Hace unos meses, Arantxa Gómez Sancho, editora de INSULA, me invitó a participar en la sección En sus propias palabras que cierra los números misceláneos de la revista, en la contraportada. Esta es mi colaboración. Comento un poema de mi nuevo libro, el que le da título. Ha aparecido en el número 852, diciembre de 2017. Por cierto, mantengo las notas, aunque en el texto publicado al final no figuren.
EL CUARTO DEL SIROCO
Cuenta Leonardo Sciascia
que en las casas patricias
de la vieja Sicilia
había, desde el siglo XVIII,
un cuarto del siroco.
En él se refugiaban de ese viento
los días que soplaba con más fuerza.
Uno quisiera
que en las horas peores de la vida,
cuando todo se vuelve violento vendaval
y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,
existiera una estancia semejante.
Un lugar recogido, a modo de refugio,
en el que cobijarse
del triste pensamiento de la muerte.
Aunque sea inevitable,
como el de Racalmuto revelara,
que, antes de que se le note en el aire,
el siroco se nos clave en las sienes;
que antes de que se anuncie
ya se le sienta, sin remedio,
en las rodillas.
Hace ya
mucho, en 1995, que leyó uno en Verines, con motivo de los Encuentros que allí
propiciaba Víctor García de la Concha –aquel año bajo el rótulo “Creación y
enseñanza literaria”– un texto titulado “El anhelo de leer (Breve
informe sobre la enseñanza de la literatura)” [1]
donde, entre otras cosas, intentaba explicar por qué el tradicional método del
comentario de texto le parece a uno el más disuasorio para fomentar lo que tal
vez pretenda, esto es, la lectura de poesía. Y todo, cabría resumir, por el
mero hecho de que traslada al alumno, potencial lector, la perversa idea de que
todo poema es un complicado (no digo complejo) artefacto literario susceptible
de ser desmontado, un artilugio o un rompecabezas que nunca expresa lo que aparenta. Cabe precisar que me
refiero al método entendido rígidamente, según los manuales al uso, y no en
sentido laxo, como ejercicio sensitivo e intelectual que cualquiera hace cuando
lee una composición poética. Traigo esto a colación porque me piden que comente
uno de mis poemas y quiero advertir cuanto antes que no lo haré al didáctico modo.
Añado de inmediato que esta breve glosa es la de un lector, por más que estos
versos sean de mi autoría, lo que no me confiere, antes al contrario, mayor
autoridad sobre la frágil materia que tengo entre manos. “El mejor lector es
siempre otro”, ha escrito José Antonio Llera en sus diarios [2].
Intentaré ser coherente hasta donde ello sea posible y ofreceré alguna
información complementaria de orden íntimo o personal (de taller, digamos) que
acaso desvele alguno de los presuntos misterios que cualquier poema, si de
veras lo es, encierra.
El poema
elegido se titula “El cuarto del siroco” y da nombre al libro que publicará
Tusquets Editores en su colección Nuevos Textos Sagrados. En esa colección, que
dirige Antoni Marí, han aparecido mis cuatro últimos libros [3],
si dejamos aparte Plasencias [4].
El escritor
italiano Leonardo Sciascia cuenta en El caso Moro [5]
que en las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias
nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del
sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de
África. Un viento que tanto me recuerda al violento levante gaditano que airea
los lentos veranos de mi memoria conileña. O el que orea mi querido Tánger.
A “la torma moresca dei venti” se refirió Lucio Piccolo,
el primo poeta de Giuseppe de Lampedusa, en su poema “Scirocco” y a esa camera alude, entre otros autores,
Gesualdo Bufalino en varias novelas.
La stanza dello scirocco, en italiano, era un refugio que uno interpreta también como
metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo. No en vano el escritor siciliano
se preguntaba si ese cuarto no existía para “defenderse del pensamiento de la
muerte”.
El
novelista Luis Landero, de esta suerte de Sicilia sin mar llamada Extremadura,
dejó dicho en El balcón en invierno que
los libros son “los mejores y más seguros escondrijos”. Sí, “nada como
esconderte en un libro”.
Desde la
adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de escribir versos la
pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el
viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como quien, “en medio de la desolación” –diría Ricardo Piglia–,
construye “pequeños resquicios para evitar la tormenta”; como alguien que
“edifica, absurdamente, murallas”. Ojalá mis poemas
sirvan también a sus presuntos lectores siquiera como precario cobijo ante la
adversidad. Poemas como éste, del que intento, ya se dijo, comentar algo sin impertinente
afectación. Por breve habrá de ser, y no por el escaso espacio que Insula me tiene reservado o por mis
escasas dotes de perspicacia, sino porque el poema, me temo, se explica por sí
solo, y hasta de sobras, siquiera sea porque uno es un declarado defensor de
los poetas “que se hacen entender” y de la poesía que no juega la baza del
hermetismo y la oscuridad, menos si es arbitraria.
Como descriptivo podría definirse. Al menos en lo que respecta a
sus siete primeros versos. Ya expliqué de dónde vienen. A partir de ahí es uno
quien toma la iniciativa y, vuelvo sobre lo dicho, entabla una comparación
entre ese cuarto de los palazzi
palermitanos y la poesía entendida como bálsamo para el espíritu. Pero, porque
no hay alma sin cuerpo, evito omitir, ya al final, esa observación sobre el
dolor, que, en el caso del siroco, relaciono, de la mano de Sciascia, con las sienes
y las rodillas.
Por lo demás, no hace faltar recalcar el tono narrativo y hasta
conversacional de este poema ni detenerse demasiado en la métrica y el
vocabulario. Enemigo de la rima, que he usado en contadísimas ocasiones, nunca
he evitado la medida; de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y
alejandrinos, que son, por cierto, los que más empleo.
Desde que la leí, y en lo que a las palabras utilizadas concierne,
he hecho mía esta afirmación de mi paisano Javier Rodríguez Marcos: “Por lo que a mí respecta, he de decir que cada vez me
da más vergüenza usar en los poemas palabras que nunca usaría en una conversación” [6].
Mi amigo Ángel Campos Pámpano tituló uno de sus libros Siquiera este refugio, palabras tomadas
de una canção del portugués Luís de Camões:
Sequer este refúgio. De eso al cabo
se trata. Sobre todo, para huir del “triste pensamiento de la muerte”, lo que
me lleva a mencionar una de mis obsesiones favoritas, inevitable, según creo,
en la poesía (y en la vida): la de la muerte, haz y envés, un motivo que no ha
dejado de asediarme desde que tengo conciencia y, más aún, desde que empecé a
escribir poemas para intentar comprender y comprenderme, como vía de
conocimiento. Por eso señalo otra característica propia de cuanto he escrito:
la melancolía. Según el adagio de Wallace Stevens, “la poesía es
una forma de melancolía”. A
diferencia de otros poetas que la entienden como celebración de la vida y que,
en consecuencia, escriben versos hímnicos y dichosos, uno, en esta época de
búsqueda desesperada de eso que llaman felicidad, reivindica el pesimismo y la
tristeza como fundamentos de la suya (“Es triste por naturaleza el ser
humano”, sentenció Szymborska) y, así, asume la fatalidad de dar a la imprenta
versos elegíacos y hasta dolientes. Y todo, tal vez, porque, como dejó dicho
César Simón, ser poeta es al fin y al cabo “una cuestión de carácter”. Todo
esto enlaza con esa poética que José Ángel Valente denominó meditativa o de la
meditación [7],
utilizada por maestros como
Unamuno o Cernuda, y que, en un sano ejercicio de literatura comparada,
reuniría, entre otras, la poesía de Manrique, san Juan de la Cruz y el Quevedo metafísico, por parte española, y la de Hölderlin, Leopardi, el Eliot
de Four Quartets, Rilke o Zagajewski, por la extranjera. Estoy hablando de una poesía que sería el fruto o
la consecuencia de aplicar la conocida fórmula unamuniana de “piensa el sentimiento y siente el pensamiento”, relacionada,
según el autor de El Cristo de Velázquez,
con la “tradición inglesa”.
Y ya que trae
uno a colación sus obsesiones, no estaría de más fijar el foco en otra: la de
noción de lugar. En torno, por ejemplo, al concepto de “resistencia íntima”, en
feliz expresión del pensador Josep Maria Esquirol, que ha escrito: “la casa, la
soledad, es un refugio y una resistencia”. O: “El sentido de la existencia es
la intención de claridad y de cobijo” [8].
Formulo para
terminar una pregunta retórica: ¿se nota demasiado que uno ejerce de maestro de
escuela?