10.2.20

El silencio de lo invisible

Comentaba aquí atrás Enrique García Fuentes en una reseña de la antología La Materia cambiante, un panorama de la joven narrativa extremeña publicado por la Editora Regional de Extremadura en edición de Pilar Galán y prólogo del mencionado crítico, que "mal le tendrían que ir las cosas a Fernanda Sánchez, por ejemplo, para que no consolide la buena escritora que lleva dentro". Cuando lo leí en el Hoy, no conocía su ópera prima: El silencio de lo invisible, que también aparece en la misma editorial y dentro de la preciosa colección La Gaveta.
Para Fernando Pérez, su inventor (al lado de Julián Rodríguez, que la diseñó), era la joya de la corona. En su catálogo hay títulos significativos. Este puede ser otro de ellos. El tiempo lo dirá. 
Por la nota biobibliográfica de la citada antología, sé que la autora extremeña (La Zarza, 1992) vive y trabaja como funcionaria en París. Antes, se licenció en Bellas Artes por la Universidad de Sevilla, realizó un máster de arte y educación en La Sorbona y escribió una tesina titulada Le silence de l'invisible. Sí, como este librito deliciosamente editado en el que los textos tan bien adaptan a su forma. Desde la cubierta, ilustrada con un cuadro invernal del holandés Willem Witsen. 
Está bien que se siga cumpliendo con ese rito de paso, digamos, mediante el cual los jóvenes escritores de esta tierra publican en la Editora su primer libro. Creo que esa circunstancia es consustancial al espíritu que animó su fundación en 1984.
Por el título, se ve a las claras que la poesía tiene algo que decir aquí. Ya sé que no está bien visto que se mezcle con la prosa (salvo cuando se pretende escribir prosa poética), pero me cuesta separarlas en estos breves relatos donde lo descriptivo: la visión, se aúna, a lo narrativo: el cuento, mediante un lenguaje plástico, limpio y sutil que, insisto, asocio sin querer, con naturalidad, a la poesía sin que, en rigor, lo sea. Léase, con todo, "Candor". No iba, en fin, mal encaminado Fran Amaya (uno de los dedicatarios de la obra) cuando eligió un texto suyo para conmemorar el año pasado el Día Internacional de la Poesía.
Estos relatos parecen a veces las anotaciones de un diario de alguien que observa o contempla lo que tiene delante de sus ojos, en numerosas ocasiones a través de una ventana, pero que también ve a través de sus recuerdos. Qué bonito el contraste entre el clima hostil parisino o londinense y el del tórrido verano extremeño que evoca su infancia. 
Hay en este libro una unidad de tono que propicia una voz propia. Las palabras nos llegan desde la soledad y el silencio. Desde dónde mejor. 
Sánchez ha logrado crear una atmósfera que aporta al conjunto un estado de ánimo no exento de melancolía. Una melancolía flamenca, diría, por la pintura nórdica y no por la música del sur. Por su minimalismo, no le falta tampoco un ligero toque oriental. 
En el centro, lo autobiográfico. En el centro, ella. Y su mundo. En el centro, la luz, la sombra, la niebla, la lluvia, el desierto, el mar...
Ha sido una agradable sorpresa El silencio de lo invisible. Tiene razón García Fuentes, cuesta creer que este mujer no siga aportando libros interesantes a la literatura. Quedamos a la espera. Por otra parte, los seleccionados por Pilar Galán, de Rivero Machina a Julia Lama, pasando por la placentina Sandra Benito o Miguel Guardiola (al que imagino hijo de Carlos y Blanca) pueden desmentir que Extremadura sólo da poetas. Más que narradores, cabe matizar. 
Tomo, con su tácito permiso, del blog de Simón Viola (que, por cierto, no ha muerto, ni falta que hace, como se afirmaba por error el sábado pasado en el Hoy) uno de los cuentinos.

LA LUZ DE ORO

Quedó atrapada en la intensidad de aquel amarillo anaranjado que se alzaba detrás de las montañas. En su luz cegadora y caliente, y en su aspecto irreal de yema de huevo que ya no es líquida, pero que no se ha cuajado del todo. El amarillo anaranjado caía sobre los edificios y sobre los árboles, vestía de oro el asfalto y llenaba el aire, lo teñía. Pensó en lo que ese color le evocaba. Pensó en el amanecer del desierto, en los atardeceres del mar y en el frasco de miel de pino junto a la ventana.
   Quemaba. El amarillo anaranjado se propagaba del tal modo que casi podía sentir el calor ausente, y una vez más, se sumergió en la irrealidad paradójica de aquella luz dorada que había bañado la cotidianidad de los últimos años. Aquella luz caliente envuelta de frío y rociada de lluvia, que bajaba del cielo blanco para verterse sobre el agua del río y pintar la piedra de las fachadas. Aquella luz caliente tan ajena a nosotros, que parecía escapar de África cada mañana para venir a salvarnos.