Por fin empiezan a llegar papeles de nuevo. Estaba muy contento de que no se acumularan libros y revistas encima de la mesa, pero... Sí, los echaba de menos. El viernes, en el buzón, sin sobre ni nada, el nuevo libro de Fernando Sanmartín, de título igualmente intrigante:
Os contaré la verdad (Xordica). Y un nuevo número de
Clarín. Por mensajería, el último de
Turia, con un cartapacio dedicado a Robert Walser que estoy deseando leer. Cómo me acuerdo de sus
paseos estos días. Si será cierto que el domingo, en una película de esas que dan en la 1 los fines de semana, (a las que soy, con perdón, adicto), me imaginaba al escritor suizo por los hermosos senderos de los Alpes que recorrían los atormentados personajes, como él en su momento.
Sigue uno leyendo, claro, pero con menos fervor. Pasa con todo. Qué cansancio. Lo acierta a decir Jordi Doce, autor de uno de los diarios más interesantes y bien escrito del confinamiento (que publica por entregas en
El Cuaderno): "Esta vida en suspenso". Sería un título perfecto para un libro futuro, le he dicho.
Diarios son también los que escribe Avelino Fierro y
Contra tiempo su cuarta entrega. En Eolas, como las anteriores. Esta vez con un prólogo de Julio Llamazares que lo califica de
flâneur. Se refiere al "fulgor de los días normales", a que no se pone estupendo, a su "estilo propio"...Remata el delantal con estas palabras: "Avelino Fierro es un escritor sin género, un escritor total y sin adjetivos".
Por sus páginas, lo doméstico y familiar, el trabajo en la Fiscalía, las lecturas (sobre todo), las salidas nocturnas por los bares leoneses y los paseos por el extrarradio, además de, entre otros muchos asuntos, los viajes. A Sicilia (una delicia), a Lisboa, al Delta del Ebro o a París,que ha propiciado, por cierto, una preciosa plaquette, Abril en París, en edición bilingüe, traducida al francés por Isabel Llagarta. Un libro dentro de otro. Ah, y cada capítulo está ilustrado con un dibujo alusivo hecho por él. Por cierto, lo que son las cosas. Una tarde, al tiempo que leía una de las entradas sobre el campo, el pueblo, la infancia y su padre, César Iglesias me avisaba de que había muerto. Para siempre, sin embargo, ventajas de la literatura, seguirá en su huerto, ahí, inmortalizado por su hijo Avelino.
He visto hace poco dos películas que tienen por protagonista a don Miguel de Unamuno (como a Machado, quién se atreve a retirarle el tratamiento). La de Amenábar,
Mientras dure la guerra, que me gustó más de lo previsto (que es lo que suele ocurrir cuando lo haces sin expectativas), y la de Manuel Menchón,
La isla del viento, que sin entusiasmarme (no saca, según creo, verdadero partido al destierro del escritor en Fuerteventura), se deja ver, siquiera sea por lo paisajístico. Y por la interpretación de José Luis Gómez, aunque no mejora, si se me permite opinar de lo que no sé, la de Karra Elejalde. Esta digresión viene a cuento porque Chus Visor, en su versión Jesús García Sánchez, edita una
Antología de poemas unamunianos ("¡Lea a Unamuno!", me recomendaba en mi turbia adolescencia don Ricardo Acosta). En su casa, Visor, y con un prólogo inmejorable (JGS de poesía sabe) de Rubén Darío. Allí leemos: "En Unamuno se ve la necesidad que urge al alma del verdadero poeta, de expresarse rítmicamente, de decir sus pesares y sentires de modo musical". Destaca su "necesidad del canto". Es, dice, "un poeta, un fuerte poeta". Grave, matiza.
Como al modernista, si se me permite la temeraria comparación, "Todas las formas de belleza me interesan". Así justificaba su aprecio por Unamuno, tan distinto, en lo formal, de él. Uno ha perseguido la poesía del vasco que murió en Salamanca con ahínco, pero he de reconocer que no he logrado que me llene nunca. Recuerdo otra antología, de Trapiello (fiel al autor del memorable El Cristo de Velázquez, sobre el que disertó en Plasencia una vez Aníbal Núñez), que es persona de gusto confiable, pero ni aun así. Tampoco esta vez, aunque haya poemas de ambiente bilbaíno que me conmueven, he conseguido mi propósito. Otra vez será, lo que no obsta para no ponderar el florilegio.
Pablo Núñez (he reseñado para
Clarín su libro
Tus pasos en la niebla, recién aparecido en Renacimiento, el único que me ha llegado desde el principio del confinamiento hasta que apareció desnudo en el buzón el de Fernando Sanmartín que citaba más arriba) y Rodrigo Olay (hace tiempo que envié a
El Cultural la reseña de su última entrega,
Saltar la hoguera), son dos poetas asturianos jóvenes vinculados a la revista
Anáfora, de la que el primero es codirector, y los editores de
Sobre mi poesía (1971- 2018), la de Luis Alberto de Cuenca. La obra inaugura una nueva colección,
Poéticas, en la jerezana Libros Canto y Cuento, que dirige el poeta José Mateos.
El "Pórtico" es conciso y académico, en el mejor sentido, y explica, muy bien las intenciones y el alcance de la obra. Sí, se trata de un trabajo riguroso. En él se reúnen distintas poéticas del madrileño. Sorprenderán al joven lector las primeras, tan alejadas o en las antípodas de las que luego ha defendido, en torno a la poesía de "línea clara". Además, encontramos artículos sobre poéticas (de Darío, Borges, Cirlot, D'Ors o Calímaco); fragmentos de entrevistas y, por fin, poemas sobre la propia poesía, esto es, metapoéticos. Una nota sobre la procedencia de los textos y una bibliografía completan ese volumen que devorarán con gusto los muchos seguidores del autor de
La caja de plata, entre los que me incluyo.
Me ha hecho bien, dicho a la francesa, la lectura de
Quién diría, qué..., de Hasier Larretxea. Por su tono: sereno y hasta alegre, pero sin estridencias. La cita que lo abre no podía presagiar lo que ha llegado después (se publicó en otoño del año pasado). Es del rumano Varujan Vosganian y dice: "Uno siempre encuentra una ventana por donde mirar. Y siempre existe, al menos, una fortaleza inexpugnable".
Es, en realidad, un extenso canto amoroso dividido en fragmentos (son poema sin título). A su compañero ("Quién diría que tú. / Quién, yo. // Nadie, salvo nosotros."), a las cosas ("Palpar la corteza de un árbol / también supone acariciar la piel de las cosas"), a los sitios, a la vida. "La felicidad es esto", dice, y luego enumera momentos felices. Es el procedimiento usual. Allí leemos: "La felicidad / es poder escribir poemas..." O "Mirarnos y saber lo que acontece en silencio".
Hay muchos recuerdos en el libro. De un viaje a la Costa Brava, por ejemplo. De una estancia en la Alhambra. Porque "Recordar es mirar el mismo lugar / en el mismo momento".
La vida, leemos es, además de "esbozo", "renuncia, "camino", "garabato", "suspiro" o "subsistencia", "celebración".
Destaca en el conjunto el extenso poema central, con el pueblo y la madre al fondo: "La suavidad de su tacto / es un acto de resistencia".
"En el norte, la salvación", diría el inmigrante que huye. "Formamos parte de un todo, / una masa de idiotizados". Donde ondean banderas que son "constricciones". "No transcurrimos / entre los mapas y los territorios", concluye.
Seguimos.