30.11.18

El lector Melero

El lector incorregible ha titulado el bibliófilo, articulista, académico, estudioso y numerosas cosas más José Luis Melero (Zaragoza, 1956) su nuevo libro. Lo publica, según costumbre, Xordica, tan aragonesa como el autor de, entre otros, Leer para contarlo, Los libros de la guerra, La vida de los libros, Escritores y escrituras y El tenedor de libros. En este rincón se ha hablado de casi todos ellos y esta reciente entrega no iba a ser menos. Recoge artículos publicados entre los años 2015 y 2018 en Heraldo de Aragón, su periódico. Con voluntad literaria, cabe añadir. Para que perduren más allá de la caducidad que lleva aparejada la prensa escrita. El "Liminar" es ya una delicia. Ese lector empedernido, cambiemos el adjetivo, sabe que los prólogos (delantales, diría él) pueden ser la mejor manera de invitar al que lee a perseverar en el empeño. Los de Melero son de la mejor estirpe. De la de un Borges, pongo por caso. O, por acercarnos al presente, de la de su admirado Andrés Trapiello. Allí dice que "uno es escritor de pocos lectores". Los califica de "ejemplares", "incorregibles", "letraheridos", "cofradía de raros y chiflados", gente, en fin, ajena al ejercicio físico, esa manía de "los tiempos que corren (nunca mejor dicho)", y más propensa a la quietud del sofá. Habla de viejos libros y de viejos autores, de "escritores olvidados", lo que melancoliza cuanto escribe. Libros "en los que no vamos a encontrar recetas para triunfar sino herramientas para sobrevivir". No faltan, claro, los temas y asuntos aragoneses, ya "que a uno le gustaría que mis lectores vieran como propios, pues no hay nada más universal que esas pequeñas pasiones que cada uno de nosotros siente por sus cosas más próximas". Y eso nos ocurre. "Porque frente a tantos esfuerzos globalizadores y uniformadores -escribe-, hay pueblos que no renuncian a su singularidad". Palabras que uno lee con asentimiento, sí, pero mirando de reojo al independentismo catalán y sus falacias identitarias.
Resalta su fervor por los libros y la literatura, por "algunos pocos saberes inútiles", su "interés por no tomarme nunca demasiado en serio". Después, empieza la fiesta. Con Joyce, que no le gustaba a Benet, y eso que "siempre pensé que los amigos de lo abstruso se sentirían cómodos en la misma cofradía". Este el tono. De ahí que califique la lectura de festiva.
Hay mucho poeta por ahí suelto. En el libro, digo. Cernuda, Machado, Borges, Bergamín, Blas de Otero, Hidalgo, Lorca, Alberti, pero también paisanos como Ildefonso-Manuel Gil, Rosendo Tello y Fernando Ferreró. Y novelistas, como Wolf, Proust, Sender o Martínezde Pison. O diaristas como Torga, una debilidad compartida. Escritores, en todo caso, grandes y chicos, si vale el distingo.
No faltan, como en toda su literatura (que se mezcla con la historia), cantantes de jota, políticos decimonónicos, académicos, eruditos y catedráticos (de la vetusta Universidad de su "vicerrectora favorita", a quien dedica el libro -junto a sus dos hijos-, siempre a punto de echarle de casa por culpa de la adquisición de este o aquel costoso y raro ejemplar), ni viajes: a Oporto, Dublín, París, Barcelona..., además de visitas a pueblos y ciudades cercanas a la suya, que es a la que más viaja. Tampoco imprentas y editoriales.
Leo estos libros sobre libros con lápiz y papel, como hace Melero, y a veces pone uno un "ja, ja, ja" en el margen. Hay anécdotas hilarantes. Capítulos muy graciosos, como "Una historia escatológica" o "El libro no devuelto". O cuando relata uno de sus cameos cinematográficos. Y eso a pesar de que, como nos recuerda, hacer reír haya tenido "desde antiguo mala fama entre ciertos intelectuales". Porque la risa, o esos dicen algunos, es "plebeya". Indigna del gran arte. No es extraño que en "Contra la amargura", una de las piezas más bonitas del conjunto, defienda, como antídoto, los "pequeños gestos de cariño". En otra parte, "El primer Moncada", vuelve a retratarse: "Uno debe ser condescendiente y tolerante con las cosas que no le gustan a los demás, y no esperar que la gente a la que quieres se comporte como a ti te gustaría, sino tratar de quererla como es". Elogiable es también su ecuánime defensa de Juan Manuel Bonet, cuando fue injustamente destituido por razones políticas como director del Instituto Cervantes. Cómo no vamos a leer (¿o era querer?) a un tipo así, aunque no coincidamos con él en la afición fulbolera y zaragocista ni en su afán bibliópata. Este país necesita a Melero. ¡Qué ciudadano!

25.11.18

Aquellos maravillosos años

Para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de mi amigo Ángel Campos Pámpano, rescato este texto que acaba de publicarse en el número 10 de la revista El Espejo, de la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX). La fotografía es de un congreso celebrado en Plasencia en 1996 y en ella está, cómo no, Angelito. Entre Miguel Ángel Lama y José Antonio Zambrano, detrás de Fernando Pérez y Carmen Araya.

No soy precisamente Funes el memorioso, aquel singular personaje de Borges, así que cuanto cuente a continuación será fruto de una compleja y delicada operación memorística que tendrá más de indagación personal que de referencia objetiva de algunas cosas que pasaron en Extremadura a finales del siglo pasado en referencia a lo que en su día denominamos, a falta de un palabro mejor, normalización cultural. Para colmo de males, será imposible que me ayude a recordar lo vivido uno de los protagonistas de aquella hazaña en lo referente al arte y la literatura: la de superar nuestro secular atraso y ponernos a la hora de España y, por ende, en la del mundo. Me refiero, sí, a Ángel Campos Pámpano.
Sin premeditación ni alevosía, puede que con algo de nocturnidad, pintores, fotógrafos, escritores y otros artistas coincidimos en considerar oportuno emprender “desde dentro” una labor de rescate y actualización a la vista del deprimente panorama cultural de nuestra tierra. La necesidad suplía cualquier otra carencia. Se pusieron de nuestra parte las buenas relaciones amistosas que establecimos y, por añadidura, la actitud colaboradora y comprensiva de las nuevas autoridades autonómicas, fueran o no de la misma cuerda política que la de los mencionados pioneros. Ibarra, un personaje central de este relato, que era un lector (el mundo podría dividirse entre quienes lo son y los que no), fue una persona preocupada, durante su largo mandato, por la cultura. Él mismo ha confesado que los primeros alcaldes democráticos le pedían agua… y bibliotecas.
En ese caldo de cultivo, qué España aquella, se funda la Asociación de Escritores de Extremadura que luego dio en Asociación de Escritores Extremeños. En todo caso, AEEX. Creo recordar que celebramos una primera asamblea en Mérida. Tengo vagas imágenes del acto, pero sí sé que fue allí donde Gregorio González Perlado nos propuso a Ángel y a mí ser “consejeros de poesía” de la recién creada Editora Regional de Extremadura, otra institución clave para comprender, como es debido, la radical transformación a la que he aludido más arriba. El primer presidente fue Bernardo Víctor Carande, el dueño de Capela (la finca y la revista), el hijo de don Ramón Carande. Le sucedió pronto Manuel Pecellín Lancharro, autor de Literatura en Extremadura, y fue durante su mandato cuando Pámpano, a la sazón vicepresidente, se inventó, por ejemplo, las Aulas Literarias, a pesar de que al principio sólo hubiera una, la poética de Badajoz a la que dio el nombre de un extremeño, diría, de casualidad: Enrique Díez-Canedo.
Entre las líneas que en la página de la AEEX se dedican a los fines y objetivos de la asociación, se encuentran éstas: “La Asociación de Escritores Extremeños tiene entre sus fines la promoción de la literatura (en general) y de la literatura extremeña (en particular) dentro y fuera de Extremadura, así como velar porque los derechos de sus asociados se vean siempre respetados en todas las instancias que participan en el mundo de la cultura”. Está claro que lo que primó siempre fue el primer fin y, en verdad, nunca cuidamos la vertiente sindical, digamos, entre otras cosas porque aquí no ha vivido nunca nadie de la literatura. En algunos momentos delicados se echó incluso de menos que esa defensa corporativa no surtiera efecto, pero somos así.
El impulso de Pámpano marcó, como suele decirse, un antes y un después. Sin deslucir lo realizado por los dos primeros presidentes, cuando éste alcanzó ese rango (al que una ley no escrita destinaba a quienes habían ostentado la vicepresidencia) la AEEX (desligada ya de la tutela de la asociación nacional, de la que formamos parte al principio) alcanzó otro nivel y algunas realidades fueron ya tangibles y algunos proyectos realizables.
Mencioné antes a la Editora. De su mano, la de Fernando Tomás Pérez González (que dejó la secretaría de la AEEX para dirigirla) se crearon los Talleres de Relato y Poesía. Para entonces se habían fundado otras Aulas y las actividades se habían extendido por toda la región. Entre éstas cabe destacar la organización de congresos de escritores, que propiciaban el encuentro real entre quienes componíamos la organización, personas que vivían dispersas por nuestro extenso territorio y aun fuera de Extremadura. (La separación entre “los de dentro” y “los de fuera”, Puerto de Miravete mediante, siempre me pareció un camelo.)
Con Ángel llegaron nuevos aires a nuestra pequeña literatura. Aquellos que se aventaron en las apasionadas polémicas del congreso de Badajoz a propósito del “Manifiesto palmario” que redactó el poeta Felipe Núñez (documento al que José María Lama dedicó un documentado trabajo en el número anterior de El espejo) y que firmamos no pocos de los que tuvimos la fortuna de protagonizar aquellos episodios más civiles que literarios o, cuando menos, tan una cosa como la otra. Con él, que tenía madera de líder, fuimos hasta donde pudimos en la defensa de la modernidad y del rigor con el fin de ponernos en la hora literaria de España y, a ser posible, del mundo. Para empezar, con la de Portugal, mucho más que un país vecino, y que, en lo que tenía que ver con la poesía, no estaba atrasada una hora sino adelantada algunas más.
Ese movimiento generó ciertas tensiones que se ponían en evidencia cada vez que se votaba una nueva directiva o se elegía un nuevo presidente (que es el que presentaba los nombres de sus acompañantes en la tarea). No vamos a negar a estas alturas que en esos años coexistieron por estos lares dos facciones enfrentadas. Dos grupos que eran en realidad dos poéticas, dos maneras de entender la literatura. No, no todo fueron días de vino y rosas en nuestro angosto patio provincial.
Que Campos era un buen gestor lo demuestra que aguantara dos legislaturas en un cargo que tenía mucho de carga. Téngase en cuenta que a esas labores había que unir en su caso, y en el de casi todos, sus obligaciones familiares y profesionales en el instituto, así como las propias de alguien que escribe y traduce. Y dirige una revista y mil engorros más que él se ocupaba de fomentar (jurados de premios, asesoramientos varios...).
En un determinado momento, me dispuse a cumplir con el compromiso apalabrado y presenté mi candidatura para suceder a mi amigo Ángel. Ya dije que ese acuerdo era tácito. Te tocaba y punto. Tras ganar a otro aspirante (al que los suyos dejaron, por cierto, en la estacada, votamos en el Colegio Mayor Francisco de Sande), nombramos vicepresidente a Luciano Feria y secretario al citado José María Lama, ambos de Zafra, pues los vocales apenas cambiaban desde los tiempos de Pámpano. El primero dimitió al poco tiempo, llevándose por delante la automatización sucesoria. Uno, en fin, se acuerda de aquellos años con una mezcla de ilusión, cómo no, y de agobio. Fue complicado. Eso sí, nunca me faltó el apoyo de los compañeros y, como mi antecesor y mis sucesores, con la inestimable ayuda de Mavi Pajuelo, la persona de desde hace décadas se ocupa (empezó muy joven), con una discreción absoluta, de las gestiones económicas y administrativas de la AEEX. Todo terminó con mi anticipada salida de la presidencia debido a mi nombramiento como primer coordinador del Plan de Fomento de la Lectura de Extremadura, no sin antes completar el mapa de las Aulas Literarias y algunas cosillas más. Lo fundamental quedó en su sitio. Las riendas, ya se sabe, fueron a parar a Antonio Sáez. Por suerte, y con esto termino, en la asociación no ha habido nunca problemas sucesorios. Y eso porque nunca ha dejado de haber en esta tierra escritores comprometidos y capaces que han considerado oportuno quedarse en Extremadura y hacer compatibles sus ocupaciones laborales y creativas con la gestión cultural, siquiera sea para que olvidáramos el erial del que, por desgracia, procedíamos.

20.11.18

Basilio Sánchez lee "El cuarto del siroco"

El reciente Premio Loewe publica en la revista asturiana EL CUADERNO un hermosísimo texto titulado "Una luz tamizada", mucho más que una lectura de mi último libro. Este ejercicio, que es crítica y conversación, me ha recordado un verso de Octavio Paz: "Toda verdad es un diálogo". 
En la entradilla dice:  "EL CUADERNO ha querido explorar la obra de Álvaro Valverde y para ello ha contado con la colaboración del también poeta extremeño Basilio Sánchez (Cáceres, 1958), que en un ejercicio también de escritura poética conduce al lector por la poesía valverdiana, elaborada con los mimbres más sencillos, pero generadora de la meditación necesaria en estos tiempos de malos vientos". 

Nota: La fotografía es de mi hijo Alberto, del molino familiar, tan presente en lo que uno ha escrito. La que encabeza el texto en EL CUADERNO, de la garganta, también es suya.

19.11.18

Invitación


Otra noche en el Verdugo

 

Ya he aludido otras veces a la "cara de presentación" que se nos pone a quienes intervenimos en alguna o asistimos a ella como público. Tengo comprobado que se agudiza cuando de poesía se trata. La de uno en esta fotografía es de atención. A las sabias palabras de Gonzalo Hidalgo Bayal que podrán ser leídas un día de estos en una revista literaria norteña por los que no tuvieron la suerte de escucharlas la noche otoñal del pasado viernes. La sala estaba concurrida (muchas gracias, Plasencia) y todos, según creo, a gusto. 
Después del turno de Bayal le tocó a uno el suyo. Primero agradecí a algunas personas, y a los asistentes en general, su presencia allí. A Gonzalo, claro, porque "preferiría no hacerlo". A Salvador Retana, autor del primer poema del libro, en la cubierta. Sólo hay una cosa que hace mejor que esas preciosas ilustraciones: los higos secos o pasos, como decimos por aquí. De Gredos. A Álvaro "Quijote", el librero, por poner en el hall su habitual puesto de libros. Con la fidelidad de siempre. Y por elaborar, todo un detalle, un enorme panel con todas las cubiertas de mis libros. Y a Juanra, por organizar el sarao y diseñar el cartel. No me olvidé de mis editores. De Antoni Marí y de Juan Cerezo, tan entusiasta con este libro. Después, leí y comenté algunos poemas de El cuarto del siroco. Desvelé algunos misterios (de los de andar por casa). Dediqué algún poema (a papá Ía, por ejemplo, ya que mi suegra tuvo a bien acompañarme). Me felicité también por una de las sorpresas de la noche, la que me dio Javier Martín Oncina al recordarme que en Una oculta razón, y en concreto en el poema que da título al libro, ya aparece la palabra scirocco, algo que había olvidado. Como en el famoso cuento de Monterroso, cuando creía mencionarlo por primera vez, el siroco "todavía estaba allí". 
Acudieron a escucharnos, además de Yolanda y mi hermano Fernando (mi madre no pudo ir y ella sabe que se lo perdono), Puerto y Sergio, un nutrido grupo de compañeros (solos o con sus respectivas parejas), los leales amigos, un puñado de lectores (si cabe hacer este distingo con respecto al grupo anterior) y algunos desconocidos, pocos. Esto es chico. Como grande es Manolo, el padre de Álex, que no faltó. Uno de los del club, José Carlos Muñoz Bejarano, se atrevió incluso a preguntar, como el exconcejal Ángel Custodio. Por eso hablamos de un posible nuevo libro, de los últimos treinta y tantos años de poesía en Plasencia (desde aquel primerizo Territorio), de la unidad o no unidad del "siroco" (no sabemos bien qué es eso de lo "unitario") y de algunas cosillas más, como de lo peligroso que puede resultar conocer en persona al autor del libro que tienes entre manos. El narrador Jorge Ávila propuso que leyera el poema "Baño", y lo hice encantado. Un rato agradable, sin duda, al menos para mí. Como suelen decir mis compañeros de fatiga literaria, es en estos momentos cuando uno se da cuenta de que no está tan solo como piensa. Que el trabajo solitario de escribir puede ser, a la postre, un hecho social. Un ratino al menos. Por pocos, ay, que a uno le lean. Gracias.

18.11.18

El "siroco" en Madrid

Calle Tutor, 57

20 de noviembre a las 19:00

Tusquets Editores y la librería Rafael Alberti tenemos el placer de invitarte a la presentación de El cuarto del siroco, el nuevo libro de poemas de ÁLVARO VALVERDE.

Presenta JORDI DOCE.

15.11.18

Ida Vitale, trocar el duelo en canto

Foto: Abril Cabrera / Secretaría de Cultura Ciudad de México

No ha sido una sorpresa. O no del todo. A pesar de la tácita alternancia. Sí, tal vez le tocara a uno de aquí, pero sus lectores, nacionales y ultramarinos, llevaban mucho tiempo esperando que el Cervantes recayera en la uruguaya Ida Vitale. Era de justicia, no sé si poética. Otros galardones acaso lo anunciaban: el Octavio Paz, el Reina Sofía, el Federico García Lorca, el FIL de Guadalajara...
Dije “uruguaya” aunque su cosmopolitismo esté certificado. Tras el exilio, primero vivió en México y años más tarde, después de un nuevo periodo en su país natal, residió en Austin, Texas. Desde ese lugar regresó a Montevideo donde ha recibido la noticia.
No, Ida Vitale no es una desconocida para el lector español. Nos ha visitado con distintos motivos (para ofrecer lecturas y conferencias; en la Residencia de Estudiantes, por ejemplo) y ha estado vinculada a la Fundación Loewe, formando parte del jurado que concede su acreditado premio de poesía.
Tusquets publicó primero Reducción del infinito (un libro y algunos poemas más) y reunió el pasado año, también en la colección Nuevos Textos Sagrados, su Poesía Completa (1949-2015), en edición de Aurelio Major. En el catálogo de Pre-Textos están Trema y Mella y criba. También contamos con dos antologías básicas ("En un libro cabe el azar. En una antología reina"): una breve, Cerca de cien (Visor), y otra más extensa, la que publicó la Universidad de Salamanca con motivo de la concesión del Premio Reina Sofía: Vértigo y desvelo.
En una ocasión, Vitale dijo: "Aquello con lo que tropieza el lector impaciente, el misterio, objeto de fe en términos religiosos, debería ser, para el lector de poesía, objeto de fe poética y pensar que lo secreto y misterioso puede dejar de ser oculto; basta con que el entusiasmo y un cierto sentido poético se apliquen a descifrar y a entender”. No es mala receta para quienes se acerquen por primera vez al misterio de su poesía, aquello que la justifica y la hace fuerte frente a la banalidad de esta época, que sigue siendo la suya. La de Vitale ha sido, en términos líricos, una lucha constante, llena de fervor y paciencia, contra la verbosidad y la retórica, una de las líneas maestra, mal que nos pese, de la poesía occidental e hispanoamericana. “Si se puede decir en menos…”, ha escrito. “Es la desconfianza lo que me lleva a reducir o a concentrar. Siempre hay más seguridad cuando las palabras son más precisas. Cuando uno utiliza muchas palabras rodeando la idea que es esencial, simplemente puede ser que uno no haya encontrado la palabra que lo concentra todo”. En la economía verbal, en efecto, ha basado Vitale su tarea, lo que al cabo explica el porqué de su brevedad a pesar de lo dilatado de su vida, de la edad provecta que ha alcanzado y, además, en plena lucidez. Y ya que lo menciono, no está de más recordar su condición de profesora y de estudiosa, de crítica y ensayista (ya sea del español Antonio Machado, la brasileña Celilia Meireles o el italiano Giorgio Morandi, pongo por caso), algo del todo normal en una poeta de su tiempo (una lección que tal vez aprendió del citado Paz) que, de forma irremediable, ha de reflexionar sobre su propia escritura y, por añadidura, sobre la de sus contemporáneos, tengan los años que tengan.
“Para mí la poesía es eso que está lejos”, afirmó en otro momento. Y, sin embargo, qué cerca la sentimos, siquiera sea porque nombra espacios familiares, escenas cotidianas y, en fin, todo aquello que quien más y quien menos siente como propio. No es extraño que señalara que sus poemarios “son abiertos” y que “su unidad está en el lenguaje empleado, porque uno puede decir cualquier cosa pero no de cualquier modo. La clave está en buscar la palabra precisa y no abusar de los recursos ornamentales”. Es verdad, nada más lejos del preciosismo que sus versos, tan ajustados, tan exactos. Y al llegar aquí subrayaremos su condición de traductora y, por tanto, de persona acostumbrada a los adentros, digamos, del lenguaje, al contacto con el reducto más íntimo de la lectura.
En un viejo artículo escribí: “hablamos de una poesía que exige el esfuerzo del lector (uno está aburrido de esa poesía para tontos que nos hace más tontos todavía, tan de moda estos últimos años); de una poesía que destella inteligencia por todos sus poros; que demuestra una maestría técnica digna de quien conoce a fondo todas las tradiciones de la lírica; que, en fin, nos complica la vida (porque la existencia es compleja)”. Y en otro sitio: “Sin ninguna estridencia, con una naturalidad pasmosa, sus versos parecen venir de lo más profundo y secreto de la vida. El verano, el menisco, un poeta japonés en su jardín, el libro, el grajo o la sequía son elementos suficientes para componer, desde la soledad y el silencio, mucho más que meros artefactos lingüísticos”.
Vitale es una autora de la estirpe de los poetas “transparentes y profundos, conceptuales y cautivantes”, como se recalcaba en la presentación de Reducción del infinito. Buena prueba de ello, de esa fácil dificultad, son sus poemas, nítidos y memorables. Uno dedicado a Cavafis termina así: “eres / el derrotado, el triste, el solo / -no importa de qué tribu- / que trueca el duelo en canto”. Alta misión de la gran poesía. Un logro evidente de la que ha escrito Ida Vitale.

Nota: este artículo se ha publicado en El Cultural. 

Algunas lecturas (en prosa)

Ya me he resignado a no consignar aquí como es debido las lecturas de algunos libros que uno lee y al cabo disfruta. Con todo, me permito dejar caer unos cuantos títulos que me han sorprendido en los últimos tiempos. Así, La bufanda roja, de Yves Bonnefoy (traducido por Ernesto Kavi para Sexto Piso) que son mucho más que unas memorias de infancia del extraordinario poeta francés del que, por suerte, existen numerosas versiones en nuestra lengua, tanto de poesía como de ensayo. Es un libro exigente, sí, de los lugares, pero del que, una vez que entras, ya no puedes salir. No esperaba tal cosa y eso siempre está bien cuanto te adentras en territorios desconocidos, por mucho que uno haya frecuentado sus versos. Palabras mayores. "Un mundo, lo que la escritura produce". Más claro, agua. Álex, Basilio, tomad nota (si no lo habéis leído ya). 
Jesús Munárriz y Fermín Herrero han ido reuniendo en el transcurso de los años numerosísimas citas de distintos autores (de los clásicos a los contemporáneos, y de toda la geografía mundial) en torno a la poesía, el poema y el poeta. Tras evitar la muerte por aplastamiento o avalancha, han logrado seleccionar no pocas en el volumen Poesía ¿eres tú? (Hiperión). Abren el conjunto, que hay que leer poco a poco para evitar un empacho lírico, dos breves textos de los compiladores o coleccionistas. Hay muchas joyas ahí dentro. Fragmentos e iluminaciones para reflexionar y, acaso, intentar definir o comprender eso que llamamos, alegremente, poesía.
Con mucha emoción y absoluta cercanía he leído (y, como en los casos anteriores, subrayado) los aforismos que agrupa el poeta Antonio Cabrera en Gracias, distancia. Todo un acierto de Cuadernos del Vigía, sin duda. Es su primer libro de ese género tan de moda. Pero cuidado, si algo se aprecia al leer los lúcidos y certeros de Cabrera (de formación, no se olvide, filosófica), es que no todos valen, que hay mucha ganga en ese mercado. No aquí, insisto. Al revés. El viento (como metáfora o símbolo), César Simón (y su casa en medio del páramo), la poesía (como indagación), la luz (sureña, mediterránea) o la pintura son el origen de sus asedios. Podría copiar muchos, y los lectores me lo agradecerían, pero será preferible que ellos mismos se acerquen confiados a estas sentencias que son, cómo no, pura poesía.
Otro libro que me ha sorprendido gratísimamente -y veo que a no pocos les está ocurriendo lo mismo- es el último en prosa de Vicente Valero, Duelo de alfiles (Periférica), después de dar a la imprenta Los extraños, El arte de la fuga y Las transiciones. Empiezas a leerlo y ya no puedes parar. Eso es al menos lo que me pasó a mí. Cinco escritores: Nietzsche, Rilke, Kafka, Benjamin y Brecht, y cuatro escenarios (y otros tantos viajes): a la isla danesa de Fionia, a Turín, a Múnich y a la aldea suiza de Berg am Irchel, le permiten componer una jugada narrativa perfecta que sólo a ese noble, inteligente juego de estrategias puede compararse. La autobiografía y el ensayo se funden en esta historia de historias con la misma, aparente naturalidad que evidencia el lenguaje utilizado. A estas alturas, uno no sabría decir si Valero es mejor poeta que narrador o viceversa. Lo que quiero decir es que se nos ha revelado como uno de esos raros escritores que parecen dominar distintos géneros o, tal vez, fundirlos en uno solo. ¡Qué lección!
Frecuenta uno desde hace años los diarios y la poesía de José Jiménez Lozano, rara avis de la literatura patria, grandes premios mediante (tiene el de las Letras y el Cervantes), autor para minorías, para lectores que transitan sendas apartadas y solitarias. La historia y la política, la religión, Port-Royal y el jansenismo, los pequeños viajes, Cervantes y El Quijote y, en general, los libros y sus lecturas son algunos de los asuntos que aparecen en entregas como ésta, Cavilaciones y melancolías (pulcramente editado por Editorial Confluencias), que reúne los diarios de 2016 y 2017. En la "Explicación" inicial dice: "tampoco esta vez quieren ser ni de lejos crónicas y testimonios, sino mero tema de conversación con el lector. Y mi deseo es el mismo que el tan repetido en volúmenes anteriores: ofrecer un instante de compañía y reflexión sobre algo leído o visto, pensado y sentido en diversas ocasiones, por si puede servir de alguna manera a alguien".
Uno prefiere, con estar de acuerdo, pongo por caso, en la denuncia de lo políticamente correcto, nefasta doctrina de nuestra época, sus apuntes del natural, digamos, cuando la naturaleza y el mundo rural en el que vive se imponen a otros desastres y la poesía brota de manera casi espontánea, como esos versos que, aquí y allá, adornan, en el mejor sentido, estas páginas. Paisajes, pájaros y flores que, insisto, nos humanizan. O cuando relata anécdotas y recuerda los viejos tiempos, los de su ya lejana infancia castellana. O los de su juventud, en la postguerra.
De un libro de George Santayana, rescata estas palabras que subrayo y hago mías: "Confieso que no me gusta gran cosa la poesía altisonante, ni la poesía que truena y sermonea. (...) A mi juicio es inútil tratar de embellecer las cosas, y eso es todo lo que hacen los poetas verbosos. (...) Pero la poesía es algo puro y secreto... Los verdaderos poetas recogen el encanto, el sortilegio de las cosas, y arrojan la cosa misma. Su sentir... sobre todo es involuntario".

Nota: Ilustra esta entrada un óleo de Guillermo Peyro Roggen, "Libros VII", de 2003.

13.11.18

Basilio Sánchez, nuevo Loewe

Hace muy poco presentábamos Miguel Ángel Lama y yo su último y extraordinario libro: Esperando las noticias del agua, publicado por Pre-Textos hace unos meses. Mi reseña sobre esa lectura está a punto de aparecer en la revista Turia. Conociéndolo, y por lo que dijo aquella noche en Cáceres, nada hacía presagiar un nuevo libro, no al menos de manera inminente, y sin embargo... uno suyo acaba de conseguir el codiciado y prestigioso premio Loewe. Se titula He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes. Para este fiel lector suyo, y viejo amigo, es una inmensa alegría. Por él, claro, por los suyos y por el premio, que vuelve a demostrar que se sostiene sobre un sólido jurado capaz de reconocer la virtud poética allí donde se encuentre, por encima de modas y otras presiones comerciales al uso. También por mí, si se me permite el añadido. Es un honor que, después de veintisiete años, vuelva ese galardón a Extremadura, de la mano de mi admirado Basilio. La obra no defraudará, lo doy por hecho. Su rigor y su valía, basada en el fervor, están de sobra demostrados a pesar de que la crítica de este país aún no se haya dado, en su mayor parte, por enterada. ¿Lectores? No le faltan. Ahora se multiplicarán. Ya era hora.
Felicidades, en fin, al médico cacereño y a los organizadores del certamen. Sé, además, que a don Enrique y a su hija Sheila, y al resto de las personas que forman la gran familia Loewe, este hombre les va a caer estupendamente. Esto es la excelencia, sí. 

Un par de presentaciones























Según costumbre, el próximo viernes presentaremos El cuarto del siroco (Tusquets Editores) en el Verdugo. Muchos años después, desde el lejano Territorio, vuelve uno al mismo sitio y en la excelente compañía de Gonzalo Hidalgo Bayal, que también estuvo en aquel concurrido acto. Y en tantos otros con distintos libros. Espero, claro, que vengan más. Aquello es grande (tal vez demasiado). Habituales de esa querida sala (club, diría Gonzalo) o no. Familia, amigos, compañeros... Lectores, en suma, aunque no pertenezcan a ninguna de estas categorías (que a veces se entremezclan). Por anticipado, gracias. Las que doy a Juan Ramón Santos, nuestro mejor gestor, que ha diseñado el bonito cartel. Ah, y esperemos que el tiempo otoñal acompañe. Dentro, al menos, ni nos mojaremos ni pasaremos el frío de antaño, padre.
El día 20, martes, estaremos en Madrid, con Lola Larumbe, en su librería, Rafael Alberti, como en 2015, cuando conversé allí con la periodista Pepa Fernández  a propósito de Más allá, Tánger. Será en el ciclo "Encuentros en Alberti". Para tan fausta ocasión, contamos con Jordi Doce, otro presentador de lujo. Será a las 7 de la tarde. Quedáis invitados. 

12.11.18

El cuarto del siroco

Álvaro Valverde

Tusquets. Barcelona, 2018. 176 páginas. 15 €. Ebook: 7,99 €

TÚA BLESA | 09/11/2018 |  Edición impresa



Álvaro Valverde. Foto: Pedro Gato
Tras Más allá, Tánger, publicado en 2014, y dos antologías de su obra poética, El cuarto del siroco. Se refiere el título, así se explica en una nota y es asunto de los poemas, a que, según cuenta Leonardo Sciascia, había en ciertas casas un cuarto del siroco en el que refugiarse de la violencia de ese viento.
Esa expresión sirve como explicación perfecta de lo que es la poesía de Álvaro Valverde (Plasencia, 1959), extensa y toda ella de calidad, desde luego la que aquí se presenta. ¿Qué es en ella el siroco? La respuesta la da un poema en el que el personaje está leyendo a Leopardi “y su voz se hace mía, contra el eco / de lo que el mundo grita / y yo no oigo”. Ese es el siroco, el grito del mundo, la pesadumbre de los acontecimientos, el sufrimiento de las gentes, “el horror de la historia”, lo que la vida trae a cada momento. De todo ese siroco, los poemas de Valverde son el cuarto en el que no oír todo ello y encontrar la salvación.

Pero ese cuarto desdice en numerosas ocasiones su condición de espacio cerrado y se abre a la naturaleza. Así es, no son pocos los poemas en que unos cerezos, unas palmeras -“me conmueven los árboles”-, el trino del mirlo -su canto, “una mezcla perfecta de habilidad y de misterio”-, unas montañas -“donde se roza el misterio del cielo”-, el río y las aguas en general -allí “Se suspende la vida / para dar paso a un tránsito / que ni es hora ni es instante”, tan cercano a la experiencia zen-, etc., se ofrecen al sujeto con toda su sencillez, la sencillez de decir lo vivo, lo que permanece y lo que cambia, todo en uno, lo que sin más se da como un regalo a quien repara en ello y da la paz. 
Con la naturaleza, aparece también lo construido por el hombre. Recorrer la ciudad, el pueblo. Las calles, las plazas, una torre en el campo, el molino, el paseante vibra con todo ello y encuentra allá por donde va nuevos refugios contra el grito.
Todo lo anterior se incorpora a los textos en una poesía eminentemente meditativa. No estamos ante una escritura que describa el paisaje, que también, sino además “por salvar de la abulia y el olvido / este lugar”, sea el que sea y, sobre todo, ante una que se traza tras haberse introducido la mirada en lo que ve y extrae de ello alguna reflexión. Reflexiones que son la de quien se define, acaso ya desde la juventud, como “un melancólico incurable” o quizá, sin más, alguien con conciencia de la condición humana. En efecto, son muchos los poemas en que acaba surgiendo la fugacidad de la vida, el saberse un ser para la muerte, dicho sea con expresión heideggeriana. “Uno no se acostumbra / a estar siempre muriendo”; el cuarto del siroco es un refugio “en el que cobijarse / del triste pensamiento de la muerte”. Además, algunos de los poemas son elegías por amigos ya desaparecidos. A la melancolía apuntan también poemas en los que los lugares frecuentados años atrás -un baño en una poza, la visita a una ciudad-, hacen rememorar la niñez, la juventud, el tiempo ido y la certeza que el futuro guarda.
De un pintor al que observa el personaje dice que su trabajo es “Contra el tiempo, a favor de la belleza”. Eso mismo hay que decir de los poemas de este libro, testimonios de la belleza del mundo y actas que se levantan para hacerla perdurar y con ellas los sentimientos que provocan. Poemas de amor, amor las gentes, a las cosas, a la vida a la que la muerte cierta da su verdadero valor.Poemas también de amor a la poesía y a la vida.

Aquí

Estás sentado solo frente al valle
con un libro en las manos
que abandonas a ratos
para poder mirar,
con la calma debida,
cuanto la vista alcanza.
Suena el silencio. A veces,
el rumor de las ramas
o el canto intermitente de algún pájaro.
Respiras hondo. Ves.
Aprecias uno a uno los momentos
que te concede este vivir al margen.
No haces tuya la queja
de los que quieren irse
pero que aplazan siempre la ocasión de su huida.
Permaneces aquí
por propia voluntad:
es éste tu lugar.
Tú eres de él.


Nota: Esta reseña se publicó en El Cultural el pasado viernes. 

11.11.18

Recordando a Gayga

Como anunciamos aquí, anoche se celebró el homenaje al escritor y periodista José Antonio Gabriel y Galán, veinticinco años después de su prematuro fallecimiento. A pesar de la lluvia y de que era sábado, nos reunimos en el Verdugo no pocas personas al amor del recuerdo de un placentino que mantuvo, desde la distancia, esa noble y azarosa condición. Allí estaba su viuda, Cecilia Alarcón, su hija, tres hermanos y una hermana de José Antonio, más familia, amigos... Organizó el acto el Ayuntamiento, de la mano firme de Juan Ramón Santos, y la Asociación de Escritores Extremeños, que él también preside. Por eso tomó primero la palabra el alcalde Pizarro, con la desenvoltura que le caracteriza. Al final de su medida aunque emotiva intervención, anunció que se va a colocar una placa en su casa natal que perpetúe su memoria hasta donde eso sea posible. 
Le siguió Paco Gabriel y Galán, quien mejor le conoce (hablo deliberadamente en presente), que, con un gran sentido de la oportunidad, elaboró, echando mano de distintas conferencias de su hermano (su archivo es una joya), una suerte de poética donde se sucedían opiniones, sueños, deseos, frustraciones y, en fin, todo aquello que alguien que escribe pretende conseguir. Porque, según él, la áspera voz del José Antonio del Diario (acaso su libro más significativo, donde está más, diría) no es por la que le gustaría ser recordado. No olvidó mencionar al Gayga comprometido, moral y políticamente. 
Álex Chico, que estuvo a punto de dedicar a su obra una tesis doctoral (Fernando Valls iba a dirigirla), lo que dio al cabo en un libro precioso, Un hombre espera (donde aparece el joven que fue en París), que lo descubrió a través del diario (si bien oyó su nombre por primera vez cuando se inauguró el Aula de Literatura que lleva su nombre y él era aún alumno de bachillerato), Álex Chico, decía, habló de esto que cuento y de la singular trayectoria del escritor, uno de los que ha marcado con mayor fuerza su educación literaria y sentimental. Todo un maestro. 
Por fin, Luis Bagué, profesor en la Universidad de Murcia y crítico de Babelia (El País), responsable de la edición de su poesía completa, se centró en su vertiente lírica, digamos, para empezar confesando que cuando le encargaron ese estudio a él sólo le sonaba su nombre de una novela que estaba en la biblioteca familiar y cuya cubierta y título tanto habían llamado desde siempre su atención. Se refería a El bobo ilustrado. Y eso, explicó, porque Gabriel y Galán, nieto, no aparecía en ninguna antología generacional o canónica, tampoco en las alternativas, ni era mencionado por los críticos como uno de los que podría haber estado en ellas, pero no estaba. Tres libros publicó en vida (el tercero ni siquiera exento) y, como en su vertiente narrativa, cada cual fue a su bola y sin otro plan (temporal o estratégico) que el de escribir lo que en ese momento necesitaba. Chico y Bagué, en este sentido, reconocieron su cualidad de adelantado. Así, comentó el segundo, cuando se leen los monólogos interiores de A salto de mata, que anticiparían, a su manera, los muy logrados de las novelas de Chirbes. Otro tanto cabría decir de la crítica a la Transición que, en el momento en que esta sucedía, se da en Un país como este no es el mío
Sí, la obra de José Antonio Gabriel y Galán, a pesar del éxito, casi póstumo, de Muchos años después (como dejó escrito Luis Carandell, "un jurado compuesto por Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Arturo Uslar Pietri y Gonzalo Torrente Ballester le concedió en Colombia uno de los más prestigiosos premios literarios en lengua española, el Eduardo Carranza"), espera el reconocimiento que siempre esperó y que no obtuvo. Por eso el mejor homenaje que podemos hacerle es leer sus libros. Empezando, concluyeron los intervinientes de anoche al ser preguntados, por el Diario, que está, como su poesía completa, en el catálogo de la Editora Regional de Extremadura. No es tarde. En literatura, nunca lo es. 

8.11.18

Hotel Europa

"¿Es la poesía un remanso de calma, lejos de esas realidades?", se preguntaba, retóricamente, el poeta norteamericano de origen serbio Charles Simic en su ensayo "Poesía e Historia", recogido en un libro que me tiene atrapado: La vida de las imágenes (Vaso Roto). Aludía a las realidades de los refugiados, los desplazados o los perseguidos por sus ideas políticas o religiosas. Añade: "Un poeta que se empecina en ignorar los males y las injusticias que son parte integrante de su propia época vive en el paraíso de los necios". No es el caso de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) y lo demuestra a las claras en su libro Hotel Europa (La Isla de Siltolá). Desde el primer poema, "Acampados", que forma parte de la serie "Historia universal". La guerra, los fusilamientos, Ciudad Juárez, Mozambique... Signos y lugares de "este tiempo adicto a las catástrofes": El poema "Recordando al enfermero Whitman" termina: "En el centro, la herida", por más que "Las palabras levantan / un hospital precario, / un refugio irrisorio /que dobla la intemperie". "El exceso de porvenir enferma", leemos. Tras un "interludio grotesco" de aire vanguardista, "El teatro anatómico del doctor Cirlot", ya en "Hotel Europa", Gómez Toré escribe: "Para otros las fronteras". Aquí un poema de incuestionable actualidad: "Cuelgamuros". Y otro de título elocuente: "Antonio Machado medita sobre el suicidio en Portbou": "Son arduos los idiomas". Luego dedica otro a Cernuda, al destierro como "pura certeza de estar solo".
"La poesía es el resto", afirma en "Cada día", y añade: "la democracia es lo que queda en los márgenes". Y a ella le dedica el siguiente poema. Uno en prosa, que da título al libro cierra este intensa meditación sobre el ahora. Allí dice: "Soy el último". Y concluye: "Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto".
Aprovecho para informar de la reciente aparición de otro libro suyo, de crítica y ensayo: Extramuros. Escritos sobre poesía (Libros de la Resistencia). Reúne artículos, reseñas y otros textos donde la poesía es, sí, protagonista. La de Hölderlin, Valente, Gamoneda y numerosos poetas contemporáneos. Según él, "Si la crítica literaria tiene algún sentido, es porque nos asoma a una alteridad, porque establece un diálogo con un mundo que es y no es el nuestro. De ahí también el riesgo de equivocarse. Nunca leemos desde una posición neutral. El crítico (como el poeta) escribe desde una historia, desde un lugar, desde una tradición o varias. Asumir el malentendido puede ser una forma fecunda de mantener abierta la propuesta de sentido que constituye todo texto. Crítica y poesía no dejan de ser dos modos de escritura que consisten, a menudo, en cultivar la propia perplejidad".

6.11.18

Gayga























El sábado 10 de noviembre, a las 20:00 horas, en la Sala Verdugo, se celebrará, con motivo del vigésimo quinto aniversario de su muerte, un homenaje a José Antonio Gabriel y Galán, el escritor placentino que dio nombre al Aula de Literatura de esta ciudad. Habrá intervenciones de Fernando Pizarro García-Polo, Alcalde de Plasencia; Francisco Gabriel y Galán, hermano de José Antonio y, sin lugar a dudas, su máximo valedor; Luis Bagué Quílez, profesor, poeta y crítico de Babelia, además de autor de la edición de su poesía completa, Último naipe, publicada hace años por la Editora Regional de Extremadura; y el poeta y narrador Álex Chico, que tan bien conoce la obra de Gayga, al que convirtió en personaje de uno de sus libros. 

4.11.18

Aramburu lee "El cuarto del siroco"



Fernando Aramburu

Gabriel Sanz

Hace tiempo que la calle Atocha ofrece a los viandantes la ocasión de vivir una intensa experiencia antipoética. Pongamos por caso una hora lorquiana de un día laborable, las cinco de la tarde, da igual por cuál de las dos aceras uno transite o intente transitar. Puede que el visitante llegado de víspera a Madrid dude si la calle está en obras o si una brigada de operarios está ampliando los destrozos de una batalla.
Eran, pues, las cinco de la tarde de un día reciente. Luchaban en la susodicha calle no la paloma y el leopardo, sino la cuchara de las excavadoras y el asfalto, a la par que el viento no se llevaba los algodones, sino unas tolvaneras espesas y blancuzcas que causaban en el gaznate, al menos en el mío, un picor calificable con un antónimo cualquiera de gozoso.
Una orquesta de martillos neumáticos, repartidos en distintos puntos de la calle, interpretaba para mortificación perdurable de los vecinos una rapsodia de estrépitos. Olía a goma quemada. Brotaban chispas de la sierra circular con la que un obrero acuclillado en una zanja cortaba una barra roñosa. Una fealdad agresiva gobernaba aquel antijardín, en medio de la antitarde polvorienta, mientras en la calzada sembrada de cicatrices bullía un zurriburri de vehículos embebidos en coral disputa de bocinas.
Recorrida la calle Atocha en sentido descendente, me acogí con prisa desesperada al Real Jardín Botánico. Necesitaba a toda costa una dosis reparadora de soledad y silencio, con el añadido ornamental de algún que otro gorrión. Hallé un banco de piedra al amparo de un seto. Los árboles en rededor ya estaban otoñando y no me resultaba difícil desoír el murmullo del tráfago urbano, ¿dónde?, más allá de la verja escondida tras la vegetación. Extraje de mi mochila el último libro de Álvaro ValverdeEl cuarto del siroco (Tusquets, 2018), y me abismé con afán de refugio en la lectura de los cuidadosos y tranquilos poemas de una figura señera de nuestra poesía contemporánea.
Álvaro Valverde justifica el título de su libro en una nota inicial. Lo adoptó tras la lectura de un pasaje narrativo del escritor Leonardo Sciascia, según el cual en las antiguas casas patricias de Sicilia las familias de alta alcurnia acostumbraban guarecerse en una llamada stanza dello scirocco los días en que arreciaba este viento procedente del desierto de África. Confieso que me es grata la idea, compatible con otras, de la poesía como aposento seguro y retiro del ruido mundanal. Constato entre apenado e inquieto que sopla mucho el siroco en la vida pública española de nuestros días. La calle Atocha, en su estado de obras actual, con el suelo levantado, el retumbo incesante y el polvo, me da la metáfora de un país en un momento particularmente desapacible de su historia.
La lectura en el Botánico de sucesivos poemas de Álvaro Valverde me llevó a uno titulado Árida vida. En dicho poema, el mismo poeta a quien yo leía se nos muestra a su vez como lector, durante una tarde en la que "el campo invita a un dulce sentimiento del otoño", de otro poeta, Giacomo Leopardi (1798-1837). Me complació sobremanera la imaginada vinculación de los hombres de épocas diversas a través de un ejercicio mejorador de la calidad personal como es la poesía.
Celebro que esa imposición de la edad llamada escepticismo me haya dejado unas pocas y espero que doctas convicciones. Una de ellas sugiere que la poesía constituye una necesidad básica del ser humano. Cuestión aparte es dónde la busque cada cual; pero considero un hecho fácilmente demostrable que todos la buscan, muchos sin darse cuenta, otros muchos obligados al arduo esfuerzo de superar el obstáculo no pequeño de su tosquedad. El que una minoría acuda a buscarla en los libros de poemas acaso no sea más que una singularidad cultural de nuestro tiempo. En el pasado, la recitación, hoy sustituida por la música popular, llenaba plazas y recintos. Por otro lado, quienes frecuentan los tales libros de poemas habrán comprobado en más de una ocasión que muchos de ellos por desgracia no contienen un gramo de poesía. La idea de que esta es un género literario de comprensión reservada a los expertos ha obrado contra ella un efecto antipublicitario de primera magnitud.
Octavio Paz dictaminó que el poema es el lugar natural de la poesía, una especie de estuche que encierra una alhaja. Esta certidumbre, de la que discrepo, convierte la poesía en el resultado de practicar el lenguaje poético. El lector es tratado en tal caso como un consumidor pasivo. Se le permite a lo sumo ejercer de inspector que abre el libro o escucha la recitación y verifica que una manera específica de decir las cosas tiene el valor de un poema. Nada más falso que separar este valor de la experiencia de quien lo constata. No nos extrañe que durante demasiado tiempo la poesía haya sido concebida y estudiada principalmente como una posesión de los expertos capaces de descifrarla y no como lo que otros creemos que es, una vivencia de los hombres sensibles no limitada al hecho lingüístico. Es el paladar el que decide la calidad del vino y no la etiqueta de la botella. Ni el vino ni la poesía son nada en tanto no sean catados.
Creo que la poesía es una experiencia y no un objeto estático. Ni siquiera la considero condicionada por la preexistencia forzosa de un texto. La poesía necesita tanto de un suscitador como de una sensibilidad activadora. Lo primero puede, en efecto, cumplirlo un poema, pero también una secuencia de película, el sabor de las cerezas, la maestría de un saxofonista, un atardecer marino, acaso un gesto moral. En el ejercicio de la amistad se encierra a menudo una modalidad superior de la poesía que quizá no se halle en un soneto canónico, por mucha destreza que el versificador hubiese puesto en la tarea.
Ningún ser humano, letrado o no, se resigna de la mañana a la noche a lo feo, lo sucio, lo ruidoso, lo innoble. Esas y otras instancias negativas tienen su reverso en el valor poético, que es justamente la experiencia personal de la belleza, la armonía, la profundidad de pensamiento, la justicia. Da igual si uno lo expresa mediante unas décimas excelsas o con una simple exclamación sentimental.
Ahora bien, no debemos ser tan ingenuos como para obviar que el gusto, si no se educa, si no se cultiva, nos negará innumerables matices de la comprensión y del deleite. Por eso es una lástima que las autoridades educativas subestimen a menudo la formación humanística de los jóvenes en favor de las exigencias utilitaristas del mercado laboral. "Mi jardín es de todos", escribe Álvaro Valverde en su libro. Yo visité ese jardín y salí de él serenamente emocionado.

Publicado en El Mundo el 4 de noviembre de 2018.

2.11.18

Una reseña

La primera en papel. La firma el poeta Jesús Aguado. Y recalco lo de "poeta" porque, al leerla, me parece que esa condición sobresale, más allá de la de crítico. 
Está en la página 31 del número 205 de la revista Mercurio. Y en un número, qué agradable sorpresa, dedicado a las hermanas Letras Portuguesas. Gracias.
Ah, le sigue una reseña de Cobos Wilkins sobre un libro que he reseñado para El Cultural: Retirada, de mi paisana Pureza Canelo.

Realidades, no humo
JESÚS AGUADO  |  MERCURIO 205 · POESÍA - NOVIEMBRE 2018

El cuarto del siroco
Álvaro Valverde
Tusquets
176 páginas | 15 euros

Alvaro Valverde (Plasencia, 1959) cuenta en el prefacio y en un poema de este libro que el cuarto del siroco, según Leonardo Sciascia, era donde se guarecían las familias nobles cuando soplaba este intratable viento africano. El escritor italiano se preguntaba si no existiría para “defenderse del pensamiento de la muerte” y el extremeño añade que para él es una metáfora de la poesía. Un lugar en el que ponerse a resguardo de la intemperie cuando se vuelve intratable, que es casi siempre. Y también donde pararse a recordar sucesos, a imaginar senderos descartados (una parte importante de los textos aquí recogidos sueñan con ciudades, libros, músicas, aromas o vidas no visitados), a hacer balance de relaciones, a meditar sobre los misterios de lo cotidiano (amigos fallecidos, películas que emocionan, viajes, la familia), o a practicar las virtudes de la lentitud, la serenidad o el recogimiento interior. Apaciguar la extrañeza, “desbrozar el caos”, simplificar los gestos, vivir al margen: en ese cuarto protector la poesía (que hoy el autor solo entiende como un vaso de agua ofrecido “a quien padece sed”) nos enseña que la felicidad es una palabra vacua, que “lo mejor es que te pidan / aquello que tú tienes”, que las intuiciones a veces se transforman en verdades o que hay que estar contra el tiempo y “a favor de la belleza”.
Cosas sencillas porque de eso se trata: de ser sencillo incluso cuando uno se enfrenta a los laberintos (hay cinco en estas páginas) que le van proponiendo los años. Filosofía sencilla: la de un ser humano que renuncia a ser un dios inmortal; y que está más cerca de Spinoza, cuya ética se cita, que de, por ejemplo, un Nietzsche. Vida sencilla: la de alguien que dialoga con las sombras (las muchas acumuladas del pasado y las presentidas de la muerte) desde la serenidad, la concordia y una cierta voluntad de desposesión. Poética sencilla: la que sirve para acercarse a un mirlo sin que se espante, a una casa sin que se cierren sus puertas, a un cerezo o a un aliso sin que huyan, a un libro sin que se borren sus líneas, a una paisaje sin que caigan velos sobre él.En El cuarto del siroco este y otros vientos han quedado fuera. Hay, en efecto, en el extraordinario poema que le da título, y en otros lugares, un “viento retenido”, un viento “seco y frío”, un viento que se presiente en “el rumor de las ramas”, un levante indomable que sopla en paseos vacíos, un viento impetuoso y una brisa. Esa pasión desatada de los vientos románticos, esa tormenta ininterrumpida de ciertas literaturas ya no azotarán, pondrán en peligro ni confundirán el ser (y el Ser) de uno sino apenas sus muros exteriores. Que soplen todo lo que quieran porque el poeta, concentrado en lo mínimo, en lo cercanísimo, en lo más íntimo y en lo concreto, ya no quiere humo sino realidades (ahí se acuerda de Vinyoli), toda una declaración de principios que suena a balance existencial. Pocos vientos y, sin embargo, mucha agua, agua por todas partes: balsas, ríos, mares, estanques, acequias, orillas, manantiales, nieve, fuentes, molinos, puentes, riberas, puertos, pozos, albercas, nubes, algas, corrientes, caudales, cascadas, nadadores, vapor, lágrimas, etc.; un agua que es “metáfora y verdad”, un milagro, una rememoración de lo eterno o, como ya se dijo, símbolo de la poesía. Álvaro Valverde toma partido por el agua pacífica en detrimento del viento, que golpea con fuerza la portada del libro sin conseguir penetrar en él más que de manera testimonial. El agua de la vida. El agua de la poesía.