Carlos de las Heras (1949), pediatra jubilado de origen extremeño residente en Miranda de Ebro, publica su séptimo libro de poesía. En este blog se comentaron por breve algunos. Para éste me pidió unas palabras de prólogo y escribí lo que copio a continuación.
POEMAS DE LA RADIO
Carlos de las Heras nació en un pequeño pueblo del norte extremeño, Santa Cruz de Paniagua, estudió el bachillerato en los Maristas de Salamanca (por lo que, según Max Aub, sería en rigor salmantino) y en esa preciosa ciudad castellana se licenció en Medicina. Ha ejercido como pediatra en Miranda de Ebro hasta su reciente jubilación. En “El cielo de Miranda” escribe: Bajo este inmenso cielo deslustrado / del que huyen las estrellas, / palpita la ciudad en la que vivo, / la pequeña ciudad a la que amo. En “La ciudad en invierno”, dedicado a “la ciudad adorable en la que vivo”, habla de esa Patria de maquinistas, /antesala del norte, encrucijada /de todos los caminos.
En ese lugar situado a orillas del Ebro se fraguó este libro. Semanalmente, poema a poema, los que ha venido leyendo en voz alta (prueba de fuego de la verdadera poesía) para un programa de la Cadena SER que ya va por su quinta temporada. Lo explica en el primer poema del volumen.
No, que el lector no piense que estos son versos de circunstancia, escritos a vuelapluma y sin pretensiones. Meras ocurrencias, vamos. Es cierto que están apegados a lo próximo y lo cotidiano, al presente más que a la actualidad, tan líquida y evanescente en nuestra época. De ahí que el conjunto tenga una apariencia de diario. Pero todo esto es así porque la poética autobiográfica que Carlos de las Heras practica es, digamos, de la experiencia, inspirada, más que nada, en la poesía de algunos de sus maestros: Ángel González, Luis Alberto de Cuenca y Luis García Montero, pongo por caso, a los que nombra en estas páginas como “grandes”.
En todo caso, este es un libro a favor de la claridad y de la lengua castellana, la que, como dice en un poema que lleva ese título, usa cada día.
Se trata, según creo, de elevar los azares y las circunstancias de la vida corriente, toda una aventura en sí misma, la existencia que sobrelleva cualquiera, al nivel de categoría. Por decirlo más pomposamente, de trascenderla. Para ello cuenta con la mejor herramienta: la de la observación. El poeta es alguien que no ve, mira. Que se fija en lo que el común de los mortales no repara. Leemos en “Es cielo y es azul”: Este cielo recién amanecido, / aunque no lo parezca, / también es cielo, aunque sin azul. / Opaco, deslustrado, gris plomizo, / está esperando que alguien de mirada / inteligente y limpia / se detenga a observarlo.
Esa mirada poética de la realidad tiene mucho de memoria. Así, cuando recuerda su infancia en el pueblo, su adolescencia y primera juventud salmantinas o el paso de las estaciones, a lo largo de sus años de madurez, en Miranda. Los bares, el trabajo, el callejeo, la gente, los paisajes (de sierras y llanuras extremeñas y castellanas, pero también de mares, playas y acantilados andaluces o vascos).
En el centro, la familia. Lo explicita en “Mi patria”: Mi patria son los brazos de mi madre / y el trabajo abnegado de mi padre / para que nada me faltara. / Vivieron muchos años. Al morir, / sufrí en mis propias carnes lo que es ser / apátrida y, al mismo tiempo, huérfano. / Por suerte, mi mujer, mis hijos y mis nietos / consiguieron curarme el escozor / de tan molestos adjetivos. / Perdonadme si os digo / que mi única patria radica en la familia.
Un poema al que le sigue otro muy significativo, en la misma longitud de onda, diría: “Padre mío”.
No faltan las sutiles referencias al amor conyugal: “Aves que comen peces”, “Mientras me lees en la cama”. Ni tampoco las emotivas palabras destinadas a los más pequeños de la casa: los nietos. Hugo, Inés.
Porque no olvida el poeta su compromiso moral con los otros (léase “La manca” o “Doña Rosa”), su presencia es inevitable, ya sea para evocar la guerra de Ucrania o la erupción del volcán de La Palma.
El tono del libro es más celebratorio e hímnico que elegíaco, aunque la melancolía aflore por momentos. En “Volver la vista atrás”. Fuera, la persistencia de la lluvia, / la música de un agua melancólica. Con todo, De las Heras sostiene que “La vida se inventó para gozarla”. Y ese es el acento que se impone.
De fondo musical, los Beatles, Serrat…
En “Hojas de parra”, lo erótico se mezcla con lo metapoético: Propuso que los dos nos desnudásemos. / Mientras ella luchaba por quitarse las botas / y sus ajustadísimos vaqueros, / que lo demás le resultó sencillo, / yo me senté a escribir, por atender su ruego. / Abrí ordenador / y empecé a despojarme de metáforas / y cualquier otro adorno que pudiera / taparme parte alguna. / Está muy bien, me dijo, pero ahora / también la ropa fuera, por favor. / Y nos quedamos ambos / desnudos por completo frente a frente.
De las pretensiones de este libro y de las de su autor tal vez hable mejor que nada ni nadie el elocuente poema “La voz”, que dice: Soñó con una voz y la asoció / a ese ser superior al que no ha visto nunca. / Le llegaba perfecta, con el tono, / la intensidad y el timbre adecuados. / Caía mansamente, resbalando /por las altas paredes de la noche /como lo hace la lluvia cuando lame /la piel de los inviernos, /encharcando los vastos secarrales, / las tierras agrietadas de la imaginación. / Era la voz soñada y nunca oída /lo que le hizo vibrar, tocar la gloria, / aunque fuera en la niebla inconsistente / de los cielos oníricos. / Y luego, al despertar, la voz se hundió /en las aguas oscuras del silencio.
La realidad y el deseo, esa paradoja cernudiana que acaso dé sentido a la poesía.
Álvaro Valverde
Plasencia, invierno de 2024