en la pinacoteca (incluidas fiestas con DJ). Cita de nuevo a Zambrano: "el arte que es visto como arte es distinto que el arte que hace ver. Que nos hace ver, agregaría con precisión". “Busco algo que no sé nombrar", sigue. Luego, obras de Rembrandt, Teniers, Reni, Tiziano (y su Carlos V), Velázquez, Zurbarán (el preferido, recuerdo, de la autora de Claros del bosque) Goya... Y El descendimiento de Van der Weyden, tan literaturizado, en el que se detiene más. 
En el séptimo ensayo cambia de asunto. O eso parece. Lo destina a reflexionar sobre algo que conoce perfectamente, y que sufre: el exilio. Ese reino. Y esa maldición, según se mire, que afecta a tantos miles de compatriotas suyos. Y no solo, bien lo sé. Pero no, no se olvida el arte y sus representaciones. Se sirve esta vez de uno de los cuadros más emocionantes de la historia: el Perro semihundido de Goya (al que dedicó uno de los cursos que imparte a través de Internet). Lo considera "la imagen interiorizada de quien ha visto en su soledad y extrañamiento". Una de sus "pinturas negras". Del exilio dice que "es un viaje sin retorno", "nos permite vernos como extranjeros en un lugar que es, a la vez, propio y ajeno". Apunta que "la pregunta por la patria es una inquietud de exiliados". La patria, "un lugar donde el «ser» es también un «estar»", "el sentimiento que transforma la extrañeza en interioridad", "aquello que no podemos perder sin perdernos nosotros con ello". Menciona a Steiner, lo de que "la verdad está siempre en el exilio". Y otra vez Zambrano, a la contra: "Amo mi exilio". "Y es que todos, parcial o permanentemente, habitamos en el desarraigo". "El desterrado es un extranjero". Como Ulises. Y trae a colación a Albert Camus y su famosa novela. "Conozco el exilio", declara. "Su color suele ser blanco como la página no escrita". Y lo relaciona con el desierto. Y con la eliotiana Tierra baldía. Concluye: "A cada quien su patria. A cada quien su exilio. A todos la amplitud de su reino". 
A la peste, "imágenes de una enfermedad", consagra el octavo ensayo. Se ve que está escrito en tiempos de pandemia. Empieza por la Ilíada. Se centra después en dos cuadros: el San Sebastián, de Mategna, y La vieja, de Giorgione. "La enfermedad es un silencio que entra en el cuerpo sin palabra que la anuncie. Zeus, dice Hesiodo, le quitó la voz a la enfermedad". "La peste conoce un único tiempo: el presente", "olvida conjugar el porvenir". Va más tarde a La peste escarlata, de Jack London, y, a costa de la "pobreza de la lengua", recala en Cadenas, un puerto seguro.
La peste precisamente tituló su novela acaso más conocida Camus. A él (y a algunas de sus circunstancias vitales, tanto en Argel como en Francia), a su "ciudad contaminada", atiende el penúltimo, penetrante ensayo. Acaba con una cita de sus Carnets: "Tengo necesidad de escribir cosas que, en parte, se me escapan, pero que son prueba precisamente de lo que en mí es más fuerte que yo mismo". (Aprovecho estas lúcidas palabras del Nobel, para subrayar que detrás de los ensayos de Gasparini se embosca en realidad una poética, algo que el lector atento ya habrá deducido por cuanto he comentado hasta llegar aquí.)
El último capítulo de Elocuencia de la mirada, el epílogo, se titula "Una cartografía del aliento". El más personal del conjunto. Ahí, la inspiración, una "palabra que está en el origen de estas líneas". Y la respiración: "Con reverencia he palpado el aliento que soy", y cita a Anne Carson. Constata que, sin desplazarse, da vueltas, "deambulo hacia una única meta: la escritura". Cree, con Lezama, que "sólo lo difícil es estimulante", por más que ella cumpla con la frase de Ortega: "La claridad es la cortesía del filósofo". Gasparini finaliza con estas palabras verdaderas: "Escribir es respirar fuera del silencio. Es respirar venciendo el silencio". ¿Qué se puede añadir?


26.2.25

Pas mal! (50 años de cultura en España)

Vivimos tiempos curiosos, por decirlo de forma suave. Tiempos que uno, como tantos, no estaba preparado para afrontar. Pero así es por naturaleza el futuro: imprevisible. En el mundo y, lo que más me importa, en España. Este pequeño gran libro,  Cultura española en democracia. Una crónica breve de 50 años (1975-2024), que ha sido capaz de tramar uno de nuestros mejores periodistas culturales (reconocido con el Premio Nacional de lo mismo en 2020), el barcelonés del 57 Sergio Vila-Sanjuán, director desde hace años de Cultura/s, suplemento de La Vanguardia, pone, sin embargo, en evidencia lo que algunos seres adánicos se empeñan en negar: que desde la muerte de Franco hasta ahora, desde que vivimos en democracia o casi (hasta el 78 en rigor no llega, con la Constitución), nuestra vida cultural se ha enriquecido y que lo hizo especialmente en los años de la Transición, esa que desprestigian en cuanto pueden nuestros políticos más ignorantes, esto es, la mayoría. 
Una breve introducción y siete capítulos bastan para, mediante un afilado don de síntesis (“un balance muy sintético y a vista de pájaro”), escribir la crónica de unos años, como diría el poeta Antonio Colinas, tan intensos como difíciles. Apasionantes también, más para quienes hemos tenido la suerte de haberlos vivido a lo largo, en toda su prolongada extensión. 
Por las citas que ha colocado delante, Vila-Sanjuán da a entender que la cultura de una sociedad la hacen y forman las personas individualmente (como defiende José Carlos Llop) y las instituciones, si se pretende que lo realizado sea duradero (como matiza Jean Monnet). El “recurso a la cultura” (George Yúdice dixit) se utilizó desde el principio para legitimar lo que se nos venía encima: nada más y nada menos que la democracia.  
De los años 70 cabe recordar, ante todo, que la mencionada Constitución reconocía “la importancia de la cultura”, clave, se acaba de decir, para “la restauración de la democracia”. Su defensa pasó a ser razón de Estado para los gobiernos, sí, pero también para la Corona, que no ha dejado de acompañar su considerable desarrollo. Primero con el rey Juan Carlos (“símbolo del regeneracionismo cultural de la España postfranquista”, según la ensayista Giulia Quaggio) y después con Felipe VI. Su incondicional apoyo a los premios Príncipe y Princesa de Asturias bastan para aseverarlo y se podrían poner muchos ejemplos más.
Es la década, pongo por caso, de la creación del Premio Cervantes, del Nobel a Aleixandre, de los poetas novísimos, del nacimiento de Anagrama y Tusquets, de Els Joglars, Berlanga y El desencanto, de El País (aquel “intelectual colectivo”, dijo Cebrián, del que, ay, no queda ni rastro), de Umbral y de la Barcelona contracultural. 
Los 80 son, en síntesis, la Movida madrileña y el diseño barcelonés. (Sí, no se olvide que Vila-Sanjuán contempla la nación desde su ciudad natal y la presencia de lo catalán es una constante en su ensayo.) Asumamos que la Transición fue “de terciopelo”, como dijo otro protagonista de aquella época, Jorge Semprún. “Gradual y pacífica”, precisa el autor. El 23-F del 81 espabiló a más de uno y la democracia se fortaleció. Llega entonces la postmodernidad y, ahí, la Movida. Y con ella, Almodóvar. Y el sida, claro. Y el “nuevo diseño” de aquella Barcelona abierta y cosmopolita (¿dónde estará?) que anunciaba la transformación urbana (y mucho más) del 92. 
Gobierna un Felipe González empeñado en apuntalar, a la francesa, el “Estado cultural”, que diría Fumaroli. “Ser culto se puso de moda”, afirmó el editor madrileño García Sánchez. El PSOE (aquél, nada que ver con el actual) apuesta por ese modelo y hace, desde el poder, todo lo necesario para que así sea. ARCO, el Reina Sofía y, en oblicuo, la “nueva narrativa española” están allí para corroborar el cambio. Se vive una “edad de oro de la edición”. “El nuevo Estado democrático aspira a ser integrador  y mostrarse como pluricultural  y diverso”. Un ejemplo: los encuentros de Verines, donde coincidían escritores en las distintas lenguas de España, un proyecto abandonado (o casi) que impide la necesaria fluidez entre las literaturas patrias y que aboca al mutuo desconocimiento. También empezaron a reconocerse con Premios Nacionales a escritores y artistas periféricos: catalanes, gallegos y vascos. 
En los 80 nacen editoriales importantes: a levante, Pre-Textos; a poniente, la Editora Regional de Extremadura, a la que Vila-Sanjuán ha hecho un merecido hueco en su sintética obra. Como se lo hace al Congreso de Intelectuales de Valencia (1987), donde se habló de todo menos de una ETA “en plena actividad”, un recordatorio que le honra. 
Resalta la importancia del periodismo cultural como perfecto aliado del “Estado cultural” que se fomenta. Surgieron revistas (Turia, Cuadernos del Norte, Quimera...) y se fortalecieron los suplementos de los periódicos. Ese arquetipo exigía ministros de Cultura potentes. El ministerio del ramo fue creado por el primer gobierno de Suárez, con la UCD, y fue Pío Cabanillas quien abrió vía. Por desgracia, el PP siempre lo ha despreciado; tanto Aznar como Rajoy prescindieron a ratos de esa cartera para rebajarla a la categoría de Secretaría de Estado (o fundirla con Educación), como bien sabe el poeta Luis Alberto de Cuenca. Entre los ministros de González, Javier Solana y Jorge Semprún, un viejo comunista debidamente afrancesado. Zapatero echó mano del competente César Antonio Molina. Y con qué equipos contaron. Se impuso, en fin, el axioma de que “la izquierda cuida a la cultura, y la cultura cuida a la izquierda”. “La cultura importa”, fue el lema. De lo sucedido con Sánchez mejor no hablar, a excepción del nombramiento de José Guirao. Que haya puesto en manos de Sumar y del tendencioso Urtasun el ministerio demuestra que aquellos ímpetus y los antiguos lemas pasaron hace tiempo a la historia. Nunca peor. 
Los años 90 representan el culmen de aquella ensoñación lograda. Los de las Olimpiadas de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y el Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Y la Feria de Frankfurt, donde la “nueva narrativa” se universaliza. Una narrativa que se convierte en fenómeno gracias a los libros de Marías (un Nobel fallido), Pérez-Reverte, Savater o la “generación Kronen”.
Abren el Thyssen, el Museo de Arte Romano de Mérida (obra de Moneo), el Guggenheim de Bilbao y el Instituto Cervantes. 
El siglo XXI amanece de la mano de Soldados de Salamina, de Javier Cercas, y la Guerra Civil vuelve a la actualidad desaforadamente. Al lado de Cercas, Trapiello y Las armas y las letras, un clásico, y La voz dormida, de Dulce Chacón. Tres extremeños (o dos y medio) al quite. Lo de la Ley de Memoria Histórica vino un poco después, con Zapatero, un fan de la polarización. 
Bien traída la alusión a fundaciones como la Juan March o La Caixa y muy pertinentes la de la revolución bibliotecaria y la del Año del Libro y la Lectura (2005). Uno después –no se recuerda aquí– tuvo lugar en Cáceres el primer Congreso Nacional de la Lectura, donde él participó en un panel de expertos. 
Tras la masacre del 11-M y el clima de crispación política que aquello provocó, “el acto final del gran idilio de la Transición entre el PSOE y el mainstream de la intelectualidad española”, coincidiendo con la reelección del “de la ceja”. 
Mientras, los conflictos lingüísticos no cesan y, en Cataluña, Ciudadanos florece. 
Aunque parezca mentira, Vila-Sanjuán se atreve con la poesía y fija un panorama de poetas enfrentados: los “de la experiencia” contra los “metafísicos” o “del silencio”, situación coyuntural que los años han resuelto mezclando a unos y a otros y salvando lo único que importa: un puñado de libros sin otra etiqueta que la de la poesía verdadera. 
Los festivales (como el Hay segoviano), la gastronomía elevada a categoría cultural (con El Bulli de Adrià al frente) o la serie Cuéntame apostillan la famosa frase de Javier Tusell: “A fines del siglo XX el intelectual español o es mediático y divulgador o no existe como tal”. 
El segundo decenio del siglo es el de la crisis. La cultura cae en picado. Su declive es evidente. La “clase media cultural española” fenece. Aquí no prospera lo de la “excepción cultural”. 
Llega el 15-M, ese espejismo, y las teorías de Negri, Hessel y Laclau (el radical argentino de la dichosa polarización). Y Podemos, claro. Javier Gomá clama en el desierto por la ejemplaridad y el procés se pone en marcha. 
En literatura, priman los de la “generación Nocilla” (¿otro espejismo?) y la autoficción. Y, también, dentro de la “literatura del yo”, “la escritura de diarios”: Puig, Trapiello, Llop, García Martín, Uriarte, Freixas...
Cinco años después de la rendición de ETA, Fernando Aramburu publica Patria. Un hito. En el teatro, brilla Juan Mayorga. Sergio del Molino lanza La España vacía. Otro hito. Por otra parte, el “retorno al medio rural” es tan real como literario. 
La muerte reciente de la galerista Helga de Alvear refuerza la mención al Museo que lleva su nombre, situado en Cáceres. Otro referente ineludible. Con el escritor Luis Landero y la Editora Regional, en lo que a uno respecta, lo más importante de cuanto ha sucedido en la cultura extremeña (y por ende en la española) de este periodo que se analiza. Ah, muy oportuna la cuestión de los nombramientos de directores de museos y muy significativo el caso de Borja-Villel y su criticable gestión ideológica del Reina Sofía. 
Ya en el tercer decenio, el covid es asunto principal. Paradójicamente, la muerte, el confinamiento y el dolor que vinieron con la pandemia revelaron que la cultura era un bien necesario, cuando no imprescindible. La llevó “a primer plano”. No lo entendió así, nada extraño, el ministro de turno de Sánchez, un tal Uribes. Algo, subraya Vila-Sanjuán, que intentó remediar su sucesor, el catalán Iceta y por ello fue premiado con un cese temprano. 
De la “irrupción de las mujeres” habla también el periodista. De ahí que cite a Irene Vallejo y El infinito en un junco, por más que no sea ni mucho menos el único. En otro momento se refiere a la “ola feminista” y a la lucha de Laura Freixas (desde Clásicas y Modernas) por reivindicar su presencia igualitaria en la élite de la cultura española (incluidas instituciones tan relevantes como la Real Academia). Al hablar de los premios mayores se anota la diferencia entre los concedidos a mujeres y a hombres, lo que hubiera favorecido la alusión al Nacional de Poesía que en sus últimas nueve ediciones han ganado… ocho mujeres. 
No, “la gestión cultural ya no parece demasiado emblemática para el PSOE sanchista”. Una parte sustancial (por lo significativo, no por lo numérico) de la intelectualidad gira hacia posiciones conservadoras y liberales. La decepción, entre los socialdemócratas, por la deriva sanchistas es incuestionable. Savater, Trapiello, Azúa, Cebrián, Gascón, Peyró, César Antonio de Molina... Podríamos seguir. 
El perspicaz autor cierra su largo paseo por la madrileña Galería de Colecciones Reales, asombrado ante tanta belleza. 
En “Para acabar” hay sobre todo preguntas. No todas retóricas. Y alguna respuesta. “Yo me quedo con que en sus diferentes apartados –la creación, la gestión y la industria– la cultura democrática ha constituido una aportación sustantiva y a menudo brillante, que niveló déficits históricos, pero al mismo tiempo con insuficiencias: nutridas de proyectos no siempre concluyentes y conflictos, y también de cesiones y pactos poco altruistas”. 
Reconoce que “Han sido (...) años de internacionalización y recuperación de la autoestima. De reconocimiento de la pluralidad lingüística”. Pero insisto, lo que lanza en este capítulo final son numerosas preguntas. Preguntas que el lector hará bien en responder. Después de recorrer este medio siglo con un guía tan informado y solvente, resultará incluso sencillo. Luego el futuro hará, como siempre, lo que le dé la gana. 

Cultura española en democracia
Una crónica breve de 50 años (1975-2024)
Sergio Vila-Sanjuán
Destino, Barcelona, 2024. 144 páginas. 14 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en El Cuaderno

25.2.25

Primera edición crítica de la poesía de Jaime Gil de Biedma

Aunque parezca mentira, no contábamos con una edición crítica de Las personas del verbo, la poesía completa de Jaime Gil de Biedma (Barcelona, 1929-1990). Para subsanar esa anomalía, inexplicable si tenemos en cuenta su calidad (jamás reconocida con premio alguno) y la influencia que ha tenido en la lírica española contemporánea, Carme Riera y Félix Pardo se pusieron manos a la obra, Su empeño, coronado con éxito —el trabajo realizado es admirable—, se publica, dónde si no, en Cátedra, dentro de la benemérita colección Letras Hispánicas.
Uno ve el volumen y le extraña que tenga 520 páginas. Al fin y al cabo su obra en verso se limita a un centenar de poemas. Eso es así porque, más allá del estudio introductorio, relativamente breve, pero riguroso, Riera y Pardo han añadido un "Aparato crítico" que incluye "Preliminares" (un pormenorizado análisis, libro a libro, de los seis —plaquettes mediante— que dio a la imprenta: Según sentencia del tiempo, Compañeros de viaje, Cuatro poemas morales, En favor de Venus, Moralidades y Poemas póstumos, más tres ediciones —una fallida, pues fue retirada por la censura— de su poesía reunida: Colección particular Las personas del verbo, de 1975 y 1982) y "Variantes textuales", que harán las delicias de los filólogos. Un trabajo, con perdón, de chinos. A eso se suman los "Apéndices", esto es, la "relación de obras consultadas" (al final del prólogo hay una bibliografía esencial), las "Abreviaturas" y los "Poemas no incluidos en Las personas del verbo". No es raro, así, que los editores confiesen que esta colosal tarea les ha llevado años. 
Ya se ve que quien quiera entretenerse tiene aquí material para rato. A uno, sin embargo, lo que más le importa, aparte de curiosear esos poemas que quedaron fuera del libro y, por tanto, en su mayor parte, desconocía, lo que más me interesa, decía, es volver sobre unos versos que forman parte de mi educación sentimental y que me retrotraen a mi juventud perdida, cuando más apasionadamente se lee, en esa etapa feliz en la que uno encuentra, qué alegría, a sus maestros. 
Es verdad que en su momento fui crítico con esa poética, pero no por la genuina forma de expresión de Gil de Biedma, ese admirable tono único que supo darle a su poesía, sino por el descarado abuso que algunos de mis coetáneos hicieron de la misma hasta convertir el modelo en ilegible. Los editores lo señalan con ironía al principio de su introducción. 
Riera, como Pardo, conoce bien la vida y la obra del poeta. Ya lo demostró en su libro La Escuela de Barcelona, que fue Premio Anagrama de Ensayo y se publicó en 1988. Sus protagonistas, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. 
Por ceñirme al tópico, y en lo referente a su estrategia de promoción, actuaron como buenos burgueses catalanes, aunque con mala conciencia. La fotografía de Oriol Maspons que ilustra la cubierta de ese estudio, en la entrada de Industrias Gráficas Seix Barral (en el original aparece también Josep Maria Castellet, colaborador necesario de su invento a través de su antología Veinte años de poesía española), aporta ese aire urbano e industrial que caracteriza sus respectivas poéticas. Gil de Biedma le dijo a E. Sylvester que "Los grupos poéticos no son generalmente un hecho histórico real, sino una creación voluntaria, más que nada una empresa de «política» literaria". Y a Jesús Fernández Palacios que "en un momento dado decidimos autolanzarnos como grupo, en una operación absolutamente publicitaria, no literaria". 
He vuelto a disfrutar con sus reflexiones acerca de la poesía, las que recoge en el "Prefacio" de Compañeros de viaje, en la nota autobiográfica de la contraportada de Las personas del verbo y las que menudean en la introducción y en las numerosas notas a pie de página; razonamientos dignos de un tipo tan lúcido e inteligente (un punto cínico) como él. Su decisión de dejar de escribir a tan temprana edad le delata. Y que escribiera casi siempre sus poemas de memoria (en la calle, la ducha o un consejo de administración). No tan admirable me parecen algunos asuntos de su vida privada, en especial los relacionados con sus estancias filipinas. 
Admiro, cómo no, su impronta poética anglosajona. Su claridad y su ironía. Todo se resume, como recalcan Riera y Pardo, en esta confesión, donde parafrasea a Chesterton: "Yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema". Luego aclaró: "lo que yo apuntaba ahí es que quería existir en el orden de realidad en que existen los poemas. Quería rescatarme a mí mismo y pasar a existir en ese orden de realidad". 
Como diría de la poesía su maestro Auden, memorable speech. Imprescindible. 

NOTA AUTOBIOGRÁFICA EN CONTRAPORTADA

«Nací en Barcelona en 1929 y aquí he residido casi siempre. Pasé los tres años de la guerra civil en Nava de la Asunción, un pueblo de la provincia de Segovia en donde mi familia posee una casa a la que siempre acabo por volver. La alternancia entre Cataluña y Castilla, es decir: entre la ciudad y el campo –o, para ser más exacto, entre la vida burguesa y la vie de château–, ha sido un factor importante en la formación de mi mitología personal. Estudié Derecho en Barcelona y Salamanca; me licencié en 1951. Desde 1955 trabajo en una empresa comercial. Mi empleo me ha llevado a vivir largas temporadas en Manila, ciudad que adoro y que me resulta bastante menos exótica que Sevilla, porque la entiendo mejor. Me quedé calvo en 1962; la pérdida me fastidia pero no me obsesiona —dicen que tengo una línea de cabeza muy buena. Gano bastante dinero. No ahorro. He sido de izquierdas y es muy probable que siga siéndolo, pero hace ya algún tiempo que no ejerzo.»

Bien. Supongamos ahora que han pasado doce años desde que escribí lo anterior. Y aun vayamos más lejos, supongamos lo más terrible: que nuestra suposición—tuya y mía, lector, acuérdate— sea la verdad absoluta. ¿Qué diré entonces que ha sido de mí durante este espacio interlinear? Lo primero y lo instintivo, es decir que nada. Luego, tras algún pensar, ciertos hechos se imponen. Por ejemplo, que Manila ya me aburre y en cambio me fascinó Sevilla, por primera vez descubierta en noviembre de 1976, después de haber estado en ella cuantísimas veces. También, que en 1974 publiqué un diario mío de 1956 –los años terminados en seis siempre han sido importantes en mi vida–, titulándolo Diario del artista seriamente enfermo (Editorial Lumen, Barcelona); y que en 1980 reuní mis ensayos de crítica literaria y algunas otras cosas en un volumen: El pie de la letra (Editorial Crítica, Barcelona). Que ahora y aquí publico la segunda edición, imperceptiblemente aumentada, de mis poesías completas. Y que a lo largo de estos años he aprendido, bien o mal –bien y mal–, a ser un encajador. Un aprendizaje modesto pero absorbente, que apenas permite escribir poemas.

Quizá hubiera que decir algo más sobre eso, sobre el no escribir. Mucha gente me lo pregunta, yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo, lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió –sin yo saberlo– en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba. Otra, que todo fue una equivocación: yo creía que quería ser poeta, pero en el fondo quería ser poema. Y en parte, en mala parte, lo he conseguido; como cualquier poema medianamente bien hecho, ahora carezco de libertad interior, soy todo necesidad y sumisión interna a ese atormentado tirano, a ese Big Brother insomne, omnisciente y ubicuo —Yo. Mitad Calibán, mitad Narciso, le temo sobre todo cuando le escucho interrogarme junto a un balcón abierto:
«¿Qué hace un muchacho de 1950 como tú en un año indiferente como éste?» All the rest is silence.

22.2.25

Antonio Luis Ginés lee "Meditaciones..."


MEDITACIONES EN CALMA LÚCIDA 

Por Antonio Luis Ginés

Algunas antologías son necesarias. Ayudan no solo a aproximarse a una trayectoria, sino también a tener otra perspectiva de conjunto de la misma, y a la vez ir comprobando las líneas y la posible coherencia que se establece en una poética a través del tiempo. Ésta de Álvaro Valverde es una buena ocasión de ahondar en su obra, de conectar con su escritura, en una especie de conversación -en voz baja- de alguien frente a un espejo, en el que se nos invita a compartir ese reflejo frente a las cosas y al paso de las estaciones. Lo inmediato llega a la retina, la apariencia de las formas y las siluetas, las relaciones que se producen en ese contacto, en esa mirada que primero traza un perfil descriptivo, y luego lleva a una reflexión más profunda y hacia lo universal, nada somera. No hablamos tan solo del trazado de los espacios, sino cómo luego se hilvana la composición de los mismos, cómo los habitas y dotas hasta de cierto movimiento, cierta vida. Ahí reside una de las claves de la poesía de Valverde, en esa impronta personal con la que dota a cada poema, y que con el paso de las lecturas y los años, se vuelve más consistente si cabe. No es cuestión de quedarse solo en lo meramente contemplativo, eso no es arañar ni la superficie; la mirada necesita ir más allá, y el sujeto poético hace su particular apuesta y arriesga hacia otras latitudes, profundizando más allá de lo táctil, lo que vemos o podemos tocar. El punto de partida -en muchas ocasiones- es lo concreto, el espacio físico, y desde ahí desde la voz avanza hacia lo emotivo o lo sensorial, va construyendo en base a una ensoñación-recreación, aunque en ese juego de equilibrios tal vez priorice conservar la esencia de dicho espacio, antes que lo emocional pueda distorsionarlo demasiado. Como por ejemplo sucede con los lugares –hay una buena serie de poemas que así lo testifican- , en una especie de recreación que despierta los sentidos, que dota casi de respiración propia a cada pieza, y en los que la imaginación también se proyecta con distintas posibilidades. La construcción de un paraíso íntimo que, al evocarse, se lanza hacia el exterior, un paraíso que refleja ese sentimiento hacia una tierra y una experiencia. La meditación es el origen, cierto -ya en el título se avanza como algo más que una simple consigna- y desde ahí se lleva a cabo el proceso de evocación como una construcción que crece hacia distintas direcciones, dándole forma a los posibles huecos, revitalizando –parece que de pronto, pero detrás hay una elaboración- la escena, haciendo que esta cobre pulso propio. Pero también la poesía tiene otra función: convierte algo de lo vivido o recreado en algo misterioso. Las cosas permanecen en las cosas, dice el autor, lo que somos, lo que fuimos, conceptos como fugacidad, belleza, nostalgia de las cosas y las vivencias, de lugares y momentos que no esconden esa lucha, desde la quietud activa de la reflexión, contra el tiempo y sus devastaciones. Una poesía rítmica, melódica que sale al encuentro del lector desde el primer instante, que suscita la emoción de ese encuentro con la propuesta que el autor nos va desvelando, que sacude, sobrecoge y sobre todo contagia esa sensación de calma lúcida.


Meditaciones del lugar
Álvaro Valverde
Selección y prólogo de José Muñoz Millanes
Editorial: Pre-Textos. Valencia, 2024.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en el suplemento Cuadernos del Sur del Diario de Córdoba (22/2/2025).
La ilustración es de Ramón Gaya, en la cubierta del libro.

16.2.25

La serpiente interior

De Damián Gallego García, cacereño de Jaraicejo (1954) uno sabía poco. Colaboré hace años en uno de sus empeños, por mediación de mi amigo José Luis Bernal. Me refiero a uno de los proyectos de Extremayuda, una ONG que fundó para favorecer a los más necesitados, tanto en Cáceres, ciudad donde reside desde 1991, como en la ciudad peruana de Trujillo. 
Sabía también, por razones familiares, que era médico; ginecólogo, para ser más exacto. Y de reconocido prestigio, cabe precisar.
Más tarde de lo debido ha llegado a mis manos una novela suya. La única. La primera. En su segunda edición, por cierto, la de febrero de 2024, un año después de que se publicara la anterior. En la colección Extremadura de la madrileña Sial Pigmalión. Se titula La serpiente interior y en su cubierta aparece un paisaje fotográfico descompuesto de la dehesa extremeña. Así las cosas, empecé a leer. Con cierta prevención. Al hecho de que un médico de casi 70 años escribiera (dice que empezó a hacerlo en enero de 2022) su ópera prima se unía mi falta de seguridad en lo que respecta a la narrativa. Los cuentos y las novelas se cruzan en mi camino menos de lo deseable y por eso dudo a veces de mi propio criterio. Que el citado Bernal o Malén Álvarez y Eugenio Fuentes dejaran en la contracubierta sus elogios, ayudaba. Y la estima que, aun sin conocerlo, me suscitaba el autor, una persona a la que todos reconocen sus valores humanos y su solvencia profesional. Sin embargo, o esa es al menos mi experiencia, nada de esto influye en el momento en que te pones a leer. Quiero decir que si es libro lo merece, como hace al caso, uno lee y basta. Lo demás sobra. Apenas empecé a hacerlo, se puso en evidencia que estaba ante una novela a la que le sobraban, le sobran, esos adjetivos que uno prejuzgaba inevitables. Ni es primeriza ni está mal escrita ni aburre ni se embosca en la autoficción para que en ella se manifieste expresamente la vida privada del novelista, etc. Un milagro me parece que haya podido escribirla en un año, aunque en su cabeza, o eso sospecho, lleve bullendo más de media existencia. De lo que no cabe duda es que su condición de lector está en el origen de este paso adelante. 
Del argumento no voy a hablar. Lo hay. Álvarez lo resume así: "Una historia poblada de personajes fuertes, singulares luchadores. Una historia llena de emociones, sinsabores, triunfos. Una historia para disfrutarla de principio a fin". 
Fuentes es aún más escueto, telegráfico incluso: Dos hermanos. Dos continentes. Celos, culpa y violencia cainita. Poderosa historia familiar enmarcada en la España de la primera mitad del siglo xx".
Bernal, por último, el más explícito. Alude a "una historia cainita [inevitable adjetivo, puntualizo, en este relato protagonizado por gemelos enfrentados] en su más descarnada inocencia, pero también con la luz cegadora que la esperanza, la bondad, el tesón y la inteligencia de su protagonista, Benjamín, irradian en todo cuanto toca". Destaca, y vuelvo a lo de antes, que Gallego "se nos revela, en su primera novela, como un narrador maduro y ambicioso, capaz de levantar la peripecia vital de unos personajes subyugantes en un mundo hostil, áspero e implacable". Y que "al leer La Serpiente interior, no imaginamos estar ante el texto de un autor primerizo, pues nos sentimos ganados, ya en las primeras páginas, no solo por la fuerza de la historia contada, sino también por el fino cañamazo del lenguaje que la sostiene".
A uno le parece una novela de valores. De un profundo tono moral que no pierde de vista la psicología humana. Subraya Bernal el homenaje explícito en la obra a las mujeres, por ejemplo, dedicatarias de la novela, madres "que paren sin asistencia sanitaria" y que tendrán hijos que no escucharán cuentos. Sobresalen las figuras De Paulina, la madre; Fulgencia; María, la practicanta. Y de las jóvenes Valentina, Amalia y Anita. 
Muy destacable se me antoja también el papel del maestro y lo que representa en la trama, con una cerrada defensa de la educación que emociona. Y ya que escribo esta palabra, cuántas emociones contienen estas páginas. Y qué bien expresadas: sin alharacas ni sobreactuaciones, con el comedimiento y la hondura, con la sobriedad y el fervor que su manejo requiere. Con esa naturalidad que caracteriza una obra donde todo fluye como debe, a tenor de los acontecimientos que se cuentan. Sin esos alardes, ya digo, ni esos aspavientos a los que acaso nos tienen acostumbrados los escritores cuando de abordar una "novela rural" se trata. Y ésta, que también tiene pasajes urbanos, situados en Cádiz y Montevideo, diría que lo es. Siempre he defendido que la modernidad o no de un texto la proporciona su lenguaje y este, limpio y preciso (salvo en situaciones puntuales, donde se empina un poco, como en el encuentro amoroso de Los Pisones), aleja cualquier atisbo de ranciedad o amaneramiento. Uno se olvida de él, que no deja de ser la mejor demostración de su valía. Las historias (varias que dan en una sola) y los personajes (creíbles, bien perfilados) mandan, sin que nada perturbe la paz lectora, por más que lo narrado imponga alteraciones en la conciencia del lector cada poco. De ahí, lo comenté, la importancia que cobra el punto de vista moral, propio de un humanista. Nada extraño en quien hizo el bachillerato en el colegio San Antonio de Cáceres; como otro médico cacereño, el poeta Basilio Sánchez. Entre frases de la sabiduría popular, no necesariamente refranes, Gallego deja caer auténticos aforismos, sentencias que, sin distraer del argumento, obligan a pensar. 
Es evidente que quien ha escrito esta novela conoce bien la vida en el campo. En el campo extremeño, cabe añadir. El de la finca La Carrascosa. El que rodea Almontejo. Aunque se sitúe a principios del siglo pasado, sobre todo en la primera de las tres partes de que consta. Y es que, hasta hace no mucho, casi nada había cambiado allí. De su forzosa mecanización, precisamente, se ocupa una de las líneas argumentales de la obra. Pero ante todo de su atraso y pobreza, antes y después, metáfora y verdad, de donde proviene lo que sustancialmente somos los extremeños. Agricultores y ganaderos, hombres y mujeres, seres resistentes a la adversidad, arraigados a su tierra como a ella se aferran las encinas. De aquí podría salir una película digna de John Ford. Por su nobleza. Como surgió, en otro contexto (en esta los señores no son despiadados como en aquélla), Los santos inocentes de Mario Camus, salvadas todas las distancias. 
Me ha gustado la sencilla defensa de los libros, la lectura y hasta de la poesía (en el capítulo 25), cuando don Esteban le explica a Benjamín que "era la esencia, lo más jugoso de las letras, como el jamón lo es de la matanza". Y su relación con el amor (que ilumina esta narración de principio a fin). Si bien, añade, "la poesía es un caserón enorme en el que cabe mucho y no todo es amor; que también hay una poesía de andar por casa que al principio, antes de que hubiera libros, era la forma de «leer y contar el mundo»". En otro lugar, Benjamín la desecha, porque no estaba él para "romanticismos".  
Aunque las pasiones, de uno y otro signo, dominen la escena, Gallego sabe suavizar las pulsiones con un sutil sentido del humor y con el arma de la bondad. 
Muy oportuno me parece el guiño de la página 310, cuando pone en boca de Benjamín que su historia "no daría ni para una mala novela, desde luego nada ejemplar", y añade el narrador: "si él supiera que su azarosa vida, novelada con las atrevimiento que pericia, se tendría que enfrentar algún día al veredicto de los lectores...". 
En la 318, a partir de una leyenda que le revela la criada Guidaí, se explica el porqué del título de la novela. Bien traído. 
Confieso que he pasado muy buenos ratos con La serpiente interior. Su lectura me confirma algo que ya sabía: que debe uno leer más novelas y cuentos. Que merece la pena concluir la de algunas pendientes. Me depararán, a buen seguro, sorpresas agradables. No, no todo puede ser poesía. 

14.2.25

Rezagados (II)

Cristóbal Domínguez Durán (Vejer de la Frontera, 1993) publica en RIL Editores su tercer libro, Una postal color sepia. Antes ya había dado a la imprenta Secuelas (2018) y Nadie nos cuida en el sueño (2022). 
Reconozco que me ha sorprendido gratísimamente. Aunque ya conociera su poesía y a pesar de que del editor Paco Najarro no pueda uno esperar más que cosas buenas. 
Comienza por todo lo alto. Con citas de William Carlos Williams (que toma "conciencia de la tiranía de la imagen"), Olvido García Valdés y María Zambrano (Antígona, la historia). Antes, en la cubierta, la fotografía que inspira el título del libro y, más allá, la obra al completo. 
El primer verso del primer poema (en cursiva, porque es también una suerte de prólogo) dice: "La belleza puede ser un significado / inagotable". Reconoce que "la realidad necesita metáforas / donde los ojos no terminen / cocidos / como huevos duros" y que la "vía" para contar "esta historia" será "La que limpia de palabras / lo sabido". Y es que, como escribe ya en la primera parte, titulada "Imagen" (un extenso poema fragmentado), "La memoria / más nuestra busca despegarse / del lenguaje". Luego aporta la clave de todo: "Hace un momento he encontrado  / una fotografía, escrita / por el envés como una postal, / y he visto en su imagen / una historia". "La criaturita vivía en una casa de campo". Y ahí, la pobreza, el dolor y el luto. Los ojos, la mirada. Una enorme lógica (que antes definió como "cruel") "arrastra el corazón hacia el sepia / de las cosas que se heredan". Sobre estos versos cincelados cae a plomo el sol. El del verano en esas tierras del sur tan cercanas a un mar que suena a lo lejos. Donde las chicharras "eran mentira": "Decías que, en realidad, eran el sol / infinito / crujiendo las piedras". Contra el paisaje, digamos, el poeta reflexiona acerca de las palabras que secuestran sus ojos): "La alegría podría ser, / según muchos, / algo parecido a flotar, / sin derramarse, / sobre el idioma". Y del silencio. Aquí la parquedad es ley. Y ahí, la noche ("La calma en lo oscuro no existe", "La naturaleza sonando en la noche / es el peor monstruo"). Hay versos que, en rigor, son aforismos: "Somos un largo relámpago / en las palabras de otros". Este paisaje agostado y solitario me recuerda el que aparece en los poemas y diarios de César Simón. La sequedad es similar, y no hablo sólo del lugar. 
Al fondo, la memoria familiar. La del padre (en su muerte), la madre (que planta un mandarino y teme a los relámpagos) o el tío (que da lugar al excelente poema en tres cantos titulado "Breve historia de los pozos"). La de la infancia. Y otra más lejana en el tiempo. La de los jornaleros, por ejemplo, que "se limpiaban la dentadura / con fango". "La nostalgia siempre viene de un lugar imaginario". 
"Violencia", la segunda parte, protagonizada por un homérico "Nadie", recoge poemas fundamentales, como "Todavía persisten en estos lugares...", donde leemos: "Todo puede reducirse / a muy pocas cosas", un verso que mezcla una lección de vida con una poética. "Esto es solo lenguaje", sostiene. Y "Ya todo es imagen". Estamos, sí, ante un regreso, tan real como imposible. "Ante los ojos / esta hermosa desolación". 
"Historia" la última parte, vuelve sobre lo que acaso ocurrió y le contaron. El relato de la vida de su madre cuando niña. La guerra, la lluvia, "la memoria de la luz"... "Yo prefiero decir: / El recuerdo es pasado y no lo es / porque huele a sueño". 
Dice el crítico Carlos Pardo, y lo comparto, que Domínguez Durán "posee una habilidad rarísima: su poesía une la reflexión ética a la nitidez de las imágenes. Por eso suena tan clásico, tan ajustado a una dicción transparente y lírica; y a la vez tan ágil y flexible, entrando sin miedo en asuntos bien contemporáneos. Por eso nunca es frío ni cursi. Y por eso es difícil olvidar estos poemas cuando se han leído. Fascinante". Sí, lo reitero, fascinante. 

Sergio Fernández Salvador nació en León hace cincuenta años y vive en Zaratán, un pueblo de Valladolid. Ha publicado los libros de poemas QuietudLo breve eterno e Hilo de nada así como dos tomos de diarios: Mitos y flautas y El dios del instante. Un potente jurado, presidido por Luis Alberto de Cuenca (del que Cálamo acaba de publicar Bébetela. 50 poemas de amor y erotismo, en edición y prólogo de Adrián J. Sáez), concedió a El cielo sin caminos  el XXII Premio Emilio Alarcos, uno de los galardones que lleva Visor. Está escrito entre 2017 y 2023 y lo divide en cinco partes, por aquello de la relación temática que une a los poemas entre sí. La cita inicial de Tagore (de donde toma el título del libro) anuncia la paradoja vital: "anda suelta la muerte y los niños juegan". "Sean estas palabras / como las hojas" y que "aprendan su decir desde el silencio", leemos en el "Introito". 
"Es siempre la belleza quien elige. Y elige a los sencillos". Para dar fe de ello, el poeta retrata la "alegría serena" de Laura y Andrea, sus hijas (que vuelven a aparecer la final de libro: "Esta casa es el árbol que crece con vosotras"). En la noche de San Juan. Alude al milagro "corriente" del agua.
En "De la luz de verdad" de nuevo la señalada paradoja: día y noche, muerte y vida. La frágil frontera que separa a la una de la otra. "¿Qué sabe una farola de la luz de verdad?". Contra la "ley de Murphy", "Lo que importa / es asumir a tiempo el íntimo mandato / de convertir la queja en gratitud". 
El amor es otro de los temas. Ocupa la segunda sección. Él se manifiesta como "el que quiere querer y no hace daño". La ironía, siempre discreta, aflora en "Secretos de alcoba" (allí, "desergiándome y desfernandezándome"). Su dicción clásica (quevedesca en este caso) está en "Es lo nuestro / un ay, un cómo, un qué, una cautela...". Prima, lo subrayo, la llaneza. Esta es una poesía hecha con poco. Por lo menudo, diría Fermín Herrero.  
Tampoco falta la música: "Eres la compañera perfecta de la vida". Ni las reflexiones sobre la memoria y el pasado, "en el que no te encuentras", que "ya no es lo que era", como "tú"; "El pasado te es fiel: cambia contigo". 
Un epigrama dedicado a CR7 (sí, el futbolista Cristiano Ronaldo), un homenaje machadiano situado en Colliure (donde las palabras las pone don Antonio), el confinamiento ("Esta vida no es vida"), un poema a una higuera (que es también de Eugénio de Andrade, cuyos versos ha traducido) y hasta un epitafio ("No lloréis. Aquí sigo. / Quien no vivió no puede haberse muerto") completan la muestra. Sobresale, eso sí, un asunto central en todo el libro que dejo a posta para el final: el de la poesía. En orden de aparición, ya está presente en "Poder de la poesía" donde leemos que "no es fuego, ni su brasa / siquiera es el recuerdo de un recuerdo". Y que "Es menos, pero es más: / es solo una centella / que nunca se apaga". El poeta, por su parte, "tiene esa llave de sentido / que puede abrir la puerta  /donde yace un misterio que le excede". 
"(Otra) definición de poesía", un hermoso un soneto, otra poética: "Es mirar hacia dentro desde dentro", "es cultivar un grave pasatiempo", "la menos sola de las soledades", "Es más fiel que la vida, y más hermosa". 
En "El deseo de luz produce luz", un poema logrado, escribe: "Maduran solamente las palabras / que aspiran a la altura y a la luz". Como en el árbol, "oculta la raíz, visible el fruto". 
En "Crepuscolari" opta por  esos "otros" que "supieron encontrar la fuente / en el monte de dentro, y hablándose a sí mismos / a todos hablan. De uno / en uno –eso es poesía–". 
Me ha sorprendido especialmente el poema "Búscame en este espejo de palabras": nunca hasta ahora, o eso creo, había encontrado mejor explicación para el misterio del desdoblamiento entre el hombre (o mujer) que uno es y el poeta que a ratos se apropia, digamos, de su personalidad. "A mí también me abruma y me entristece / este ser solo a medias". "Empújame hacia él, búscale en mí". "Solamente él podría / ayudarme a llegar a ser quien soy". Sí, sería deseable que leyeran este poema las parejas, los familiares más directos y los amigos de los poetas. 
Se cierra el volumen con una pregunta inquietante: "¿Hace cuánto que no cruzas un río / pisando sobre piedras"? ¿No esa una metáfora perfecta de este extraño oficio?

13.2.25

La poesía breve de Carlos de las Heras

Carlos de las Heras (1949), pediatra jubilado de origen extremeño residente en Miranda de Ebro, publica su séptimo libro de poesía. En este blog se comentaron por breve algunos. Para éste me pidió unas palabras de prólogo y escribí lo que copio a continuación. 

POEMAS DE LA RADIO

Carlos de las Heras nació en un pequeño pueblo del norte extremeño, Santa Cruz de Paniagua, estudió el bachillerato en los Maristas de Salamanca (por lo que, según Max Aub, sería en rigor salmantino) y en esa preciosa ciudad castellana se licenció en Medicina. Ha ejercido como pediatra en Miranda de Ebro hasta su reciente jubilación. En “El cielo de Miranda” escribe: Bajo este inmenso cielo deslustrado / del que huyen las estrellas, / palpita la ciudad en la que vivo, / la pequeña ciudad a la que amo. En “La ciudad en invierno”, dedicado a “la ciudad adorable en la que vivo”, habla de esa Patria de maquinistas, /antesala del norte, encrucijada /de todos los caminos.
En ese lugar situado a orillas del Ebro se fraguó este libro. Semanalmente, poema a poema, los que ha venido leyendo en voz alta (prueba de fuego de la verdadera poesía) para un programa de la Cadena SER que ya va por su quinta temporada. Lo explica en el primer poema del volumen. 
No, que el lector no piense que estos son versos de circunstancia, escritos a vuelapluma y sin pretensiones. Meras ocurrencias, vamos. Es cierto que están apegados a lo próximo y lo cotidiano, al presente más que a la actualidad, tan líquida y evanescente en nuestra época. De ahí que el conjunto tenga una apariencia de diario. Pero todo esto es así porque la poética autobiográfica que Carlos de las Heras practica es, digamos, de la experiencia, inspirada, más que nada, en la poesía de algunos de sus maestros: Ángel González, Luis Alberto de Cuenca y Luis García Montero, pongo por caso, a los que nombra en estas páginas como “grandes”. 
En todo caso, este es un libro a favor de la claridad y de la lengua castellana, la que, como dice en un poema que lleva ese título, usa cada día. 
Se trata, según creo, de elevar los azares y las circunstancias de la vida corriente, toda una aventura en sí misma, la existencia que sobrelleva cualquiera, al nivel de categoría. Por decirlo más pomposamente, de trascenderla. Para ello cuenta con la mejor herramienta: la de la observación. El poeta es alguien que no ve, mira. Que se fija en lo que el común de los mortales no repara. Leemos en “Es cielo y es azul”: Este cielo recién amanecido, / aunque no lo parezca, / también es cielo, aunque sin azul. / Opaco, deslustrado, gris plomizo, / está esperando que alguien de mirada / inteligente y limpia / se detenga a observarlo.
Esa mirada poética de la realidad tiene mucho de memoria. Así, cuando recuerda su infancia en el pueblo, su adolescencia y primera  juventud salmantinas o el paso de las estaciones, a lo largo de sus años de madurez, en Miranda. Los bares, el trabajo, el callejeo, la gente, los paisajes (de sierras y llanuras extremeñas y castellanas, pero también de mares, playas y acantilados andaluces o vascos). 
En el centro, la familia. Lo explicita en “Mi patria”: Mi patria son los brazos de mi madre / y el trabajo abnegado de mi padre / para que nada me faltara. / Vivieron muchos años. Al morir, / sufrí en mis propias carnes lo que es ser / apátrida y, al mismo tiempo, huérfano. / Por suerte, mi mujer, mis hijos y mis nietos / consiguieron curarme el escozor / de tan molestos adjetivos. / Perdonadme si os digo / que mi única patria radica en la familia. 
Un poema al que le sigue otro muy significativo, en la misma longitud de onda, diría: “Padre mío”. 
No faltan las sutiles referencias al amor conyugal: “Aves que comen peces”, “Mientras me lees en la cama”. Ni tampoco las emotivas palabras destinadas a los más pequeños de la casa: los nietos. Hugo, Inés. 
Porque no olvida el poeta su compromiso moral con los otros (léase “La manca” o “Doña Rosa”), su presencia es inevitable, ya sea para evocar la guerra de Ucrania o la erupción del volcán de La Palma.
El tono del libro es más celebratorio e hímnico que elegíaco, aunque la melancolía aflore por momentos. En “Volver la vista atrás”. Fuera, la persistencia de la lluvia, / la música de un agua melancólica. Con todo, De las Heras sostiene que “La vida se inventó para gozarla”. Y ese es el acento que se impone.
De fondo musical, los Beatles, Serrat…
En “Hojas de parra”, lo erótico se mezcla con lo metapoético: Propuso que los dos nos desnudásemos. / Mientras ella luchaba por quitarse las botas / y sus ajustadísimos vaqueros, / que lo demás le resultó sencillo, / yo me senté a escribir, por atender su ruego. / Abrí ordenador / y empecé a despojarme de metáforas / y cualquier otro adorno que pudiera / taparme parte alguna. / Está muy bien, me dijo, pero ahora / también la ropa fuera, por favor. / Y nos quedamos ambos / desnudos por completo frente a frente.
De las pretensiones de este libro y de las de su autor tal vez hable mejor que nada ni nadie el elocuente poema “La voz”, que dice: Soñó con una voz y la asoció / a ese ser superior al que no ha visto nunca. / Le llegaba perfecta, con el tono, / la intensidad y el timbre adecuados. / Caía mansamente, resbalando /por las altas paredes de la noche /como lo hace la lluvia cuando lame /la piel de los inviernos, /encharcando los vastos secarrales, / las tierras agrietadas de la imaginación. / Era la voz soñada y nunca oída /lo que le hizo vibrar, tocar la gloria, / aunque fuera en la niebla inconsistente / de los cielos oníricos. / Y luego, al despertar, la voz se hundió /en las aguas oscuras del silencio. 
La realidad y el deseo, esa paradoja cernudiana que acaso dé sentido a la poesía. 

Álvaro Valverde
Plasencia, invierno de 2024



12.2.25

Pecio


Ya sabíamos que el escritor Pepe Cervera perdió su biblioteca personal por culpa de la maldita dana que anegó su pueblo, Alfafar, la noche del 29 de octubre del pasado año. Lo ha contado él mismo: Alfafar: ¡El dolor, el dolor! El artículo de infoLibre terminaba: "Me duele el dolor y ahora sé que el dolor es infinito, sé que acaba de empezar, que vendrá más, con mucha más fuerza".
Por su parte, la periodista de Las Provincias Laura Garcés dio cuenta del "fatal destino de los dos mil libros que flotaban sobre el barro". Contaba Cervera que iba a "salvar uno. Se lo ha recomendado una amiga. De hecho, después de que ya formara parte de la «montaña de ruina» salió a buscarlo. Las aguas detenidas, el título de poesía que cita en su mensaje, obra de Álvaro Valverde. «Una amiga de Madrid lo vio en la foto y me llamó para decirme que no lo tirara, que seguro que podría dar pie para algo». Ha decidido que ese se lo queda".
Me ha llegado una carta suya con la fotografía que abre esta entrada. Con este escueto texto: "Querido Álvaro, no nos conocemos, bueno, yo conozco tu poesía. Este es el único libro que salvé de mi biblioteca por el desastre de la Dana. Lo conservaré como recuerdo".
Es muy emocionante ese detalle. Me pongo en su lugar y... Sé lo que significaba esa biblioteca para él porque sé lo que supone la mía para mí. Hace muchos años publiqué en la revista cacereña Gálibo, que dirigió y cuidó con esmero el poeta y profesor José Luis Bernal Salgado, en un número dedicado a la figura tutelar de Juan Manuel Rozas, su maestro, un poemita titulado "Biblioteca" que empezaba: Así temes del fuego y de los límites. No imaginaba uno que también el agua podría llevarse por delante los libros que sostienen (iba a decir "apuntalan") las paredes de la casa de cualquier escritor. La suya se salvó, pero no esos volúmenes. Como pecio del naufragio, este librito que tomó su paradójico título de un poema de Joan Vinyoli. Y con él, la amistad. Un abrazo, querido Pepe. 


10.2.25

PREMIO “GABRIEL Y GALÁN” 2025

                                
La “CASA-MUSEO GABRIEL Y GALÁN” de Guijo de Granadilla (Cáceres) convoca el XL Certamen regido por las siguientes bases.

1ª Podrán optar al PREMIO DE POESÍA “GABRIEL Y GALÁN” todos los poetas de habla española que lo deseen, con originales inéditos escritos en Lengua Castellana o Dialecto Extremeño.

2ª Los premios se distribuirán del modo siguiente:
-Primer premio dotado con 600 € y placa conmemorativa.
-Segundo premio ó accésit de 450 €.

3ª Las composiciones serán de tema libre, extensión máxima de ciento cincuenta versos.

4ª No podrán participar en el Certamen los poetas que hubieren obtenido el primer premio hasta que hayan transcurrido cinco convocatorias

5ª Los originales deben presentarse escritos a máquina u ordenador, a doble espacio y por cuadriplicado.

Se enviarán a la siguiente dirección:
PATRONATO CASA-MUSEO “GABRIEL Y GALÁN”
Plaza de España, 11 – Tlf. 927 439082.
10665 GUIJO DE GRANADILLA (Cáceres). España.

6ª Se podrán presentar trabajos en el correo gabrielygalan70@hotmail.com con dos carpetas una con la obra en PDF bajo un título o lema sin que conste ningún otro dato más y otra con los datos personales: nombre, domicilio, teléfono de contacto, breve reseña biográfica y fotocopia DNI/Pasaporte.

El plazo de admisión de trabajos finalizará el día 25 de abril de 2025.

7ª Cada autor podrá presentar un solo trabajo y no serán devueltos los que se reciban ni se mantendrá correspondencia sobre ellos.

8ª Se utilizará, preceptivamente el sistema de “lema” y “plica”.
Serán eliminados los poemas que permitan de alguna forma la identificación del autor.

9ª El fallo del Jurado será inapelable y se dará a conocer el segundo domingo de mayo en Guijo de Granadilla durante los eventos por el Día de Exaltación de la Poesía en honor al poeta.

10ª La CASA-MUSEO se reserva el derecho a la publicación de los trabajos presentados.

11ª Cualquier duda en la interpretación de estas Bases será resuelta por el Jurado de forma inapelable.

12ª El hecho de concurrir a este Premio supone la aceptación de las presentes Bases.

GUIJO DE GRANADILLA 10 de febrero de 2025.
CASA-MUSEO “GABRIEL Y GALÁN”.

9.2.25

Poemas italianos


La traductora italiana Marcela Filippi reúne en el blog infodem.it - informazione e democrazia los poemas de uno que ha vertido al italiano. Y no sólo los míos, matizo. Grazie tante. Aquí

(Ilustra la entrada "Venecia, 1952", gouache sobre papel de Ramón Gaya.)

8.2.25

Carlos Alcorta lee "Lecturas a poniente"


HABLAR DE LIBROS

Álvaro Valverde reúne en 'Lecturas a poniente' cerca de 150 reseñas que ha publicado en los últimos veinte años sobre autores extremeños

Por estricto orden alfabético recoge Álvaro Valverde en “Lecturas a Poniente” las reseñas, preferentemente poéticas, que, a lo largo de casi veinte años ―comenzó a publicarlas en mayo de 2005― ha publicado en su blog y en distintos medios literarios, tanto en formato de papel ―revistas como “Turia”, “Cuadernos Hispanoamericanos”, “Nayagua”, “Quimera” o “Suroeste”, digna heredera de la ya mítica “Espacio/Espaço escrito”, fundada por el prematuramente desaparecido poeta Ángel Campos Pámpano; suplementos culturales como “El Cultural”― como digitales ―”El Cuaderno”―, dedicadas a autores extremeños de nacimiento o que «estén vinculados a Extremadura». Cerca de ciento cincuenta reseñas de sesenta y cuatro autores en cuyas notas de lectura «predomina ―según afirma el propio autor― el tomo conversacional», a lo que hay que añadir recensiones «de varias antologías significativas aparecidas en estos años o de las que se conmemoraba algún aniversario». Lo cierto es que tal número de autores ―la nómina, lo reconoce Valverde, no pretende ser exhaustiva― nos resulta extraordinaria y desmiente la tan traída atonía, si no creativa, sí promocional de la periferia, porque, hay que resaltarlo, aunque muchos de los autores comentados han publicado sus obras en prestigiosas editoriales de fuera la de la región, otros muchos lo han hecho dentro de sus fronteras, en editoriales tan activas como la que publica este libro, la Editora Regional de Extremadura, un proyecto consolidado a lo largo de los años que desata la envidia de otras comunidades autónomas menos receptivas a propuestas de esta envergadura, la benemérita Ediciones Liliputienses, De La Luna Libros, Littera, Vberitas, Alcazaba o la Fundación Ortega Muñoz.
Habrá quien busque tres pies al gato, pero la eventualidad que supone que a algunos autores se les dediquen varios comentarios responde precisamente a eso, a causas eventuales, causas que explica Álvaro Valverde con estas palabras: «Más allá del estricto marco temporal, a la casualidad habrá que atribuir también que haya poetas con varias reseñas de sus libros y otros con una. Y hasta de los que no haya ninguna».  Confiamos en que esta línea de defensa sea innecesaria, pero no está de más recordarla, sobre todo porque todavía hay quien duda de la idoneidad de que un creador, en este caso un poeta, ejerza además las funciones de crítico, por más que la historia de la literatura, no solo la más reciente, esté plagada de autores que han compartido ambas actividades sin contradicciones, al menos aparentes, por eso en este comentario intentamos eludir la pretensión de emitir una opinión sobre cómo hay que leer, a su vez, las opiniones del crítico Álvaro Valverde, quien se acoge a algunos comentarios de George Steiner sobre la tarea del crítico, del que nos gustaría resaltar este que define mejor que ningún otro la actitud de Valverde: «Soy un crítico positivo: escribir sobre un libro significa también saldar una deuda de gratitud». Y doy fe que lo que mueve los resortes de la escritura crítica de Álvaro Valverde es la pasión lectora.
T. S, Eliot, en el ensayo “Criticar al crítico” distinguía varios tipos de críticos, el crítico profesional, cuyo ejemplo más significativo era Saint Beuve ―«un fallido escritor creativo»―, el crítico de gusto ―«abogado de los autores, cuyo trabajo comenta, y que son con frecuencia autores olvidados o menospreciados injustamente»―, el académico y el teórico, «Y finalmente llegamos al crítico cuya obra puede caracterizarse como un derivado de su actividad creativa. En particular, el crítico que es también poeta, ¿o deberíamos decir el poeta que también ha hecho crítica? La condición para pertenecer a esa categoría es que el candidato ha de ser conocido en primer lugar como poeta, pero su crítica debe destacar por sí misma y no meramente por la luz que pudiera arrojar sobre sus versos». Evidentemente, Álvaro Valverde pertenece con toda justicia a esta última categoría. No es preciso glosar su bibliografía para constatarlo. Su obra poética goza de una consistencia y de una personalidad reconocidas unánimemente y al rigor de su pensamiento discursivo y crítico le ocurre otro tanto. Basta leer este centón de reseñas y las últimas palabras del epílogo titulado «Denme libros» para comprobarlo: «Esa es la verdadera razón de un crítico y de la crítica: leer con criterio y escribir con solvencia (y en el mejor estilo) sobre este o aquel libro. Ni más ni menos. Ni es fácil ni es poco». Dicho esto, solo podemos recomendar, por tanto, que lean estas reseñas con la misma complicidad, con la misma deferencia con la que el crítico leyó los libros que les dieron pie. Estoy seguro de que se dejarán seducir por la capacidad de síntesis, por esa conjunción de elementos que hacen de la reseña otro ejercicio puramente literario.

Reseña publicada en El Diario Montañés, 31/01/2025 y el en blog del crítico. 

NOTA: La fotografía, de Patrice Schreyer, ilustra la cubierta del libro. 




7.2.25

Rezagados (I)

Rezagados porque salieron de las imprentas a finales del año pasado y, como ya comenté en su día, no han encontrado el eco que merecen en forma de reseñas, si es que las pobres sirven para algo. Me refiero a libros como Museo secreto, del incombustible Jesús Munárriz (San Sebastián, 1940), más fresco que nunca (en más de un sentido), capaz de acertar una y otra vez con poemas logrados, en plena "conjunción feliz de entusiasmo y oficio". Al parecer esta obra (que publica en la colección que fundó con su mujer, Maite Merodio, hace cincuenta años: Hiperión), ilustrada con veinte dibujos de sesgo clásico de Paco Montañés, tuvo una primera edición incompleta en 2012 (que nunca llegó a España) de Monte Ávila, Caracas (creí que ese sello había pasado a peor vida con Chávez y Maduro). El título orienta al lector sobre lo que encontrará dentro: poemas escritos a partir de cuadros y esculturas, casi siempre (de Murillo, Tintoretto, Chagall, Picasso, Rodin, Romero de Torres...), que no dejan de ser meditaciones acerca del misterio artístico. Ahí, personajes como Lot, Eva, Leda, Dánae, Susana, Venus, La Fornarina, David, Artemisia, Madame Hamelin, Olympia... Priman los desnudos. Y los cuerpo femeninos, claro. Ninfas, odaliscas. Velludas y rasuradas. El de la mujer, otro misterio (para el hombre, al menos). También hay mucho sexo (en el doble sentido) en estas páginas, y un erotismo tan sutil, a veces, como explícito, otras. Pero hay más que écfrasis en este libro. En "Hermafrodita", por ejemplo, tan de actualidad. O en "Yo, Caravaggio". 
"Veladuras" incluye una poética, en defensa de la imaginación, "de lo que se oculta y se insinúa" frente a los que prefieren revelar la belleza. "Atrae más lo reservado", escribe, "la luz precisa de la sombra" (un verso memorable). Porque "En lo visible está el señuelo / de lo invisible". 
Vuelve a acertar en las distancias cortas de los poemas breves: "Ante el retrato de una dama (d'aprés Wang Wei) o "Un Gauguin". También con los poemas narrativos, como "Álbum", una novela en sí mismo. 
En "Secreta belleza" se atreve a reflexionar en torno al famoso "El origen del mundo", de Gustave Courbet, y el resultado es espléndido. Otro tanto pasa con otra obra famosa, Il tuffatore (de Paestum), y, nunca mejor dicho, lo clava. 
Nunca se sale de un libro de Munárriz como si nada. Un ser prolífico bendecido con la gracia de la poesía. 

Carreteras que brillan en el bosque
, de Ramiro Gairín (Zaragoza, 1980), ganó, con la unanimidad de un jurado competente, el premio Ciudad de Salamanca (que acierta casi siempre) y lo publica, en su singular colección de poesía, Reino de Cordelia. Que su autor sea un ingeniero de Montes especializado en hidráulica, hidrología y medio ambiente y no un profesor de Lengua de un instituto aporta pistas a la hora de leer entre versos su obra; lo mismo que la circunstancia, nada azarosa, de que resida en un pequeño pueblo pirenaico de Huesca (379 habitantes), a orillas del río Ara, con nombre de moda: Fiscal. Además de a Sheila y a Iago, a su "tribu" de allí esté dedicado el libro.
De este hombre ya hemos comentado aquí otros libros. No creo que este difiera de los anteriores en lo sustancial. Es lo que tiene poseer una voz propia. Y un mundo particular, añado. El que, sobe todo, conforma su propia familia, tan presente en estos poemas que no pretenden dar cuenta de sucesos extraordinarios o experiencias paranormales, sino de la vida corriente de alguien que vive con otros en el medio rural casi vacío. Ante un paisaje montañoso que impone, más a quien lo aprecia y sabe lo que vale.
En las "Notas" nos advierte que la lectura de la poesía de Louise Glück "va unida a la redacción de estos poemas". La cita inicial es suya. De Una vida de pueblo, lógicamente. 
El hijo ("el niño") está en el centro de ese pequeño mundo. "Pido que llegues a viejo, / como la mayoría de los hombres; / que pases los otoños, ojalá, / bajo estas peñas, frente a la arboleda / que ahora te defiende".
Alrededor, el campo. Y el jabalí y las cerezas y el agua y los dulces frutos del verano y la encina de Villamana y la hora violeta y la nieve y el bosque y las estrellas y, en fin, el incierto futuro de la Naturaleza. "La belleza lo envuelve todo", escribe en "La lluvia sobre el zorro" (con epígrafe de Glück), el que termina: "Que cuidar es mirar. / Que lo bello es difícil / porque nunca descansa". Alrededor, el asombro, en cuanto atraviesa el túnel: "A todo lo que pasa / -animales, tractores, espíritus del río- / les das tu bienvenida". 
En ese clima de felicidad se cuela, no obstante, la única certeza que nos cabe: "Me ronda la muerte, últimamente. / Estoy acostumbrándome a pensarla / y la vida me ayuda." 
En "Poética", su hijo le da "una lección de poesía". Antes, en "La otra sentimentalidad", uno de los poemas más frescos y logrados del conjunto, confiesa que "Ahora me agobia / la ropa por planchar" y no "esos libros pendientes de escribir" ni "esos grandes poemas". Da al final dos cosas por seguras, precipitadamente acaso: "que no haré ni un rasguño / en la historia de la literatura, / y que no nos alcanzan hasta el viernes / los pantalones limpios".