24.2.20

Hombre, mujeres (y viceversa)

2. La pila de libros leídos va creciendo tras el desbloqueo. Los tengo a mano, cerca de la mesa donde escribo. Entre ellos, por ejemplo, Y de pronto Rimbaud, del veterano poeta y editor (amén de traductor) Jesús Munárriz, que aparece en Renacimiento, un libro lleno de fuerza y de verdad que viene a desmotar el mito del joven poeta que precisamente el francés construyó. "Versos, tenemos muchos; tú, vida, sólo una".
Pablo Fidalgo vuelve a sorprendernos con Anarquismos & Daniel Faria, que publica, con la exquisitez acostumbrada, papelesmínimos. "Todas las obras buscan su lector perfecto", leemos en el epílogo del segundo texto. Y todos los poetas, cabe parafrasear, quien sepa imaginar su retrato más fiel. Eso consigue el gallego, asentado en Lisboa, con uno de los mejores poetas portugueses (y, por ende, europeos y universales) de todas las épocas. Ese segundo, extenso poema en tres movimientos es, según creo, de lo mejor que ha escrito Fidalgo. 
Enrique Baltanás es tal vez un poeta secreto. Acaso cada vez más. En la discreta editorial Cypress ve la luz Esta sombra que fui. Sin sorpresas, con la cadencia habitual, serena y sentenciosa, tocada de una luz melancólica, el sevillano medita sobre el paso del tiempo, el amor ("Pero qué somos / si no somos amor."), la poesía... "Ante todo, prohibido que vayas de poeta", escribe en "Manifiesto". Pues eso. Dicho y hecho. "Yo sólo soy un hombre que pregunta".
Lorenzo Oliván ha entregado a la colección La Gruta de las Palabras (que dirige Fernando Sanmartín para PUZ) un librito precioso, Tres movimientos. "Segundos vértices", lo subtitula. No sabemos muy bien, ni falta que hace, dónde termina la poesía y empieza el aforismo, o viceversa. Lo que sí sé es que en estos brevísimos poemas se condensa la mejor poesía del de Castro Urdiales. "Aprende de los ritmos de la luz / la naturalidad / con que unas veces pierde / y otras conquista". Formas sintientes. 
Otra colección memorable, Vandalia, que dirige Jacobo Cortines para la Fundación José Manuel Lara, sigue apostando por libros de poetas novísimos o de esa promoción. Como Arquitectura oblicua, de Jaime Siles, donde el valenciano reúne un amplio número de poemas donde la muerte y, antes, el balance de una vida, tienen un peso sustancial. Y ello con versos rimados y largas composiciones discursivas, ligeros unos y densas las otras, donde, ya digo, se hace alusión a asuntos sustanciales que tienen que ver con la existencia de cualquiera.  
De una promoción posterior, la de los 80 o de la Democracia, es Juan Cobos Wilkins, del que he leído, con cierto retraso, Matar poetas. Reconozco que su lectura me ha conmovido. Más allá de su llamativo título y de su estructura formal, nada al uso, con poemas doblados de cara y cruz en los que sobresale la potencia de su lenguaje, me ha interesado la carga de verdad que contienen. Su contenido desgarramiento. Como en "Intento explicarme mi suicidio".
A estas alturas de la vida uno, como lector (y, por tanto, como persona) sólo espera eso en los versos de otro: verdad. Y es lo que he encontrado en los de Wilkins y en los del resto de poetas y libros que vengo nombrando. Aseguro que no es poco.
También se me quedaba atrás el último libro de José María Jurado García-Posada, Herbario de sombras, hermosamente publicado en una de las editoriales más cuidadosas del panorama, Los Papeles del Sitio, que dirige Abel Feu. Con regustos barrocos, andaluz por los cuatro costado (o sevillano, puestos a precisar), el tono clásico de la poesía de Jurado es inconfundible. Sí, poesía culta, pero sin culturalismos, serena y sosegada, elegante, de emociones contenidas, meditativa y sugerente, de la memoria y del tiempo. De la luz, además, por más que este "herbario" proyecte también sus "sombras". Su rico lenguaje se paladea como si de un buen aceite o de un vino exquisito se tratara. No faltan -ahora se pronuncia el placentino que lee- ni la evocación del campo extremeño ni los recuerdos del paso del poeta por Cáceres. "Y, así, entre los inciertos anaqueles de la vida, vamos acumulando pliegos para un herbario de sombras", escribe Jurado en la acotación que lo abre.
Porque de prosa también se vive, un par de menciones. La novela, por llamar al libro de alguna manera, Los cuerpos partidos, de Álex Chico (Candaya), otro ejemplo de literatura "verdadera", a la busca de la memoria de su abuelo emigrante (y mucho más, pues, en tono ensayístico, no deja de ser una nueva indagación sobre la noción de lugar trufado de citas que conviene retener), y Enfermos antiguos, de Vicente Valero (Periférica), en la estela de Los extraños (también de Las transiciones Duelo de alfiles), donde el poeta ibicenco vuelve a los territorios familiares de la infancia, siempre en el ámbito particular y cerrado de su isla natal. Por hipocondriaco, tomé con cautela una lectura de la que he salido, por muchas razones, fortalecido y más sano. Destacaría la todavía no demasiado explotada vena humorística de Valero (léase el capítulo 11), porque de lo bien que escribe ya teníamos sobrada noticia. 

En la SER de Francino

Con motivo de la celebración en Plasencia este fin de semana de uno de los Congresos del Bienestar dedicado a "La vida sostenible", Carlos Francino transmitió el pasado viernes "La Ventana" desde esta ciudad, desde el salón de actos del Complejo Cultural 'Santa María'. En el segundo tramo, y dentro de la sección de Benjamín Prado, éste tuvo la amabilidad de leer un poema mío: "Aquí", de El cuarto del siroco. A partir del minuto 42,37. Muchas gracias. 

23.2.20

Loli

Ayer murió mi madrina. Se llamaba Manuela Sañudo Martínez, aunque todos la llamábamos Loli, y era prima hermana de mi madre. Se quedó huérfana de padre a los diez años (falleció el mismo día que su hija los cumplía) y su madre, la tía Sofía, fue una tercera abuela para mí. No he olvidado sus visitas vespertinas con pequeños caramelos. Venía de su trabajo en el taller de costura del manicomio, como se decía entonces. Como ella, Loli, soltera por vocación, empezó su vida laboral muy pronto. No pocos de aquí la recordarán de sus años en Butano. De trabajo podría calificarse también su actividad política, como bien sabe el alcalde Pizarro (a quien tanto estimaba), sobre todo en época electoral. Era militante del PP. La última vez que la vimos tal como era fue precisamente el 10 de noviembre; en el colegio donde votamos pasó la larga jornada como tantas otras veces, saludando a unos y otras. Al día siguiente, un ictus y una aparatosa caída en las escaleras de su casa, no sabe uno qué fue antes y qué peor, la postraron en una cama de hospital, primero, y en una triste residencia de ancianos, después. Hasta ese momento, Loli era la alegría personificada. Tenía don de gentes. Era simpática, extrovertida y sonriente. Muy dicharachera. Hablaba hasta por los codos, una habilidad que, por desgracia, también perdió. Su discurso se volvió del todo incoherente en sus últimos meses de vida. 
Su familia y sus numerosos amigos, no digamos ya conocidos y saludados (que pasaron a cientos por su habitación en el hospital), hemos sufrido mucho viéndola así, tan distinta de como fue. Por eso, en cierto modo, nos alivia su inesperada muerte. Sólo nos consolaba que ella no era consciente de su penosa situación, o eso preferíamos creer. 
Menciono a sus amigos y a sus amigas, las más, y no puedo olvidar la fidelidad y el cariño con que la trataron al final de su vida (y siempre), entre otras, Pili Orantos, mi primera maestra, que la llegó a tener unos días de sorprendente mejoría en su casa (su hijo Ángel era también ahijado suyo y quien iba a convertirse en su tutor legal), María Eugenia o Mari Carmen. O sus primas Marinita y Mari Ángel, a pesar de las limitaciones que imponían la salud y la edad. No fueron las únicas. 
En casa de mi madre, Loli era una hermana. Para mí, menos tal vez para mis hermanos (aunque Fernando ha estado ahí desde el primer momento, acaso el más duro, y hoy oficiará su funeral), fue más tía que otras más cercanas por razones de parentesco. Para Yolanda (siempre se llevaron estupendamente) y mis hijos (a Leti la llamaba "mi reina"), una persona muy querida a la que echarán mucho de menos. 
No la olvidará tampoco nuestra familia argentina, a los que acogió en su casa cuantas veces pasaron por Plasencia. Con el primo Gonzalo recorrimos hace un par de años Trujillo (de donde procedían), con una emocionante visita a la que fuera casa familiar. 
Ya no habrá más martes de mercadillo, ni baños en la piscina municipal, ni conversaciones callejeras, ni campañas electorales, ni partidas de cartas con las amigas, ni viajes a Zafra, ni Navidades compartidas. En mis recuerdos, hasta que duren, siempre estará. Desde aquellos primeros que aún retengo del patio con limonero de la calle Santa Ana que visitaba de niño. O al ver en las estanterías de mi biblioteca la poesía completa de Juan Ramón Jiménez y el ejemplar de El Aleph dedicado por Borges que un día me traje de su bonita casa. 
Descansa en paz, querida Loli. 

21.2.20

Cavafis por Durán

Entre las novedades poéticas, que tanto y para bien abundan, me detengo en una muy especial. Me refiero al libro Días finales en Grecia (Cavafis, Gil de Biedma), de Gustavo Durán (Barcelona, 1906-Atenas, 1969), en edición, para Pre-Textos, de Alejandro Duque Amusco, que también firma el prólogo. Reúne un puñado de poemas del poeta griego, que tienen la particularidad de ser las primeras traducciones de Cavafis realizadas por un español, cronológicamente hablando. 
Además, se incluye un poema inédito de Durán, la descripción pormenorizada de los documentos, una amplia cronología y algunas evocadoras fotos.
Durán, amigo de Gil de Biedma, músico y compositor de la Generación del 27, militar durante la Guerra Civil (con un gran sentido de la estrategia) y, ya en el exilio, embajador de la ONU, acabó su intensa vida (o vidas: la de músico, la de militar y político, la de diplomático) en Grecia y está enterrado en Alones (Creta) bajo un inmenso roble. Fue un "español de leyenda", según Vicente Aleixandre. 
Del excelente, minicioso trabajo llevado a cabo por Duque Amusco da fe, amén de su detallada introducción, el capítulo dedicado a los agradecimientos, tan numerosos como sus pesquisas. 
En el extenso prólogo, da cuenta de su amistad con Gil de Biedma, que está en el origen de este trabajo, ya que fue el autor de Moralidades quien depositó en sus manos estas versiones de Durán (junto a otras de Joan Ferraté que estaban en la misma carpeta), presintiendo que al final darían en libro, y así ha sido. Se centra después en la vida múltiple, digamos, de un hombre cuya biografía da, tal vez como todas, para una novela. La "cuarta vida" sería la que, ya en tierras griegas, dedicó a la poesía. La de Cavafii (sic), como él escribía. Los poemas se abren con una carta del traductor a su hija Cheli (de julio del 67) donde explica su elección (porque "su expresión no es críptica", por su lirismo "más original, misterioso y reticente" que el de Seferis -del que fue amigo- o Elitis y por su "sesgo irónico") y confiesa "lo que me han hecho sudar esas traducciones". 
Durán solicitó el "juicio crítico" de su amigo barcelonés (que terminó durante una visita veraniega a Durán su poema "Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma). Llegó, no sin demora, y con no pocas "objeciones". Suficientes para disuadir al esforzado traductor de continuar con su apasionada tarea. Por suerte, podemos leer "Las ventanas", "Monotonía", "La ciudad" o "Esperando a los bárbaros" (¡qué poema!) y comprobar que, a pesar de la traducción, la poesía del alejandrino está presente, detalles métricos y estilísticos al margen. Para uno, pura delicatessen. 

15.2.20

De varia (e incorrecta) lección

1. Para hacer creíble una ofensa, exiges del otro un mínimo de catadura moral.

2. ¿Por qué, se pregunta el ingenuo, gana habitualmente éste o aquél premio literario un autor de la casa editora que publica la obra galardonada? Con independencia de la calidad del libro, matizo.

3. No deja de ser curioso que la noticia fuera que ganaron el premio dos escritores. Una auténtica rareza en estos tiempos. Cosa distinta es con qué libros, comparados siquiera con otros de los mismos autores, o eso dice la crítica.

4. Por cierto, ¿cuánto tiempo habrá que esperar para ver que, como pasa con el deporte, en los premios literarios se instauran dos categorías: la masculina y la femenina?

5. Mi jefa de redacción favorita calificó aquí atrás de "puritanos" a los que no defendemos a los poetas y las poetas del momento, esto es, los "parapoetas" de Luis Alberto de Cuenca, los "juveniles" de Benjamín Prado o, en fin, los "pop tardoadolescentes" de Rodríguez Gaona. A quienes no valoramos como es debido a las sastres, los marwanes, las sesmas (otra vez en el ¡Hola! y hoy en LOC), los defreds... Nunca pensé que me identificaría con semejante calificativo. Vamos, que me daría por aludido al oír esa palabra en semejante contexto. Pero sí. Sea.

6. Tal vez aún peor que sus versos son sus entrevistas. En todo caso, les delatan. Muestran a las claras cómo son. Su rasante vuelo gallináceo.

7. Cuando se para a analizar fríamente la existencia de esos falsos prestigios que ostentan con orgullosa alevosía algunos poetos y poetas e intenta explicarse cómo hemos podido llegar a eso, cae en la cuenta, con la debida humildad, de que acaso fue uno de los que en algún momento contribuyó con alguna acción o cierto comentario a que eso sucediera. Por fútil o modesta que fuese la aportación. Me lo recuerda mi muy goyesco amigo Santiago: creamos monstruos. 

8. Los vetos ("impedir, estorbar o dificultar", dice de "vedar" el diccionario de la RAE) existen, por supuesto, y sólo cabe resignarse. Y sufrirlos en silencio. Por muy injustos y hasta caprichosos que parezcan. Son los libros quienes deberían hablar, pero no todos tenemos la suerte de ser "amigos" de los responsables de ese programa radiofónico o de ese suplemento cultural en el que se jactan sin empacho de los suyos.

9. Ahora que ha pasado el turbión, como diría mi compañero Jesús, se puede afirmar que no hay lista que no sea tonta. De libros, digo.

Nota: La ilustración es de una escultura de Peter Kiss. 

13.2.20

Hasta siempre, querido Antonio


Estimado amigo, estimada amiga:

El pasado 26 de enero fallecía nuestro director, nuestro muy querido y admirado Antonio Franco (Badajoz, 1955). Hemos necesitado unas semanas para empezar a recuperarnos de tan tremendo e inesperado golpe, pero no queríamos dejar de dedicarle unas palabras e invitarlo a habitar el breve museo sin paredes que es este boletín que tanto le gustaba.
A lo largo de estos quince años de vida de la Fundación Ortega Muñoz, Antonio alentó y cumplió con los objetivos que marcan sus Estatutos, donde, además de la conservación, el estudio y la difusión de la obra y el legado artístico de Godofredo Ortega Muñoz, se contemplan los de impulsar y divulgar proyectos que atiendan a las relaciones entre arte y naturaleza y el de promover iniciativas que pongan en valor el paisaje y la visión moderna de la actual Extremadura. Fue también uno de los grandes artífices de la creación del MEIAC de Badajoz, que dirigió como proyecto vital desde su fundación en 1995 y que supuso un hito para el arte contemporáneo de la región y su diálogo cultural con Iberoamérica y Portugal.
Pero Antonio fue mucho más allá.
Su trabajo al frente de nuestra Fundación quiso poner en valor, de una parte, el entorno natural de nuestra Comunidad Autónoma, que Godofredo tanto amaba y, de otra, la promoción que sobre la cultura contemporánea se hiciera de ellos. Podríamos añadir el apoyo a la creación artística, y el fomento en general de todo cuanto tenga que ver con la reivindicación serena de la imagen de Extremadura, sus gentes y la importante aportación que desde estas tierras de frontera se ha hecho al resto de España.
Puede reseñarse aquí tanto el importante legado artístico de nuestros paisanos como su aportación al acervo cultural, humanístico y científico de España:
A través de las exposiciones producidas por la Fundación, de artistas internacionales como Hamish Fulton o Mateusz Herzka, nacionales como Manuel Vilariño, Federico Guzmán, Hernández-Pacheco o Cum Pictura Poesis, dedicada a libros de artista. O del propio Ortega Muñoz, en Lanzarote, gracias al amable apoyo de la Fundación César Manrique.
A través de los catálogos de dichas exposiciones, las colaboraciones con el Museo Nacional de Ciencias Naturales o el Real Jardín Botánico de Madrid, la publicación de facsímiles (uno de ellos, en 2017, dedicado a un cuaderno de apuntes inédito de Ortega Muñoz, con prólogo de Andrés Trapiello) o las colecciones de ensayo “Territorios Escritos” (con nombres tan ilustres como László Krasznahorkai o Peter Sloterdijk) y de poesía “Voces sin tiempo”, con siete autores publicados a día de hoy.
A través de SUROESTE, la revista anual con vocación de diálogo entre las diferentes literaturas ibéricas cuya dirección corre a cargo de Antonio Sáez Delgado.
Y, finalmente, a través de los proyectos que Antonio dejó en marcha, que van desde la edición de un estudio sobre los tapices de la Catedral de Badajoz hasta la continuación de la colección de poesía y SUROESTE, pasando por una próxima exposición titulada “Paisaje Imaginario”…
Se puede decir que Antonio personificó fielmente el compromiso que, con la sociedad extremeña, su historia, su conocimiento y su progreso, mueve a nuestra Fundación.
Desde el 26 de enero, querido Antonio, ocupas un lugar privilegiado en nuestro recuerdo y en las páginas de la Historia del Arte de España y Extremadura.
Gracias por tanto. Gracias por todo.

El equipo de la Fundación Ortega Muñoz

Nota: La fotografía es de El Periódico Extremadura.

11.2.20

Lídia Jorge en Plasencia

Hoy estará en Plasencia la escritora portuguesa Lídia Jorge para participar en una nueva sesión del Aula de Literatura "José Antonio Gabriel y Galán". 
A las 20:00 horas, en la Sala Verdugo, dará la habitual lectura-conferencia abierta al público.

Lídia Jorge (Boliqueime, Portugal, 1946) se estrenó como escritora con la publicación, en 1980, de El día de los prodigios, uno de los libros más emblemáticos de la Literatura Portuguesa posterior a la Revolución de los Claveles. Desde entonces ha publicado numerosas novelas, relatos, ensayos y obras de teatro.
En 1988, La costa de los murmullos le abrió las puertas hacia el reconocimiento internacional. Cabe destacar, entre otros, títulos como O Vale da PaixãoO Vento Assobiando nas GruasCombateremos a Sombra Os Memoráveis, obra considerada como una poderosa metáfora de la deriva de Portugal en las últimas décadas.
Su obra ha sido reconocida con los premios portugueses más destacados, así como con galardones europeos como el Premio Jean Monet de Literatura Europea, el Albatroz de la Fundación Günter Grass o el Premio de la Latinidad de la Unión Latina.
Su cuarto libro de relatos, Los tiempos del esplendor, y su última novela, Estuario, han sido recientemente publicados en castellano por la editorial española La Umbría y la Solana.

10.2.20

El silencio de lo invisible

Comentaba aquí atrás Enrique García Fuentes en una reseña de la antología La Materia cambiante, un panorama de la joven narrativa extremeña publicado por la Editora Regional de Extremadura en edición de Pilar Galán y prólogo del mencionado crítico, que "mal le tendrían que ir las cosas a Fernanda Sánchez, por ejemplo, para que no consolide la buena escritora que lleva dentro". Cuando lo leí en el Hoy, no conocía su ópera prima: El silencio de lo invisible, que también aparece en la misma editorial y dentro de la preciosa colección La Gaveta.
Para Fernando Pérez, su inventor (al lado de Julián Rodríguez, que la diseñó), era la joya de la corona. En su catálogo hay títulos significativos. Este puede ser otro de ellos. El tiempo lo dirá. 
Por la nota biobibliográfica de la citada antología, sé que la autora extremeña (La Zarza, 1992) vive y trabaja como funcionaria en París. Antes, se licenció en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, realizó un máster de arte y educación en La Sorbona y escribió una tesina titulada Le silence de l'invisible. Sí, como este librito deliciosamente editado en el que los textos tan bien adaptan a su forma. Desde la cubierta, ilustrada con un cuadro invernal del holandés Willem Witsen. 
Está bien que se siga cumpliendo con ese rito de paso, digamos, mediante el cual los jóvenes escritores de esta tierra publican en la Editora su primer libro. Creo que esa circunstancia es consustancial al espíritu que animó su fundación en 1984.
Por el título, se ve a las claras que la poesía tiene algo que decir aquí. Ya sé que no está bien visto que se mezcle con la prosa (salvo cuando se pretende escribir prosa poética), pero me cuesta separarlas en estos breves relatos donde lo descriptivo: la visión, se aúna, a lo narrativo: el cuento, mediante un lenguaje plástico, limpio y sutil que, insisto, asocio sin querer, con naturalidad, a la poesía sin que, en rigor, lo sea. Léase, con todo, "Candor". No iba, en fin, mal encaminado Fran Amaya (uno de los dedicatarios de la obra) cuando eligió un texto suyo para conmemorar el año pasado el Día Internacional de la Poesía.
Estos relatos parecen a veces las anotaciones de un diario de alguien que observa o contempla lo que tiene delante de sus ojos, en numerosas ocasiones a través de una ventana, pero que también ve a través de sus recuerdos. Qué bonito el contraste entre el clima hostil parisino o londinense y el del tórrido verano extremeño que evoca su infancia. 
Hay en este libro una unidad de tono que propicia una voz propia. Las palabras nos llegan desde la soledad y el silencio. Desde dónde mejor. 
Sánchez ha logrado crear una atmósfera que aporta al conjunto un estado de ánimo no exento de melancolía. Una melancolía flamenca, diría, por la pintura nórdica y no por la música del sur. Por su minimalismo, no le falta tampoco un ligero toque oriental. 
En el centro, lo autobiográfico. En el centro, ella. Y su mundo. En el centro, la luz, la sombra, la niebla, la lluvia, el desierto, el mar...
Ha sido una agradable sorpresa El silencio de lo invisible. Tiene razón García Fuentes, cuesta creer que este mujer no siga aportando libros interesantes a la literatura. Quedamos a la espera. Por otra parte, los seleccionados por Pilar Galán, de Rivero Machina a Julia Lama, pasando por la placentina Sandra Benito o Miguel Guardiola (al que imagino hijo de Carlos y Blanca) pueden desmentir que Extremadura sólo da poetas. Más que narradores, cabe matizar. 
Tomo, con su tácito permiso, del blog de Simón Viola (que, por cierto, no ha muerto, ni falta que hace, como se afirmaba por error el sábado pasado en el Hoy) uno de los cuentinos.

LA LUZ DE ORO

Quedó atrapada en la intensidad de aquel amarillo anaranjado que se alzaba detrás de las montañas. En su luz cegadora y caliente, y en su aspecto irreal de yema de huevo que ya no es líquida, pero que no se ha cuajado del todo. El amarillo anaranjado caía sobre los edificios y sobre los árboles, vestía de oro el asfalto y llenaba el aire, lo teñía. Pensó en lo que ese color le evocaba. Pensó en el amanecer del desierto, en los atardeceres del mar y en el frasco de miel de pino junto a la ventana.
   Quemaba. El amarillo anaranjado se propagaba del tal modo que casi podía sentir el calor ausente, y una vez más, se sumergió en la irrealidad paradójica de aquella luz dorada que había bañado la cotidianidad de los últimos años. Aquella luz caliente envuelta de frío y rociada de lluvia, que bajaba del cielo blanco para verterse sobre el agua del río y pintar la piedra de las fachadas. Aquella luz caliente tan ajena a nosotros, que parecía escapar de África cada mañana para venir a salvarnos.

7.2.20

Las cubiertas de "Porque olvido"

Tras la agradable sorpresa por la cálida acogida y el beneplácito general que ha merecido la cubierta de Porque olvido, doy la imagen del libro al completo. 
En la "contra" se puede leer que los textos no son en rigor nuevos, aunque el libro sí lo sea. Quiero decir que, si bien proceden del blog, al leerlos en papel ya son otros (como señalara, en otro contexto, Juan Ramón Jiménez), o eso me parece. Nos parece, mejor, a quienes hemos participado en su edición. Además de los tres últimos directores de la Editora, María José Hernández, alma de esa casa, que ha realizado un trabajo tan profesional como exhaustivo e impecable. Nunca había corregido uno tantas pruebas de un mismo libro. Esperemos que ese ejemplar cuidado se note. Mil gracias. 
Ah, puestos a avisar, el volumen tiene 400 páginas. Y eso que la selección es exigente.

6.2.20

Porque olvido























Esta es la cubierta de mi próximo libro, Porque olvido. Diario 2005-2019. Lo publica la Editora Regional de Extremadura en su colección Perspectivas
La ilustración es del fotógrafo belga Charles Corbet. Su título: "Melancholia". Se trata de un precioso autocromo, datado hacia 1910. La primera vez que vi esa sugerente, misteriosa imagen me encantó. La usé en este blog por primera vez el 8 de agosto de 2017, día de mi cumpleaños. El resto ha sido obra de Juan Luis López Espada (muito obrigado), que, según creo, ha acertado de lleno. Otro día daré las cubiertas y solapas al completo y hablaremos un poco más del libro y de quienes lo han hecho posible. Por ahora...

5.2.20

Ética de las metáforas, ética de la vida

César Iglesias ha publicado este ensayo, una amplia lectura de El cuarto del siroco, en el número 9 de la revista de literaturas ibéricas Suroeste.



¿Qué se puede decir de un libro que conmueve? Si el intento de profundizar teóricamente sobre cualquier manifestación artística es un desafío, trasladar a los demás esa turbación sentimental e intelectual, se convierte en mucho más que un reto. Eso es lo que acontece ante las páginas de El cuarto del siroco, el último libro que Álvaro Valverde ha dado a la imprenta y el décimo que ve la luz de lo que canónicamente se encuadra en lo que llamamos poesía.
Es necesario realizar esta apreciación porque toda la escritura de Valverde es poética. Quien se adentre en Las murallas del mundo o Alguien que no existe, dos libros calificados editorialmente como novelas, encontrará el mismo latido emocional e intelectual que en los poemas. Igual ocurrirá con el libro de viajes Lejos de aquí o el de artículos literarios El lector invisible.
Y esto ocurre porque su dicción no responde sólo a las exigencias de los corsés literarios y, mucho menos, a los mercantiles. Su escritura es la manera que tiene un ciudadano, de nombre Álvaro Valverde, de trasladar a sus semejantes una manera de percibir y pensar el mundo y el tiempo que le ha tocado vivir. Por ser concluyente: hay una manera valverdiana de ser y estar en este mundo. Estamos ante un hombre machadianamente bueno, que ha convertido en una elección y en una actitud vital la decencia del día a día. Como apunta en el poema 'Aquiles', “elijo ser un hombre, sólo alguien / que funda su destino / (como el mejor ciudadano de la polis / como el mejor aqueo) / en la digna certeza de la muerte”.  Y más adelante, en otro poema titulado 'Aquél', formula todo un testimonio que se convierte en un tratado de ética cívica, en la que se confiesa un ser humano que “se resigna o se obstina, más no cede. / Quien resiste sereno a la intemperie. / Aquél que no consigue / ni darse por vencido.” Y esa disposición vital no puede ser ajena a su dicción ética. Por eso Valverde escribe “contra el tiempo, a favor de la belleza”.
«Metáfora y verdad», dice Álvaro Valverde en el poema inaugural del libro. Más que una declaración poética, perviven en estas palabras un compromiso vital. Los poemas de El Cuarto del siroco, como los de toda su obra, son verdad porque son fruto de la vida misma, del lugar y del tiempo que le ha tocado vivir. Y la metáfora, es decir, la imaginación poética, es la herramienta que ha elegido para compartir con sus semejantes las emociones y las reflexiones que le han deparado los tiempos a quien decidió suscribir un contrato con la sinceridad vital.
Una verdad que es una verdad compartida. La lección del sabio alemán Hans-Georg Gadamer, tal vez el pensador que mejor alumbró las tinieblas de la poesía contemporánea, es nítida: “en la palabra poética, la autobiografía sólo tiene sentido si todos nosotros contamos en ella, si todos somos contados por ella”. Y ese ha sido y es el empeño de Álvaro Valverde.
Su biografía poética es una biografía colectiva. Cuando Valverde escribe de la luz de Cádiz, de Conil o de Tarifa, de la umbría de los rincones de los valles norteños de Cáceres, de las sombras de las calles y rincones de su ciudad levítica o de la melancolía luminosa de Tánger logra que sean lugares y días vividos por sus lectores con los mismos desconciertos del autor.
Cuando invoca en un monólogo dramático perfecto, uno de los interiores del pintor danés Vilhelm Hammershøi, comparte  con todos nosotros, la experiencia de ver a esa mujer vestida de negro, Ida de nombre, en una casa nórdica y burguesa, “(…) donde habita / la sombra y la penumbra”.
Cuando relata un viaje a Lisboa, sabemos que nosotros, al igual que el poeta, “acabamos perdidos en la ciudad perfecta” y que también podemos dar fe que “en la decrepitud, entre la suciedad, bajo la herrumbre, / lo que vimos fue el fuego de una vida distinta”.
El cuarto del siroco perpetúa la insistencia de Álvaro Valverde en una escritura concebida por un hombre que observa el paso del tiempo desde un espacio en el que ha sido capaz de encontrar respuestas a los interrogantes que nos golpean y desentrañar algunos secretos de nuestra existencia.
Es lo que el polaco Andrzej Stasiuk llama “presente eterno”. Y ahí reside una de las señas de identidad valverdianas. “Tal vez por eso escribo / acerca de lugares”, nos dice, “Sitios donde la muerte / simplemente es más lenta”.
Y a esa tarea, escribir de los lugares donde la muerte es más lenta, se ha dedicado. No es casual que su primer libro, de 1985, se titulase Territorio y que allí estuviese un verso fundacional de su escritura. “Hagamos de este lugar un territorio”, anotó aquel Valverde veinteañero, leal a la sentencia de José Ángel Valente: en las primeras palabras de los poetas verdaderos reside toda la obra por venir.
Y ese primer espacio, Plasencia y los valles septentrionales de Extremadura, es una constante en toda su obra. Un título como Plasencias lo certifica. No es, sin embargo, esta posición un atrincheramiento en la “alabanza de aldea”. Todo lo contrario: ese “eterno presente” acuñado por Stasiuk ha permitido a Valverde extender su mirada y su memoria a otros lugares que, como el mismo desvela, “son más del pensamiento que otra cosa”.
La capacidad de otear otros horizontes -vividos y pensados- siempre ha confraternizado en la poesía de Valverde con su entorno geográfico y sentimental más cercano. Lo hizo con Más allá, Tánger, un libro donde un lugar, la ciudad norteafricana, es materia de recuerdo y experiencia, tanto propia como ajena. Ahora, con El cuarto del siroco, es más preciso el compromiso con la escritura de lo “particular universal”, en la misma estirpe del irlandés Patrick Kavanagh (“Yo hice de la Ilíada una riña local”) o del portugués Miguel Torga (“O universal è lo local sem paredes”).
Aquí es donde Valverde se convierte en uno de los autores esenciales de la sentimentalidad de la tierra, en una tradición que John Keats fijó con un verso germinal: “La poesía de la tierra nunca muere”. Pero esa tradición va, en este caso, más allá. Se trata de una sentimentalidad ontológica, abrazada por las nieblas de la melancolía y de la nostalgia de los pobladores de los territorios del Oeste ibérico: un fulgor compartido que los galaicoportugueses llaman saudade y los asturleoneses, señardá, y que se extiende desde el Cantábrico hasta el norte extremeño.
Esa  posición del alma para entender y ver el mundo atraviesa desde sus inicios la obra de Álvaro Valverde y la dota de un sentir y un pensar propio. Una sentimentalidad que se acrecienta en este libro, donde hay esa búsqueda de refugios existenciales, no solo frente il pazzo vento di Scirocco, que acertadamente articula la concepción del libro, sino frente a los malos aires que nos asuelan, a las demoliciones existenciales de la senectud y, sobre todo, al cúmulo de pérdidas irreparables. No es extraño que el poeta reclame para sí “un lugar melancólico / donde saudade fuera / una expresión corriente”.
Cuando José Luis García Martín incluyó en su 'Generación de los 80' a Álvaro Valverde ya atisbó que allí había un poeta con personalidad propia, con un tono y una dicción marcada por la meditación y la reflexión. Esa es su tradición. Las lecturas de la poesía anglosajona, las lecciones de Giacomo Leopardi y el aprendizaje de los maestros hispanos (ahora más Antonio Machado que Juan Ramón Jiménez, siempre Cernuda, Claudio Rodríguez o Antonio Colinas) son las semillas que han germinado en la escritura valverdiana. Es su escuela la de la “razón poética” de María Zambrano. También la de Miguel de Unamuno, que la fijó en un verso: “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”.
La excepcionalidad cotidiana es la materia de la que está hecha la poesía de Álvaro Valverde. La presencia de los aconteceres diarios, incluso de las anécdotas, adquiere en su escritura un valor trascendente, porque la imaginación cumple su obligación para que lo real se convierta en realidad más allá de la misma realidad, ajena a los significados impuestos por la tiranía de las convenciones.
Ahora, sin renunciar a este deber, Valverde ha dado un paso más y se ha propuesto, al igual que hizo el poeta barcelonés Joan Vinyoli, “(…) escribir poemas concretos (…) / y como él necesito / realidades, no humo”.
El paso del tiempo ha ido imponiendo la claridad y la sencillez en la escritura de Valverde para consolidar su dicción sentenciosa. Y ahí radica la unidad de este libro, también su fortaleza. Cada verso es una piedra de su edificio poético. Es una casa sencilla, humilde, hecha con los materiales propios de sus territorios y de sus días, también con los de la memoria de los idos.
Y en esa casa hay reservado un espacio para la stanza dello scirocco, como el propio autor nos advierte. El acierto de la metáfora del cuarto del siroco, que tan bien explicó Leonardo Sciascia, es también la argamasa que da unidad a este libro, porque todos sus poemas contribuyen a hacer más segura esta guarida, donde encontrar,  dice, “la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera”.
Son más de tres décadas las que ha dedicado Álvaro Valverde a crear una obra hecha de “metáfora y verdad”, es decir, de compromiso ético con los suyos y su entorno. Y en ello sigue. Y ese empeño le sitúa entre aquellos que han hecho de la escritura una manera de honrar la vida propia y ajena, una escritura que en definitiva nos da la talla de un hombre digno.
Unos versos del antes citado Joan Vinyoli retratan con fidelidad a nuestro autor.

(…) Si fuiste
fracaso, anhelo y soledad y reserva
de la chispa que enciende bosques
y no solo
proyecto avaro de ganancias
de hipócrita dominio,
si sobre todo fuiste
puro en lo puro, diré de ti que diste
la medida de un hombre.

Este libro, El cuarto del siroco, nos permite decir que Álvaro Valverde ha sido capaz de seguir dando la “mesura d'un home”, la medida de un hombre, por su capacidad de enhebrar con palabras sabias el tejido de una ética de la metáfora y de la vida.