15.11.25

Lampedusa y sus lecturas españolas


Ya comenté aquí, al referirme a la correspondencia del autor de El gatopardo y su mujer, que estaba deseando leer este libro: Lampedusa y España. Lo publica, con el cuidado a que acostumbra, Acantilado. El libro es de Gioacchino Lanza Tomasi (Roma, 1934), hijo de Fabrizio Lanza Branciforte di Mazzarino, conde de Assar, y de la aristócrata española María Conchita Ramírez de Villa Urrutia y Camacho, y primo lejano del escritor siciliano, que lo acabó adoptando y al que nombró legatario. En la misma editorial, por cierto, apareció Viaje por Europa (que reseñé en la desaparecida revista Clarín), su correspondencia con otros primos, estos más cercanos: los Piccolo. Lucio, el poeta, quien verdaderamente instiga a Lampedusa, sin querer, a escribir su gran novela, y Casimiro, el artista. 
La edición corre a cargo de Alejandro Luque, un especialista en su obra y alguien que conoce muy bien Sicilia, y ha sido revisada por Nicoletta Polo Lanza Tomasi. Firma el prólogo Silvano Nigro y traduce la obra otro escritor: Andrés Barba. 
Me gusta mucho lo que dice Silvano Nigro acerca de las bibliotecas de los escritores, esa "suerte de autobiografía", como dijo Manguel (del que ahora disfruto gracias a Mientras embalo mi biblioteca, después de dar buena cuenta de Con Borges y a la espera, ya está aquí, de El envés del tapiz). 
Lo explica bien la nota editorial: "el príncipe pidió a Lanza (...) que lo ayudara a leer en la lengua de Cervantes los clásicos de la literatura hispánica. Estas páginas, dictadas por Lanza poco antes de morir, albergan no sólo un valiosísimo retrato de la vida que el maestro siciliano llevó en Palermo, sino también el privilegiado relato de formación de un muchacho que fue testigo de una aventura fascinante: el acercamiento de Lampedusa a la lengua y la literatura españolas." 
En esa aventura de leer, a A Gioacchino Lanza le acompañó Francesco Orlando, al que debemos páginas inolvidables sobre su maestro, como Recuerdo de Lampedusa. Con otra distancia.
El libro, cuenta Luque (también el autor), tiene su origen en Sevilla, del borrador (o "versión reducida") de una conferencia sobre Sicilia pronunciada por aquél en la fundación Tres Culturas y es fruto del "acercamiento de Lampedusa a la lengua y la literatura españolas". Un encuentro, cabe matizar, tardío (hablamos de los años cincuenta, entre 1955 y 1956). Para Gioacchino, "el libro de su vida", recalca el epiloguista. 
A uno le ha interesado, más que nada, amén de los atinados juicios de valor sobre algunos escritores concretos (Cervantes -al que relaciona con Montaigne-, Lope de Vega, Unamuno, Tirso de Molina, etc.), lo que tiene de biografía de Lampedusa (y ya ahí, su condición de lector, que se nos da a conocer a través de su biblioteca personal y de sus visitas a las librerías palermitanas) y, de paso, de autobiografía de Lanza Tomasi. Al fondo, como cada vez que se habla de la vocación literaria del noble siciliano, los primos Piccolo. Lucio fue uno de los participantes de aquellos diálogos, más que lecciones, y por él conoció Lampedusa a poetas como san Juan de la Cruz, Garcilaso, Quevedo, Góngora, Juan Ramón Jiménez, Guillén...
La nacionalidad española de su madre, Conchita, es capital, como la del padre de ésta: Wenceslao Ramírez, embajador de España, autor, entre otros, de Una embajada en Marruecos en 1882. Su mujer, Anita Camacho trató a Picasso y fue retratada por él. 
Muy sabrosos resultan los apuntes sobre el citado Orlando o la Princesa Lampedusa, Licy. 
No faltan menciones a Vargas Llosa y Javier Marías y a sus respectivos análisis de El gatopardo.
El Lazarillo, las Soledades, el Quijote o La Celestina suscitan comentarios iluminadores, ya decía, propios de lectores fervorosos e inteligentes. Da cuenta de ellas en los diarios, de los que se rescatan en la edición algunas páginas. 
En 1957 compró Lampedusa la obra completa de Lorca, publicada por Aguilar. Anotó: "Ni una palabra sobre su muerte ni sobre su homosexualidad". Lo que más le gustó: Poeta en Nueva York y Diván del Tamarit. Le decepcionó, por otra parte, Pérez Galdós: "Básicamente, no es más que un pesado". 
Como comprobó Lanza Tomasi en Sevilla, uno tampoco conocía el refrán español "A perro viejo no hay tus tus". Lampedusa, que trataba a sus perros como hijos, sí. 
Las páginas finales del libro son tal vez las más interesantes. Párrafos como éste: "Éstas y otras muchas cosas tuvieron su origen hace casi setenta años en una ciudad siciliana de provincias, en una ciudad destruida, en el seno de una comunidad traumatizada y aislada de los grandes centros, de los talleres donde se establecen los intereses y las modas de la época. Pero Palermo no era, como España durante su sopor franquista, una casa de muertos. Giuseppe Lampedusa o Lucio Piccolo pertenecían a la categoría de los amateurs, es decir, los diletantes, pero también a la de los sabios apartados; eran el humus de un mundo civilizado. Todas esas pésimas sociedades meridionales tenían, y siempre tendrán, alguna Perséfone que regresa a la tierra y recorre los caminos de la sabiduría".
Sí, como dice Luque, "una aventura fascinante". 

Lampedusa y España
Gioacchino Lanza Tomasi
Prólogo de Salvatore Silvano Nigro
Edición y epílogo de Alejandro Luque, 
revisada por Nicoletta Polo Lanza Tomasi
Traducción de Andrés Barba
Acantilado, Barcelona, 2025. 112 páginas. 

13.11.25

Castelo, periodista

Esto fue lo que dije en la mesa redonda de las primeras Jornada de Estudio Santiago Castelo que tuvo lugar el pasado día 8 de noviembre en la Sala Paraninfo Clara Campoamor de la Diputación de Badajoz. 
Lo llevé escrito, una lección aprendida hace mucho de mi maestro Gonzalo Hidalgo Bayal. Por si acaso. Luego vino el debate. 
De la crónica del aquella intensa mañana ya se ha ocupado su principal responsable: Carlos García Mera en su muro de Facebook. 

Buenos días y gracias por invitarme a participar en este acto, el primero del que se hace cargo la nueva directiva de la Asociación de Escritores Extremeños, presidida por la poeta placentina Sandra Benito, justa heredera de Isabel Pérez, de la saga de los Pérez González, tan cercana a José Miguel Santiago Castelo.
 
Fue precisamente aquí, en esta ciudad, donde conocí en persona a Castelo ―como la mayoría le llamaba y le llama―, en 1982, con motivo del segundo Congreso de Escritores Extremeños.
El 30 de mayo de 2015, treinta y tres años después, decía en ABC, al comienzo de mi artículo “Sólo vivir vale la pena”: “Santiago Castelo (…) fue ante todo poeta. A pesar de su decidida vocación periodística, doy por supuesto que es lo que él prefería. Por encima de todo. Que era esa condición la que más le gustaba que le reconocieran sus lectores”. Ahora, diez años más tarde, me he replanteado esa afirmación, a pesar de que cualquier escritor que haya publicado libros en distintos géneros, a la hora de elegir cuál de estos le define mejor, es muy probable que se decante por la poesía si dio a la imprenta alguno de versos; que, pese a su insignificancia real, si lo comparamos con la narrativa ―y, ya ahí, con la novela―, no habrá de importarle adornarse él o que le califiquen otros, como poeta. En el caso de la persona que nos convoca, dudo ahora qué título se atribuiría a sí mismo por encima de todos los demás, si el de poeta, como dije hace una década, lo que fue de sobra, o el de periodista, que también. Me da la impresión, después de tratarlo durante años, que cuanto menos dudaría. Dijo Julio Bravo: “Su pasión por el periodismo sólo era comparable a la que sentía por la poesía”. Podríamos dejarlo en tablas. A papá y a mamá.
No me cabe duda, sin embargo, de que su estilo periodístico era el de un poeta. Eso no puede negarse. Se dice con frecuencia que la mejor prosa está en manos de quienes escriben poesía. Se aprecia bien en el primer artículo que publicó en el diario ABC, “Siete espigas bajo el sol”, sobre su querido pueblo, Granja de Torrehermosa, de 1970, año que entró en esa santa casa: “en toda la baja Extremadura, sólo tiene derecho a veranear el sol”.
Aunque la impronta de maestros que elogiaron la retórica, como Pedro de Lorenzo, marcaron su huella, por más que lo lírico en su vertiente, si se quiere, popular y hasta folclórica aflore por momentos, sobre todo en su primera época, al final su estilo el propio de quien lee y escribe poesía, lo que significa que cada palabra cuenta y que, en consecuencia, la que no suma resta. Y mucho. El don de síntesis, al que se refirió su amigo Pere Gimferrer en un poema memorable, pesó en él a la hora de fijar un texto y no sólo por las prescritas limitaciones de espacio, sino por dar a lo escrito la precisión que la verdadera poesía exige, por poco o nada poético que sea el asunto que aborde.
Ya que hemos mencionado al ABC, bien está centrar esta intervención en lo que esa cabecera representó en la vida de Castelo, que empezó su carrera periodística en Extremadura, su tierra, a la que tanto quiso. Y lo hago no sin reparo, pues tengo a mi lado a dos personas que conocen esa faceta del granjeño mejor que yo. Para colmo, uno de ellos es, a la sazón, director de esa histórica mancheta.
“Porque eras, Niño, el retrato viviente de ABC”, escribió Antonio Burgos. Y: “Tú eras, Niño, un andante ejemplo […] del estilo de ABC. Tú, Niño, encarnabas el espíritu liberal y literario de esta Casa a la que entregaste tu vida y de la que eras símbolo vivo”. Suya es una anécdota muy graciosa, que pone en boca de El Chupa, viejo telefonista de la casa: “Señor Castelo, se pasa usted aquí más horas que el retrato de Don Torcuato”.
[Por cierto,  “Niño” (tal o cual) es como llamaban a los alumnos en prácticas del periódico. Estoy escuchando todavía su vozarrón inconfundible al otro lado del teléfono. Apenas descolgabas, oías: “¡Niño!”. A veces le bastaba un “¡Eh!”.]
Juan Manuel de Prada, con el que tuvo una íntima amistad, afirmó: que “este poetazo descomunal fue también la persona que mejor ha encarnado el espíritu de ABC”.
De su importancia en ese medio de comunicación dan buena cuenta estas pocas palabras de Jesús Lillo: “A su manera, fue un pionero de lo que ahora se conoce como recursos humanos”.
Otro amigo común, Carlos Medrano, alude a su campechanía, “su cordialidad era irreductible y no se sometía al corsé del estrés periodístico de las noticias […] ni a la diplomacia de muchas relaciones y gestiones que Castelo, con su don de gentes, llevó a cabo con enorme elegancia desde sus cargos de responsabilidad”.
En “Un hombre de lealtades hondas”, su discurso de recepción del Premio Luca de Tena, declaró: “Mi vida entera se ha desarrollado en esta Casa de ABC: aquí entré hace treinta y siete años, siendo un muchacho espigado e inquieto; aquí aprendí todo lo que sé y de aquí no he querido moverme: ésta es una escuela permanente del mejor periodismo, de la mejor literatura [conviene resaltar esta condición de periódico literario por lo que dijimos acerca de su estilo más arriba], donde se aprende a amar la verdad y la libertad en una perfecta simbiosis de nobleza y liberalidad, de respeto a los demás y de amor a la obra bien hecha. […] Yo, de niño—como tantos millares de españoles—, leía ABC en mi casa extremeña con verdadera devoción y cuando descubrí que quería ser periodista no podía imaginarme en otro sitio sino en ABC”. “He servido lealmente”, sentencia. Ni siquiera cuando Luis María Anson dejó la dirección de ABC para fundar La Razón en 1998, y le propuso que le acompañara. Conviene recalcar el concepto de “fidelidad”; en su caso, de origen monárquico, como él recordaba. En efecto, uno de los principios básicos de un defensor de la monarquía (y Castelo, desde joven, se acercó a Estoril a mostrar su lealtad y rendir su servicio a quien la representaba, Don Juan, “el Rey padre”, como él lo designaba) es la fidelidad.
Bravo precisa: “Es imposible escribir la historia reciente de ABC sin darle un lugar destacado a José Miguel Santiago Castelo, ligado a esta casa desde el año 1970, y donde mantenía su despacho después incluso de su jubilación; un despacho que fue durante años «lugar de peregrinación» para decenas de redactores y colaboradores, que encontraban siempre en él refugio, consejo o, simplemente, un oído atento y comprensivo. Castelo, como se le conocía en la Redacción de ABC, lo llamaba su «confesionario laico»”. Y sigue: “Le gustaba decir que, salvo engrasar las linotipias, había hecho de todo en ABC. […] Empezó en la sección de Sucesos y pasó por distintas secciones, desde el desaparecido Huecograbado hasta Opinión y Colaboraciones […]. Entre 1983 y 1988 se desplazó los veranos a Palma de Mallorca para cubrir la información de la isla, incluida la estancia de la Familia Real, para la sección ‘España en Vacaciones’ […]. En 1988 fue nombrado subdirector del periódico y en 2010, año de su jubilación, pasó a presidir el Consejo Asesor Editorial de ABC”.
Como ABC, era, ya se dijo, monárquico. Del controvertido Juan Carlos I, del ejemplar Felipe VI y, cómo no, de Don Juan. Su último artículo, de 3 de junio de 2014, se tituló “Una lección de grandeza histórica” y fue escrito con motivo de la abdicación del rey y en él destaca la mención a su padre en el discurso. Monárquico, pero, por encima de todo, liberal. Era su talante.
Mención aparte en su vida periodística merecen, claro está, esos veranos mallorquines de los ochenta (recaló en el céntrico Hotel Saratoga, en el Paseo de Mallorca), donde ejerció como reportero y cronista. Y no sólo. Basta con recordar su libro de poemas Siurell, y, vuelvo a recalcarlo, artículos como “La Mallorca que verán los príncipes”, donde habla por extenso de la isla en su característico estilo lírico.
Sí, a la Familia Real dedicó no pocos de esos artículos estivales. Da cuenta, pongo por caso, de un Consejo de Ministros del Gobierno de Felipe González en agosto del 83 presidido por Don Juan Carlos: “El Rey animó al Gobierno a no caer en el desánimo y el pesimismo”.
Resultan muy curiosas, en estas crónicas de sociedad dignas del Hola, sus apreciaciones sobre la vestimenta de sus protagonistas.
Pero no sólo a los reyes y su familia (la griega incluida) dedicó Castelo esos reportajes. Por ellos pasaron también numerosos personajes del deporte, la política, la cultura, la música, la farándula, etc. Así, los Príncipes de Gales, los duques de Württémberg, Camilo José Cela, María Teresa de Gelabert, la viuda de Llorenç Villalonga, a la que conoció y trató en esas estancias mallorquinas, etc. En un artículo da cuenta del mareo del presidente González por culpa del viaje de dos horas en helicóptero hasta Mallorca. En otro analizó el fenómeno del top-less:
Porque había mucho de frívolo en esa vida de cronista al sol, Castelo se permite en no pocas ocasiones echar mano del humor. Y de la ironía, tal vez porque ambos sentidos son indivisibles. Nada extraño, por otra parte, en quienes le conocimos. Sentarse a su lado en cualquier mesa estaba justificado por su entretenida conversación (hilarante a ratos, inteligente siempre) y, si hacía calor, por aprovechar las frescas, firmes sacudidas de su inseparable abanico.
El escritor mallorquín José Carlos Llop (que le dedicó el delicioso “Las terceritas de Castelo”) pensaba que “tenía un punto valleinclanesco ―monárquico y sentimental― pasado por la escuela de Manuel Machado y Foxá. Como un personaje de Lhardy, con sentido del humor”.
Es imposible hablar de él sin destacar su vinculación a Extremadura. Solía decir, “me van a reñir de lo mucho que saco en ABC a mi tierra”. Cualquier motivo ―la publicación de un libro, la concesión de un premio, una lectura o una conferencia― era excusa bastante para que un escritor extremeño apareciera allí. A última hora de la tarde recibías una llamada que te instaba a que compraras el periódico al día siguiente.  
Como recuerda Medrano, a los Congresos de Escritores asistía acompañado de un joven periodista de la redacción de Cultura, con el encargo de hacer la crónica diaria de lo ocurrido en esas jornadas. Y añade: “en ese liberalismo que le caracterizaba, siempre tuvo a bien el elogio a lo que aportaba cada uno por encima de la afinidades políticas, o de cualquier otro tipo, con el que a veces se filtran las cosas. Como él decía, somos un periódico de derechas y en el ABC Rodríguez Ibarra ha salido más veces que en El País”.
Sí, esa generosidad era amplia. En cuanto le enviabas un nuevo libro, se movilizaba y él mismo se hacía cargo de que en ABC Cultural apareciera la reseña consiguiente. Sé que no ocurría sólo conmigo, aunque me atenga a mi propia experiencia.
Si bien uno había publicado su primer artículo en ABC en 1987 y luego algunos más (casi siempre a petición suya: “¡Niño…!, ¡Eh!), algunos incluso dictados por teléfono (tan viejo soy), supongo que pasé a hacerlo con asiduidad cuando se encargó de la sección de Colaboraciones. Algunos de ellos se reunieron en El lector invisible, libro que vio la luz en 2001 con textos escritos entre 1987 y 2000 para “Tribuna Abierta”, salvo uno. Me ayudó en la selección Julián Rodríguez y publicó el libro, en la Editora Regional de Extremadura, Fernando Pérez, amigo de Castelo y director de la misma. En la preciosa colección Ensayo Literario. Se lo dediqué a él, cómo no.
Ya enfermo, batalló con Fernando Rodríguez Lafuente, coordinador de ABC Cultural, para que me ocupara de la crítica de poesía. Lo consiguió, aunque su victoria fue efímera. No aguanté los silencios y las dilaciones de los responsables y renuncié, para su disgusto, al poco tiempo.
El ejemplo ―esa virtud reivindicada para España por Javier Gomá, ya se ve que en vano― es lo mejor que he recibido de un ser tan desprendido como Castelo. Sí, era espléndido, su adjetivo predilecto. En todos los sentidos. Lo aprecié bien en cuantos jurados literarios compartimos, que no fueron pocos. Siempre mantengo una de sus enseñanza, algo malévola, pero que define bien su personalidad: la de que no gane nunca un libro por unanimidad. Que sea por mayoría. Así, explicaba sonriendo, consigues aclarar al autor, que puede ser amigo o conocido, que tú defendiste su original hasta el último momento.
Quizá su lección más honda y humana fue cuando el PP de Floriano montó el escándalo del fotógrafo Montoya, que tanto daño hizo a la trayectoria política y a la salud de nuestro común amigo Paco Muñoz, con el que Castelo viajó a La Habana. Me salpicaba el asunto porque el catálogo llevaba el sello de la Editora, que por entonces uno dirigía. Fueron varias horas de conversaciones telefónicas. Me iba informando de los movimientos que se iban sucediendo en Madrid, pues el ministro Acebes se había implicado en el invento. La tormenta amainó y no hubo nada, salvo una denuncia de Manos Limpias y la pérdida de las elecciones al Ayuntamiento de Badajoz, de las que era cabeza de cartel el mencionado Muñoz, lo que ocasionó, por su previa marcha de la Consejería, un retroceso notable en materia de política cultural.
Las muertes prematuras de los escritores extremeños son una constante dolorosa pero evidente: Ángel Campos Pámpano, Julián Rodríguez, Fernando Pérez, Antonio Franco… Tengo ahora la edad que tenía él cuando murió, y eso me impresiona.  Leo en una entrevista de 2011: “Usted, que escribe su obra, como dice Pureza Canelo, a golpe de corazón, defiende las causas preteridas. Quedan pocos paladines como Castelo”. Y éste responde: “Porque pienso que el día de mañana yo también seré un escritor preterido al que nunca faltará algún escritor que me saque del olvido”.

4.11.25

La visión está dentro

¿Es disparatado deducir que la radicalización nacionalista en Cataluña ha influido en la escasa publicación de libros de poesía escritos en catalán y traducidos al español o castellano, lengua oficial del Estado? Hace años, no pasaba. Hay excepciones. El caso de Margarit, por ejemplo. Poco más. Resulta por eso tan sorprendente como gratificante descubrir Las ocultaciones/Les ocultacions, de Anna Gual (Barcelona, 1986), su octavo título (vertido con solvencia por el poeta y editor Joan de la Vega), algunos reconocidos con premios (éste ganó el Miquel de Palol). Sus versos han sido traducidos a diversas lenguas y fue artista residente en el Palau barcelonés.
En el primer poema, “La petición”, Gual pide: “Ilumíname / lo que no veré jamás”. A esa indagación dedica el libro entero, entendido como una unidad de sentido gobernada por la idea central de buscar lo que se esconde u oculta, lo que es misterioso (como ese ser no nato, su “ocultación predilecta”), secreto u oscuro, sin que por ello su poesía sea hermética o mística. Declárase “Adicta a la claridad / de las cosas más oscuras”. Aboga por “lo real” (“realidades, no humo”, dijo Vinyoli) y usa un lenguaje diáfano y sobrio, donde cada palabra está colocada en su lugar, como cada fragmento de roca en una pared de piedra seca.
Su labor es de revelación o desvelamiento. Siempre pendiente de la genealogía. El tono, meditativo (léase “La bengala”). Una línea medular se ocupa de la reflexión sobre la poesía, que escribe “para amparar a alguien”, “para abrigaros”. Ahí, poemas como “La policefalia”, “La lechuza”, “La hiperconciencia”, “La nebulosa”, “La musa”… “Escribo sin escribir”, sostiene. Habla de “Lo absurdo de escribir” y de que “Escribo para pertenecer a los otros”. Su “animal preferido” es la “Poesía”. “Refugio” y “condena”. “Yo soy el esqueleto del poema”, concluye.
 
Anna Gual
Edición bilingüe. Traducción de Joan de la Vega
Vaso Roto, Madrid, 2025. 152 páginas. 19 €

NOTA: Esta reseña se ha publicado en EL CULTURAL



2.11.25

Junto al Mar del Norte

De los cinco libros publicados por Sanmartín (Zaragoza, 1959) en lo que va de década, cuatro son de poesía: Ir la Norte, Evitar la niebla, Archivo fotográfico y Costa Oeste. Poemas de Göteborg. Antes dio a la imprenta otros siete, casi tantos como suman los de su faceta narrativa. Bueno, más allá de lo didáctico, tal bicefalia no existe. Quiero decir que Sanmartín escribe y punto. Su tono es siempre el mismo, igual que su voz. Por eso en esta nueva entrega, como en todas, prima lo poético, sí, aunque estos versos no quieran parecerlo. No hacen ostentación de su lirismo y se muestran con la naturalidad propia de quien recela de la palabra estilo.
Sanmartín nos explica en una nota que pasó el verano de 2023 en la ciudad sueca de Gotemburgo gracias a una residencia artística. Fue a escribir un libro de viajes y se trajo, además, estos veinticinco poemas (sin título, con la única puntación del punto final) que son también un diario de viaje.
Si bien la escritura es “lo desconocido” (cita a Duras), a veces se convierte en un “autorretrato”. Y mucho de ello hay aquí, donde se vislumbra el verdadero rostro del autor. “Desconozco la ficción / soy”. “¿Un poema debe imitar nuestra vida?”, se pregunta con Glück. Anota lo que ve al tiempo que se asoma al que fue y mira la memoria. Convalida sus recuerdos: es. “El olvido es absurdo”, afirma.
“Lo que queda es la búsqueda. / El hallazgo pasa” (cita ahora a Chivite), de ahí que se centre en los detalles. En los que encuentra en su deambular ―mediante ferris, trenes o coches― por faros, islas, restaurantes o museos. “No me gusta la realidad”, matiza. Estamos ante un “superviviente / que se habla a sí mismo”; esto es, a todos.
 
Fernando Sanmartín
Papeles Mínimos, Madrid, 2025. 50 páginas. 15 €

NOTA: Esta reseña se ha publicada en EL CULTURAL