27.6.24

Lecturas preveraniegas

Centrado en las reseñas de El Cultural y, en contadas ocasiones, en las que publico en Turia y en El Cuaderno, quedan atrás menciones a libros que uno ha disfrutado, lecturas intensas que hubieran merecido unas notas en las que compartir con otros su feliz existencia. A falta del tiempo para hacerlo, y ante la llegada de un largo y cálido verano que preveo lleno de novedosas obligaciones familiares, uno, enemigo declarado de las listas, copia aquí el título de un puñado de libros que, hablo por mí, me han parecido sobresalientes. Sólo eso, mera mención, pero algo es algo. Empiezo por la poesía. En concreto, por tres títulos de poetas jóvenes. 
Hacerse una foto en el espejo del baño (Ultramarinos), de Julio Fuertes, recoge poemas escritos entre 2006 y 2011 y me ha parecido un libro muy especial y sorprendente, novedoso en el mejor sentido. De esos sobre los que cuesta escribir pero que uno intuye necesario. Novelista, músico y traductor, de acuerdo, pero, al menos una vez, poeta. Su editor, Unai Velasco, confirma, para definirla, el término usado por su autor: el de "escritura vigoréxica". Y añade un adjetivo: "sentimental". Reconoce, en fin, que es "conmovedora". 
La zona luminosa (Hiperión), de Alejandro Ruiz de la Puente, incide en todo lo contrario, la tradición, pero al cabo resulta igual de moderno que el anterior. Qué natural resulta que debajo del título se indique que mereció el premio "Antonio Carvajal" de poesía joven. Y qué orgulloso ha de sentirse el poeta granadino de discípulos así. Poetas del XXI que dominan la métrica y son capaces de componer sonetos a los que calificar de dignos herederos de los áureos. 
Música para tigres (Renacimiento), de Alejandro Bellido, uno de los responsables de la revista onubense Centauros, ha publicado un libro amable, irónico y lleno de guiños amorosos y literarios (Garcilaso, Salvago, Botas) con el que el lector pasará un rato estupendo. Le ha salido muy “asturiano”; “anafórico”, diría, por aquello de la revista y no lo señalo como algo negativo, al revés. No es esa mala escuela. 
No deja de sorprenderse uno con los haikus de Susana Benet, que reincide, y cuánto se lo agradecemos sus lectores, con Alma de caracol (La Garúa). ¿De qué pasado / regresan esas flores / blancas de adelfa?, leemos. Y: Eso que siento /ante la flor marchita, / es haiku o no?
Haikus y otras japoneserías reúne Jordi Doce en Agua blanca, una delicatessen cuidada por Fernando Menéndez, que la ilustra, en tirada de 15 ejemplares numerados y firmados. Tan sugerentes como este par: Entro en el parque: / la quietud me responde / a cada paso. Vino y se fue: / la niebla hecha jirones / en la maleza.
A ras del universo (Númeror) es el segundo libro de Eduardo del Pino, profesor de Filología Latina de la Universidad de Cádiz. Ya cometamos aquí el primero. La edición es preciosa y lleva un prólogo de Fidel Villegas. El mar está en el centro del libro. Por él navega (también por el cielo en un planeador) y a sus orillas ve pasar el tiempo (en sus tres direcciones). En playas que visita y que pasea, como otros lugares, cercanos (Rota, Guadarrama) y más lejanos (Lovaina, pongo por caso, que da título a un hermoso poema). Todos lo son. Me llama mucho la atención su sintaxis, por eso indiqué antes su condición docente y de qué materia.
Hablar de mis poemas yo no sé: / son como hijos tardíos o vendimia a destiempo, escribe este poeta tardío al que conviene seguir. 
Lo mismo que a Juan Peña. Ya reseñamos en este blog sus libros Destilaciones y Yacimiento, así como la antología (de sus primeros poemas) La misma monotonía. Publica ahora en Vandalia El último poema, con el que ganó el premio Hermanos Machado. Su claridad alumbra al lector como lo haría una vela en la noche oscura de una casa de campo. Serenidad, aceptación, asombro. Poesía de la memoria, genuina. De la verdad. Vital sin entusiasmo. Lejana de cuanto es superficial y vano. La edad, los olivos, el amor, un viejo sillón de cuero, un salpicón de marisco o una playa pueden inspirar poemas que nos llegan sin querer al alma. Sí, porque todo es natural en esta poética de la bondad donde el poeta sólo aspira a que sus versos ajusten mi vida / a un ritmo cadencioso, / sin tropiezos, / ni quiebros disonantes. // La vida que me sueño y que no es / y es la mía
La almeriense Papeles del Náufrago lanza su sexta entrega de autorretratos, esta vez los de Aurora Luque. El cuidado librito, con selección de Antonio Lafarque, lleva por título Nadar en una misma. No somos más que tiempo devorado, reza el verso de la contracubierta. 
Vayamos con la prosa, no sin mencionar antes los títulos de tres novelas. Una, ya leída y reseñada (para TURIA, por lo que se hará larga la espera): Arde ya la yedra (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal, que ha publicado una de sus mejores obras. Las otras dos están aún pendientes lectura: El niño (Tusquets), de Fernando Aramburu (con guiño placentino incluido) y Río Cárdeno (De la Luna Libros), de Juan Ramón Santos, dignísimo discípulo, permítaseme el honroso término, del citado Bayal que con esta nueva entrega fija aún más su genuino territorio literario. 
Tenía pendiente -uno no da más de sí- la lectura de alguno de los celebrados libros de María Belmonte, pero El murmullo del agua. Fuentes, jardines y divinidades acuáticas (Acantilado) no se me ha escapado. Y cuánto me alegro. Sólo espero que haya una segunda entrega que continúe el trayecto desde donde aquí lo deja, en las "Aguas barrocas". Me gusta aprender con ella, sí, pero también acompañarla en su viaje vital, digamos. Lo más personal casa perfectamente con lo erudito. 
Y otra lectura pendiente, la del magnífico Los lugares y el polvo (Elba), de Roberto Peregalli, un ensayo enjundioso "sobre la fragilidad y la belleza" que a un obseso por la noción de lugar y por lo espacial en su conjunto tenía que llegarle al alma. Cuántas iluminaciones contiene y qué oportunas reflexiones sobre la arquitectura ("Las fachadas", "Lo gigantesco", "Las ruinas"), el paso del tiempo ("La pátina") y otros puntos de interés como "El blanco" o "La luz". 
Luis Leal, pacense de Évora, ha dado a la imprenta A salto de mata (aCourela do Alentejo), donde reúne aforismos, apuntes de un diario, reflexiones, etc. en las dos lenguas que domina: su portugués materno y el español adoptivo. El tono es poético. Es uno de esos libros que tanto me gustan, híbridos; más interesantes cuanto quien los escribe, como hace al caso, es un hombre que piensa y siente de manera ejemplar y distinta. 
José Luis Melero, bibliófilo de pro y a pesar de eso escritor, nos ofrece una preciosas plaquette, digna de la señalada condición: Un viaje a Itzea (Ediciones La Ventolera), con ilustraciones de Pepe Cerdá. Ningún destino mejor para un barojiano confeso que la casa familiar de los Baroja en Vera de Bidasoa, frontera francesa. Un delicioso relato para amantes de los libros, sin duda. Mejor si aprecia los del autor de El árbol de la ciencia
Un buen amigo suyo (y mira que tiene), el poeta Fernando Sanmartín, publica el Pregón de la XVIII Feria del Libro Viejo y Antiguo de Zaragoza (Asociación de Libreros de viejo y antiguo de Aragón), que no deja de ser otra maravilla propia de un letraherido singular que en cada entrega nos ofrece una verdadera joya. 

NOTA. La fotografía que ilustra esta entrada corresponde a la biblioteca de Richard Macksey, quien fuera profesor de Crítica Literaria y Literaturas Comparadas en la Johns Hopkins University de Baltimore.

19.6.24

Vigilar lo invisible

En el libro Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016) compiló Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) su poesía publicada hasta entonces; poemas de, entre otros, La secreta labor de cinco inviernos, Vida del topo, En familia, El que desordena y Pérdida del ahí. Complementarias, las prosas de Para qué sirven los charcos, Los pormenores, La vida mitigada, El murmullo del mundo, La belleza de lo pequeño; los relatos de El descendiente y Los cocineros se aburren a las cinco; las novelas Calle Feria y Años de mayor cuantía; las recopilaciones de artículos periodísticos Salvo error u omisión y Cerezas en el escondite, así como los ensayos Dos poetas de la generación de los 50: Carlos Barral y José Ángel Valente (con José Manuel Diego) o Abordajes.
En Eolas (la edición es, justo es reconocerlo, preciosa), aparece ahora El que menos sabe. No, digámoslo pronto, ni es un libro más ni fruto de los ocios jubilares. Me atrevería a decir que es uno de los fundamentales de su bibliografía y, más allá, una aportación sustancial al panorama de la poesía española contemporánea, aunque sólo nos demos cuenta de ello un puñado de lectores (la dichosa minoría), conocedores (o no) de la ejemplar, coherente trayectoria del zamorano afincado en León. Mejor para nosotros. Nada peor que esa poesía vacía que celebran, según dicen, tantos.
A estas alturas de la vida, cuanto el poeta tenga que decir debería decirlo sin ambages, al margen de cualquier aparato retórico, de la manera más clara posible. Es el caso. Tal vez sea, por eso, la entrega más emotiva de las suyas, o en la que las emociones y los sentimientos fluyen con más naturalidad, sin que falten por ello los pensamientos (“y sus desolaciones”). No se puede negar que la tradición de TSS no es la de la línea clara, la llamada figurativa o de la experiencia. Sin embargo, peca aquí poco de silenciario o hermético, si es que cabe tal denominación para aquello que necesariamente ha de decirse de forma parca y enigmática. En la de TSS, por generalizar, la precisión lo es todo.
De tres partes consta El que menos sabe. En el umbral, una cita de Miyazawa: “Ser tildado por todos de inútil / sin que se me alabe / ni se me importune. /Alguien así / querría llegar a ser…”, y un poema prologal (una suerte de poética”): “Las buenas intenciones”. A la búsqueda de “la deshuesada sabiduría de la confusión”. “Me alejo / de lo hondo también. // Por allí nunca sabe a compasión el pensamiento”, leemos. Termina: “La vida así: un quehacer / sin el permiso oscuro de los nombres”. Y “Quehacer”, precisamente, se titula la primera sección, la más amplia del volumen. Se abre con un elocuente epígrafe de Cavafis: “El artesano pone su obra por encima de cualquier otra cosa; debe, pues, destruirse por ella”. Lo explica muy bien en poemas como “El esmero”, el quinto de la espléndida serie “Almanaque desconcertado” (la memoria, la autobiografía): “Pero siempre el esmero (…) Siempre el esmero: ese modo de estar en lo otro”. “Siempre que necesito salvar algo de la desatención” piensa en el plato de sopa que subía con sumo cuidado desde la planta baja a la superior en la casa de su infancia. De eso trata el poema. La anécdota, como en tantos otros casos, le permite centrarse en la categoría. Así sucede en los otros cuatro de “Almanaque…”: “Mercado de abastos” (“Primera vez sin mi madre”), “Todavía no” (el colegio, las bofetadas), “Ana Blandiana y una mujer del barrio de San Lázaro” (“pesar la pena como se pesan lágrimas”) y “Ratos perdidos” (“Tarde de tienda quieta y locura numeral”, en la zamorana calle Feria, la del negocio familiar y la novela).
A esa tarea artesanal donde priman la atención y el esmero se refiere TSS en poemas, pongamos, metapoéticos como “La canción del zahorí” (“Pero no entre los brillos / de la facilidad”, ni “en el galope desmandado  / de las exhibiciones del oficio”, ni “en la luz frontal de los excesos”, pero sí “que su trato sea extraño”, “que su entrega / se dé entre música sin sombra”, “en las traseras azotadas del revés del idioma”) o “A toda costa” (“a eso que, para siempre, harás sitio / aun sin razón ni abecedario / suficiente. // Poesía”.
De lo menudo, diría Fermín Herrero, otro de su estirpe, se ocupa en “Utensilios”. “Valorar lo pequeño y lo inmediato es, seguramente, la mayor subversión que puede llevarse a cabo en este mundo tendente a la grandilocuencia y al rendimiento en todos los órdenes”, confesaba el poeta a Vicente Duque hace poco. En “Bastón” recuerda el de su padre. En “Exigua” se fija en “una grieta de la luz [que] / salta todavía sobre el aliento indeciso / de la noche”. En “Ventisca” deja paso al aforismo, a la súbita anotación: “Ventisca de palabras extraviadas que vuelan más allá de los moldes oscuros del pensamiento”. En “Viaje de invierno” defiende el frío (“al norte, al norte”, dice en oro poema) por lo mismo que en “Extenuación” se queja amargamente del calor: “Larga es la tarde y sus hirvientes itinerarios amarillos” (un versículo que evoca, a modo de homenaje, alguno de su maestro Gamoneda).
A la edad y sus indignidades destina poemas como “Desperfectos” (“criaturas entregadas al desgaste. // Eso somos. Tú, yo, todos. / Nada de permanencia”), “Comportamiento de los huesos” (“¿De qué avisan los huesos?”), “Los desentendimientos”, “Desvelado” y “Ante una ventana de febrero” (“Resistir. Ahora es resistir”, leemos, con la guerra de Ucrania al fondo).
“Poética de las inmediaciones” nos lleva “en busca de lo árido”, donde la ciudad termina y empieza el campo, lugares frecuentados por TSS en sus paseos, metáfora, en fin, de la vida y los seres. (Utensilios, bastones, fríos y calores, ventanas o extrarradios, no hace falta explicarlo, son metáforas o símbolos en manos de Sánchez Santiago, mucho más que meras realidades al uso.)
“Niño entero que miro” está escrito para su nieto Álex: “Tú que mejoras el mundo / solo porque estás vivo”. Tan cercano y conmovedor como el que dedica a su amigo Tomás Salvador (“te fuiste solo”).
Los “Cuatro poemas de 2020” son “Pandemia” (“vigilar / lo invisible, como los poetas”, “y ahora que el mundo es un lugar extraño”), “Canción de ánimo” (“aunque oigas solo, ahí, el jadeo asustado / que a todos nos retiene / en la espesura atroz de nuestros domicilios”), “Himno de los adverbios turbios” (“el fervor ciego de vivir”) y “Especie de plegaria” (tú ampárame, / al menos que seas tú, // poesía”).
Hermosísimos me han parecido “Sitios donde cabe tu corazón” (“en el ojo solar de los imperdibles”) y “El que menos sabe”, que da título al libro: “Soy el que menos sabe. Todos me adelantaban. Vivo de preguntar”. “Eso es lo mío. // Esperar…”. “Qué oficio extraño este”. “Te aplauden por llorar”, concluye. A la extrañeza, por cierto, remite casi todo en la poesía de TSS, la forma más humilde de la perplejidad o del asombro.
“Territorio” habla del suyo, como en “Fervor”. De las “conversaciones con la cercanía”, del “triste señorío triste / de los prestigios”. “Mi patria, la única patria / que me importa / tiene la escasa estatura de lo inadvertido / y cabe en el relámpago de los párpados”. "Allí, “lo que sabe vivir a solas / y sin ruido”. Como su poesía. Como él.
La juventud es rememorada en “A su debido tiempo”, cuando “nos venía a buscar la despreocupación”. “De aquel desorden de la dicha, ¿quién se acuerda ya?”.
La segunda parte del libro, “acotado del ojo”, se escribe con minúscula. Tal vez para subrayar la cercanía de unos versos dedicados a la obra de distintos artistas, destinatarios concretos, empezando por Giacometti. El resto, amigos o personas a las que conoce y cuyas obras le inspiran. Pintores, dibujantes, escultores de su ámbito geográfico castellano y leonés.
La última parte es muy especial: “Quieta casa ya”. “…madre…” pone el principio. La casa es la familiar y sobre ese regreso al lugar natal planea su muerte. Escrito en prosa poética y trazas de diario (va fechado, entre junio de 2019 y octubre de 2023), poco cabe comentar. Son poemas, digamos, intransitivos. Establecen un diálogo con ella (“Tú, que solo sabías estar en los asuntos sedosos de la suavidad”). Arma con ellos un relato acerca de lo que ocurre con los objetos, las fotografías (“En estas fotografías cabe la muerte”) y otros enseres a punto de perderse para siempre. A los que sólo puede salvar ya la palabra. Lo ha definido su autor como “un ejercicio de desposesión”. Allí, “el olor de las terminaciones”. “La palabra «nosotros» ya no alcanza a nombrarnos”. “Ella fregándose las manos con exageración contra el mandil y él con sus escasas palabras minuciosas”…
Para terminar, “Nana última”, con cita de Zagajewski (”ya soy / demasiado viejo para ser huérfano”): “No sabemos / lo que pueden los muertos hacer / con su quietud”. “Y no acabes de irte del todo nunca”. “Mientras por ahí queda flotando, /ea, ea, ea, /algo mal nombrado, algo indefinible, / parecido al sabor de la palabra madre”. Y otra cita, de su admirado Valente: “caer del aire, disolverse como / si nunca hubieras existido”.
“Los poemas de El que menos sabe merodean por los territorios limítrofes con lo olvidado, lo humilde y desatendido. Son las afueras de las consignas, de las frases hechas y lo estridente: es la vida de otro modo”, escribe José María Castrillón en la contracubierta, con un guiño añadido: las cinco últimas palabras forman el título que dio Ángel Campos Pámpano, íntimo amigo de TSS, a su poesía completa.
Cuando cerramos el libro, de una rara intensidad, por infrecuente, persiste la certeza de que  no hemos leído cualquier cosa. Y que Tomás Sánchez Santiago no es un poeta cualquiera.

El que menos sabe
Tomás Sánchez Santiago
Eolas, León, 2024. 152 páginas. 18,00 €

 NOTA. Esta reseña se ha publicado en EL CUADERNO.

12.6.24

Donde se olvida el olvido

Rivero Taravillo (1963) ha escrito un libro de tono grave, meditativo y elegíaco, ni solemne ni sentimentaloide, dividido en siete series, que induce al lector a pensar si el anuncio de que padece una grave enfermedad es aquí testimonial o premonitorio. “Carga y gravamen” sirve, al empezar, de paradigma. La melancolía se impone: “este hombre de hoy / sin porvenir”, “Esa agua estancada, eso soy yo”, “No hay nada en que no haya fracasado”, “Paseo mi cadáver”… En las múltiples evocaciones de la infancia (globos, témperas), en los recuerdos de sitios y viajes (Grecia, Irlanda, México, San Francisco…). “Qué extraño pegamento, la memoria”, escribe, y “El pasado es pegajoso”.
Mediante un ritmo peculiar elaborado a golpe de encabalgamiento (“Tal vez busquemos en el verso, / en su armonía y ritmo, / el ritmo y la armonía / que no hay en nosotros”), RT hace frente a la extrañeza de las cosas y se acerca, no sin ironía, a lo más humilde y cercano: una hormiga, el jabón, las patatas, una etiqueta, torres eléctricas con cigüeñas. Al desnudo, sin ambages: “Va siendo hora de hablar de mí”. Esto es, de la vida (“una inscripción grabada / sobre el vaho”) y la muerte: la de la gata Lolita, la propia, la de tantos. “Siempre encadenados a / la muerte”, “tanto crecer y para nada”, “tanto gasto de tiempo”, “¿Y no penden de un hilo nuestras vidas?”. “Formas de la destrucción” titula la cuarta parte del volumen, la más amarga.
Esta “labor lunática”, la poesía, sirve también para celebrar la existencia. En “El deseo”, por ejemplo, o cuando “un mirlo en el jardín / viste de fiesta”. “El hombre más curtido se estremece / ante una flor que abre y lo interpela”. De palabras, sí, “el prolijo escudo de armas / del escritor”.

Antonio Rivero Taravillo
Pre-Textos, Valencia, 2023. 154 páginas. 22,00 €
 
NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

El pasmo de estar aquí

Como explica en su lúcido prólogo Jordi Doce, a los diecisiete poemas que el poeta venezolano (Barquisimeto, 1930) destinó en Gestiones al diálogo poético con su maestro Rilke se suman cuarenta y tres inéditos, los que componen este libro inesperado, siquiera sea por la avanzada edad de su autor. Precisamente desde Gestiones, el poeta viene realizando “un viaje hacia el despojamiento verbal y cierta ligereza”, anota pertinentemente Doce. De ello es buena prueba este, menudo pero sustancial, de iluminaciones y no de deslumbramientos, donde Cadenas muestra y no demuestra, a través de poemas muy breves y sin título, propios de su “decir exiguo. “Pocas veces en nuestro idioma la palabra se presenta tan desnuda, tan inerme y vulnerable”.
Admira del praguense su lentitud, “poeta de la espera, de la infinita paciencia”.
No estamos aquí ante el Rilke “extraño”, “desterrado” y “solitario” de Gestiones, sino ante el dotado para “dar a las cosas su vida, su realidad más íntima”. Al leerlo, Cadenas se lee a sí mismo.
“Ibas / hacia donde no llega / ningún camino”, comienza. Y sigue: “Iniciabas / socavando / certidumbres”. “Aprendo a ver, repetías”, lo que coincide con la visión de este poeta de la mirada: “Les hablaste a los hombres para que se mirasen”.
“Todo era / un desaprender /en pos de la totalidad”, leemos. Y: “Enseñas sosiego”. Cree que su infancia “se volvió hondura”. “Dijiste / para mostrar el pasmo / de estar aquí”, sentencia. En “el ahora / eterno”.
Se fija Cadenas en su errancia, “de país en país”, y en su no pertenencia.
En la sección II, la nuclear, “El viajero andaba”, “Llegué a ti tarde” y “Pasé a tu lado”, tres poemas hermosísimos.
“Tu obra: un leve llevar de la mano / a donde ser sin más y vivir se conciertan”, concluye.

Rafael Cadenas
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024. 80 páginas. 11 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL

 

Tan sin vida

Llamero (Salamanca, 1984) se dio a conocer con Autobús de Fermoselle, premio Hiperión. Los inútiles inauguró la colección Isla Elefante y este inicia otra dentro del mismo sello: Endurance (Resistencia), como el rompehielos de Shackleton. Podría decirse que ella también lleva a cabo su particular expedición al Polo Sur, y tampoco termina bien. Su viaje, la enfermedad y muerte de su padre (“Todo fue y será siempre para ti, papá”), tema único del volumen, el más extenso de los suyos, aunque lo que prime aquí, por encima de otra cosa, sea el inmenso amor de una hija por su progenitor: “toda tu ternura por herencia”. “La armonía del afecto”. “La vida emocionada”. “Quién me podrá amar como tú hiciste”.
Para abordar esa pérdida opta por un tono directo y testimonial, dialogado y casi prosaico, adherido a la realidad y sus penosas circunstancias. Literatura, la justa. Si de metáforas hablamos, “la bestia” (el cáncer), “el verdugo”, “la noche”, “la sombra”…
Desde el descubrimiento del mal hasta los episodios posteriores al deceso, la hija anota minuciosamente cuanto ocurre, sí, pero, más allá, lo que pasa por su cabeza ante “la tempestad” que crece. “La vida / con toda su muerte”. En la “terrible soledad”, en el “callar severo”, porque “el verbo es siempre de los vivos”. Y el sentir, “incomprensible”. Estar, “un exiguo fulgor”. “Ahí va mi padre, / tan sin vida”.
Al lado de los cuidados (“papá, niño mío”), los recuerdos. Sonidos, olores, lecturas. “La felicidad de entonces”. La luz de los veranos. “Estoy siendo tu memoria”. En un poema toma él la palabra: dicta su testamento.
“Te parecerá que son poemas / pero es nada más que un llanto / que no acaba”, escribe. Y, ya en el epílogo, “solo la belleza y el amor nos salvan de lo irremediable”.
 
Maribel Andrés Llamero
Isla Elefante, Palma, 2024. 170 páginas. 15,00 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.

2.6.24

Escrito queda

Jesús Munárriz
Huerga & Fierro, Madrid, 2023. 98 páginas. 12 €
 
Álex Susanna pedía tranquilidad a los que escriben mucho. “Los poetas que más nos gustan, ¿por cuántos poemas nos gustan?”. Más de veinte libros lleva publicados Munárriz (San Sebastián, 1940). En los últimos cinco años ha dado tres nuevos a la imprenta pero sus lectores no se cansan. Porque no es cuestión de cantidad ni de años, sino de que transfieran su sabia necesidad, como hacen estos.
La ironía, marca de la casa, está ya presentes en el título. Y lo común, a través de una polisémica frase hecha. Con los poetas, “gente rara”, empieza. “Si cuenta el qué, cuenta otro tanto el cómo”. Con su oficio, sabe de qué habla. Su finísimo oído canta. “Sólo lo bien medido y calibrado, / si es cierto y justo y ágil y preciso, / fija y transmite a veces la belleza”.
La muerte (“Visitas”, “Nocturno”, “Chequeo”) sobrevuela, pero sin angustias: “Terminaremos todos como todo termina: / sin más, aniquilados”. “Cada día su afán, / sus defunciones”. Para conjurar a “la pelona”, el humor siempre al quite: “Estoy divinamente, / aun siendo ateo”. Léase “Cacao”.
Ni falta lo moral (“Lo que de verdad cuenta se revela en la acción, / que ordena el pensamiento e impulsa la emoción”) y lo político: la Guerra Civil (“Vuelve el 36”), las fosas comunes, el neoliberalismo. “Respetémosle”, pide para el suicida. “La vida rara vez es justa”.
Los poemas de la sección “Materiales” (“Piedra”, “Aguas”, “Ríos”, etc.) demuestran la versatilidad de Munárriz, su capacidad para cambiar el paso. Su poesía es todo menos aburrida. Así, en “Erratas”, que tanto recuerda al letrista de canciones que fue.
“Yo sólo sé escribir de lo que pasa”, afirma, y que ningún crítico nunca le dejó tan contento como cuando un niño en Bogota le dijo: “Tus poemas son chéveres, poeta”. 

NOTA: esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL.